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La Santa Trinidad

La Santa Trinidad fue una campaña de rol jugada en el Club de Rol Thalarion de Valencia entre los años 2000 y 2012. Este libro reúne en 514 páginas pseudonoveladas los resúmenes de las trepidantes sesiones de juego de las dos últimas temporadas.

Los Seabreeze
Una campaña de CdHyF

"Los Seabreeze" es la crónica de la campaña de rol del mismo nombre jugada en el Club de Rol Thalarion de Valencia. Reúne en 176 páginas pseudonoveladas los avatares de la Casa Seabreeze, situada en una pequeña isla del Mar de las Tormentas y destinada a la consecución de grandes logros.

jueves, 23 de octubre de 2014

Aredia Reloaded
[Campaña Rolemaster]
Temporada 1 - Capítulo 8

El retorno de Aldur. ¿La Sombra en Esthalia?
Las fanfarrias de cuernos y trompetas saludaron la llegada de Aldur y sus acompañantes. Lo primero que llamó la atención del grupo fue la cantidad de gente: aparte de los soldados a cuyo frente había partido el paladín, los acompañaban unos tres o cuatro centenares de personas más, demacradas y agotadas. Tras poner a lord Aryenn y los heridos al cuidado de las Hermanas del Salvador, Aldur pasó a explicar a Valeryan y los demás la historia de la gente que los acompañaba, los Inmaculados. Valeryan no pudo por menos que apiadarse de ellos, y les proporcionó asilo, dejándolos aparte de los demás y fuertemente custodiados; su cabeza daba vueltas sin cesar a las consecuencias que podía tener alojar unos herejes en su ciudadela, pero no podía dejar a aquella gente a su suerte, no estaría bien, y menos después de que el hermano Aldur y todos sus compañeros apoyaran aquella decisión.

También se encargaron de los prisioneros, el alcalde de Jorwenn, Faldric, el padre Shurann y los consejeros Algert, Faedric y Woldan. Cuando el grupo oyó la historia y cómo Aldur acusaba a Shurann y otro de ellos de apóstatas dudaron durante unos instantes, pero su confianza en el paladín y el favor de Emmán del que gozaba comenzaba a ser plena, y a los pocos minutos, los cinco integrantes del consejo de Jorwenn daban con sus huesos en los calabozos.

Por su parte, el paladín abrió mucho los ojos cuando Valeryan, Daradoth, Yuria, Symeon y el duque Elydann le contaron la misión que el rey les había encomendado. Nada menos que capturar o matar al Ra’Akarah... sin duda una empresa algo descabellada, pero no veían el modo de desobedecer una orden directa del rey en persona.

Después de la conversación, Valeryan se reunió a solas con el duque con la intención de ganarse de nuevo su confianza, pues estaba receloso al sentir que el señor de Rheynald ocultaba algo. Para ello, le reveló lo que habían descubierto en realidad en las catacumbas bajo los calabozos, y le habló de su confianza ciega al dejar Rheynald a su cuidado. El duque le agradeció su sinceridad, le prometió discreción y se despidió de él más relajadamente.

Como no querían tener a tres inocentes encerrados mucho tiempo en las duras condiciones de los calabozos, nada más atardecer se aprestaron a realizar el interrogatorio del consejo de Jorwenn. Por turnos los hicieron pasar a una sala donde se encontraban, además del grupo, los hermanos juramentados de Valeryan y el duque Elydann. Uno tras otro, Aldur fue pidiendo el favor de Emmán para que le revelara cuál de ellos era el apóstata, y finalmente fue el comerciante llamado Algert el designado por el paladín. El alcalde Faldric no paró de quejarse acerca de lo injusto y denigrante que era el trato que estaban sufriendo, pero no tuvo más remedio que transigir con todas las pruebas por las que le hicieron pasar.

Tras liberar a los tres inocentes, primero interrogaron a Algert. El hombre parecía compungido, quizá arrepentido. Al preguntarle acerca de posibles visitantes o comportamientos extraños, se encogió; afirmaba que no podía hablar de ello, o seguramente moriría. Decidieron dejarlo para el día siguiente.

Aquella noche, Symeon la dedicó a preparar el viaje, guardando mapas y repasando cuanto sabía acerca de los usos y costumbres vestalenses.

Por la mañana, lord Elydann se reunió con Valeryan, agradeciéndole su sinceridad del día anterior y transmitiéndole su confianza. Charlaron de pequeñeces y de los planes de Valeryan para la misión en Vestalia, y a continuación fue el duque quien se sinceró con el señor de Rheynald. Le reveló que, con su madre desaparecida y sin haber realizado ceremonia alguna de traspaso de poderes, temía por su título, pues sabía de buena tinta que el marqués de Arnualles había intentado convencer al rey de que le cocediera el ducado de Gwedenn. Afortunadamente, Robeld de Baun había caído enfermo, y eso había impedido que continuara con sus pretensiones, pero aunque no había pasado todavía con nadie aquejado de aquella extraña enfermedad, cabía la posibilidad de que sanara y volviera a retomar sus aspiraciones. Valeryan tranquilizó al duque diciéndole que podía contar con su apoyo, y éste estrechó su mano con un gran agradecimiento, sellando su alianza.

