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La Santa Trinidad

La Santa Trinidad fue una campaña de rol jugada en el Club de Rol Thalarion de Valencia entre los años 2000 y 2012. Este libro reúne en 514 páginas pseudonoveladas los resúmenes de las trepidantes sesiones de juego de las dos últimas temporadas.

Los Seabreeze
Una campaña de CdHyF

"Los Seabreeze" es la crónica de la campaña de rol del mismo nombre jugada en el Club de Rol Thalarion de Valencia. Reúne en 176 páginas pseudonoveladas los avatares de la Casa Seabreeze, situada en una pequeña isla del Mar de las Tormentas y destinada a la consecución de grandes logros.

martes, 24 de diciembre de 2019

Aredia Reloaded
[Campaña Rolemaster]
Temporada 3 - Capítulo 11

Eraitan vive.
La muerte del rey Anerâk no era una buena noticia de ninguna manera; pero en su fuero interno el grupo pensó que quizá no fuera tan mala cosa, pues allanaba el acceso de Ginathân a una posible sucesión; se trataría sin duda de un golpe de estado y no de una elección pacífica, pero lo que contaba era alcanzar la paz cuanto antes. No era el método óptimo, pero era un método.

Irainos, líder del Vigía
Durante la reunión subsiguiente con Irainos y el consejo se discutió sobre muchos asuntos de política y estrategia, y de la materialización del plan para llevar al sur las pruebas de la invasión de la Sombra. El enano Zarkhu sugirió que deberían viajar con el cuerpo del vulfyr y con el troll hasta Árlaran, donde requerirían que el rey Girandanâth les acompañara hasta el sur; su ascendiente sin duda ayudaría a hacer comprender al pueblo de los distritos meridionales la importancia de dejar las rencillas de lado ante el inminente conflicto. Ya transcurrido un largo tiempo de conversación, alguien habló a través del Ebyrïth, el búho de ónice que servía como comunicador. Irainos les presentó a Igrëithonn, el comandante en jefe de las fuerzas del Vigía al norte del Meltuan. El comandante había estado oyendo lo que el grupo y el consejo discutían, y sugirió que podrían intentar pedir ayuda a la Unión de Puertos Boreales. Ante las miradas de extrañeza de Yuria y los demás, Irainos les explicó que ellos seguramente conocerían a los Puertos Boreales con el nombre de Confederación Corsaria. Efectivamente, Yuria conocía de sobra a la nación de excelentes navíos y marinos sita al norte del Pacto. No obstante, ella tenía entendido que los corsarios (o borealitas como les llamaba Irainos) no eran gente de fiar; pero el líder del Vigía hizo que se replanteara su prejuicio cuando le explicó que en el pasado habían sido unos firmes opositores al Cónclave del Dragón y que en realidad se habían originado como el séptimo distrito de los ástaros de Lândalor.

Igrëithonn también pidió al consejo que enviaran un pelotón de minadores enanos a su posición. Él se encontraba en los bosques situados justo al sur de la fortaleza de Tirëlen, que el grupo había sobrevolado a bordo del Empíreo hacía varios días. Como ya habían visto en su vuelo, en la parte norte de la fortaleza se encontraba acampado un considerable ejército enemigo, y la oposición del Vigía en el bosque homónimo del sur era lo único que todavía impedía que Tirëlen hubiera sido totalmente rodeada y asediada. Igrëithonn necesitaba a los minadores en su plan de lanzar un ataque que pusiera a los enemigos en retirada, e insistió además en su sugerencia de pedir ayuda a los borealitas.

El grupo se mostró de acuerdo en utilizar el Empíreo para transportar a los minadores enanos hasta Tirëlen. Los ojos de Yuria brillaron ante la oportunidad de compartir unas horas de viaje con el pintoresco grupo de enanos; exprimiría sus conocimientos todo lo que pudiera. Desgraciadamente, como descubriría Yuria el día siguiente, los minadores no eran de mucho hablar y no permitieron que la ercestre vislumbrara ninguno de sus secretos (si es que había alguno). El viaje tendría lugar el día siguiente.

Por la tarde, Daradoth aprovechó para enlazar su Ebyrïth con el de Irainos y así poder estar en contacto en lo sucesivo. 

Al anochecer, los vigías informaron de varios tornados que se habían formado en las montañas circundantes. No era un fenómeno habitual allí, y nadie pudo explicar el porqué de su aparición hasta varias horas más tarde. Todos se retiraron pronto a descansar para afrontar el viaje lo más pronto posible por la mañana. Sin embargo, no transcurrió mucho tiempo antes de que los despertaran y los instaran a permanecer en vigilia, pues los centauros habían informado de que estaban siendo atacados en el mundo onírico. De hecho, Yuria se había despertado antes por sí misma, pues se había visto en una pesadilla donde un rebaño de lobos demoníacos había intentado acabar con su vida. Un escalofrío recorrió su espalda cuando más tarde le confirmarían que los enemigos en el mundo onírico tenían efectivamente forma de grandes aberraciones lobunas.

