La primera decisión que tomaron fue la de enviar a una compañía de caballería y dos de infantería al Nido de Halcones para protegerlo; si las fuerzas vestalenses giraban hacia el suroeste desde Colina Roja, el Nido sería el primer obstáculo que encontraran, y dificultaría su avance hacia Rheynald. El duque se mostró de acuerdo con el plan. Además, decidieron enviar un grupo de jinetes para que se internara en los bosques y buscara a lord Aryen, el señor de Colina Roja, por si era cierto que había decidido buscar refugio en Rheynald.
Aldur se reunió con el castellano, Sir Egwann, y le preguntó por el punto más profundo del castillo; el paladín también estaba intrigado sobre por qué percibía la Gracia de Emmán más cercana en aquel lugar. Tras meditarlo unos momentos, Egwann respondió que en su opinión, el punto más profundo bajo la ciudadela debían de ser los varios niveles de calabozos que se encontraban bajo la Torre de la Iglesia. Hacia allí se dirigió Aldur. La Torre recibía su nombre por encontrarse justo al lado de la iglesia del castillo; era una torre maciza y opulenta, y su aspecto la confirmaba como la torre más antigua del Castillo, la primera que fue erigida en Rheynald. Por el camino se le unió Symeon, que se encontraba buscando por su parte símbolos extraños en los recovecos de la construcción.
Al ver aparecer al masivo paladín, los guardias de la puerta lo miraron con anhelo e imploraron su bendición. Aldur se la dio sin dudarlo (canalizando hacia ellos un punto de poder) y los dos se alzaron con el brillo reconfortante de la Fe en sus ojos. Ya dentro de los calabozos, el paladín hizo lo mismo con el encargado, Osfrald, que le franqueó el paso sin problemas, aunque advirtiéndole que, con su tamaño, quizá iba a tener dificultades para moverse allá abajo. Con un gesto de apreciación, Aldur y Symeon bajaron hasta el primer nivel de la prisión. Lo primero que notaron fue el calor. Varios guardias se encontraban presentes, vigilando que todo fuera bien; más o menos tres cuartos de las celdas se encontraban ocupadas por prisioneros. Tras buscar un rato, decidieron bajar al segundo nivel donde el calor fue en aumento y el espacio se estrechaba, y donde se custodiaba a algunos prisioneros más peligrosos que los de arriba; el número de guardias disminuyó drásticamente y tampoco encontraron nada de interés. Así que bajaron al tercer nivel, el destinado a los acusados de alta traición, donde el calor aumentó aún más y sólo había un guardia que apenas salía de allí: Toldric. Al verlo, comprendieron el porqué de la elección de aquel trabajo: el hombre estaba aquejado de hidrocefalia y su rostro y su cuerpo se mostraban contrahechos, horriblemente deformados; cuando Toldric pidió su bendición a Aldur y éste se la dio, no pudo evitar derramar copiosas lágrimas de alegría. Tanto Aldur como Symeon sintieron una enorme lástima de aquel hombre destinado a vivir en las tinieblas del subsuelo por miedo a que lo viera la gente del exterior, pero continuaron con su búsqueda. En aquel nivel Aldur ya tenía que caminar seriamente encorvado y apenas cabía por los estrechos pasillos. Y para sorpresa de ambos, Toldric les reveló que aún se podía descender más, hasta niveles en desuso a los que ni él descendía.
Symeon decidió bajar al cuarto nivel, pero la estrechez del paso hizo imposible que Aldur hiciera lo mismo, así que decidió salir a avisar a los demás mientras Symeon exploraba allí abajo. El Errante pudo ver los restos de unas obras que debían haberse iniciado hacía muchos años, intentando habilitar otro nivel de calabozos, pero que al final se habían abandonado. Más allá de los primeros metros excavados por las manos de antiguos obreros, se hizo evidente la naturaleza original de aquellos subterráneos: la multitud de nichos en las paredes los reveló como lo que eran sin duda: unas catacumbas; una gran necrópolis de varios niveles cuyos pisos superiores se habían habilitado como prisión. Aquello debía encerrar muchos secreto, sin duda. Ávido de saber, Symeon comenzó a recorrer el lugar palmo a palmo, ya sin ropa debido al agobiante calor.