Por la tarde procedieron al interrogatorio, convocando de nuevo a Algert. Le engañaron diciendo que el padre Shurann ya había hablado y no tenía nada que perder, y eso hizo que soltara algo la lengua. Les habló de extrañas ceremonias donde se sacrificaba gente (obviamente, la gente desaparecida de Jorwenn), de una extraña cueva en el bosque donde habían erigido un altar oscuro, y de cómo obraba el maestro de ceremonias (presuntamente el padre Shurann) en aquellos cónclaves. Les reveló también la identidad de algunos otros asistentes, pero muchos de ellos no eran ni siquiera del pueblo. También descubrieron una marca en su cuerpo: una pequeña cicatriz en forma de llama que había sido provocada con un metal ardiente, en el extremo del pecho casi pegado a la axila. Sin embargo, se negó (o, más bien, no pudo) a revelarles quién era su líder o a qué dios brindaban los sacrificios. Una vez que Algert se retiró, Daradoth habló acerca de la sombra y cómo esos rituales estaban sin duda dedicados a uno de los dioses oscuros; tenían seguidores de la Sombra detrás de sus filas, y eso entrañaba un gran peligro. Turbados por estas revelaciones, convocaron a su presencia al padre Shurann.

La actitud del sacerdote una vez que se apercibió de que el grupo sabía la verdad, fue muy distinta de la actitud apocada de Algert. Todo lo contrario, se mostraba hasta confiado y disimuladamente desafiante. Afirmó, con una voz y un tono conciliadores, que él no era más que un buen Emmanita, y no entendía por qué lo trataban de aquella forma. Todos los presentes excepto Yuria y Symeon comenzaron a creer que se habían equivocado, mientras la diatriba de Shurann iba haciendo que cada vez estuvieran más convencidos de la inocencia del sacerdote y la terrible equivocación que estaban cometiendo. Daradoth incluso comenzó a acercarse lentamente a él con la intención de liberarlo. Pero un fuerte ruido los sacó a todos del influjo del sacerdote; de repente, éste se dobló, se derrumbó, y una mancha de sangre apareció en su abdomen; Yuria lucía un extraño instrumento en su mano, humeando por un extremo y apuntando al apóstata. Todos se dieron cuenta de lo que había pasado, y de la sobrenatural influencia que el hombre había ejercido sobre ellos. A continuación, vino la tortura. Daradoth hizo gala de su falta de escrúpulos y se aplicó en hacer sentir el infierno a Shurann, que no soltó prenda hasta que finalmente, gritó. “¡Mi señor Khamorbôlg acabará con vosotros!¡¡¡Os matará a todos!!!”. A los pocos segundos, expiró, incapaz de seguir resistiendo la herida de su abdomen y la tortura del elfo.

Mientras tanto, el duque comentaba con Valeryan que se encontraba atónito, que estaba profundamente turbado por las fuerzas que habían presenciado y que deberían ajusticiar inmediatamente a Algert, el otro prisionero. Y efectivamente así lo hicieron; silenciosamente, en un rincón de los calabozos, la vida de Algert acabó a manos de un sombrío verdugo. A continuación, el duque anunció que contactaría en breve con el marqués de Jorwenn para que adoptara las medidas necesarias para acabar con los apóstatas que quedaban tan pronto como fuera posible.

Solucionado el problema más urgente de los traidores a Emmán, pasaron a tratar el asunto de los Inmaculados. El duque no estaba tranquilo respecto a tenerlos alojados en Rheynald, pues el propio rey había decretado su exterminio (tal y como Sir Valdann había contado en una reunión previa), pero honrando el nuevo pacto y la renovada amistad que había establecido con Valeryan, no pondría pegas de momento. Además, Aldur y Daradoth le hablaron de los preceptos emmanitas, de las enseñanzas de su dios, y la charla probó ser profundamente aleccionadora tanto para el duque como para Valeryan, que decidieron que dejar a aquellas personas a su suerte sufriendo un genocidio los convertiría sin duda en individuos execrables, indignos de llamarse emmanitas.

Acto seguido, pasaron a planificar el viaje. Según las palabras de Symeon, la mayoría de su camino (si no la totalidad) podía transcurrir a través del desierto, y si tenían cuidado y algo de suerte, podrían no cruzarse con ningún vestalense hasta que llegaran a su objetivo. Eso tranquilizó a los demás. También hablaron de la disyuntiva que se les había planteado entre seguir la senda marcada por el rey u optar por el camino de la reina. Daradoth se mostraba claramente a favor de esta última, pues secundaba la opinión de la reina transmitida por Strawen de que se enfrentaban a un peligro mayor que el enemigo fronterizo. No obstante, como la segunda reunión de la que les había hablado el marqués no tenía todavía fecha definida, decidieron postergar el asunto hasta que retornaran de su misión (si es que lo hacían, claro).

Pocas horas después, una monja llegaba anunciando que lord Aryenn de Colina Roja había salido de su inconsciencia. El grupo se reunió con el señor, débil y malherido. Éste les habló en voz baja del ataque en el que había sucumbido su fortaleza; los enormes cuervos con ballesteros en sus lomos que sembraban el terror y la muerte por doquier, de la sobrenatural velocidad con que los vestalenses habían cavado minas bajo sus muros. Claramente, Esthalia se enfrentaba a nuevas fuerzas que estaban más allá del ejército vestalense que había conocido en años pasados, y algo había que hacer al respecto.