La ayuda de Symeon fue solicitada por Audemas y el centauro Soreliath. El errante retiró el anillo que habían puesto en su dedo corazón y cayó dormido en el acto. Pronto se vio envuelto en un torbellino de sombras lobunas y plateadas que luchaban a lo largo de todo el Valle. Su lectura del tomo que trataba sobre el Mundo Onírico y sus últimas experiencias salieron a la luz. Por dos veces salvó a sendos centauros de morir a manos de los monstruos, y finalmente el conflicto onírico se saldó con la pérdida de las vidas de dos de los guardianes centauros. Galad también probó su valía a lo largo de la noche cuando un grupo de guardianes elfos acudió en su busca para que ayudara a Soreliath, el líder de los noctámbulos centauros. El venerable ser estaba siendo sacudido gravemente en el conflicto onírico. Invocando el poder de Emmán entre fanfarrias y cánticos sobrenaturales, el paladín consiguió que el centauro sobreviviera a la difícil noche. Más tarde se lo agradecerían personalmente, y él y Symeon recibirían la petición formal para colaborar en la defensa nocturna del Valle cuando se encontraran allí.

Los torbellinos que rodeaban al Valle desaparecieron en cuanto los enemigos se marcharon. Según los centauros, habían sido la manifestación de algún tipo de efecto en el Mundo Onírico que no alcanzaban a entender muy bien.

Y tras una larga noche llegó por fin el alba. Somara y sus guardaespaldas se quedaron a salvo (eso esperaban) en el Valle,  mientras el grupo partía hacia el oeste para encontrarse con Igrëithonn. En escasas diez horas recibían señales desde tierra guiándolos para aterrizar en un claro de la gran foresta. Mientras descendían, un numeroso grupo de montaraces elfos salió a su encuentro y saludó a Daradoth y los demás.

Pocos segundos más tarde hacía acto de aparición desde el linde del bosque el comandante Igrëithonn, acompañado de su séquito de lugartenientes. Su porte era magnífico, a pesar de que caminaba algo encorvado y de que sus ojos mostraban el peso de los años que había vivido. Su figura estaba envuelta en una reluciente aura que le revelaba como un elfo del alba, en su frente portaba una de las Joyas de Luz que ya habían visto en los miembros del consejo del Vigía Eyruvëthil y Annagrâenn, y cruzada en su espalda lucía una reluciente espada con una empuñadura en forma de águila. Daradoth se estremeció cuando percibió el canto de poder del arma; efectivamente, parecía que entonaba un levísimo cántico ancestral justo en el límite de la audición élfica.

Igrëithonn, en realidad Eraitan,
Alto Príncipe de los Elfos
"Esa espada...la forma de águila...", pensó Daradoth. Se fijó un poco más en el elfo. "Ese mentón, esa nariz...", su mirada se desvió hacia una cicatriz que el señor elfo lucía desde la sien izquierda hasta la mejilla. "No puede ser...", un escalofrío recorrió la espalda de Daradoth cuando recordó las historias que hablaban de la espada aquilina llamada Sayrelëth (Purificadora), y acto seguido hincó una rodilla en tierra en la pose tradicional élfica. "Las viejas historias toman forma; este es, sin duda, el Alto Príncipe Eraitan, desaparecido desde los tiempos de la Gran Reclusión, la retirada definitiva a Doranna". Hasta un estudiante tan pésimo como Daradoth recordaba las historias que narraban las hazañas de Eraitan durante la Última Guerra de la Hechicería.

El resto de los compañeros de Daradoth siguieron su ejemplo con la genuflexión. Igrëithonn se sorprendió ante la reacción del grupo y, con voz suave pero firme, aseguró que no debían arrodillarse ante él. Todos se pusieron en pie, impresionados por la presencia del comandante.

 —Señoría —comenzó Daradoth—, es un honor sin parangón encontrarse ante la presencia de tan gran hé...

 —...solo un humilde sirviente del Vigía, me temo —contestó Igrëithonn, sin dejar que su interlocutor acabara su frase. Daradoth comprendió; tendría que dejar la admiración para otro momento—. Un ingenio impresionante, ese que os ha traído —añadió, mirando a Yuria valorativamente.

Tras la bajada de los minadores enanos y las correspondientes presentaciones, durante las que "Igrëithonn" se mostró más que correcto, este y sus compañeros condujeron al grupo por disimulados caminos entre la espesura. Por fin, llegaron a un campamento militar perfectamente camuflado entre la vegetación. Los elfos habían construido entre los árboles sus habitáculos de adobe, piedra y madera y habría sido imposible identificarlos desde el cielo.

