Una ligera lluvia caía sobre la multitud congregada en Rheynald. Tanto nobles como plebeyos se habían dado cita en la fortaleza fronteriza para atestar un patio interior donde el cardenal Wadryck Pryenn presidía la ceremonia funeraria de lord Walran Rheynald. Valeryan daba gracias por la lluvia que disimulaba las lágrimas que no podía evitar derramar mientras transportaba el féretro lentamente a través de la multitud junto a sus amigos juramentados, con los que había huido hacía varios meses de una prisión vestalense. De tanto en tanto, alguna mujer entre la multitud entonaba espontáneamente un cántico fúnebre esthalio, y todos ellos sin excepción erizaban el vello y provocaban un vuelco en los corazones. La madre de Valeryan, lady Edyth, lloraba desconsoladamente acompañada por sus otros hijos Woddan y Juwyth. Valeryan pensó en Eygène, el segundo de los hermanos, y lo maldijo íntimamente por encontrarse ausente en el funeral de su propio padre. Junto a lady Edyth se encontraba también Symeon, al que algunos de los presentes todavía lanzaban miradas de recelo, a pesar de que sabían que se había convertido en un amigo inseparable de Valeryan.
Mientras el féretro realizaba su desesperantemente lento recorrido entre los congregados hacia el altar donde esperaba el cardenal junto con dos clérigos venidos especialmente de la Sede Clerical para la ocasión, una enorme figura llevando de las riendas a un no menos enorme caballo atravesaba el portón que daba acceso al patio de armas, ataviada con la túnica y la armadura de los paladines de Emmán. Symeon no pudo sino sobresaltarse ante el tamaño de aquel orgulloso exponente de la Iglesia Emmanita; las miradas de los presentes también comenzaron a volverse hacia él a medida que cundía el rumor de su entrada. Aldur entregó las riendas de su castrado a un mozo de cuadras y se quedó plantado en actitud solemne, entonando rezos a su señor Emmán en honor del fallecido. Los congregados murmuraban sin parar: si todos los paladines de Emmán eran como aquél y habían decidido ayudarles en la guerra, la victoria estaba asegurada.
El centro de atención en que se había convertido Aldur permitió a Daradoth entrar discretamente en el patio y situarse bajo una de las muchas balaustradas que rodeaban el patio, siempre encapuchado. Afortunadamente, la lluvia hacía que muchos de los congregados tuvieran sus capuchas alzadas y Daradoth no llamara la atención. Sin embargo, un golpe de viento lo descapuchó brevemente, apenas un par de segundos que permitieron a Symeon darse cuenta de la verdadera naturaleza del extraño: sin duda se trataba de un elfo; y su gracia en los movimientos no hacían sino corroborar su percepción. Un hecho extraordinario, sin duda; decidió acercarse a él lo antes posible, curioso por saber qué podía haberle llevado allí.
Finalmente, el féretro terminó su peregrinaje y llegó al pie del altar, deteniendo los tambores y los murmullos que se habían iniciado ante la presencia del paladín. Fue el cardenal Wadryck quien tomó la palabra, exaltando las virtudes de lord Walran y loando a Emmán, que sin duda les había otorgado su bendición al haberles enviado tan orgulloso miembro de la orden de sus paladines. Acto seguido invitó a Aldur a acercarse y a decir unas palabras; Aldur asintió, un poco compungido pero voluntarioso, y profirió un breve discurso que exaltó los corazones y provocó gestos de aprobación en los presentes, que todavía lo miraban asombrados. Sus dos metros cuarenta y la coraza con la que iba equipado lo convertían en una visión gloriosa para los fieles emmanitas, muchos de los cuales veían en él poco menos que un titán. El propio Valeryan olvidó por un momento la pena, inspirado por las palabras y la presencia del paladín, al que agradeció su presencia y con el que se citó más tarde.
Tras Aldur tomaron la palabra con sendos discursos el padre Hender y el padre Thergald. El primero hizo un discurso de exaltación de los valores emmanitas, de xenofobia y de llamada a la muerte de los vestalenses, algo que no fue muy del gusto de Aldur ni de Valeryan. Sus palabras escondían un profundo odio y fanatismo que, si cuajaban en las mentes del pueblo, podrían hacer que la guerra se les fuera fácilmente de las manos. Por el contrario, Thergald tuvo una intervención más discreta, con una oración a Emmán y un breve discurso mucho más moderado que el de su compañero, un discurso que incluso se podría calificar de pacifista que levantó algunas palabras de recriminación en la multitud y también en el padre Hender. Pero antes de que la cosa fuera a más, el cardenal tomó de nuevo la palabra y con unas palabras inspiradoras, dio su bendición para que lord Walran fuera enterrado en el túmulo junto a sus antepasados.
