Continuaron con la vigilancia de la sede de AIFC durante un par de jornadas más. El siguiente día y la siguiente noche no pareció haber tráfico fuera de lo común como el que habían observado la madrugada anterior. Desde la el otro lado de la autovía que rodeaba el polígono consiguieron ver un enorme muro que rodeaba el recinto, y una explanada de cemento despejada que podría servir perfectamente como helipuerto. Por otro lado, tras una breve visita al registro de la propiedad, averiguaron que la totalidad de las naves colindantes con las de AIFC pertenecían a una misma empresa: una multinacional norteamericana llamada TRANSMER; aquello olía definitivamente a podrido. Y sus sospechas se acentuaron aún más cuando la mañana del día siguiente hicieron acto de presencia en el polígono dos coches de policía que se dirigieron directamente hacia las oficinas de AIFC. Los dos policías del primer coche entraron al recinto y a la media hora salieron, marchándose sin más; no pudieron evitar pensar en sobornos o algún otro tipo de corruptela.
Evaluando toda la información que habían reunido juzgaron imposible infiltrarse en el recinto, así que decidieron partir hacia Villatrinidad, la aldea en la que había sido secuestrada Lupita. Antes de marchar hacia allí, contrataron los servicios de un detective privado de Monterrey, Rodrigo Aguirre, para que contratara un equipo y mantuvieran vigilancia sobre la nave de AIFC durante las 24 horas del día; le advirtieron con buen criterio que no deberían utilizar dispositivos móviles cerca del lugar. En unos días contactarían con él para que les informara de los acontecimientos.
Ese mismo día Sigrid mantuvo una conversación telefónica más calmada con Paul van Dorn. El librero le habló de algunos asuntos extraños que habían ocurrido a su alrededor y de, según sus palabras, la traición de Nikos Kostas —no entró en más detalles sobre este tema—, que ya no se encontraba a su servicio desde entonces. Sigrid también le habló a su vez de algunos de los hechos extraños que le habían sucedido en las últimas semanas, sobre todo la situación en que había vuelto a la consciencia después de la explosión en el hotel, rescatada por sus amigos en un motel de carretera tras haber sido drogada. Muchos asistentes a la subasta estaban todavía retenidos por el FBI en paradero desconocido, lo que indignaba a van Dorn. La conversación volvió al tema de Nikos Kostas, de quien van Dorn reveló a Sigrid que no se trataba de un “Bibliomante”, sino de un “Plutomante”. Aunque la anticuaria se negaba a reconocer su ignorancia sobre tales asuntos, su insistencia en la explicación le ganó un comentario condescendiente de van Dorn y una sugerencia velada de que “podría enseñarle muchas cosas si entraba a su servicio”. Para finalizar, acordaron concertar una reunión, ahora sí, en firme.
Cuando Sigrid compartió su conversación con van Dorn con el resto del grupo, aprovechó para recordar los acontecimientos de la subasta y los objetos que en ella se habían mostrado, sobre todo del libro llamado De Occultis Spherae, que todo el mundo parecía desear sobremanera. Sobre el concepto “plutomante”, bastaba tener conocimientos básicos de griego para traducirlo literalmente como “mago del dinero”; de esta manera, ya tenían dos claves: “bibliomante = mago de los libros”, y “plutomante = mago del dinero”. Fuera lo que fuera lo que demonios significara aquello. Respecto a reunirse con Van Dorn, Robert y Patrick dieron su opinión en contra, porque no se fiaban del librero; Sally, en cambio, invitó a meditarlo bien, pues se encontraban en una situación en la que necesitaban aliados urgentemente, y por lo que había dicho Van Dorn parecía posible que fuera sincero.