Por la noche, Azalea y Symeon se reunieron como otras tantas veladas pasadas. Pero esa noche la muchacha intentó llegar a algo más. Se había enamorado realmente del errante, y el encuentro pasó a un estado más romántico de lo habitual. Sin embargo, Symeon se contuvo, pues sus recuerdos le causaban todavía mucho dolor. Ella comprendió silenciosamente, y de nuevo en terrenos menos comprometidos, mostró su preocupación por el destino que aguardaba a Symeon en Vestalia y de lo feliz que la haría si decidía unirse a su caravana y retomar la Búsqueda con ellos. Symeon prefirió dejar esos asuntos pendientes y retomarlos cuando retornase de su comprometida empresa.

domingo, 12 de octubre de 2014

Entre Luz y Sombra
[Campaña Rolemaster]
Temporada 1 - Capítulo 7

Una nueva Fe
Aldur salió al frente de su compañía, compuesta por dos centenares de infantes comandados por los capitanes Ergald y Hárno, cincuenta cazadores al mando de Torrhen, el jefe de perreras de Rheynald y veinte jinetes de caballería de la legión destinada a Rheynald, con el capitán Khorald de Marlanta a su frente.

Nada más salir de Rheynald, pusieron rumbo hacia Jorwen, un pueblo de tamaño medio que se encontraba en el linde del gran bosque de Rowen, en la ruta que Aldur juzgó más probable que los supervivientes de Colina Roja seguirían. La cabalgata transcurrió plácida hasta mitad de camino, momento en el cual Torrhen hizo notar a Aldur unos puntos en el cielo que se movían contra el viento; sin duda, los enormes cuervos de los que había hablado el soldado de Colina Roja y que ya habían avistado los vigías de Rheynald. A partir de entonces, miradas preocupadas se lanzaban continuamente al cielo, que por otro lado se cubrió de nubes e hizo más difícil los avistamientos. Pero de vez en cuando uno de los pájaros bajaba por debajo de la capa nubosa y los cazadores lo señalaban, nerviosos. Afortunadamente, la presencia de los pájaros se limitó a labores de observación y no tuvieron ningún problema en el camino; por fin, tras atravesar varias granjas y cruzarse con algunos viajeros, llegaron a las afueras de Jorwen.

Por lo visto, el rumor de su llegada había cundido entre los lugareños, pues a la entrada del pueblo ya había una comitiva esperándoles: las fuerzas vivas del pueblo, compuestas por el alcalde Faldric, el sacerdote Shurann y tres comerciantes y artesanos llamados Algert, Faedric y Woldan. A su alrededor se había reunido una pequeña multitud curiosa por ver al ya famoso paladín de Emmán de lord Valeryan, gritando por que les diera su bendición. Con una sonrisa, el alcalde Faldric le pidió disculpas por el alboroto y lo llevó a la posada de su propiedad, donde podrían hablar más calmadamente. Durante el camino, Aldur lanzaba gestos de bendición a la plebe, que eran recibidos con gritos de agradecimiento. El alcalde también rogó a Aldur que disculpara la ausencia de alguien más importante, pues el marqués de Jorwen estaba aquejado de la extraña enfermedad que ya había acabado con la vida del marqués de Rheynald, y su hijo se hallaba ausente. Ya en la posada, el consejo preguntó al paladín por los motivos de tan agradable visita, y Aldur no tuvo problema en contarles que iba al rescate de los supervivientes de Colina Roja. Cuando el consejo se enteró de que pensaba adentrarse en el bosque, sus rostros se ensombrecieron y le contaron que en los últimos tiempos habían sufrido varias desapariciones de habitantes del pueblo en la espesura. Preocupado por tal información, Aldur dio órdenes para que varias patrullas vigilaran el entorno del pueblo por si eran atacados. Por supuesto, a Aldur y a sus oficiales les ofrecieron alojamiento gratis en la posada; los hombres acamparían en la plaza anexa.

A las dos de la mañana, el capitán Ergald despertó a Aldur. Una de las patrullas había capturado a un chiquillo que intentaba salir a hurtadillas del pueblo. El paladín salió al aire helado de la plaza para interrogar al muchacho, sujeto por uno de sus hombres. Pero el chico no soltó prenda, no hablaba por mucho que le insistiera o intimidara. En ese momento, Shurann el sacerdote hizo acto de aparición en la plaza, y se acercó hacia donde estaban. El cura no tardó en reconocer al chico como su monaguillo, Mark. En voz baja para que el muchacho no se enterara, el padre Shurann contó a Aldur que Mark era un poco retrasado, que casi nunca hablaba, y que gustaba de torturar animales, por eso sus hombres debían de haberlo encontrado saliendo hacia el bosque a cazar alguno. Satisfecho con la explicación y apenado por el muchacho, Aldur lo dejó ir y volvió a su cama.

Por la mañana temprano, Aldur y sus hombres se aprestaron para salir hacia el bosque, a la vista del consejo y los habitantes del pueblo, que se reunieron para despedirlos. Intercambiando unas palabras de despedida, Aldur tuvo un destello de duda, y preguntó al padre Shuran qué hacía a las dos de la mañana con el frío que hacía paseando por el pueblo. Éste le respondió que estaba aquejado de insomnio, palabras que rubricaron los comerciantes y el alcalde. Aldur se despidió y montó a caballo, pero no muy convencido, así que se concentró e imploró a Emmán que le descubriera a los enemigos que le rodeaban. Y obtuvo respuesta: en el grupo del consejo del pueblo había dos enemigos, dos apóstatas a su fe. El sacerdote era uno, sin duda; lo malo es que no estaba seguro de quién podía ser el otro, así que llamando a varios de sus hombres y a algunos de la guardia del pueblo (soldados del marqués de Jorwen) se acercó al consejo. El paladín intentó no faltar a la verdad: les contó que Emmán le había hablado y varios de ellos se encontraban en peligro, así que debían ser confinados para su seguridad. Dejó a diez de sus hombres y la guardia de la ciudad custodiando al consejo, con órdenes estrictas de no dejarlos salir bajo ninguna circunstancia hasta que él volviera del bosque.