Cuando el féretro fue depositado en la fosa y enterrado, fue cuando Valeryan empezó a recibir el pésame de todos los congregados, por turno, mientras se dirigía hacia el interior del castillo. Muchos de los presentes se disculpaban por haber acudido en lugar de sus señores, pues muchos de ellos estaban enfermos. Las dos o tres primeras veces, Valeryan no le concedió importancia, pero al menos ocho de los presentes le informó de la enferemedad de sus señores, lo que le hizo interesarse. Más tarde averiguaría que los síntomas que presentaban los enfermos eran idénticos a los que había tenido su padre, algo bastante extraño. Recibió las condolencias de muchos marqueses, barones y señores, y también de los duques de Estigia y la duquesa Rhyanys de Gwedden, acompañada de su hijo Elydann. La duquesa, a simple vista una mujer madura poco atractiva, cambió completamente al hablar con Valeryan; al sonreírle, el joven creyó ver el sol en sus ojos, y la Luz en sus labios y dientes. ¿Como podía no haber reparado antes en esta mujer? La duquesa parecía ejercer esa influencia en los demás presentes también: su mera presencia los eclipsaba y los alegraba. Tras darle el pésame, la mujer se retiró y todo
volvió a ser gris para Valeryan, que volvió a ver alejarse a una mujer
entrada en años e incluso algo encorvada.
Mientras tanto, Symeon había conseguido acercarse al elfo, y se dirigió abiertamente hacia él. Daradoth decidió no esquivarle, pues lo reconoció al instante como un Errante, y también le picó la curiosidad en lo tocante a encontrar a uno de ellos allí, solo y, al parecer, asentado. Tras presentarse e informarse mutuamente con evasivas de sus asuntos allí, Symeon acordó con Daradoth que saldría más tarde junto a lord Valeryan para encontrarse con él y seguramente ofrecerle un alojamiento en el castillo.
Aldur, bajo la lluvia, contempló la escena intrigado, mientras sostenía una conversación con el cardenal Wadryck. Éste era "buen amigo" del padre Markald, con quien Aldur se carteaba a menudo. Mantuvieron una interesante conversación sobre los preceptos emmanitas y las cruzadas.
Al poco tiempo, Symeon salía de nuevo al patio de armas acompañado de Valeryan. La lluvia había arreciado y hacía todo mucho más discreto. El joven noble dio un respingo de sorpresa al ver el verdadero aspecto del elfo. Symeon ayudó al encuentro como maestro de ceremonias, y al poco, entraban al castillo seguidos a distancia prudencial por Aldur. Tras acomodar a Daradoth en una discreta habitación, Valeryan y Symeon salieron al pasillo para encontrarse cara a cara con Aldur, que presentó sus respetos al nuevo lord de Rheynald y expuso su misión allí para ayudar en lo que estaba por venir. Por supuesto, Valeryan aceptó la ayuda de Aldur y lo sellaron con un apretón de manos y una bendición emmanita. Varios curiosos se habían asomado a la gran puerta del Salón de Bailes donde se encontraba la gran mayoría de nobles reunidos en espera de ser convocados para el banquete nocturno en honor del fallecido. El sonido de las charlas les llegaba claro desde el salón. Y en ese momento hizo acto de aparición lady Rhyanys, la duquesa de Gwedden, llevada del brazo por su hijo. Para sorpresa de Symeon, la actitud de sus compañeros cambió radicalmente. De la seriedad con que estaban hablando pasaron a sonreír sinceramente a la duquesa, que expresó sus esperanzas en el nuevo señor de Rheynald y alabó las aptitudes del paladín de Emmán. Éste se sintió extrañamente enaltecido por las palabras de la mujer; enervado, juró cumplir con los designios de Emmán aplastando al enemigo vestalense, y sacó su gran espada a dos manos, gritando "¡POR LA VICTORIA!¡POR EMMÁN!". La risa de lady Rhyanys se propagó por el pasillo, cristalina, y llegó hasta el salón. Alguien secundó el grito del paladín, y después alguien más, hasta que en el salón al completo y los reunidos en el pasillo gritaban a pleno pulmón: "¡POR EMMÁN!¡POR EMMÁN!¡POR EMMÁN!". Symeon miraba todo, estupefacto. Fuera lo que fuera aquello, había exaltado a los presentes hasta extremos indecibles, pero él permanecía tranquilo. Finalmente, el senescal Elydann (con el mismo nombre que el hijo de la duquesa) pareció romper el momento al anunciar que la cena estaba preparada. Los gritos se fueron apagando, mientras muchos se miraban extrañados y la duquesa se dirigía del brazo de su hijo hacia el Salón Principal, acompañada por un todavía arrebolado Aldur.
