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La Santa Trinidad

La Santa Trinidad fue una campaña de rol jugada en el Club de Rol Thalarion de Valencia entre los años 2000 y 2012. Este libro reúne en 514 páginas pseudonoveladas los resúmenes de las trepidantes sesiones de juego de las dos últimas temporadas.

Los Seabreeze
Una campaña de CdHyF

"Los Seabreeze" es la crónica de la campaña de rol del mismo nombre jugada en el Club de Rol Thalarion de Valencia. Reúne en 176 páginas pseudonoveladas los avatares de la Casa Seabreeze, situada en una pequeña isla del Mar de las Tormentas y destinada a la consecución de grandes logros.

martes, 20 de febrero de 2024

Entre Luz y Sombra
[Campaña Rolemaster]
Temporada 4 - Capítulo 14

Asalto a la Ciudadela

«Espero que nadie haya sido indiscreto y el plan siga en el máximo de los secretos», pensó Galad, mientras atravesaba la puerta principal de la ciudadela bajo el sol de mediodía, fijándose atentamente en las reacciones de los guardias y soldados, y rogando por que no descubrieran al Empíreo, que en esos momentos sobrevolaría la ciudadela a una distancia prudencial. Symeon, Faewald y él mismo atravesaron el portalón al descubierto, sin subterfugios, fingiendo dirigirse hacia sus habitaciones. Algo llamó la atención del paladín, un movimiento de guardias sobre la muralla que no pudo identificar; se puso en guardia apretando los puños y las mandíbulas, pero nada ocurrió. Aun así, puso sobre aviso a Faewald y Symeon. Atravesaron el patio de armas y accedieron al antepatio del palacio real, cuando un oficial de la guardia real, haciéndose el distraído, pronunció unas palabras en estigio, claramente dirigidas a ellos:

—Palabras de la duquesa. Postergamos una hora —no se detuvo, ni miró hacia ellos.

Sin detenerse, se dirigieron hacia los barracones para intentar encontrarse con los caballeros esthalios. 

—Será mejor que avise a Yuria y la gente de los carromatos —susurró Symeon, que se separó de los demás discretamente.

Galad y Faewald continuaron su camino. En ese momento, dos figuras encapuchadas salieron de la puerta principal del complejo palaciego. El paladín hizo una seña a su compañero, para que bajara la mirada, no sin antes notar que los dos hombres lucían una piel extremadamente pálida bajo sus ropas. Hijos del Abismo. Evitándolos, llegaron al campo de entrenamiento de los barracones. Allí no tardaron en ver a los esthalios adiestrando a nuevos reclutas.

Aprovechando un descanso, Galad se acercó a Candann.

—Estad preparado, Candann. Como os dije, la situación está a punto de estallar. Vamos a rescatar a los reyes y necesitaré vuestra pericia en una hora.

Candann lo miró, un tanto aturdido, pero el carisma del paladín era avasallador.

—Claro, hermano Galad. Por nuestro señor Emmán y Esthalia.

Al otro lado de la ciudadela, en el extremo del patio de armas, Symeon se deslizó dentro de uno de los carromatos, que ya se habían detenido y permanecían a la espera. Inmediatamente, susurró:

—Yuria, Daradoth, nos han avisado de que tenemos que postergar la acción una hora.

—¿Quién? —inquirió la ercestre.

—Un oficial de la guardia real. Ya sé lo que me vais a decir, pero no tenemos más remedio que fiarnos de él.

—Bien, de acuerdo, esperemos que tres carromatos inmóviles durante una hora no llamen la atención de los guardias.

Ciudadela de Doedia

 

Symeon se escabulló al exterior y se dirigió al comedor comunal para encontrarse de nuevo con Galad y Faewald. No tuvo que esperar mucho hasta que aparecieron, y a continuación se dirigieron hacia sus habitaciones.

En los carromatos, Daradoth se inquietaba:

—No me gusta nada esto, Yuria, voy a echar un vistazo en el exterior para ver cómo está la situación.

—Ten cuidado.

—Tranquila, no me verán —dijo el elfo, con media sonrisa un poco condescendiente.

Se desprendió de varios bultos y prendas de ropa, y haciendo uso de sus hechizos, él y sus pertenencias desaparecieron del espectro visible. Se dirigió hacia el noreste, con mucho cuidado para no dar al traste con su invisibilidad. Cuando tuvo en su campo de visión la puerta del palacio, vio cómo en las escalinatas se encontraba reunida media docena de los tipos extraños de tez pálida, los Hijos del Abismo, reunidos alrededor de Norren, que parecía darles instrucciones. La visión del elfo se tornó roja como la sangre más pura durante unos instantes; sintió unas ansias increíbles de empuñar a Sannarialáth y  matar a todos aquellos engendros. Pero enseguida, Norren volvió a palacio y el resto se distribuyó por varios puntos de la ciudadela, entre las miradas extrañadas de los lugareños. En ese momento, sonaron las once campanadas. 