Hicieron en todoterreno el viaje hasta Villatrinidad, que les llevó gran parte del día; la aldea se encontraba en una región remota de la región de Tamaulipas, y lo tortuoso de los caminos en la última parte del recorrido hicieron que más de uno se mareara. Pocos kilómetros antes de llegar pudieron ver desde la pista por la que circulaban otra aldea hacia su derecha (debía de tratarse de la aldea de Rentemar), y en sus afueras tres todoterrenos negros que parecían fuera de lugar allí; se apresuraron a llegar a su destino.
Justo antes de entrar al pueblo se encontraron con un pastor acompañado de un niño, que en cuanto los vio soltó un fuerte silbido. El hombre se presentó como Pedro, y como era la única que sabía hablar español, fue Sigrid quien se dirigió a él. Aunque el mexicano se mostró suspicaz al principio, por alguna causa la anticuaria le cayó inmediatamente bien, y cuando le presentó a Patrick como el padre adoptivo de Lupita y afirmó que habían venido a investigar lo que había sucedido con la niña, a Pedro se le humedecieron los ojos y expresó su más sincera admiración por lo que estaban haciendo; a Patrick debía de importarle mucho Lupita si había sido capaz de llegar hasta allí. Pedro dejó al niño que le acompañaba al cargo de las cabras (y también de “vigilar el camino”) y montó en uno de los dos coches del grupo.
Al entrar a Villatrinidad las miradas de los lugareños hicieron evidente para el grupo que si no hubieran estado acompañados por Pedro, seguramente los habrían recibido a pedradas. Sin embargo, el pastor se encargó de que la actitud del pueblo cambiara radicalmente en pocos minutos. Les explicó las razones de por qué estaban aquí los gringos, y que no eran colaboradores de “aquellos que se habían llevado a las niñas”. En la cantina se reunieron con el alcalde y pronto se agolpaba un nutrido grupo de curiosos en la puerta y ventanas. Mientras comían un plato de reconstituyentes frijoles, el alcalde les habló de lo que había sucedido semanas atrás un grupo de paramilitares había llegado y con fuerte violencia había raptado a todas las niñas de entre cinco y seis años de Villatrinidad y de las aldeas colindantes. Mientras explicaba esto, un parroquiano medio borracho de una mesa cercana le increpó:
—¡Alcalde, debería llevarlos a ver al gringo! —el alcalde le dirigió al tipo, llamado Pablo, una mirada fulminante que hizo que se callara, pero ya era tarde, el compañero de mesa de Pablo también insistió. Al alcalde tampoco le parecía del todo mala idea, así que les habló de Francis Kittle, uno de los voluntarios de AIFC que se encontaba todavía en Villatrinidad.
Kittle se encontraba en la casa de Remedios, una de las habitantes del pueblo, que se encontraba un poco más arriba en la montaña, a unos quinientos metros pasada la aldea. Hacia allí se dirigieron, dejando atrás a los curiosos, acompañados por el alcalde. Kittle era un norteamericano de veintipico años, que lucía un aparatoso vendaje en la pierna y se ayudaba de una muleta. Tras hacer las pertinentes presentaciones y vencer los recelos iniciales, Kittle les relató su experiencia. Según decía, el personal de AIFC había recibido órdenes de desalojar la zona aproximadamente una semana antes del incidente; a pesar de que su coordinadora, Selley Robbins, insistió en que debían marcharse porque la cosa iba a ponerse muy fea (ahora que lo pensaba, estaba “demasiado” convencida), Francis optó por quedarse porque lo consideraba una obligación, y no sería la primera vez que unos narcos o unos proxenetas atacaban las aldeas de la región. Pero la cosa resultó ser mucho peor; con el personal de AIFC ya ausente excepto por Francis, un grupo de paramilitares extranjeros hizo acto de aparición, pertrechados mucho mejor que cualquier narco o tratante; y algunos de ellos hablaban en alemán. Kittle era capaz de entenderlo, porque había estado un año de Erasmus en Frankfurt. Herido gravemente en una pierna y escondido entre unas rocas, había sido capaz de escuchar una conversación (en alemán) al móvil de uno de los oficiales, que había afirmado que “pronto estarían preparados para partir en busca del siguiente grupo objetivo”. Pocos segundos más tarde, el oficial era atacado por algunos de los enrabietados oriundos y dejaba caer el móvil, que Francis se había apresurado a coger. Con un rápido gesto, echó mano al bolsillo y sacó el aparato, un teléfono de ultimísima generación, en el que se adivinaba un sensor de retina. Pocos minutos después de recoger el móvil, había caído inconsciente y las siguientes dos semanas las pasó aquejado de fuertes fiebres; aunque los lugareños habían querido llevarlo a un hospital, él se había negado, no lo consideraba seguro. Por supuesto, el móvil, que se había apagado al caerse, no había sido encendido de nuevo para evitar rastreos; pero en los últimos días se habían visto todoterrenos sospechosos recorriendo la zona, y sospechaban que podían estar buscando el móvil.