Hecho todo lo anterior, el contingente partió, adentrándose en la vegetación dispersa al principio. Sin embargo, pronto se hizo difícil viajar a caballo y tuvieron que poner pie en tierra y quitarse algunas piezas de armadura. El primer día de viaje pasó y acamparon en la humedad de la espesura, sin contratiempos.

A las pocas horas de retomado el camino por la mañana, un grupo de cazadores llegó apresurado, informando a Aldur de que habían visto un campamento hacia el norte. No le pudieron dar más detalles, pues lo único que habían visto eran varios hombres y alguna tienda, pero por el sonido que habían escuchado se trataba de bastante gente. Aldur dio al instante las instrucciones para envolver la zona en una pinza que cerrarían en el último momento. Tras un avance tenso, un grito se oyó cercano, y el sonido de espadas chocar comenzó. Aldur gritó la orden de avanzar, y el caos estalló. El entorno, oscuro y lleno de vegetación, contribuyó a aumentar tal confusión; Aldur se vio envuelto junto a su grupo en un combate contra varios hombres, claramente esthalios lo que le causó confusión e incluso le pareció ver algún niño correr. Superado el primer obstáculo, siguieron avanzando y se dieron de bruces con otro grupo, que les esperaba empuñando sus armas. Lo que parecía un grupo de soldados vestidos con restos de armaduras se encaraba hacia ellos mientras un grupo de cuatro clérigos, claramente emmanitas, se parapetaba tras los primeros. Los clérigos no cesaban de gritar que detuvieran aquella locura, que no tenía ningún sentido luchar entre hermanos; ante eso, Aldur también gritó órdenes de cesar las hostilidades, pero no pudo evitar que los enemigos, acorralados, cargaran contra ellos. Aún así, tras unos momentos de violencia, las órdenes del paladín y las peticiones de los clérigos calmaron a los contendientes y poco a poco se hizo el silencio, mientras los grupos se gritaban la situación unos a otros. Los lamentos de mujeres y niños se podían oir por la espesura; Aldur se precipitó a ayudar cuando oyó el llanto de una mujer que gritaba que salvaran la vida de su pequeño. El paladín hizo todo lo que pudo, pero no pudo salvar al chiquillo, y en ese momento vio que algunos niños más habían muerto. Rompió a llorar, ante las miradas de amigos y extraños; profirió un gutural grito y en ese momento, Emmán brilló a través de él: todos los presentes sintieron un fuerte y doloroso empuje procedente de la enorme figura y muchos de ellos cayeron al suelo; algunas ramas se quebraron y un par de árboles se prendieron fuego espontáneamente; tal fue la rabia del paladín ante la muerte de inocentes. Cayó de rodillas y al poco tiempo una mano se posaba en su hombro, consolándole. Era uno de los clérigos que había visto con los enemigos, que le sonreía, profiriendo palabras de absolución. Aldur agradeció profundamente la comprensión de aquel sacerdote desconocido al que se unieron los otros tres en un gesto de apreciación.
Cuando se recuperó pudo ver cómo todos, tanto conocidos como extraños, le miraban con un temor reverencial y una devoción renovada. Tal gesto le ganó la simpatía de los presuntos enemigos, y todos se pusieron a trabajar codo con codo para tratar a los heridos y enterrar a sus muertos, pocos afortunadamente. Los clérigos presentaron a Aldur y al cabecilla de su grupo, Sir Valdann de Sothar. En el ínterin, varias fórmulas rituales empleadas por los clérigos y las quemaduras en el dorso de sus manos o en sus muñecas hicieron evidente para el paladín que el grupo de extraños profesaba una herejía de la religión emmanita: la de aquellos que se hacían llamar Inmaculados. Y así se lo confirmaron: aquel campamento pertenecía a un grupo de refugiados de la herejía Inmaculada, cuyos pueblos habían sido arrasados por lord Egmund de Grothan al frente de dos legiones del rey, siguiendo las órdenes de éste. Sir Valdann se lo contó con lágrimas en los ojos, recordando cómo su familia había sido masacrada por soldados que no tenían ninguna compasión, y habían llevado a cabo realmente un genocidio. Aldur sintió una pena inmensa, y sugirió a los Inmaculados que viajaran con él a Rheynald a su vuelta. Sin embargo, éstos estaban tan cansados de persecuciones que no aceptarían si Aldur no juraba públicamente protegerlos con su vida. El paladín no lo dudó un instante y con su estentórea voz, juró proteger a aquellas personas con su vida si era necesario; levantó vítores entre los soldados, los ancianos y las mujeres de los Inmaculados, y para su sorpresa, sus propios hombres también lo aclamaron, entregados totalmente a su liderazgo.

Cuando todo se calmó, tuvo lugar una interesante conversación entre los clérigos y Aldur, referente a la masacre de los kathnitas (otra herejía emmanita) en la que habían participado hacía varios años los clérigos de Emmán. Eso les hacía sentirse incómodos, pues no sabían cómo iba a reaccionar la orden de los paladines ante la promesa de Aldur.

—Yo no soy la orden —contestó el paladín, con gesto grave y convicción en sus ojos.

Confortados por sus palabras, pero visiblemente preocupados, los sacerdotes y sir Valdann acordaron acompañar a Aldur en su vuelta a Rheynald, donde según el paladín, lord Valeryan les otorgaría refugio sin duda. Así que Aldur envió a los Inmaculados al sur, a un punto concreto donde los recogerían cuando regresaran de su misión. Los Inmaculados partieron con muchas caras de ilusión renovada entre sus filas.