Entraron en el barracón principal, bien calefactado con un ingenioso sistema de piedras radiantes que evitaba la generación de humo y el peligro de localización. Allí fueron agasajados con nutritivos alimentos élficos que, aunque frugales, bastaban para alimentar a un individuo durante horas, y quienes quisieron pudieron disfrutar de un excelente licor (que, a la postre, afectaría a Symeon y a Yuria) y un magnífico tabaco. Durante el esparcimiento pudieron dialogar con Igrëithonn y su consejo. El comandante se interesó un poco más por el dirigible, y preguntó a Yuria si no había pensado en construir un modelo más adaptado al combate. La ercestre contestó que desde luego que lo había pensado, pero que le haría falta mucha más de la tela especial que era necesaria y el uso de un metal menos pesado; aun así, afirmó que su intención era tener un prototipo en un plazo bastante breve. Igrëithonn quedó pensativo durante unos segundos, y ausente, susurró:

 —Ah, recuerdo cuando los espléndidos barcos voladores de Avaimas surcaban los cielos, antes de... —en ese momento, el comandante pareció darse cuenta de lo que estaba diciendo y calló, dando lugar a un silencio incómodo.

Durante la conversación, Yuria se apercibió de que Igrëithonn se interrumpía muchas veces y quedaba como ausente, hablando casi imperceptiblemente consigo mismo. Daradoth y Galad, por su parte, necesitaban ejercer toda su capacidad de concentración para no distraerse con el continuo cántico de poder de la espada aquilina. Galad percibía en ella una reminiscencia celestial, igual que la que al principio había notado en Églaras, la espada de Emmán custodiada en Tarkal.

Igrëithonn volvió a saca a relucir la posible alianza con la Confederación Corsaria. Ellos podrían traer su flota, que podría remontar el Meltuan y ser decisiva en mantener el río como una barrera infranqueable para los enemigos. Con el Empíreo no les costaría desplazarse allí en persona e intentar convencerlos cara a cara. La conversación fue interrumpida cuando, a través de los búhos de ónice, Irainos se puso en contacto desde el Valle para informar de que estaban siendo atacados de nuevo en el Mundo Onírico. Afortunadamente, más tarde volvería a informarles de que el ataque había sido rechazado de nuevo, pero con un par de bajas más.

Cuando más tarde Daradoth intentó sacar a relucir el tema de la Gran Reclusión de los elfos y la desaparición de Eraitan en aquel proceso, Erythyonn, uno de los lugartenientes del comandante, le interrumpió y se lo llevó fuera a pasear sobre la nieve. Según le informó, unos pocos del círculo de confianza sabían que Igrëithonn era en realidad el príncipe Eraitan de los tiempos antiguos, pero que siempre que se intentaba hacer aflorar aquel tema, el comandante reaccionaba de forma extraña. Y era evidente que no se sentía a gusto hablando de los tiempos antiguos, así que nadie lo hacía.

Erythyonn inspiró profundamente el aire helado de la noche, cogiendo con sus manos varios copos de nieve.

 —De todas maneras, se avecinan tiempos de héroes... decidme, Daradoth, ¿acaso no lo notáis en el aire, en la piel? ¿No notáis ese... aroma..., esa sensación? ¿La presencia de la Sombra? —Daradoth se concentró unos instantes, pero al fin se encogió de hombros y negó con la cabeza.

Siguieron caminando bajo la nevada, y Daradoth, a gusto y en intimidad por fin con uno de sus congéneres, habló de sus intenciones de cambiar las cosas en Doranna, y de deponer a Natarin. Erythyonn mostró su sorpresa y preguntó a Daradoth acerca de su abolengo. Cuando este contestó que no sabía realmente cuál era, el lugarteniente del Vigía sonrió y afirmó congratularse por ver que al fin alguien de Doranna restaba importancia a la ascendencia y la tradición.

 —Sois joven e impetuoso, pero vuestros ojos me dicen que lograréis grandes cosas, amigo. Pero... ¿en serio no sois capaz de sentir... esto? ¿No notáis esa picazón, ese erizarse del vello? Es... vibrante, no lo sentía desde hace mucho —los ojos de Erythyonn brillaban de anhelo.

Esta vez sí, Daradoth comenzó a notar una especie de sensación que no sabía explicar muy bien, pero que sin duda tenía que ver con la presencia de la Sombra, con el conflicto que se avecinaba. Su corazón se aceleró ligeramente, y sus músculos se tensaron. Erythyonn siguió hablando:

 —Espero que con el retorno de la Sombra, Eraitan —¡utilizó por primera vez el verdadero nombre del príncipe!— vuelva a ser el Alto Príncipe guerrero que necesitamos.