En la conversación también intervino Remedios, la propietaria de la casa donde habían escondido a Kittle, hablando entre sollozos de cómo le habían arrebatado a su hija y herido de muerte a su marido. Sigrid no pudo soportarlo y cayó presa de un llanto incontrolable y crisis de ansiedad.
Aparte de todo lo anterior, Kittle también les comentó que había visto ciertos tatuajes en alguno de los paramilitares que le recordaban a los símbolos de la antigua Sociedad de Thule de los nazis; el grupo intercambió miradas de reconocimiento; eran los mismos símbolos que habían visto en los germanos ante el monolito en Canadá. Al explicar a Francis lo que hacían allí y sus experiencias previas, este accedió a darles el móvil para su investigación y también a su sugerencia de sacarlo de allí de forma discreta.
Un silbido llamó la atención de todos. Al bajar por el camino y girar un recodo, pudieron ver que en la plaza, ante la cantina, habían aparcado varios coches de policía. Al lado de sus todoterrenos. Por un momento se plantearon huir campo a través, pero entonces oyeron los gritos de la gente del pueblo, maltratada al ser interrogada. Y para agravar la situación, a varios kilómetros de distancia subían lentamente por el camino un par todoterrenos negros.
Decidieron apresurarse. Remedios prestó una escopeta a Tomaso y Derek, Jonathan y Robert empuñaron sus pistolas. No preguntaron. Cuando vieron que el primer policía que los vio echaba mano a su arma, dispararon primero. Tomaso se adelantó a todos, y haciendo uso de la escopeta y las artes marciales acabó con un par; Derek, Jonathan y Robert quitaron de enmedio algunos más, y finalmente entraron a la cantina; algunos aldeanos lucían moratones y sangre resultado del interrogatorio, y el único policía restante amenazaba con matar a una muchacha si no le dejaban ir. Un certero disparo de Derek acabó con él. Sin pausa, derramaron gasolina a la entrada del pueblo y le prendieron fuego para dificultar la llegada de los dos todoterrenos. El alcalde les conminó a marcharse, asegurándoles que ellos podrían lidiar con la nueva amenaza, así que optaron por ello. Montaron en los coches y se dirigieron montaña arriba; les acompañaba Pedro, el pastor que los había recibido, que podría guiarlos campo a través hasta la aldea de Tres Santos; tras recoger a Francis, se adentraron en los vericuetos de la estribación montañosa hasta que tuvieron que abandonar los coches y seguir a pie. Mientras caminaban, Patrick preguntó al renqueante ex voluntario de AIFC (que caminaba ayudado por Tomaso, al igual que Sigrid, todavía no recuperada de su operación en Cuba, era ayudada por Derek) si conocía el nombre de alguno de los otros padres adoptivos de niñas de Villatrinidad. Kittle respondió que sólo sabía de otro padre que fuera a adoptar una niña del pueblo, un tal Sergio Correa Cabezas; no tenía muy claro de dónde era, pero estaba casi seguro de que era europeo, y con ese nombre, seguramente español.