En el exterior, mientras Yuria no conseguía de momento la reparación de la primera puerta, Aldur corrió a buscar a Daradoth y a Valeryan.
Valeryan mantuvo una intensa conversación con el padre Ryckar. Al preguntarle por qué su padre había desistido tan rápidamente de pelear por el cargo de comandante en jefe de los ejércitos y por cuál iba a ser la localización exacta de la Catedral que quería construir su abuelo, el clérigo respondió que ignoraba ambas respuestas, y parecía sincero. Pero lo más interesante fue que al llegar Valeryan al encuentro de Ryckar, éste se encontraba rezando con energías renovadas después de sus intención de quitarse la vida, con un fervor intenso en sus ojos. El padre le contó que Emmán le había hablado en sueños, instándole a recuperarse y a renovar su Fe, pues lo iba a necesitar en el futuro inmediato luchando en Su nombre. El fanatismo comenzaba a hacer mella sin duda en Ryckar, y eso preocupó en cierto grado a Valeryan, que temió que el padre se hubiera vuelto loco; aunque bien podía ser que estuviera en lo cierto y Emmán le hubiera hablado en sus sueños. En cierto punto de la conversación, un mensajero urgió a Valeryan para acudir a la Torre Norte. Así lo hizo, y allí unos vigías preocupados le informaron de que habían visto una sombra en el cielo; tras unos momentos, un guardia señaló un punto en el cielo, y los demás vigilantes taparon sus ojos con una mano: efectivamente, decían, allí estaba, un pájaro como un cuervo pero enorme. A pesar de que se esforzó, Valeryan no alcanzó a verlo, algo lógico, pues allí estaban los hombres con mejor vista de Rheynald. Wylledd, que se había convertido en guardaespaldas personal del noble, también dijo verlo. Preocupado, Valeryan partió en busca de Daradoth, con la intención de que los sentidos del elfo pudieran revelar más información.
Daradoth había pasado varias horas buscando entradas a túneles o algo parecido en el exterior de la fortaleza, sin éxito. Al poco de desistir en su búsqueda Aldur se encontró con él, informándole de lo extraños que le habían parecido los calabozos. La curiosidad se despertó en el elfo, que instó a Aldur a que le acompañara hasta allí. Por el camino se encontraron con Yuria, que se interesó por la búsqueda del elfo; la mujer tenía intenció de charlar un rato a solas con Daradoth, y ante la imposibilidad de hacerlo decidió acompañarles. A los pocos momentos aún tuvieron un encuentro más, esta vez con Wylledd, el amigo de Valeryan, que les informó de la sombra que habían visto sobrevolar la fortaleza. Daradoth intentó avistar algo, pero no consiguió ver nada, en parte impelido también por la impaciencia que le producía la curiosidad por los calabozos. Mientras caminaba, el elfo les habló de las Águilas Gigantes de antaño, que habían desaparecido hacía siglos, y de sus extraordinarios combates contra los dragones; pero aquello no parecían águilas, dijo Wylledd, sino más bien cuervos.
Mientras Daradoth entraba a las catacumbas, el resto fue a ver de nuevo al jinete que había huido de Colina Roja. Allí se encontraron con él, pero definitivamente había perdido el juicio. Al acercarse e interpelarlo, había empezado a gritar, encorvándose en actitud catatónica. Así que desistieron de sacarle cualquier tipo de información; dejando a las Hermanas del Salvador encargadas de comunicarles cualquier mejora en el estado del hombre, para que pudieran hablar con él.
En las catacumbas, Daradoth se encontró con Symeon, y comenzaron unas horas de intensa búsqueda en los tres niveles que habían quedado abandonados por debajo de los calabozos. Mientras tanto, Yuria y sus herreros y masones consiguieron arreglar la puerta en el exterior.
Durante la cena, Faewald, uno de los íntimos amigos de Valeryan, reveló que había investigado en las cosas de Yuria, y confirmó que la mujer era en realidad quien decía ser, pues tenía una hoja de servicios y papeles que la confirmaban como oficial Ercestre. Valeryan miro con reprobación a su amigo, pero siguió escuchando. La otra cosa que había llamado la atención de Faewald era que Yuria poseía varios mapas: algunos del ártico arédico que revelaban su pasado como exploradora, y lo más extraño: unas hojas de navegación y mapas de tierras allende el océano, hacia el oeste, unas tierras desconocidas para todos. Valeryan le reprochó levemente el que hubiera entrado en los aposentos de la mujer sin su permiso, pero le agradeció la información y tomó nota mental de ella.