Daradoth se volvió hacia él, sorprendido por sus palabras, y Erythionn, abriendo los ojos y tensándose de repente, sacó sus dos espadas y se abalanzó hacia la izquierda.

Aquello puso en guardia a Daradoth, que en cuestión de décimas de segundo percibió cómo algo se movía a su derecha. Con un fluido movimiento de esgrima desenvainó su arma y se encaró hacia el enemigo que los había acechado. Se encogió un poco cuando reconoció la figura de un enorme vulfyr que rugió y se lanzó hacia él.

En el resto del campamento comenzaron a oirse sonidos de combate y ásperos rugidos. Galad y Yuria salieron al exterior junto con un grupo de elfos, y pronto se vieron envueltos en un combate con varios vulfyr y elfos oscuros. Afortunadamente, Erythyonn y Daradoth habían hecho saltar la voz de alarma con sus gritos y así habían evitado ser sorprendidos.

El conflicto parecía ya controlado después de sufrir varias bajas bajo los colmillos y garras de las terribles criaturas, cuando Yuria detectó un movimiento por el rabillo del ojo. Alguien había pasado como una exhalación por su lado y desaparecido hacia uno de los laterales del barracón. Ahora que lo pensaba, Igrëithonn seguía dentro. Se apresuró a asomarse por la esquina y, alumbrado por la luz que salía por la ventana lateral, pudo ver a un elfo oscuro. Este había roto ya las contraventanas de madera y parecía estar preparándose para algo. Y entonces reparó en Yuria, que se dirigía hacia él espada en ristre. Se miraron durante un instante, Yuria con la dificultad añadida de la oscuridad reinante en el exterior y la ligera nevada. El talismán de la ercestre, que le había sido devuelto al salir del Valle del Exilio, emitió la descarga que ella ya conocía tan bien; el elfo había intentado afectarla con un hechizo. No pudo distinguir la expresión del enemigo, que se había retirado de la luz, pero suponía que se habría sorprendido. Comenzó a avanzar esgrimiendo la espada, y un cuchillo pasó a escasos centímetros de su rostro; acto seguido, un látigo surgió de la oscuridad y se enrolló alrededor de su muñeca. El talismán generó una descarga más violenta que la anterior. Yuria tiró con todas sus fuerzas del látigo, intentando lanzar una estocada mortal a su enemigo, pero este, susurrando enojado, destrabó su latigo y desapareció en la noche.

No sin dificultades, Daradoth y Erythyonn habían podido dar cuenta de sus enemigos y dar la voz de alarma, y pocos minutos después todos se reunían de nuevo en el barracón, redoblando la guardia. Yuria les comentó a ellos en privado que Igrëithonn se había quedado ausente en el interior del barracón, y relató en público el extraño enfrentamiento con el elfo oscuro. Esto les convenció de que el objetivo del ataque había sido sin duda Igrëithonn. Además, la ercestre les comentó que el atuendo del elfo le había recordado mucho al de aquellas elfas oscuras que se hacían llamar maestras del Dolor. Pero en lugar de lucir el trasunto de sonajero que esgrimían aquellas, su arma era un látigo.

 —Debía de tratarse de un miembro de otra de las Sendas Tenebrosas —dijo Aryëlëth, una de los lugartenientes—, diría que de la Senda de la Locura. Ellos veneran al Vesánico, uno de los Rostros de Korvegâr, igual que los maestros del Dolor adoran al Tirano.

El grupo, estupefacto por la revelación, cruzó miradas y, evidentemente, pidieron a Aryëlëth toda la informacion que tuviera sobre esas sendas. La elfa tampoco pudo darles demsiada información, solo que conocía tres de las once sendas, el Dolor, la Locura y la Lujuria, y que cada una parecía rendir culto a un Rostro diferente de Korvegâr.

Por fin, bien entrada la madrugada, Yuria, Galad y Symeon cayeron en un profundo sueño, exhaustos.

Galad había atravesado desiertos infinitos. Las arenas habían desgarrado sus pies y el sol había masacrado su piel. Estaba agotado. Y entonces apareció un ser que le hizo dejar atrás la fatiga y el dolor. Un ser celestial, de luz dorada y cuatro majestuosas alas que lo miró desde su ingente altura.

—Tú...levántate...mírame... —mirar a la luz directamente dejó a Galad sin vista—. ¿Eres tú a quien ha elegido? ¡¡¡Demuéstralo!!!

