La siguiente mañana transcurrió con una actividad frenética, con la ciudad alborotada por la llegada de las tropas que habían rodeado la ciudad. Los mensajeros y observadores de Yuria y Loreas averiguaron en cuestión de pocas horas la localización y número de las tropas recién llegadas: unas tres legiones de la Sombra habían tomado posesión del río y de las colinas del sur, y tres legiones más del propio principado de Nímthos estaban tomando posiciones al este (1) y al oeste (2). En algún momento de la jornada, Rakos Ternal y su séquito hicieron una entrada triunfal a la ciudad por el río a bordo de una barcaza, dejando claro su dominio de la ruta fluvial.
Todas las delegaciones se visitaron unas a otras, atropelladamente. Más o menos a mediodía, las delegaciones de Krül y Korvan dejaron a un lado la discreción para visitar abiertamente la sede de Tarkal y dejar clara su alianza. Además, de una forma más discreta, también acudieron los representantes esthalios con el resto de la delegación de Mervan. Organizaron un cónclave y por supuesto estrecharon sus lazos. Karela Cysen enviaría la noche siguiente un mensajero a bordo de una de sus naves más veloces para poner en marcha a las dos legiones que tenía listas en puerto. Calculaba que podrían estar allí en un plazo aproximado de tres días, si podían esquivar el más que probable bloqueo marítimo de Eskatha.
Discutieron también sobre la conveniencia de revelar su alianza con Bairien. Eso les haría más fuertes, pero pondría todas las cartas sobre la mesa. Decidieron esperar un poco más.
Otro punto crítico para sus objetivos era conseguir la lealtad de la guardia de la ciudad. Pero estaban a ciegas en lo que respectaba a los paraderos e intenciones de los capitanes. Symeon decidió ausentarse y, disfrazado, comenzó a hacer averiguaciones sobre el capitán de la guarnición oriental, Ayluras. Sus pesquisas le llevarían toda la tarde. Por fin, al caer la noche, en una taberna de la parte baja descubrió que el nuevo capitán, el capitán Velyas (que escasamente un par de días antes ostentaba el rango de teniente), había dado orden bajo el mando de Dorias Athalen de deponer y apresar a Ayluras. El antiguo capitán se encontraba ahora en los calabozos de la ciudadela. Symeon sonrió, satisfecho, pero no se había dado cuenta de que tantas horas habían pasado factura a su disfraz. Su bigote y perilla postizas se habían despegado, y la mala suerte hizo que algunos guardias lo reconocieran. Notó cómo una mano apretaba su hombro desde detrás, y entendía a duras penas las palabras en demhano que profería el guardia que le amenazaba. Intentó escapar haciendo uso de su agilidad, pero el número de guardias era demasiado, y consiguieron que diera con sus huesos en el suelo. Lo ataron, y de malas maneras lo llevaron hacia la ciudadela.
Una vez allí, lo condujeron a una sala cerrada donde tras pasar unos pocos minutos fuertemente custodiado (liberado ya de sus ataduras gracias a sus habilidades y evaluando si debería enfrentarse a sus custodios), aparecieron el capitán Velyas y Helitzzë, la elfa oscura compañera de Rakos Ternal que lucía el extraño objeto parecido a un sonajero alargado en su cinto. Tras un breve intercambio de palabras (la elfa hablaba alguno de los idiomas que entendía el errante), a Symeon le fue administrada una droga que lo dejó inconsciente.
Mientras tanto, por la tarde había llegado a la sede una notificación de los ujieres por la que convocaban la continuación de la asamblea al día siguiente.
Por su parte, Daradoth se encontró por la noche con Progerion, y discutieron sobre la conveniencia de revelar la alianza Bairien-Tarkal. Finalmente decidieron esperar aún un poco más, creyendo que mantenerlo en secreto sería más ventajoso que reverlarlo.