La cena transcurrió agradablemente. En un momento dado, el juglar Rodren de Seggal, amigo jurado de Valeryan, comenzó a cantar con una voz cristalina, demostrando su origen sermio. Cantó canciones de guerra y de amor, con las que los presentes vibraron y lloraron. Incluso Valeryan y Daradoth se sorprendieron al oír la representación del juglar. A pesar de que el joven noble había oído cantar antes a su amigo, algo aquella noche hizo que su actuación fuera especialmente memorable, y que sus palabras y notas fueran dignas de los mejores bardos. La pasión de Emmán interpretada al laúd y el arpa levantó escalofríos entre los presentes, y devino en un solemne silencio que ponía los pelos de punta. En ese momento, lady Rhyanys tomó la palabra, con voz queda y respetuosa: “¿No lo notáis, lord Valeryan? ¿No lo notáis en los huesos, en las entrañas? Ha sucedido algo aquí hoy… ha sucedido algo que no sé explicar, pero muchas de vuestras ilustrísimas ya sabéis que la gracia de Emmán me concedió cierta capacidad de precognición que no sé explicar en absoluto. Hoy ha habido aquí encuentros, coincidencias, que estoy segura que van a cambiar el destino de muchos de nosotros, quizá del país, incluso de Aredia entera; espero que para mayor gloria de Nuestro Señor.”
Los comensales se miraron unos a otros, meditando las palabras de la duquesa. La mayoría sabía que ella no emitía esas premoniciones a la ligera, y alguien lanzó un vítore. Pronto, la sala estallaba en gritos exaltados y aclamaciones a Esthalia y a Emmán. Hasta que Rodren reanudó su actuación y todo volvió a la normalidad.
Tras el banquete, tuvo lugar un corto baile durante el que los nobles pudieron dedicarse a intercambiar información y hablar de sus diferentes situaciones. El estado de los muchos señores enfermos preocupaba a la mayoría. Valeryan se incorporó a una reunión de varios marqueses donde se encontraban el marqués de Strawen, el poderoso marqués de Arnualles Robeld de Baun, el marqués de Kwadd, el señor de Waddal, el marqués de Eghenn, el marqués de Egwadd y algún otro. Comentaron a Valeryan la necesidad de empezar ya con las cruzadas, y la inutilidad de la decisión del rey de retrasarlas. Algunos con más convicción que otros, abogaban por una política de hechos consumados: realizar una incursión en el Imperio Vestalense y así, cuando el rey Randor viera el éxito obtenido, no tendría más remedio que autorizar a los nobles a comenzar la guerra santa. El nuevo marqués de Rheynald sospechó que muchos de aquellos señores nobles tenían en sus pupilas el brillo de las riquezas que esperaban conseguir fruto de la invasión, y que la gloria de Emmán quedaba en un segundo plano para muchos de ellos; a punto estuvo de soltar algún improperio, pero fue prudente y se contuvo. Poco tiempo después, todo el mundo se retiró a sus aposentos.
Symeon no pasó una buena noche. Tuvo algunos de sus sueños vívidos, y algo que le había sucedido en contadas ocasiones desde su llegada a Rheynald: una sensación realmente incómoda de mareo y embotamiento durante su experiencia onírica.
La mañana trajo una desagradable sorpresa: poco después de desayunar, un sirviente informaba a Valeryan que la duquesa Rhyanys se encontraba enferma esa mañana, decía palabras sin sentido y no parecía percibir su entorno. A Valeryan le dió un vuelco el corazón: los mismos síntomas que su padre, pero mucho más rápidamente. Corrió, junto a Symeon y Aldur a ver a la duquesa. Efectivamente, estaba aquejada de la extraña enfermedad que parecía afectar sólo a nobles influyentes de la frontera. Valeryan pidió consejo y ayuda a Daradoth, pero éste tampoco supo explicar el origen de aquel mal. Sin embargo, Symeon sí tenía ciertas sospechas, que compartió de manera velada con el resto… algo referente a un mundo de sueños y gente capaz de acceder a él cuando dormía. Según él, algunos vestalenses parecían haber desarrollado tal capacidad y aquello quizá fuera alguna artimaña suya. Palabras de incredulidad brotaron de todas las bocas, excepto de Daradoth, que, corroborando las palabras de Symeon, acabó con cualquier objeción. No estaba claro que aquello fuera obra de alguien en el Mundo Onírico, pero ello no quitaba razón a las palabras del Errante. El ánimo en toda la fortaleza se ensombreció cuando trascendió la noticia de la enfermedad de la duquesa. Quizá su profecía de la noche auguraba malos tiempos, en lugar de la gloria de Emmán.