El paladín despertó, sobresaltado aunque totalmente refrescado. Se estremeció cuando se dio cuenta de que todo lo que podía ver era una mancha de luz dorada.

martes, 10 de diciembre de 2019

Aredia Reloaded
[Campaña Rolemaster]
Temporada 3 - Capítulo 10

Irainos y el consejo.
Sobre la nieve invernal, ya rodeados por una pequeña multitud de elfos y con arqueros apuntándoles desde todas partes, Yuria no tardó en ver cómo el resto de sus compañeros se desplomaba inconsciente a su alrededor. Mientras esto ocurría, su talismán dejaba sentir el empleo del poder sobre ella con pequeñas descargas en su piel. Intentó fingir que ella también caía, pero nunca se le habían dado demasiado bien las artes del engaño. Así que los elfos la forzaron a dejar sus armas  y se la llevaron bien atada. Por el rabillo del ojo pudo ver cómo varios de los presentes hablaban en voz baja y le lanzaban miradas suspicaces.

Poco tiempo más tarde, Daradoth despertaba en una sala mediocremente iluminada para encontrarse sentado junto a Yuria frente a una mesa en cuyo lado opuesto tres elfos les miraban fijamente con cara de pocos amigos. A su alrededor, varios guardias vigilaban que la escena permaneciera calmada. "Al menos han tenido la delicadeza de no atarnos a las sillas", pensó.

El joven elfo no tardó en comprender que lo habían llevado allí para ejercer de traductor con su compañera ercestre. Daradoth no tenía conocimientos de irthion, pero los tres interrogadores hablaban correctamente el anridan, un par de ellos con fuerte acento. Por sus vestimentas y su actitud debían de ser una especie de clérigos, o quizá monjes; lo que estaba claro es que su atención, para sorpresa de Daradoth, se centraba íntegramente en, según sus palabras, "el objeto de nulificación que la humana debía de llevar encima". Los tres elfos se mostraron amables en todo momento, cosa que reconfortó a la pareja; Yuria accedió a mostrar el aro negro que le envolvía en cuello, provocando miradas de estupefacción en sus interlocutores. Interrogada acerca del origen de aquel objeto, la ercestre dijo la verdad: que era un regalo de su padre, explorador del ejército ercestre, y que no sabía de dónde lo había sacado. Siguieron momentos tensos en la conversación cuando los monjes insinuaron que el padre de Yuria quizá hubiera robado el objeto en algunas de sus correrías, posiblemente de algún asentamiento élfico antiguo. No obstante, al ver el efecto causado por sus palabras, no tardaron en disculparse y la situación retornó a los derroteros de educación por los que había transcurrido. Cuando pidieron a Yuria que les entregara en préstamo el talismán, para que pudieran estudiarlo mientras ella permanecía en el Valle, la joven aceptó. Los elfos prometieron devolvérselo en caso necesario o cuando se marcharan de allí. "No me había dado cuenta de lo que pesa hasta que me lo he quitado", pensó, acariciando con suavidad las pequeñas escoriaciones de su cuello.

De nuevo con sus compañeros, pasaron varias horas encerrados en una sombría habitación de la torre que los elfos llamaban Tyr'Begaryth. Afortunadamente, la torre debía de disponer de una chimenea central y la temperatura no era insoportable. Además, desde las ventanas enrejadas podían contemplar directamente la explanada que se extendía entre la torre y otros edificios, y los caminos que venían del sur. A Daradoth y a Symeon les llamó la atención que la inmensa mayoría de los elfos que veían parecían ser muy jóvenes. Por otro lado, era sorprendente el alto número de semielfos que circulaban por los caminos. Y no solo ellos, puesto que las filas del Vigía parecían componerse también de enanos, ástaros, mestizos, y algún que otro centauro.

Por la tarde, un ligero escándalo hizo que Galad llamara a sus compañeros a reunirse en la ventana. Una cincuentena de montaraces elfos apareció desde el bosque por el camino del sur, remontando la pendiente de la colina sobre la que se elevaba la torre y los edificios anexos. Les encabezaba un elfo de porte noble, y precedían dos carros tirados por bueyes; en el primero de ellos, llevaban vivo y encadenado a un troll que rugía débilmente, visiblemente agotado. La visión del enorme y obsceno ser provocó escalofríos en el grupo. Escalofríos que se vieron prolongados por el extraño cuerpo sin vida que viajaba atado en el segundo de los carros: el cadáver de una especie de enorme lobo humanoide, que más tarde los vigías llamarían vulfyr, una extraña raza que no había sido vista nunca antes sobre la faz de Aredia. Aquellos seres debían de haber sido la fuente de los aullidos que habían oído en los bosques que rodeaban Meltuamâl. El enemigo disponía de seres de pesadilla; la Luz en Aredia estaba condenada si no podían encontrar la forma de hacer frente a aquellos engendros. Tras el segundo carruaje, una columna de enanos marchaba en silencio, en contraste con el sonido metálico que sus grevas hacían a su paso.