Llegó la mañana y Symeon seguía sin aparecer, como hizo notar Galad bien temprano con semblante preocupado. Poco después, los informantes de Ilaith dieron la información de que el errante había sido conducido a los calabozos de la ciudadela por la guardia de la ciudad. Asimismo informaron de que tanto Eudorya como el (antiguo) capitán Ayluras también se encontraban encerrados allí. Se reunieron de nuevo con carácter de urgencia y se decidió que Daradoth intentaría infiltrarse en la ciudadela mientras el resto acudía al Hemiciclo para continuar la asamblea.
En el gran edificio de reuniones no tardaron en formarse dos bloques bien diferenciados: por un lado Undahl, Nímthos, Mírfell, Trapan y Armir (¡¡¡sin Jasireth Derthad en la delegación!!!); y por otro Tarkal, Korvan, Krül y, sorpresivamente, Ëvenlud. El resto de principados mantenían una prudente equidistancia. Seguían con la duda de si revelar el apoyo de Progerion o no. La delegación de Ëvenlud, por cierto, fue la última delegación en llegar; Dyan Kenkad mostraba signos del remanente de su enfermedad, pero verla llegar visiblemente recuperada hizo rebullir incómodamente a la delegación de Undahl. Los ujieres explicaron que la delegación de Mervan tendría opinión, pero no voto, debido a la ausencia de su príncipe por enfermedad; así se recogía en los estatutos, que solo contemplaban su sustitución en caso de fallecimiento; nadie se había preocupado de cambiarlos en decenios, y muchos protestaron pero de forma inútil. Ernass repasó rápidamente los libros de leyes y afirmó con la cabeza.
Con mucho cuidado y con el uso de sus habilidades arcanas, Daradoth se dirigió hacia la fortaleza. En el camino, vio cómo unos cincuenta efectivos de la guardia de la ciudad habían tomado posiciones en la puerta de la sede de Tarkal (consiguió esquivarlos no sin dificultad), y también pudo notar que en la plaza ante el Hemiciclo se había congregado también un número considerable de guardias. No obstante, no tenía tiempo que perder: aprovechó la salida de una unidad de la guarnición para colarse por las puertas de los tres bastiones. Una vez en el pequeño edificio de los carceleros mató a uno de ellos y bajó por las escaleras que daban acceso a los calabozos; allí se encontró con otro de los carceleros (le habían dicho que normalmente eran tres los que hacían guardia), que le amenazó con la antorcha y un cuchillo y a quien también tuvo que matar. Las runas enanas talladas en la espada de kuendar que Ilaith le había regalado destellaban con cada golpe a sus enemigos, y sin duda probaba ser un arma de lo más efectiva: allí donde la espada golpeaba a sus enemigos, parecía infligir graves quemaduras.
Transcurrieron unos angustiosos minutos entre el pobre alumbrado de las antorchas, la humedad y la estrechez de los pasillos y los bajos techos. Finalmente, Daradoth dio con la celda de Eudorya y abrió el pasador que la encerraba; la muchacha estaba débil, pero viva, y agradeció la ayuda del elfo para empezar a caminar. La dejó en un rincón seguro y se adentró en los pasillos; no tardó en oir gritos en un tono conocido: sin duda era Symeon, sufriendo. Se asomó a la esquina y pudo ver a dos figuras ante la puerta de su celda: dos elfos oscuros, uno de ellos luciendo un extraño artefacto en su cinturón, distinto al de Helitzzë, pero de factura parecida. Haciendo uso de sus capacidades, se acercó a ellos sigilosamente y sin ser detectado. Afortunadamente, allí el pasillo se hacía más ancho y pudo hacer uso de sus habilidades de Esgrima: ambos elfos oscuros fueron sorprendidos por varias estocadas rapidísimas a las que apenas pudieron contestar. En cuestión de segundos, ambos enemigos yacían abatidos en el suelo, uno con medio brazo cortado y otro con una herida mortal en la cabeza.