Se oyeron gritos a lo lejos:

—¡Alerta! ¡Alerta! ¡Estad preparados! 

«Maldición», pensó Daradoth, «deben de saber algo». Volvió sobre sus pasos para volver a los carromatos.

Symeon, Galad y Faewald salieron de sus habitaciones, después de comprobar que todo estaba en orden. Mientras daban los primeros pasos por el pasillo, se detuvieron sorprendidos, pues una voz que parecía provenir de algún lugar lejano llegó a sus oídos.

—Sospechan algo, pero creemos que no conocen los detalles —era la voz de Stedenn, uno de los bardos reales—. Una hora, así los despistaremos.

Permanecieron inmóviles, pero la voz no les dijo nada más. Finalmente, Symeon acabó con el silencio:

—Por lo menos ahora sabemos que no es una trampa. Lo mejor será que pasemos desapercibidos durante esta hora.

—Sí, traigamos a los esthalios aquí y esperemos.


En los carromatos, Yuria aplicaba toda la presencia de ánimo y liderazgo que podía reunir para tranquilizar a sus compañeros. Una hora más pondría sus nervios a flor de piel, pero consiguió hacerles entender que debían esperar lo más tranquilos posible. Daradoth volvió a hacer acto de presencia.

—Seis Hijos del Abismo han salido del palacio al mando de Norren y han tomado posiciones al menos al este y al oeste de donde nos encontramos. Me ha costado mucho contenerme para... —se interrumpió, apretando el puño de su espada.

Yuria, conocedora de lo que le estaba sucediendo desde hacía algunos días, puso su mano en el antebrazo de su amigo, intentando tranquilizarlo.

—Te comprendo, pero debemos permanecer tranquilos si queremos tener alguna esperanza de rescatar a los reyes. Recuerda todo lo que depende de eso.

La tensión de los músculos de Daradoth pareció ceder un poco.


Galad salió del palacio por la salida del ala de invitados en busca de los caballeros esthalios. Vio a los dos Hijos del Abismo que se habían quedado en las escalinatas de acceso a la puerta principal, que lo miraron fijamente. Fingiendo no verlos, giró hacia los barracones.

Poco después, el paladín llegaba a los barracones. Varios de los soldados lo saludaron, honrados por su presencia allí. Se forzó a tener paciencia con ellos, evitando llamar la atención. Llevó más tiempo del que le habría gustado, pero un rato después volvía hacia palacio acompañado de Candann, Faewann y Waldick. Se dirigieron hacia el comedor para beber algo y no despertar sospechas. Más allá, al este de palacio, pudo ver a tres hombres caminando rápidamente que le llamaron la atención. Al menos dos de ellos pertenecían al séquito de Ashira. Galad frunció un poco los labios, preocupado por la situación, pero continuó hacia palacio, donde se encontraron con Symeon y Faewald. Sin tardanza, Galad expuso la situación y detalló el plan a los esthalios.  

—Tenemos la sospecha —intervino Symeon— de que los han hecho caer en un sueño profundo y sobrenatural, intentando manipularlos o quizá matarlos. Tenemos que actuar inmediatamente.

 Una vez que Candann y sus compañeros aceptaron plenamente colaborar en la extracción de los monarcas (o la expulsión de los arribistas), Galad añadió:

—Symeon, hemos visto a tres tipos sospechosos ahí fuera, y al menos a dos los recuerdo del séquito de Ashira. Esto se está poniendo... interesante.

—Por llamarlo de alguna manera. Esperemos que sea casualidad.

—No creo en las casualidades —intervino Faewald. 

—Lidiaremos con ellos entonces —Symeon acariciaba con su pulgar la madera de Aglannävyr. «Cómo hemos cambiado en un año escaso», pensó. «Sobre todo yo».

 La hora de las doce campanadas, el mediodía, se aproximaba. En los carromatos, la tensión se podía paladear en el ambiente. Daradoth se impacientaba.

—La verdad —dijo— es que no sé si voy a ser capaz de llegar a palacio si veo a esos tipos en medio del patio de armas. Creo que empezaré a ver rojo y perderé el control. No sé qué hacer.

—Puedo acompañarte, si sirve de algo —sugirió Yuria.

—No, no creo que sirva de nada.

—Quizá yo pueda ayudaros, lord Daradoth —la voz de Anak Résmere era límpida y clara, incluso cuando susurraba, como ahora—. Si me lo permitís.

—Por supuesto.