Esa noche Aldur descansó en un duermevela incómodo, y al llegar la mañana le informaron de algo extraño: una patrulla había desaparecido sin dejar rastro. Desplazados al lugar donde debían de estar haciendo la ronda la noche anterior, un grupo de cazadores descubrió varios raspones en la corteza de los árboles circundantes, pero extrañamente, ningún signo de violencia ni de enfrentamiento. Habían desaparecido sin más. Diciéndose que debían acabar con aquella misión cuanto antes, Aldur puso en marcha a sus hombres.

Tras caminar varias horas seguidas, al atardecer ya se podía distinguir el sonido del agua del río Rowen. Un grupo de exploradores informó de su descubrimiento precipitadamente a los capitanes y a Aldur. Al otro lado del vado hacia el que se dirigían se alzaba un gran campamento con estilo claramente vestalense. Y estaban despejando un trozo de bosque y erigiendo una construcción de piedra; al parecer querían quedarse allí a largo plazo. Además, habían visto una especie de cercado con prisioneros y tres personas crucificadas (todavía vivas) a la orilla del río.

Tras enviar varias patrullas en busca de signos de presencia de lord Aryenn sin éxito, los exploradores confirmaron a Aldur que los prisioneros del campamento vestalense debían de ser los supervivientes de Colina Roja. Así que el paladín decidió enviar un pequeño grupo de sus mejores hombres para que rápidamente pudieran rescatar a lord Aryenn al menos, ante la imposibilidad de sacar a los prisioneros en su totalidad. Sin embargo, cuando el resto de su contingente se encontraba ya levantando su campamento e iniciando la marcha hacia el sur, uno de los enviados volvió, afirmando que Aldur debía acudir junto a ellos, pues algo raro estaba sucediendo. El paladín llevó consigo a sus oficiales, dejando al resto de los soldados en espera. Al llegar a la orilla del río, efectivamente lo que vio le puso los pelos de punta. Un hombre, vestatalense, al otro lado del río, se encontraba declamando extrañas palabras en un idioma desconocido ante los tres crucificados, flanqueado por sendos engendros que Aldur no pudo identificar más que como “lobos de sombras”. Mucho más grandes que un lobo normal, parecían desvanecerse un momento y concretarse al siguiente, fundiéndose en la noche, pero lo que era invariable eran sus ominosos ojos rojos y sus fauces oscuras. Los árboles parecían inclinarse amenazadoramente hacia Aldur y sus compañeros, y una niebla sobrenatural se levantaba todo alrededor; aquí y acullá se podían ver pequeños zarcillos de bruma que los buscaban y rozaban su piel. Sus hombres, esperando en esta parte del río, se habían quedado dormidos, sin duda inducidos por aquella extraña niebla. Unos cuantos zarandeos les devolvió la consciencia y los puso de nuevo alerta. Todo el mundo miraba a Aldur en busca de consejo, inquietos por lo que estaban viendo, a todas luces un acto de brujería maligna. Afortunadamente, lo que había afectado a sus hombres también parecía afectar al campamento, y no se veía un alma alrededor.

En un momento dado, el hechicero pareció darse cuenta de la presencia de alguien al otro lado del río, mirando fijamente hacia donde se encontraba Aldur. Uno de los lobos de sombras cruzó la corriente, flotando sobre el agua. Y con un rugido se lanzó hacia delante. Los hombres de Aldur, alentados por el paladín, se enfrentaron valientemente a él, pero sus armas no parecían hacer mella en el engendro. Así que Aldur invocó el poder de Emmán y con un esfuerzo supremo consiguió asestar finalmente un golpe que hizo desvanecerse a la criatrua. Pero todo ello ya había llamado la atención del segundo lobo y del hechicero, que interrumpió la ceremonia que estaba llevando a cabo. Aldur dio la señal que había convenido previamente con sus cazadores, y tres de ellos salieron rápidamente de su escondite, lanzando una lluvia de flechas sobre el hechicero. Algunas de ellas alcanzaron a la figura desprevenida, que cayó al suelo sin estrépito. El segundo lobo fue un reto aún más duro que el anterior, y tres de los hombres de Aldur cayeron muertos uniéndose a uno que ya había matado el primer lobo; pero finalmente el paladín pudo abatirlo con uno de sus ataques sagrados. Corriendo todo lo deprisa que pudieron, cruzaron el río y descolgaron a los crucificados. Sin embargo, alguien en alguna parte dio la voz de alarma, y no pudieron continuar liberando prisioneros. El capitán Hárno reconoció entre los crucificados a lord Aryenn y su hijo, con lo que se dieron por satisfechos con recuperar al noble señor de Colina Roja y se retiraron mientras llegaba el contingente de Rheynald en su ayuda.

Los vestalenses no los siguieron, y a duras penas pudieron mantener con vida a lord Aryenn y los otros dos, pero finalmente llegaron al lugar donde les esperaban los Inmaculados para posteriormente salir del bosque, llegando a Jorwenn algo maltrechos. Allí se encontraron con los soldados que habían dejado y nuevos soldados del duque Elydann que habían acudido a la llamada de Aldur. Sin más contemplaciones, el paladín ordenó que los sacaran de la posada y los llevaran a Rheynald. En pocas horas avistaban por fin la fortaleza de lord Valeryan, mientras una comitiva de jinetes que lucía el estandarte real se cruzaba con ellos, viajando hacia el sureste.