La puerta de la celda se abrió, y como un vendaval apareció Helitzzë, con su extraño artefacto en la mano, esgrimiéndolo contra Daradoth. No pudo hacer mucho contra la destreza del elfo y su flamante espada, que pronto hería mortalmente a la adepta de la Sombra. Symeon tenía un aspecto horripilante: sangraba por la nariz y la boca, lágrimas habían resbalado por su rostro ensangrentado, y era presa de ligeras convulsiones que afortunadamente remitieron pronto. Daradoth lo sacó de allí, dejándolo junto a Eudorya, que se apresuró a darle los cuidados que pudo. Unos minutos más de búsqueda revelaron el paradero no solo de Ayluras, sino también de los ástaros Dûnethar y Cirantor, que según le explicaron, habían sido encarcelados por orden de Dorias. Sus palabras revelaban un profundo rencor. Ayluras, por su parte, había sido encerrado junto a delincuentes comunes y había recibido una paliza que lo había dejado en una condición penosa. Tendrían que darle cuidados intensivos.
La salida no podría ser igual que la entrada, pues ahora eran cinco personas y no podrían pasar inadvertidos. Pero desde la casa de los carceleros Eudorya pronto reconoció al encargado de las perreras, Donethas. El hombre ya entrado en años, que la adoraba desde niña, pronto comprendió la situación y les proporcionó ropajes discretos con los que podrían salir entre los sirvientes al exterior. Con su ayuda no tuvieron más problemas, y los cinco se ponían pronto en camino hacia la sede de Tarkal.
Más tarde, Symeon les explicaría que mientras había estado encerrado se había visto a sí mismo en el Mundo Onírico presa de dolores insoportables que anulaban su voluntad, y que en un momento dado habían aparecido once figuras que habían impuesto sus manos sobre él, provocando un efecto extraño. Ya más tranquilo, Symeon encontraría después una explicación para aquello: sin duda, las figuras estaban intentando aumentar de alguna manera la Sombra de su ser, convirtiéndolo a su causa. Al despertar, tendría los mismos síntomas de la extraña enfermedad que había afectado a los nobles esthalios y a varios príncipes comerciantes, aunque con una intensidad mucho más suave; eso les reveló lo que debía de haber sucedido en los sueños de toda aquella gente (y con Robeld de Baun).
En el Hemiciclo, la sesión se prolongó durante horas. Acusaron a Ilaith de todos los males que acuciaban a la Confederación, y Rakos Ternal incluso pidió su detención en un momento dado. De hecho, la guardia de la ciudad incluso abrió las puertas del edificio e irrumpió en la asamblea. Invocando un oscuro artículo de las leyes de la Confederación, Rakos propuso su instauración como Dictador para superar la crisis. Todos se miraban, preocupados por la propuesta y la fuerza que le daba la guardia de la ciudad, armados dentro del hemiciclo, algo sin precedentes. Por supuesto, hubo objeciones y contraobjeciones que duraron horas; Rakos era un hombre tranquilo, pero llegó un momento en el que comenzó a perder la paciencia visiblemente.
Llegó el momento de votar el nombramiento de Rakos como dictador. Mírfell, Nímthos, Adhëld (después de que el príncipe Wontur lo evaluara muy concienzudamente), Armir, Trapan y Undahl. Seis votos. En contra votaron Tarkal, Krül, Ëvenlud y Korvan. Cuatro votos. Y faltaban por votar Ladris y Bairien. Cuando el príncipe Progerion se levantó para emitirlo, un revuelo en el exterior llamó la atención de todos. Gritos y ruidos parecían estar agitando a la guarnición aprestada en la plaza del exterior. Pocos minutos después, irrumpían en el Hemiciclo Daradoth, el capitán Ayluras (con un aspecto que impresionó a los presentes), Eudorya y Symeon, acompañados de parte de la guarnición de Tarkal. El capitán y Eudorya habían dividido a los guardias del exterior, ganándose el favor de la mayoría, que les había granjeado el acceso al gran salón. Entre el murmullo que se propagó en la sala, Dorias se levantó, gritando:
—¡GUARDIAS! ¡Apresad a estos intrusos y cargadlos de cadenas!
