Taipán, marchante vietnamita |
—Bienvenido, señor Sullivan, mi nombre es Sergei Ivanov —Patrick reconoció claramente la voz de Timofei Novikov, gracias a sus recuerdos de la anterior existencia—. Espero que mis compañeros no hayan sido demasiado bruscos.
Patrick contestó con su habitual sorna, aunque Novikov apenas le dejo completar su frase:
—Dígame, señor Sullivan... ¿quién es usted?
Patrick le intentó dar una errática explicación, alegando que aunque no era un marchante de libros profesional, estaba allí siguiendo las órdenes de Emil Jacobsen, el famoso coleccionista británico. Novikov soltó una leve risita que denotaba su incredulidad.
—Entonces, me quiere decir usted que ha venido al Albergue en sustitución de Sigrid Olafson, ¿no es así? —Patrick optó por no decir nada—.
Novikov llamó entonces por teléfono a Sigrid, que se encontraba ya en compañía de Derek y Tomaso, de vuelta de su expedición a las alcantarillas, donde habían conseguido traspasar el muro de acceso a los túneles bajo el Albergue Orfeo. El ruso informó a la anticuaria de que su amigo el profesor estaba "disfrutando de su compañía", y la instó a reunirse con ellos en un parque del sur en el plazo de una hora.
Derek aprestó a media docena de agentes para controlar el entorno del parque, y pronto tenían varios coches alrededor de la escena, mientras Sigrid esperaba en la esquina indicada. Allí la recogió pronto un todoterreno que tras trazar un breve recorrido, se metió en un aparcamiento público. La anticuaria fue desplazada rápidamente a otro vehículo, una especie de Hummer, donde Novikov le dio la bienvenida; se sentó junto a Patrick. Este ya no tenía la bolsa sobre la cabeza; en la hora que había transcurrido hasta la recogida de Sigrid, él e "Ivanov" habían mantenido una larga conversación e incluso habían llegado a caerse bien el uno al otro. En un momento dado, Patrick había podido incluso percibir el aura del ruso, y esta lo había dejado algo perplejo, pues constaba de multitud de colores y de halos oscuros que denotaban la posesión por varias entidades; sin embargo, su aspecto externo desmentía cualquier tipo de control demoníaco... un tipo interesante, sin duda.
Desde fuera, Tomaso y Derek vieron aparecer desde el interior del aparcamiento tres vehículos iguales. Sin duda querían despistar a sus perseguidores, pero no contaban con el vínculo kármico que unía al grupo y que hacía unos días había permitido a Patrick reunirlo de nuevo. Derek se concentró, y algo le indicó a cuál de ellos tenía que seguir, así que enviando a los demás agentes a perseguir a los otros dos por si acaso se equivocaba, Tomaso y él condujeron detrás del que parecía transportar a Sigrid. Una fugaz sombra llamó la atención del italiano; le costó un rato otearlo, pero al cabo de unos minutos señaló hacia arriba.
—Mira allí, Derek; no estamos solos.
Cuando el director de la CCSA dirigió la vista hacia donde le indicaba Tomaso, vio claramente la silueta de un helicóptero de color negro siguiendo su misma ruta.
Mientras tanto, en el vehículo de delante tenía lugar una tensa conversación entre Novikov/Ivanov y Sigrid. El ruso la acusó de haberlo traicionado, a lo que la anticuaria contestó que no era cierto, pues ella se había comprometido a que Van Dorn no consiguiera el libro, sin mencionar en el trato a Jacobsen. Así pasaron un buen rato, y cuando la conversación llegó a un punto muerto, Novikov miró en silencio, pensativo, por la ventanilla unos momentos, y rió quedamente.
—Está bien, señora Olafson, señor Sullivan —continuó—. Como verán, soy un hombre pacífico, a quien no le gusta arrebatar vidas, contra todo lo que puda decirse... y por otro lado, tengo dinero de sobra, así que estoy seguro de que podremos llegar a un acuerdo —mientras hablaba, Novikov sacó su chequera del bolsillo interior de su elegante chaqueta—. ¿Qué les parece esto?: dos millones para usted, señor Sullivan, y otro millón doscientos mil para usted, Sigrid, para un total de cuatro. Y se olvidan del libro, y hacen que van Dorn y Jacobsen se olviden de él también.