Por la noche, Symeon entró al Mundo Onírico. Al salir de la representación de la torre, lo que vio lo dejó algo aturdido. El Valle del Exilio era representado allí como una enorme fortaleza que brillaba con matices de plata que no había visto nunca antes. Y antes de que pudiera reaccionar, dos presencias a su alrededor. No pudo ofrecer ninguna resistencia, salvo apercibirse de que aquellos que lo expulsaban del Mundo Onírico no eran sino centauros. Intentó decir el nombre de la lady centaura a la que había intentado ayudar hacía una eternidad, en el Imperio Vestalense, pero no pudo articular sonido. Pocos minutos después, unos monjes aparecían para poner un anillo de plata en el dedo de un inconsciente Symeon, dando órdenes a sus compañeros de que no se lo quitara mientras permaneciera en el Valle o hasta que le dijeran lo contrario.

Poco tiempo después del amanecer el grupo era conducido a presencia del líder del Vigía, Irainos. Este se hallaba acompañado de su consejo (o de parte de él, como más tarde se enterarían). Irainos era uno de los pocos elfos que Daradoth había visto con aspecto envejecido y luciendo barba en su rostro; por supuesto, era el único elfo con tales características que el resto del grupo había visto nunca. Hablaba perfectamente tanto el irthion como el anridan y el cántico, y presentó a los miembros de su consejo que habían podido acudir. La elfa Eyruvëthil, los elfos Annagrâenn y Audemas, el enano Zarkhu y los monjes Neäderoth y Elywör. En la sala, austera y bastante grande, se podían ver varias decenas de guardias y oficiales de toda la variedad de razas presentes en el Valle. Symeon miró con curiosidad la espada que Eyruvëthil apoyaba en uno de los brazos de su sede, y las gemas que Annagrâenn y Audemas lucían en sus frentes... no pudo evitar que sus ojos se abrieran mucho al reconocer dos de las míticas Joyas del Alba, mencionadas en varios libros de estudios sobre la Era Legendaria. En la mesa ante el consejo se encontraba el talismán de Yuria, guardado en una pequeña urna de cristal.

El líder del Vigía lucía en sus manos una vara metálica y sobre una repisa pudieron ver un búho de ónice idéntico al que Daradoth había encontrado en las ruinas de Margen y que le permitía contactar con el Empíreo. Más tarde se enterarían de que el Vigía disponía de tres de tales figuras, enlazadas entre sí y a las que llamaban Ebyrithë (Ebyrïth en singular). La vara que Irainos alargó a uno de sus guardias resultó ser uno de los artefactos que los elfos llamaban Seïvarydh ("Varas de Juramento", seïvaradh en singular); estas servían para comprobar la sinceridad de aquellos que hacían promesas mientras la empuñaban. Su poder era tal que, si alguien intentaba mentir mientras empuñaba una, se quedaba sin palabras y era incapaz de enunciar el perjurio; además, los juramentos proferidos mientras la vara era sostenida se convertían en inquebrantables, siempre que el empuñante admitiera voluntariamente sostenerla.

Así, Irainos y el resto les instaron a jurar su lealtad a la Luz y su intención de no perjudicar en nada al Vigía ni revelar la localización del Valle. El primero en sostener la vara fue Daradoth, que declamó con convencimiento el Juramento Ancestral de Aredia:

 —Por mi honor, la gracia del Creador y mi esperanza de renacimiento, juro que no perjudicaré al Vigía de ningún modo, que soy un leal seguidor de la Luz y que no revelaré a nadie lo que sepa del Shur'Ekathälias, el Valle del Exilio.

Tras Daradoth, todos los demás enunciaron el juramento sin problemas, lo que hizo que el elfo soltara un imperceptible suspiro de alivio. Acto seguido, los guardias ofrecieron asiento al grupo.

La conversación que tuvo lugar a continuación trató diversos temas, y permitió que los miembros del Vigía conocieran más al grupo y establecer una relación de relativa confianza.

 —Debéis saber —empezó Irainos— que la única razón por la que no os abatimos durante vuestra inapropiada entrada en Ekathälias fue el que un elfo de Doranna formara parte de vuestro grupo. No es que seamos admiradores de los dorannios, desde luego, pero al fin y al cabo nos unen lazos desde tiempos remotos...

Según dejaron entrever Irainos y Annagrâenn, en realidad los elfos del Vigía despreciaban a los elfos de Doranna por su "cobardía" al llevar a cabo la Gran Reclusión y retirarse a su nación sellada, abandonando Aredia a su suerte. Pronto pasaron a interesarse por el talismán de Yuria y por el extraño artefacto volador con el que habían entrado al Valle. La niebla que normalmente protegía el enclave no había funcionado ese día y no tenían otro medio para ocultarse de ojos en el cielo. Ambas cosas atañían de cerca a Yuria, así que la ercestre les explicó lo poco que sabía sobre el objeto y su autoría en la creación de los dirigibles, entre ellos el Empíreo, del que habló con orgullo; el consejo le dirigió miradas apreciativas. Esto fue aprovechado por Daradoth para enumerar las muchas virtudes de Yuria como militar y sus numerosas gestas los pasados meses.