Valeryan dio órdenes a sus soldados para que peinaran la zona en un radio de varios kilómetros, informando de cualquier cosa que pareciera sospechosa. Mientras tanto, a media mañana, recibía la visita de Alexadar Stadyr, marqués de Strawen. El noble, uno de los más influyentes de la frontera, le preguntó por su opinión sobre la conversación tan comprometida de la noche anterior. Strawen a su vez le confió que le parecía una locura, y que los designios del rey o de la reina no deberían ser discutidos por ellos. Acto seguido, pasó a hablar con palabras más crípticas: “¿Qué pensaríais si os dijera que hay un enemigo mucho peor que los vestalenses que escapa a nuestra atención?” —dijo. Ante esta pregunta, Valeryan se mostró mucho más interesado por los pensamientos de Strawen, pero éste no soltó prenda. Aduciendo que la información era muy sensible como para tratarla a la ligera, Stadyr sugirió a Valeryan tener una reunión en un par de semanas en terreno neutral, a lo que Valeryan accedió.
Poco después de mediodía, un soldado llegaba sin aliento para transmitir un mensaje a Valeryan. En una de las estribacoines de las montañas del sur de Rheynald habían encontrado cuatro cadáveres, al parecer de vestalenses. El grupo se desplazó rápidamente hasta el bastión sur, donde les proporcionaron caballos; en pocos minutos se encontraban en la escena: un discretísimo campamento con los restos de una hoguera en un agujero, y cuatro cadáveres de vestalenses ataviados con extrañas capas iridiscentes que los disimulaban en el entorno. Según Symeon, sin duda aquellos debían ser los que habían estado rondando en sueños por la fortaleza. Por desgracia, ya no había manera de sacar ninguna información de ellos. Quemaron los cadáveres y volvieron al castillo.
El día transcurrió sin más novedad. En apenas 48 horas tendría lugar la ceremonia de toma de posesión de Valeryan y todo volvería a la normalidad, al menos en lo que a habitantes de Rheynald se refería. Pero la noche trajo nuevas sorpresas.
Symeon fue el primero. En sueños, sintió una amenaza tan grande, que despertó con un grito y empapado en sudor, con el corazón latiéndole tan fuerte que dolía. Daradoth también vio su meditación interrumpida: una sensación de malignidad había eclipsado la comezón que sentía continuamente desde que había avistado Rheynald. Un escalofrío lo hizo salir de la habitación, para encontrarse en el pasillo con Valeryan, Aldur y Symeon, que había avisado a sus compañeros del peligro. Algo se disparó en la percepción natural de Daradoth, una sensación inexplicable de miedo y frío en lo más profundo de su mente; diciendo en susurros que la duquesa se encontraba en peligro, salió corriendo a una velocidad inalcanzable para los demás, que a su vez corrieron en pos suyo. Cuando llegó a la puerta de los aposentos de la duquesa, los guardias se estremecieron visiblemente al reconocer el rostro de un elfo ante ellos, pero no quisieron dejarle pasar hasta que por el pasillo apareció lord Valeryan, gritando que se apartaran. Al hacerlo, Daradoth abrió la puerta con su espada en la mano, y lo que vieron en el interior les dejó helados. Lo primero, un vestalense vestido con una capa que parecía borrarlo por momentos de la visión, que parecía seriamente indispuesto, apoyado en la pared. Los dos guardias que velaban el sueño de lady Rhyanys se encontraban muertos a los pies de la cama, y ante ésta, una figura de espaldas que levantaba a la duquesa en brazos, una figura totalmente vestida de negro, con el pelo largo y blanco, que al oir la puerta abrirse se giró hacia ellos: en el inconfundible rostro de un elfo, una nariz aguileña y unos ojos rojos como ascuas les helaron la sangre; casi sintieron cómo el tiempo se detenía y las sombras de su alrededor crecían cuando aquel individuo que no podía ser sino un dios oscuro les miró y esbozó una levísima sonrisa. Pero tras lo que les costó dar un leve parpadeo, en la estancia ya no había nadie, ni vestalense, ni duquesa, ni elfo maligno. Y las luces de la estancia parecieron ganar en intensidad con su ausencia.
Sin darles tiempo a pensar en lo que habían visto, un guardia llegó, gritando a pleno pulmón: “¡¡mi señor, mi señor, un ejército a las puertas!!”. Las campanas de la Iglesia tocaban a rebato.
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