Entre Luz y Sombra
[Campaña Rolemaster]
Temporada 1 - Capítulo 6

Una Visita Inesperada

Valeryan tomó las disposiciones necesarias para que sólo un grupo reducido de guardias pudiera acceder al complejo subterráneo y para iluminar los nuevos niveles descubiertos. Con la estancia ya iluminada, pudieron observar mejor los detalles: las runas de gran tamaño talladas en la pared no estaban en realidad talladas, sino que consistían en un material iridiscente incrustado de alguna manera en la roca; además, no cabía duda de que el gran bloque de mármol situado en el centro y sepultado en gran parte por rocas, era alguna especie de sarcófago. En la parte superior del trozo visible se podían observar dos piernas talladas, calzadas con botas altas. Desde luego, si era un sarcófago en realidad, debía de albergar a alguien enorme, de la talla de un gigante de al menos seis metros de alto; además, por más que investigó Daradoth, no fue capaz de encontrar ninguna abertura que permitiera abrir la tapa ni uno de los laterales: parecía tallado de una sola pieza. Lo que sí percibió gracias a sus habilidades fue el poder que albergaban las runas, difuminado y disminuido, supuso que por el tiempo y los desperfectos. El sofocante calor no permitía hacer grandes esfuerzos allí abajo, y el agotamiento hacía pronto mella en todos ellos, lo que dificultaba la investigación.

En el exterior, lo primero que oyó Yuria fueron los rumores acerca de derrumbes bajo la Torre de la Iglesia. Extrañada, se dirigió hacia allí y al encontrarse por el camino con Valeryan, éste se lo explicó todo. Por supuesto, el noble no tuvo inconveniente en que la mujer bajara, por el contrario se dirigía a proponérselo cuando la encontró. Recuperada de la sorpresa, semidesnuda debido al calor, la ercestre estudió con ojo experto la estancia y los derrumbes, y a petición de Valeryan comenzó a hacer cálculos sobre el despeje de la estancia. Según ella, podrían abrir un túnel en la roca avanzando un metro cada tres o cuatro días aproximadamente. Pocas horas más tarde, un número seleccionado de trabajadores comenzaría a trabajar en la excavación, y se daban las órdenes necesarias para propagar el rumor de que lo que se había descubierto eran en realidad los túneles que los vestalenses estaban cavando para socavar los cimientos de la fortaleza.

Con la intención de que le ayudaran a expandir el rumor, Symeon visitó a Ravros en el campamento improvisado de los errantes, donde se veían cada vez más carromatos construidos. Aquella noche correspondía a una de las muchas fiestas que el pueblo errante celebraba, y se estaba celebrando un baile. Symeon miró hacia donde las parejas danzaban alrededor de los fuegos con una punzada en el corazón. Ravros le ofreció de nuevo un hogar en su caravana, si él así lo deseaba, pero Symeon contestó con evasivas, muy amablemente y profundamente agradecido al viejo patriarca; Ravros no puso pegas al esparcimiento del rumor, y aseguró que al día siguiente todo el mundo hablaría de las minas descubiertas. Despidiéndose del viejo, Symeon hizo gesto de marcharse, pero en ese momento vio a Azalea, bellísima como siempre y bailando con varios jóvenes de un atractivo innegable. Se unió al baile, ante la sincera sonrisa de la muchacha; pronto, Symeon se embriagó con la danza; un cambio de pareja, otro, y otro; una vuelta y un paso lateral, la mano de una muchacha cogiendo la suya… recordó, y una lágrima asomó a sus ojos; la muchacha que se encontraba ante él se dio cuenta y lo miró con preocupación, y acto seguido Symeon rompió a llorar calladamente; la chica, dándose cuenta de su tristeza lo abrazó, y él recibió su contacto con gratitud. Al instante regresó al presente y apartando gentil pero firmemente a la muchacha, se marchó entre sollozos.

Al llegar a su habitación, Symeon decidió entrar de nuevo al Mundo Onírico para intentar averiguar algo sobre la estancia subterránea y, por qué no, evadirse de los dolorosos recuerdos. Contra todo pronóstico, consiguió acceder a él, pero seguía tan inestable o más que las noches anteriores: pronto se encontraba cayendo en un vacío infinito y llegando a un océano de color verde azulado que le causó un dolor insoportable. Por la mañana no despertó.

Tras el desayuno, un sirviente avisó a Valeryan de que Symeon no despertaba esa mañana. Efectivamente, su buen amigo se encontraba en un coma profundo del que no parecía poder salir. Sin saber muy bien qué hacer, Valeryan convocó a Daradoth, que comentó algo sobre el Mundo Onírico, y llamó también a Ravros, el patriarca errante, que apareció con un bellísima muchacha de bucles negros azabache y olor a jazmín que se presentó ante lord Valeryan como Azalea Stavroslâva. Al ver a Symeon postrado en la cama, el rostro de la muchacha se ensombreció al instante, transmitiendo su preocupación. El sanador de Rheynald, Storan, sólo acertó a proponer un tratamiento con sanguijuelas, ante lo que Ravros propuso llamar a su propia curandera, Rosa. La mujer, ya madura, investigó a fondo el cuerpo de Symeon, y a los pocos segundos, llamaba la atención de los presentes sobre una especie de venitas o sarmientos de color verde azulado que surgían de las axilas de Symeon, y que parecían crecer lentamente; desgraciadamente, Rosa no conocía tratamiento para aquello que fuera que aquejaba al joven errante. Valeryan, preocupado por su amigo y deduciendo la relación entre Azalea y Symeon, susurró al oído de la muchacha que intentara traerlo de vuelta, que le hablara para ver si reaccionaba de alguna manera. Azalea no lo dudó ni un instante y se sentó en la cama, inclinándose sobre el oído de Symeon y cogiendo su mano. El contacto físico pareció causar una reacción extraña en la muchacha. Entró en una especie de trance y su rostro adquirió enseguida un rictus de dolor; lágrimas acudieron a su rostro, y empezó a temblar hasta que fue apartada de Symeon. Sin aliento, susurró que el pobre debía de estar pasando un infierno si era aquello lo que sentía. Mientras Azalea se recuperaba, Daradoth y los demás intentaron conectar con Symeon igual que lo había hecho ella, pero sin éxito. Así que Azalea no tuvo más remedio que volver a intentarlo, y lo hizo de buen grado; se le notaba genuinamente preocupada por el joven. A los pocos instantes de coger la mano de Symeon, Azalea comenzó a estremecerse de dolor. Aun así, se sobrepuso y comenzó a susurrar en su oído.

