Los ástaros del Pacto de los Seis, con ayuda de los cuatro elfos enviados de Doranna, habían conseguido establecer un débil perímetro de seguridad alrededor del púlpito y de la puerta anexa a la puerta principal de los Santuarios. Pero su resistencia no podría durar mucho tiempo, pues pronto empezó a caer una lluvia de pivotes de ballesta sobre ellos y sobre los personajes, y los Susurros restantes comenzaron a causar estragos en sus filas. Los Guardianes del Paraíso, los guerreros más fanáticos, tardaron sólo un par de minutos en organizarse para atacar también a los ástaros con todas sus fuerzas; las filas de los altos hombres se estremecieron por un instante, pero no cedieron.
En lo alto de la muralla, sobre el púlpito, se encontraban Daradoth, Symeon y Taheem mientras Galad corría escaleras arriba, agotado por el esfuerzo de la canalización del poder de Emmán. La esposa del Supremo Badir rompió a llorar, cayendo en los brazos del orondo hombre, que miraba aterrado a los Symeon y los demás mientras se ponía a cubierto de la lluvia de flechas que por fortuna para él empezó a caer evitando cualquier daño ulterior. Mientras huían encontrándose con Galad, Daradoth consiguió dirigir algunas palabras al dirigente vestalense: “procurad no tomar represalias, aliado de la Sombra”—dijo con mirada torva.
Presas del cansancio, bajaron las escaleras esquivando como pudieron la lluvia de proyectiles, que comenzaba a diezmar las filas de los ástaros. Uno de los elfos, el llamado Bauglas, cayó bajo una hoja que pareció salir de la nada: uno de los Susurros había acabado con su vida.
Lo más aterrador fue que, mientras los personajes bajaban por la escalera llena heridos y resbaladizos proyectiles, se comenzó a oír un cántico ominoso y potente, en una lengua que a Galad le sonaba de cuando los dos individuos pálidos habían intentado maldecirlo (o algo parecido) en los jardines de los Santuarios. El aire se llenó de electricidad estática que les erizó el vello, y una especie de hendidura oscura se comenzó a formar encima de la fuente que dominaba la escena. Aquello tenía muy mala pinta, había que salir de allí cuanto antes. Uno de los elfos intentó lanzar algo (probablemente uno de sus hechizos) hacia lo que suponían que era un portal, pero su rostro mudó en una expresión de desconcierto cuando lo que fuera que quería llevar a cabo no funcionó como esperaba.
Agónicamente, abriéndose paso a empellones, finalmente consiguieron llegar a la puerta que permitía el acceso al exterior. Los ástaros, disciplinados, mantenían a raya a los enemigos mientras el Mediador seguía observándolo todo desde la torre donde se encontraba, impertérrito.
Fuera, la multitud todavía se hallaba bajo los efectos de la influencia de Meravor, por suerte. Pero el dueño del circo no podía más: su rostro estaba crispado, y sus venas hinchadas como cables. Galad puso una mano en su hombro y su tensión se relajó, dejando aparecer la fatiga en su rostro. La masa reunida no tardaría en reaccionar, debían darse prisa. En cuestión de segundos debieron decidir su siguiente paso; no seguirían en la compañía de los ástaros, que partieron hacia el norte, hacia su campamento. Ellos se dirigieron hacia el circo junto a Meravor, donde habían quedado en encontrarse con Yuria y los demás.
Mientras bajaban las Escaleras del Cielo, se encontraron con la delegación de los Príncipes Comerciantes y lady Ilaith los detuvo, preguntándoles por Yuria; ellos respondieron apresuradamente que en esos momentos acudían a reunirse con ella, con lo que la Princesa decidió acompañarles, separándose del resto de la delegación. Sin embargo, la huida de los Santuarios no había acabado: Daradoth y Galad cayeron inconscientes, dormidos. Algo los había afectado desde el Mundo Onírico; Galad entró simplemente en un sueño forzado, pero Daradoth se vio a sí mismo en la Realidad del Sueño, rodeado de varias figuras sombrías y amenazantes. “¡Malditos! Os mataré a todos, y empezaré por ti”—dijo con una voz polifónica la figura en penumbra más poderosa. Acto seguido, la figura cogió al yo onírico de Daradoth como a un pelele, y éste empezó a sentir un frío y un dolor intensos; en el mundo real, su cuerpo se estremecía y su nariz sangraba; para preocupación de todos sus compañeros.