Anak entonó una queda melodía, apenas un tarareo, pero Daradoth pudo sentir como un flujo de poder alcanzaba su cuerpo. La sensación se transformó al instante en una calidez que lo reconfortó, sus nervios desaparecieron y se sintió extremadamente tranquilo.

—Quizá así seáis capaz de resistir esos impulsos de rabia.

Daradoth agradeció al bardo su ayuda, desapareció a la vista y salió del carromato, directo hacia el palacio y evitando el contacto visual con los fieles de la Sombra, por si acaso. En pocos minutos trepó hasta una de las vidrieras que le daría acceso a los aposentos de los reyes.

En el interior del palacio, Symeon se puso solemnemente la Tiara de Sirëlen en la frente, mientras Galad elevaba varias oraciones a Emmán para que los ayudara en su empresa.

Yuria, Anak y los demás, pudieron escuchar a su alrededor fuertes pasos de botas de soldados, y algunas personas gritando órdenes. Yuria susurró sus propias órdenes: acudir rápidamente a la puerta principal y ayudar a los guardias reales a cerrarla para evitar que más soldados reforzaran las filas del duque.

Sonaron las doce campanadas.

Symeon y Galad lideraron a los esthalios saliendo de sus habitaciones. Atravesaron un par de pasillos rápidamente y giraron la esquina que daba acceso al ala regia. Se detuvieron, sorprendidos al ver varios metros más allá a tres de los Hijos del Abismo y a Norren, que también interrumpieron su marcha.

—Seguro que venían a por nosotros —susurró Symeon.

—Pues ya nos tienen —Galad impresionaba, envuelto en su aura de poder. Se lanzó hacia delante sin dudar, mientras los hombres pálidos comenzaban a susurrar algo ininteligible haciendo un extraño gesto con la mano derecha sobre sus rostros.

Symeon intentó invocar el poder de la tiara, pero la falta de costumbre le pasó factura y el efecto que consiguió no afectó a sus enemigos. Aun así, no pudo evitar fijarse en Norren, que le miraba fijamente. «Me ha reconocido. Seguro». El errante rememoró los viejos tiempos, cuando Norren los acompañó en la caravana y lo introdujo en el mundo de los onirámbulos. Sintió una oleada de tristeza. No obstante, seguía sin comprender qué provocaba en el hombre del espeso bigote que sentía aquella comunión tan grande con él. Faewald pasó como un rayo a su lado, uniéndose a la carga de Galad.

 

Yuria encabezó la salida de los carromatos, empuñando su ballesta ligera y escoltada por Darion. Alguien gritó en la distancia, dando la voz de alarma. Los gritos se repitieron por doquier. Los transeúntes que se encontraban más cerca soltaron gritos de sorpresa al ver varios elfos salir de los carromatos. Se dirigieron rápidamente hacia la puerta principal, y a los pocos metros Yuria pudo ver, destacando en la plaza del patio de armas, a dos de las figuras pálidas y una tercera encapuchada. Se dejó llevar por el impulso, ordenando a Darion detenerse con ella y disparar a los enemigos, y a los demás que continuaran hacia la puerta. Un pivote y una flecha salieron disparados hacia los Hijos del Abismo. Uno cayó de rodillas con el virote clavado entre las costillas, y el otro no pudo hacer nada más que caer como peso muerto cuando la flecha de Darion le atravesó la garganta de parte a parte.


En el palacio, Galad pudo ver cómo los ojos de sus oponentes mutaban de golpe y se convertían en ascuas rojas de las que incluso emanaba un ligero humillo. Cada uno de ellos sangraba levemente por una pequeña herida entre las cejas que debían de haberse hecho con una uña puntiaguda o un pequeño punzón. «Demonios», pensó; «morid, malditos engendros». Blandió con ciertas dificultades el espadón en el pasillo, pero alcanzó a uno de los enemigos. Le quebró el costado y lo lanzó violentamente contra una de las paredes. Faewald llegó a su altura y atacó también, pero no tuvo gran efecto, y el demonio al que se enfrentaba contraatacó; los Hijos del Abismo se habían convertido en híbridos aberrantes, y sus dedos habían sido reemplazados por horribles garras ganchudas. Afortunadamente, el esthalio solo sufrió una herida leve en el brazo.

Más atrás, Candann y Symeon quedaron bloqueados, Galad y Faewald ocupaban todo el pasillo.

 

En el exterior, Darion lanzó rápidamente otra flecha  hacia el pálido al que había disparado Yuria, que se encontraba de rodillas poniendo su mano ante su rostro en un gesto extraño, mientras murmuraba. La ercestre sacó su espada, dispuesta a precipitarse hacia ellos, cuando se paralizó, sorprendida. Percibió un destello a su izquierda, entre Darion y ella, e inmediatamente, desde el destello se produjo una explosión que lo inundó todo con luz blanca y un sonido sordo y seco. Les habían lanzado un hechizo devastador. El talismán de su cuello le descargó un calambre bastante intenso, pero Yuria ya estaba acostumbrada a la sensación. La luz blanca y la materia elemental que la acompañaba pasó de largo sin hacerle ningún daño.