Perdido en un infierno de dolor verdemar, Symeon oyó a lo lejos una voz familiar; una voz deformada por las punzadas ardientes de millones de alfileres en su piel, pero aun así familiar. Guiado por la voz y con la esperanza de alcanzar a su propietaria, cuyo rostro comenzaba a tomar forma difusa en su mente, Symeon se esforzó de una manera de la que nunca se habría creído capaz, y consiguió llegar a la orilla de aquel océano metafísico, mientras varias figuras de su pasado le rogaban que no se marchara, que se quedara con ellos en la oscuridad que lo rodeaba ahora. Por un momento sintió el deseo de abandonarse allí, pero la voz era insistente, no cejaba en su empeño de guiarlo.

Con un estertor, Symeon recuperaba la consciencia a la vez que Azalea caía inerte por el dolor y Daradoth la sujetaba. La muchacha lo había conseguido; no sabían muy bien qué había hecho, pero Symeon estaba vivo y con un sueño estable, lo que alegró a todos. Mientras Rosa se quedaba a cuidar a Azalea en otra estancia, Daradoth, Valeryan y Ravros permanecieron con Symeon hasta que éste despertó, media hora después. Aliviados, le explicaron lo que había hecho Azalea, y al punto Symeon salió a buscarla, bamboleante y sin recordar apenas nada de su sueño. Se sentó en la cama de la muchacha, profundamente agradecido, y besó su frente mientras le susurraba que su dulce voz le había mostrado el camino; ella despertó levemente y sonrió al reconocer en la bruma del sueño el rostro de Symeon; le pidió que se quedara con ella, y el errante se recostó, quedándose dormido también casi al instante. Rosa, que había estado cuidando de Azalea, se marchó discretamente.

Mientras tanto, Valeryan y los demás partieron para ir al encuentro del marqués de Strawen, con el que se había citado poco después del funeral para tratar de algún asunto desconocido que requería de un sitio discreto. Tras una ligera cabalgata, pronto llegaron a la casa de pastores donde les esperaba lord Alexadar. Éste se encontraba acompañado por su hijo, Alexann, y se reunió a solas con Valeryan. La información que Strawen transmitió a Valeryan era tan sensible, que al volver de la reunión prefirió no compartirla con nadie hasta que no hubiera meditado bien sus consecuencias. El camino de vuelta transcurrió en un silencio sepulcral, mientras el señor de Rheynald meditaba sobre lo que le había dicho Strawen.

Al llegar al Rheynald, el duque Elydann se interesó por las razones de su ausencia. Valeryan le respondió con evasivas, diciendo que había ido a conseguir refuerzos del marqués de Strawen para ayudarles en su lucha. Elyhdann, más avispado de lo que Valeryan se imaginaba, se ofendió al considerar que el marqués de Rheynald le estaba ocultando algo y se marchó airado.

A continuación, el grupo tuvo una reunión de urgencia (todos excepto Aldur, que se encontraba ausente). Valeryan les contó lo que le había revelado el marqués de Strawen, y recalcó la importancia que tendría una decisión. Alexadar le había hablado de la inconveniencia de las cruzadas, pues en unas costas que no había querido precisar, pero muy cercanas a su posición, había naufragado un barco de la Confederación de Príncipes Comerciantes llevando a bordo un cargamento que demostraba que estaban a punto de enfrentarse a un enemigo mucho más grande que los vestalenses. De hecho, lo mejor según la reina (contraviniendo las órdenes del rey) sería hacer la paz con los vestalenses para prepararse para lo que viniera. El marqués había hablado de elfos oscuros -muertos- a bordo del barco, de seres horriblemente deformados, de cartas portadas por los elfos en un idioma desconocido pero sin duda horrible, de una bolsita de unas extrañas gemas negras fuertemente custodiadas, y de una daga negra que era lo más protegido del barco. Sin duda, debía de tratarse de un objeto terrible, pues Strawen se había mostrado especialmente vehemente en lo que se sentía cuando uno se encontraba en presencia de la daga. Daradoth se estremeció al oír esto; les habló de las Kothmorui, las dagas oscuras de los kaloriones, pero sin duda aquella no podía ser una de ellas… ¿o sí? Strawen también había hablado de extraños rumores que llegaban del lejano norte, más allá del Pacto de los Seis, acerca de un reino llamado “Cónclave del Dragón”, que al parecer preparaba un ataque a gran escala contra el Pacto, que quizá estuviera relacionado con todo aquello. Valeryan pasó a evaluar las consecuencias: alinearse con la reina y Strawen supondría traicionar al rey, y aquello no sabía a donde podía llevarles; lo cierto es que Strawen le había prácticamente convencido, y le había convocado a otra reunión en un plazo indeterminado junto con otros nobles en un sitio por determinar; Valeryan había accedido a acudir a la cita, así que de momento lo dejarían todo en suspenso hasta que esa reunión se celebrara, y decidirían entonces. Daradoth se encontraba intrigado y nervioso por la revelación, y afirmó vehementemente que si se daba tal conflicto contra el enemigo desconocido, debían ser los elfos los que comandaran las filas de sus ejércitos. Los demás se miraron incómodos ante las grandilocuentes palabras y la insistencia del elfo, pero no dijeron nada.