Entendiendo por fin lo que sucedía, Symeon entró al Mundo Onírico haciendo uso de toda su capacidad de concentración para dormirse rápidamente. Ilaith miraba a unos y otros, sin comprender del todo lo que sucedía, pero atenta con sus hombres ante posibles ataques. El errante entró al Mundo Onírico de espaldas a la imagen de la Pirámide que se alzaba en el lugar de los Santuarios, para evitar que le afectara; ante sí, no muy lejos, podía ver las imágenes oníricas normales y algo fuera de lo común: una especie de área de oscuridad dentro de la cual sin duda detectaba la presencia atormentada de Daradoth. Intentó traer al elfo hacia sí haciendo uso de lo mejor de sus habilidades, pero sin éxito; desesperado, decidió hacer desvanecerse la “burbuja” de oscuridad, y esto sí fue capaz de conseguirlo. Afortunadamente para Daradoth, pues al desaparecer la oscuridad, el fulgor de la pirámide afectó profundamente a las figuras envueltas en penumbra que aparecieron, una de ellas levantando al elfo con un zarcillo que tiraba de su cuello; las figuras menores desaparecieron casi al instante, barridas por la luz; la que sostenía a Daradoth aguantó algo más, pero la penumbra que la rodeaba fue “barrida” por el resplandor y soltó al elfo. Sin la penumbra, se reveló su verdadera naturaleza: apareció la imagen onírica de una mujer bellísima, turbadora, con el pelo negro hasta la cintura y unos ojos violeta que parecían taladrar la mente de Symeon, hacia quien se volvió; el errante se estremeció ante la belleza de la mujer, y avanzó hacia ella, como si se hubiera enamorado al instante. Sin embargo, la bellísima figura no pudo aguantar la fuerza de la luz de la pirámide, y en cuestión de segundos desapareció. Symeon recuperó sin tardanza el ser onírico de Daradoth e hizo despertar a ambos con un esfuerzo que acabó con sus reservas de fatiga. Ya en el mundo real, Galad pudo hacer uso de sus poderes para mejorar algo el estado de Daradoth; recuperados y alejados ya del grueso de la multitud, se apresuraron a llegar al circo.
Allí les esperaba Yuria junto a Faewald, Sharëd, Torgen y Gedastos. Después de tratar a Daradoth y a Taheem (el vestalense había sufrido una grave herida en un brazo al ser atacado por un Susurro durante la huida de los Santuarios) con las diversas hierbas curativas que llevaban encima, tomó la palabra Ilaith. La Princesa se presentó como era debido, mostrando su interés por la presencia de Daradoth y Symeon junto a los que ella consideraba sus “futuros protegidos”. Insistió una vez más en que la acompañaran hasta sus tierras, donde servirían junto a los mejores por la causa de la Luz, donde tendrían todos los medios a su alcance (en clara alusión a los proyectos de Yuria), y riquezas más allá de cualquiera de sus expectativas.
Sin embargo, el rostro de la princesa fue mudando de la confianza a la incredulidad y luego a la indignación cuando su propuesta fue rechazada por enésima y, seguramente, definitiva vez. Sobre todo la ofendió la enconada y no muy educada resistencia de Daradoth a la posibilidad de ponerse a su servicio. Dirigiéndose especialmente a Yuria, Ilaith expresó su deseo de que sus caminos no volvieran a cruzarse nunca, y partió con sus acompañantes sin mirar atrás.
Symeon dejó a los niños que tenía a sus órdenes con Meravor, que expresó su deseo de dirigirse hacia el norte, hacia la Región del Pacto, y el grupo partió a los bajos fondos, en busca de los contactos que el errante había hecho y que en teoría les ayudarían a salir de forma discreta y segura de la ciudad. Hombres desconocidos los condujeron desde el punto de encuentro a través de callejuelas y después a través de galerías subterráneas que como pronto averiguaron, correspondían a la antigua ciudad sermia, sepultada bajo la nueva ciudad vestalense. De forma imprevista, en una de las cámaras subterráneas les esperaba una pequeña multitud de ladrones encabezados por el líder de todos ellos, que llevaba una capucha ocultando su rostro al igual que en la ocasión anterior en que Symeon lo había visto. Muchos de los maleantes no estaban contentos con lo que había sucedido en la ciudad, y exigieron un pago extra que finalmente el grupo aceptó pagar.
Sin más contratiempos, salieron a través de un túnel a las marismas al sureste de la ciudad, que atravesaron en un bote, poniéndose relativamente a salvo a varios kilómetros de distancia.
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