Pero Darion no había tenido tanta suerte. El elfo se encontraba en el suelo, luchando por respirar, con la traquea destrozada. Nada más verlo, Yuria supo que no podría hacer nada por el jovencísimo arquero. Tres o cuatro transeúntes inocentes también sufireron los efectos del impacto. Apretó los dientes, presa de la rabia y la frustración, y se lanzó hacia los enemigos, empuñando sus pistolas.

De repente, entre el caos y el gentío apareció una tercera figura, el acompañante de Ashira. Giró sobre sí mismo en un movimiento grácil que Yuria no alcanzó a aprehender, pues al instante sintió la fría mordedura del acero en su rodilla, un sonido que le recordó a multitud de ramas quebrándose, y un estallido de dolor que le hizo perder el equilibrio y casi la consciencia. Rodó por el suelo en una agonía carmesí.


Con sus sentidos enaltecidos, Daradoth fue capaz de oír los gemidos de Darion y Yuria, pero decidió no moverse de su posición. Salvar a los reyes era necesario, y confiaba en que nada grave sucedería.


Taheem, encabezando al resto de la compañía de Yuria, consiguió llevarlos hasta la puerta, donde entablaron combate contra los soldados que se oponían a la guardia.


Viendo las dificultades que estaba teniendo Faewald, Symeon invocó de nuevo el poder de la tiara, encauzando un aura de Luz Sagrada hacia los tres engendros de la Sombra que se encontraban en combate contra sus compañeros. Les causó quemaduras sagradas, aunque leves, que por lo menos les distrajeron. Pocos segundos después, uno de los demonios gritó señalando a Faewald, y este cayó al suelo, sufriendo espasmos por causa de un dolor intenso. Afortunadamente, Candann pasó sobre él para defenderlo de posibles ataques del resto de enemigos.

Encauzando de nuevo el poder de la tiara, esta vez Symeon tuvo más éxito. La Luz le respondió, derribando a un par de ellos, mientras el tercero intentaba desmembrar a Candann con sus garras, sin éxito.

—ALTO.

Una voz profunda, retumbante, penetró hasta el fondo del alma de todos los presentes. Norren. Los demonios se detuvieron inmediatamente. Los esthalios también. Y Symeon y Galad también tuvieron que pararse, presas del aturdimiento.

—Symeon, ¿eres tú? —la voz de Norren era suave, incluso dulce. Presa de la emoción.

—Sí, soy yo. Pero no te reconozco, Norren. No entiendo por qué estás con ellos.

—Marchaos ahora, Symeon. Por favor —imploró Norren.

—No. No podemos permitir lo que estáis haciendo aquí. Prefiero morir con dignidad a ser un cobarde; te has dejado caer en la Sombra, no eres la persona que me enseñó.

—A veces no hay escapatoria.

—Siempre la hay.


Daradoth inspiró hondo. Con el codo, rompió la vidriera, volviéndose visible en el proceso, y saltó al interior empuñando a Sannarialáth. En el interior, un par de guardias que habían estado prestando atención al escándalo del exterior se giraron sorprendidos. Cerca de la cama donde yacían los reyes, un par de sanadores retrocedieron asustados, mientras un hombre y una mujer que Daradoth reconoció del séquito de Ashira se levantaron para enfrentarse a él. En la esquina más alejada, uno de los Hijos del Abismo permanecía en las sombras. El elfo dirigió sobrenaturalmente su salto hacia el costado de la cama, identificando a los acólitos de Ashira como la amenaza más peligrosa. Aumentó su velocidad y en cuanto posó los pies en el suelo danzó en una vorágine de elegantes figuras de esgrima.

Sintió el poder de Sannarialath cuando impactó sobre el hombre. La Luz chisporroteaba desde su hoja, que atravesó el abdomen, destripándolo. Con un movimiento fluido y borracho del poder que subía por su brazo hasta su corazón, cortó el brazo derecho de la mujer, que cayó inerte. Miró a su alrededor. El hombre pálido se había llevado la mano al rostro y susurraba algo. Los soldados retrocedieron, aterrados ante la visión de aquel elfo elegante y exterminador.

Su visión cambió. Todo se tornó de color rojo, mientras el Hijo del Abismo se transformaba en un híbrido infernal, enorme y poderosísimo. Daradoth, presa de la rabia, se lanzó hacia él, deseando destruirlo con todo su ser. El aura del demonio le afectó con un impacto brutal, pero la ignoró; su mente estaba poseída de un solo pensamiento: matar a aquel engendro.