Todas las delegaciones se visitaron unas a otras, atropelladamente. Más o menos a mediodía, las delegaciones de Krül y Korvan dejaron a un lado la discreción para visitar abiertamente la sede de Tarkal y dejar clara su alianza. Además, de una forma más discreta, también acudieron los representantes esthalios con el resto de la delegación de Mervan. Organizaron un cónclave y por supuesto estrecharon sus lazos. Karela Cysen enviaría la noche siguiente un mensajero a bordo de una de sus naves más veloces para poner en marcha a las dos legiones que tenía listas en puerto. Calculaba que podrían estar allí en un plazo aproximado de tres días, si podían esquivar el más que probable bloqueo marítimo de Eskatha.
Discutieron también sobre la conveniencia de revelar su alianza con Bairien. Eso les haría más fuertes, pero pondría todas las cartas sobre la mesa. Decidieron esperar un poco más.
Otro punto crítico para sus objetivos era conseguir la lealtad de la guardia de la ciudad. Pero estaban a ciegas en lo que respectaba a los paraderos e intenciones de los capitanes. Symeon decidió ausentarse y, disfrazado, comenzó a hacer averiguaciones sobre el capitán de la guarnición oriental, Ayluras. Sus pesquisas le llevarían toda la tarde. Por fin, al caer la noche, en una taberna de la parte baja descubrió que el nuevo capitán, el capitán Velyas (que escasamente un par de días antes ostentaba el rango de teniente), había dado orden bajo el mando de Dorias Athalen de deponer y apresar a Ayluras. El antiguo capitán se encontraba ahora en los calabozos de la ciudadela. Symeon sonrió, satisfecho, pero no se había dado cuenta de que tantas horas habían pasado factura a su disfraz. Su bigote y perilla postizas se habían despegado, y la mala suerte hizo que algunos guardias lo reconocieran. Notó cómo una mano apretaba su hombro desde detrás, y entendía a duras penas las palabras en demhano que profería el guardia que le amenazaba. Intentó escapar haciendo uso de su agilidad, pero el número de guardias era demasiado, y consiguieron que diera con sus huesos en el suelo. Lo ataron, y de malas maneras lo llevaron hacia la ciudadela.
Una vez allí, lo condujeron a una sala cerrada donde tras pasar unos pocos minutos fuertemente custodiado (liberado ya de sus ataduras gracias a sus habilidades y evaluando si debería enfrentarse a sus custodios), aparecieron el capitán Velyas y Helitzzë, la elfa oscura compañera de Rakos Ternal que lucía el extraño objeto parecido a un sonajero alargado en su cinto. Tras un breve intercambio de palabras (la elfa hablaba alguno de los idiomas que entendía el errante), a Symeon le fue administrada una droga que lo dejó inconsciente.
Mientras tanto, por la tarde había llegado a la sede una notificación de los ujieres por la que convocaban la continuación de la asamblea al día siguiente.
Por su parte, Daradoth se encontró por la noche con Progerion, y discutieron sobre la conveniencia de revelar la alianza Bairien-Tarkal. Finalmente decidieron esperar aún un poco más, creyendo que mantenerlo en secreto sería más ventajoso que reverlarlo.
Llegó la mañana y Symeon seguía sin aparecer, como hizo notar Galad bien temprano con semblante preocupado. Poco después, los informantes de Ilaith dieron la información de que el errante había sido conducido a los calabozos de la ciudadela por la guardia de la ciudad. Asimismo informaron de que tanto Eudorya como el (antiguo) capitán Ayluras también se encontraban encerrados allí. Se reunieron de nuevo con carácter de urgencia y se decidió que Daradoth intentaría infiltrarse en la ciudadela mientras el resto acudía al Hemiciclo para continuar la asamblea.