El enlace de acontecimientos llevó al grupo a exponer sus peripecias del último año, mencionando los acontecimientos de Rheynald, el éxodo por el Imperio Vestalense y la hazaña con el Ra'Akarah, las sospechas de que se enfrentaban de nuevo a kaloriones, su huida y la alianza con lady Ilaith de la Confederación de Príncipes Comerciantes. A pesar de la inexpresividad de los elfos, estos y el resto del consejo se mostraba cada vez más sorprendido. Además, el episodio de Symeon con los centauros de la noche anterior (de la cual el anillo que lucía en su dedo anular era un recordatorio) hacía inútil cualquier secreto al respecto, así que también contaron las experiencias del errante en el Mundo Onírico; y por supuesto, Galad se mostró orgulloso de su condición de paladín de Emmán y valedor de la Luz.

Irainos y los demás no pudieron sino expresar con palabras de asombro su opinión sobre los acontecimientos que habían rodeado al grupo, y que incluso ellos mismos habían provocado. Los juramentos sobre la vara invalidaban cualquier sospecha que los vigías pudieran haber albergado sobre su historia, y eso los hacía rebullir de inquietud. El elfo Audemas dirigía de vez en cuando algunas palabras en irthion a sus compañeros mientras el grupo narraba sus peripecias.

A continuación fue el turno de Daradoth de explicar el porqué de sus viajes en el exterior de Doranna. El joven elfo no ocultó prácticamente nada, habló de los problemas de su familia con lord Natarin, de su amada, de los desaparecidos, y de su exilio y su búsqueda, su posterior encuentro con sus actuales compañeros en Rheynald y la alianza de conveniencia con lady Ilaith. Más tarde esa misma noche, Daradoth pediría un encuentro a solas con Irainos y le hablaría de sus planes para volver a Doranna y "cambiar el estado de las cosas"; quizá el Vigía pudiera ayudarle a lograrlo. Irainos solo pudo mirarlo condescendientemente e intentar quitarle la idea de la cabeza, con alguna otra mirada de preocupación.

Después de darse por satisfechos con la explicación de Daradoth, el grupo pasó a exponer el verdadero motivo de su presencia en el Valle. Hablaron de Ginathân, de Somara y la rebelión. Esta había escapado a cualquier tipo de control y ya afectaba a todo el sur del Pacto, y hablaron del intento de asesinato y de por qué habían decidido tomar partido por el noble rebelde. Describieron las visiones de Symeon en el Mundo Onírico y los sueños de Galad, y expusieron su convicción de que el duque y su esposa eran fundamentales para la Luz.

Ante la magnitud de los temas tratados y la cantidad de tiempo transcurrido, el consejo decidió convocar otra reunión con el grupo para el día siguiente.

El resto del día fue aprovechado por Daradoth y sus compañeros para recorrer el valle y conocer sus varios pueblos y parajes. En un momento dado, el elfo se concentró para percibir el poder a su alrededor, y casi se desmayó. El Valle era un hervidero de poder, con multitud de hechizos activos. El frío se iba haciendo cada vez más intenso sin embargo, y se retiraron pronto a los aposentos que se habilitaron para ellos en los edificios de la guardia. Gracias a la comunicación que Daradoth podía mantener a través del búho, Yuria se aseguró de que la tripulación del Empíreo había encontrado un lugar adecuado donde guarecerse.

La mañana siguiente, Irainos, Annagrâen, el enano Zarkhu y la enana Akhartha (otra miembro del consejo que no había podido estar presente el día anterior) les condujeron hacia la parte norte de la colina donde se encontraban. Tras rodear unos edificios, llegaron a una especie de plaza en cuyo centro se encontraba el troll que habían visto el día anterior, encadenado a unos grilletes. También les enseñó el cuerpo del vulfyr, que habían clavado a una tabla, y un calabozo donde encerraban a un par de elfos oscuros y de drakos renegados (nativos del Cónclave del Dragón). Todo ello para que se dieran cuenta de la magnitud de la amenaza a la que se enfrentaban. Su intención era llevar al troll y al vulfyr (quizá también a los elfos oscuros) al sur para presentarlo ante los monarcas más lejanos y que, al darse cuenta de la amenaza, dejaran de lado sus diferencias para luchar contra el verdadero Enemigo. El grupo mostró su acuerdo con tal medida.

 —Y es aquí donde sería inestimable vuestra ayuda, pues ese ingenio volador podría trasladar las pruebas mucho más rápido que cualquier carreta.