Tras la reunión, Symeon volvió a encontrarse con Azalea, pidiéndole que le recordara algo de lo que había pasado. La muchacha le habló de vaguedades, en realidad, de una sensación de dolor verdemar intensísima, de presencias extrañas y de una especie de mano imaginaria que había tendido a Symeon para sacarlo de allí. Symeon expresó de nuevo su profundo agradecimiento.

El día siguiente por la mañana llegaba a Rheynald un emisario real, anunciando una comitiva que llegaría a Rheynald en dos días, con órdenes del rey Randor. Valeryan ordenó que prepararan todo para recibirlos con honores.

Mientras esperaban al enviado del rey, intentaron abrir un agujero en el sarcófago; el herrero más fuerte con el que contaban lo golpeó con un pico de hierro, y no fue muy buena idea: el sarcófago pareció estallar allí donde había recibido el golpe, impactando a todos los presentes y destrozando el pico que lo había golpeado; el herrero tuvo que ser llevado urgentemente a los sanadores. Durante unos minutos, todos quedaron cegados y ensordecidos.

Durante esos dos días, Symeon pasó gran parte del tiempo con Azalea, sintiéndose cada vez más atraídos el uno por el otro.

En el momento previsto, llegó el enviado real, entre fanfarrias y grandilocuentes anuncios. La comitiva estaba formada por el líder, Sir Carven de Rowal, el gran maestre de la orden Argion lord Gwintar de Hasalon, el general de los Argion Sir Awald de Tharenn, y algunos caballeros más entre los que se encontraba Sir Wodhran de Narvan. Tras los recibimientos y bienvenidas adecuados, el grupo y el duque Elydann se reunieron con la comitiva ansiosos por saber cuáles eran las órdenes que el rey deseaba transmitir al señor de Rheynald. A petición de Sir Carven, se reunieron en un lugar especialmente seguro, y entonces vino la sorpresa.

Quitándose un par de postizos, Sir Wodhran reveló su verdadera identidad: se trataba ni más ni menos que del propio rey, Lord Randor Undasil, cabeza insigne de la casa Undasil, señor de Esthalia, defensor del reino y abanderado de Emmán en la tierra. Al punto, Valeryan y los demás pusieron rodilla en tierra, intimidados por la magnitud de la figura que tenían delante; lord Randor era todo lo que se suponía que debía ser un rey: alto, fuerte, atractivo, con una personalidad magnética que cautivaba allá donde iba. Daradoth fue el único que respondió con una sencilla reverencia, ante la mirada de reprobación del rey y sus acompañantes; hasta que descubrieron su verdadero origen. Tanto lord Randor como su séquito se interesaron por los asuntos que podían haber traído a un representante de la legendaria raza élfica a Rheynald, y las explicaciones que dieron los personajes (por supuesto no muy concretas) parecieron satisfacerle. Superada la sorpresa de la presencia de Daradoth, el rey pasó a exponerles sus órdenes, pues realmente había venido con una misión para Valeryan y su cada vez más famosa “pintoresca compañía”. La fama de Rheynald había crecido como la espuma en el reino a raíz de su enconada defensa del paso, y las maravillas que se contaban de lord Valeryan y sus ayudantes habían decidido al rey a hacer aquel viaje para conocer de primera mano su destacado baluarte y los objetos de las habladurías. Según sus palabras, por sus proezas y sus pasados, eran los más adecuados para llevar a cabo la misión que les iba a encomendar. Pasó a hablar del Ra’Akarah, el profeta vestalense y la inspiración que causaba en sus enemigos; el grupo respondió que ya conocían la información acerca de él y de su peligro. Conforme hablaban, Valeryan se fue imaginando qué pretendía el rey que hicieran, pero cuando la petición se concretó, no pudo por menos que sentir algo de temor y frustración. Lord Randor quería que Valeryan, Symeon y quien tuviera que acompañarles se adentraran en Vestalia y acabaran con la vida del maldito profeta que había exaltado los corazones vestalenses hasta tal punto de atreverse a golpear con una fuerza inaudita la frontera Esthalia. Según la información que tenía, el Ra’Akarah estaba en esos momentos comenzando un viaje de peregrinaje desde Denarea hasta los Santuarios de Creá, y se presentaba ante ellos una oportunidad inmejorable de acabar con su vida (o capturarlo si era posible). Sería Valeryan el encargado de organizarlo todo para traerle la cabeza del Profeta, tenía fe ciega en él y su capacidad; y, según sus palabras, viendo la valía de los hombres de los que se había rodeado, estaba seguro de que tendría éxito. Mientras tanto, varias legiones se dirigían al frente para contener los puntos donde los vestalenses habían roto la línea de fortalezas esthalias.

Varias horas después, tras enseñar al rey el estado de la fortaleza y los bastiones y conseguir una promesa de tropas de refresco, la comitiva real partía con el monarca de nuevo disfrazado. Tras entregar al duque el mando de la fortaleza mientras se encontraban fuera, el grupo se reunió para prepararlo todo, digiriendo todavía la importancia de la misión que les habían encomendado…