En el gran edificio de reuniones no tardaron en formarse dos bloques bien diferenciados: por un lado Undahl, Nímthos, Mírfell, Trapan y Armir (¡¡¡sin Jasireth Derthad en la delegación!!!); y por otro Tarkal, Korvan, Krül y, sorpresivamente, Ëvenlud. El resto de principados mantenían una prudente equidistancia. Seguían con la duda de si revelar el apoyo de Progerion o no. La delegación de Ëvenlud, por cierto, fue la última delegación en llegar; Dyan Kenkad mostraba signos del remanente de su enfermedad, pero verla llegar visiblemente recuperada hizo rebullir incómodamente a la delegación de Undahl. Los ujieres explicaron que la delegación de Mervan tendría opinión, pero no voto, debido a la ausencia de su príncipe por enfermedad; así se recogía en los estatutos, que solo contemplaban su sustitución en caso de fallecimiento; nadie se había preocupado de cambiarlos en decenios, y muchos protestaron pero de forma inútil. Ernass repasó rápidamente los libros de leyes y afirmó con la cabeza.
Con mucho cuidado y con el uso de sus habilidades arcanas, Daradoth se dirigió hacia la fortaleza. En el camino, vio cómo unos cincuenta efectivos de la guardia de la ciudad habían tomado posiciones en la puerta de la sede de Tarkal (consiguió esquivarlos no sin dificultad), y también pudo notar que en la plaza ante el Hemiciclo se había congregado también un número considerable de guardias. No obstante, no tenía tiempo que perder: aprovechó la salida de una unidad de la guarnición para colarse por las puertas de los tres bastiones. Una vez en el pequeño edificio de los carceleros mató a uno de ellos y bajó por las escaleras que daban acceso a los calabozos; allí se encontró con otro de los carceleros (le habían dicho que normalmente eran tres los que hacían guardia), que le amenazó con la antorcha y un cuchillo y a quien también tuvo que matar. Las runas enanas talladas en la espada de kuendar que Ilaith le había regalado destellaban con cada golpe a sus enemigos, y sin duda probaba ser un arma de lo más efectiva: allí donde la espada golpeaba a sus enemigos, parecía infligir graves quemaduras.
Transcurrieron unos angustiosos minutos entre el pobre alumbrado de las antorchas, la humedad y la estrechez de los pasillos y los bajos techos. Finalmente, Daradoth dio con la celda de Eudorya y abrió el pasador que la encerraba; la muchacha estaba débil, pero viva, y agradeció la ayuda del elfo para empezar a caminar. La dejó en un rincón seguro y se adentró en los pasillos; no tardó en oir gritos en un tono conocido: sin duda era Symeon, sufriendo. Se asomó a la esquina y pudo ver a dos figuras ante la puerta de su celda: dos elfos oscuros, uno de ellos luciendo un extraño artefacto en su cinturón, distinto al de Helitzzë, pero de factura parecida. Haciendo uso de sus capacidades, se acercó a ellos sigilosamente y sin ser detectado. Afortunadamente, allí el pasillo se hacía más ancho y pudo hacer uso de sus habilidades de Esgrima: ambos elfos oscuros fueron sorprendidos por varias estocadas rapidísimas a las que apenas pudieron contestar. En cuestión de segundos, ambos enemigos yacían abatidos en el suelo, uno con medio brazo cortado y otro con una herida mortal en la cabeza.