Yuria y los demás se miraron, incómodos ante la petición de Irainos. La ercestre mostró sus dudas acerca de poder transportar algo tan brutal como un troll a bordo del Empíreo, y con esa excusa pudieron postergar su respuesta. Daradoth pasó a exponer seguidamente su deseo de que el consejo del Vigía recibiera en audiencia a Somara, a la cual habían traído en el dirigible. Irainos acordó que la recibirían el día siguiente, e insistió sobre la conveniencia de transportar rápidamente a los prisioneros hacia el sur. "Quizá no sea tan mala idea", pensó el elfo; "sería una forma de convencer a todos de cesar las hostilidades y plantear un frente común a los enemigos del norte".

El consejo también pidió la ayuda de Symeon para la defensa del Valle en el Mundo Onírico. Según les contó, los centauros habían informado de que la noche anterior habían expulsado a varios intrusos que se habían acercado en demasía al Valle, pero cuyo aspecto no habían podido ver. Symeon aceptó, por supuesto, y esa noche la pasaría de guardia junto a los centauros sin mayor problema; no pudo comunicarse apropiadamente con ellos por la barrera del idioma, pero se sintió honrado de trabajar a su lado.

Por la tarde, el monje Neâderoth reclamó la presencia de Yuria. La condujeron (junto con Daradoth) a una especie de campo de entrenamiento donde los monjes practicaban las artes marciales y otras técnicas mucho más esotéricas (concentración, chi...). Elywör, otro de los monjes que habían interrogado a Yuria sobre el talismán, llevaba el aro de la ercestre en la mano derecha. Y lo que Yuria vio a continuación la dejó helada; vio cómo el monje miraba hacia otro que se encontraba a unos diez metros de distancia, y que preparaba un hechizo; cuando este alargó sus manos para dirigir su sortilegio hacia Elywör, este alargó la mano que sostenía el talismán hacia él, y en cuestión de décimas de segundo, el contrincante se desplomaba.

 —Es increíble —dijo Neâderoth—. Tenemos otros talismanes en el Vigía, pero este supera con creces la capacidad de cualquier otro que hayamos visto. Normalmente, Elywör y algunos otros son capaces de anular los hechizos que se dirigen contra ellos, pero vuestro talismán no solo anula el efecto, sino que anula a quien lo realiza, totalmente.

Yuria no tenía palabras. ¡Habían usado su talismán de forma ofensiva! Ella lo había usado pasivamente, y nunca se le habría ocurrido que tuviera ese uso. Cuando preguntó al monje cómo se podía hacer aquello, este solo contestó que con muchos años de entrenamiento, una concentración sobrehumana y una voluntad de hierro. Planteó la conveniencia de que Yuria cediera el talismán al Vigía para ayudarles en su lucha, pero la mujer se negó en redondo.


El día siguiente tuvo lugar el encuentro entre el grupo, el consejo y Somara, que descendió grácilmente del dirigible. Daradoth esperaba que la gracia y la luz que la presunta errante desprendía inconscientemente cambiara el parecer de la cúpula del Vigía. Pero no fue así. No resultaron especialmente impresionados aunque tuvieron que reconocer que la Luz era fuerte en la mujer. Daradoth se sintió frustrado, pero por muchos argumentos que él y Galad esgrimieron no consiguieron convencer al consejo de la conveniencia de apoyar a Ginathân. Irainos también razonó que era muy diferente aceptar el encargo de un rey legítimo de quitar de en medio a un rebelde en la noche (como ya habían hecho) que deponer un rey de su cargo para beneficiar una rebelión fuera de control. Era posible que Ginathân y Somara fueran fieles servidores de la Luz, no lo dudaba; pero el rey Anerâk también lo era, sin duda. Había enviado sus legiones al norte para oponerse al Enemigo, arriesgando así su trono debido a la rebelión, y no había tenido más remedio que llamarlas de vuelta. Así que no apoyarían a quien había provocado aquello.

Daradoth discutió una y otra vez, desesperado, hasta que los más sabios del consejo llegaron a alterarse. El ser del joven elfo se vio conmovido ante la revelación de que los fieles a la Luz se estuvieran matando y traicionando entre ellos. ¿Acaso la traición y el ansia de poder no era cosa de la Sombra? ¿No eran los leales a la Luz justos y honorables? La respuesta que encontró en su interior y que más tarde sería confirmada por Irainos y Audemas, fue "no". Luz y Sombra no eran conceptos tan maniqueos como "bien" y "mal", y Daradoth tendría que asumirlo. Lágrimas de frustración asomaron a los ojos del elfo, pero las contuvo apretando los dientes; tendría que dejar el idealismo a un lado y asumir la cruda realidad.

Por la tarde, para empeorar las cosas, llegó desde el sur la noticia de que el rey Anerâk había muerto masacrado por la plebe, junto con toda su familia. Aquello pareció ensombrecer el ánimo de Irainos y los demás, pero aceptaron detener los ataques contra Ginathân de momento. Tres distritos estaban en llamas por la revolución, y debían detener aquello a toda costa.