En mitad de la noche, un nuevo mensajero llegaba al castillo. Lucía el blasón de Arnualles en su sobreveste, y llegaba agotado. Sin perder un segundo, transmitió el mensaje a Valeryan: Robeld de Baun, el marqués de Arnualles, había caído enfermo con los síntomas que ya eran de todos conocidos, mientras se dirigía hacia el frente con una de las legiones. Los rostros de todos los presentes revelaron su consternación. El duque apretó las mandíbulas.
La mañana siguiente, ante la ausencia de noticias, decidieron enviar un grupo más nutrido de tropas para buscar a Aryenn Rhegen y los supervivientes de Colina Roja. Doscientos lanceros, cincuenta ballesteros, veinticinco cazadores y varios jinetes de caballería partirían comandados por Aldur. Mientras esto se decidía, y durante gran parte de la noche pasada, Daradoth y Symeon seguían enfrascados en su exploración de las catacumbas, con un calor que los agotaba rápidamente y unas estrecheces que dificultaban aún más cualquier movimiento. Antes de partir al frente de las tropas, Aldur recogió su enorme castrado de las cuadras, y allí se encontró con el mozo de cuadras que lo había recibido por primera vez en Rheynald, que había cuidado al caballo extraordinariamente bien. El muchacho se llamaba Aldric, pero todos le llamaban “podrido” debido al mal estado de sus dientes. El paladín sacó una moneda de plata y se la dio al muchacho, que lo miró con una actitud de devoción absoluta; en ese momento, Aldur sintió algo especial en el chiquillo, no sabía qué, pero sin duda se trataba de algo extrarodinario; revolviéndole los pelos con un gesto cariñoso, se dijo que pasaría más tiempo con él cuando volviera a Rheynald. Quizá podría hacer un buen paladín de aquel muchacho feúcho.
A mediodía, durante la comida, Faewald dio lugar a una incómoda conversación al interesarse por los verdaderos motivos por los que Yuria y Daradoth se encontraban en Rheynald. Concretamente, preguntó al elfo si era algún tipo de rebelde en su tierra, o quizá un desterrado. Daradoth respondió con una negativa, y razonando su constestación, convenció al hombre de que estaba equivocado. Acto seguido, los buscadores, que mostraban un aspecto bastante demacrado, volvieron a las catacumbas para continuar la búsqueda.
Al atardecer, Daradoth encontró por fin algo. Desde el fondo de uno de los túneles más estrechos pasaba un hilillo de aire, y empujando la pared, ésta cedió, revelando una puerta extremadamente bien disimulada, tanto que parecía obra de Enanos. Gritó para avisar a Symeon, pero no obtuvo respuesta, así que pasó lentamente. Pero el suelo no resistió su peso, y entre una lluvia de roca y arena, cayó varios metros hacia abajo, hasta que una superficie dura pero afortunadamente arenosa detuvo su caída, dejándolo sin aliento unos segundos. La oscuridad lo envolvía todo; tras asegurarse de que no tenía nada roto, se puso en pie. El ambiente era allí sofocante, hacía un calor intenso, aunque la atmósfera no estaba tan cargada, pero no veía nada. No obstante, ahora la sensación que experimentaba desde que había avistado Rheynald era definitivamente más intensa.
El estruendo del derrumbe había alertado a Symeon, que acudió corriendo mientras enviaba algunos guardias para que alertaran a lord Valeryan. Al cabo de unos minutos, Symeon y Valeryan se reunían con Daradoth en el fondo del pozo abierto por el derrumbe, de unos veinte metros de profundidad, y a la luz de las antorchas pudieron ver una gran estancia, obra sin duda de manos expertas en el trabajo de la piedra, llena de una escritura rúnica extraña y con una gran plataforma de mármol en su centro, que parecía un sarcófago enorme. La estancia estaba llena de rocas y arena procedentes de varios derrumbes, y la mitad más alejada se encontraba cegada por escombros que impedían poder seguir progresando.