La puerta de la celda se abrió, y como un vendaval apareció Helitzzë, con su extraño artefacto en la mano, esgrimiéndolo contra Daradoth. No pudo hacer mucho contra la destreza del elfo y su flamante espada, que pronto hería mortalmente a la adepta de la Sombra. Symeon tenía un aspecto horripilante: sangraba por la nariz y la boca, lágrimas habían resbalado por su rostro ensangrentado, y era presa de ligeras convulsiones que afortunadamente remitieron pronto. Daradoth lo sacó de allí, dejándolo junto a Eudorya, que se apresuró a darle los cuidados que pudo. Unos minutos más de búsqueda revelaron el paradero no solo de Ayluras, sino también de los ástaros Dûnethar y Cirantor, que según le explicaron, habían sido encarcelados por orden de Dorias. Sus palabras revelaban un profundo rencor. Ayluras, por su parte, había sido encerrado junto a delincuentes comunes y había recibido una paliza que lo había dejado en una condición penosa. Tendrían que darle cuidados intensivos.
La salida no podría ser igual que la entrada, pues ahora eran cinco personas y no podrían pasar inadvertidos. Pero desde la casa de los carceleros Eudorya pronto reconoció al encargado de las perreras, Donethas. El hombre ya entrado en años, que la adoraba desde niña, pronto comprendió la situación y les proporcionó ropajes discretos con los que podrían salir entre los sirvientes al exterior. Con su ayuda no tuvieron más problemas, y los cinco se ponían pronto en camino hacia la sede de Tarkal.
Más tarde, Symeon les explicaría que mientras había estado encerrado se había visto a sí mismo en el Mundo Onírico presa de dolores insoportables que anulaban su voluntad, y que en un momento dado habían aparecido once figuras que habían impuesto sus manos sobre él, provocando un efecto extraño. Ya más tranquilo, Symeon encontraría después una explicación para aquello: sin duda, las figuras estaban intentando aumentar de alguna manera la Sombra de su ser, convirtiéndolo a su causa. Al despertar, tendría los mismos síntomas de la extraña enfermedad que había afectado a los nobles esthalios y a varios príncipes comerciantes, aunque con una intensidad mucho más suave; eso les reveló lo que debía de haber sucedido en los sueños de toda aquella gente (y con Robeld de Baun).
En el Hemiciclo, la sesión se prolongó durante horas. Acusaron a Ilaith de todos los males que acuciaban a la Confederación, y Rakos Ternal incluso pidió su detención en un momento dado. De hecho, la guardia de la ciudad incluso abrió las puertas del edificio e irrumpió en la asamblea. Invocando un oscuro artículo de las leyes de la Confederación, Rakos propuso su instauración como Dictador para superar la crisis. Todos se miraban, preocupados por la propuesta y la fuerza que le daba la guardia de la ciudad, armados dentro del hemiciclo, algo sin precedentes. Por supuesto, hubo objeciones y contraobjeciones que duraron horas; Rakos era un hombre tranquilo, pero llegó un momento en el que comenzó a perder la paciencia visiblemente.
Llegó el momento de votar el nombramiento de Rakos como dictador. Mírfell, Nímthos, Adhëld (después de que el príncipe Wontur lo evaluara muy concienzudamente), Armir, Trapan y Undahl. Seis votos. En contra votaron Tarkal, Krül, Ëvenlud y Korvan. Cuatro votos. Y faltaban por votar Ladris y Bairien. Cuando el príncipe Progerion se levantó para emitirlo, un revuelo en el exterior llamó la atención de todos. Gritos y ruidos parecían estar agitando a la guarnición aprestada en la plaza del exterior. Pocos minutos después, irrumpían en el Hemiciclo Daradoth, el capitán Ayluras (con un aspecto que impresionó a los presentes), Eudorya y Symeon, acompañados de parte de la guarnición de Tarkal. El capitán y Eudorya habían dividido a los guardias del exterior, ganándose el favor de la mayoría, que les había granjeado el acceso al gran salón. Entre el murmullo que se propagó en la sala, Dorias se levantó, gritando:
—¡GUARDIAS! ¡Apresad a estos intrusos y cargadlos de cadenas!
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