Esto último era sin duda la razón por la que Novikov no los había quitado de en medio todavía; Sigrid era la única que podía hacer que los dos bibliomantes dejaran de interesarse por el ejemplar de Taipán. Ella y Patrick se miraron, y enseguida supieron qué hacer. Si querían salir vivos de allí, no les quedaba más remedio que aceptar la oferta y fingir todo lo bien que pudieran que era de buen grado. Por otro lado, se veían extrañamente compelidos a aceptarla; "Sigrid (o cualquier otra persona) sin duda la aceptaría con sinceridad si no fuera por mí y mis intuiciones", pensó Patrick, bastante ebrio por el excelente whisky que le habían servido durante el trayecto; "pero Novikov no cuenta conmigo, ni con mis corazonadas ni con nuestros recuerdos de otra realidad, así que debo fingir y arreglar esto más tarde".
Cuando aceptaron el trato, Patrick volvió a sentir la crisis existencial que había sufrido por la mañana. Afortunadamente, pudo hacerlo pasar por los efectos del exceso de bebida, y Novikov no pareció sospechar nada. De lo que sí se dio cuenta Sigrid fue de que, cuando el ruso les entregó los cheques, mantuvo sus miradas y agarró el papel un par de segundos más de la cuenta, como si estuviera midiendo su poder, o quizá evaluando su sinceridad, o puede que realizando un ritual. La anticuaria se encogió de hombros y sonrió a su interlocutor, contenta con el trato e intentando no pensar que en realidad no pensaban mantenerlo por mucho tiempo. Finalmente, Novikov los dejó en el mismo lugar donde había recogido a Sigrid, hacía aproximadamente una hora.
El grupo no tardó en reunirse de nuevo al completo, y todos fueron puestos al corriente de la conversación con Novikov. Evidentemente, ese "diario secreto" no debía caer en las manos del ruso; todos se fiaban de la intuición de Patrick en este sentido. En ese momento, Tomaso recibió una llamada en el móvil: era su primo Dominic. Miró el reloj sobresaltado: ya eran las seis y cinco.
—Dominic, ¿estás en el convento ya? —preguntó—. Sí, perdona, perdona, hemos tenido un imprevisto y se nos ha hecho tarde, ya vamos para allá, en veinte minutos llegamos.
Escasamente veinte minutos después, se reunían con Dominic. Allí, el sacerdote les reunió en un refrectorio con tres monjas: la hermana Mary, una muchacha joven y bastante bonita, la hermana Teresa, a quien Sigrid y Patrick ya conocían de sus visitas a sus respectivos hijos, y la hermana Rose, quien al contrario que Mary lucía en su rostro las arrugas de muchos años vividos.
—Señor Sullivan, tengo buenas noticias —empezó Dominic, con su ligero acento italiano—. La hermana Rose —señaló a la anciana— me ha hecho el gran favor personal de aceptar que la hermana Mary asista a su esposa en un ritual de exorcismo. Huelga decir que esto no puede trascender, y que deben ser ustedes lo más discretos posible en este aspecto. Por supuesto —continuó—, esta aceptación pone en riesgo a todo el convento, que por otra parte pasa por momentos de apuro, así que cualquier ayuda sería bienvenida.
Patrick tocó el cheque de dos millones de dólares que Novikov le había firmado hacía un rato, así que acordó una generosa donación al convento, lo que suavizó el rostro de las hermanas. Estas sonrieron todavía más cuando Derek, como director estatal de una agencia gubernamental, se comprometió a hacer todo lo posible para conseguir que el gobierno aprobara alguna partida extra para los conventos como aquel.
Acordaron verse el día siguiente a eso de las diez de la mañana en el hospital, pues el exorcismo se relizaría alrededor del mediodía, cuando el poder de los demonios se debilitaba. Cuando ya se marchaban, Dominic hizo un aparte con Tomaso.
—Primo, siento no poder estar mañana en la ceremonia —dijo con voz queda—. Pero me han encomendado una misión, y debo irme lejos. No sé la razón exacta de mi viaje, pero me han convocado con carácter de urgencia.
Dominic se llevó un dedo a los labios pidiendo silencio a Tomaso, y miró furtivamente alrededor para comprobar que no los observaba nadie. Cogió un lápiz y un papel, dibujó un garabato y marcó un punto en él, entregándoselo apresuradamente cuando unas monjas aparecieron por el pasillo.
De nuevo en la CCSA, Tomaso enseñó el dibujo de Dominic al resto. Sigrid no tardó en reconocer la esquemática silueta de Rusia. Y el punto que había dibujado el sacerdote estaba más o menos en la parte central...
—Esta península de aquí es claramente Kamchatka —dijo la anticuaria, con su habitual aire de sabelotodo—. Y el punto... ¿creéis que está marcando la localización de Tunguska?
Un escalofrío sacudió a todo el grupo al recordar Tunguska, pero lo cierto es que el dibujo había sido hecho tan deprisa y tan esquemáticamente, que el punto podría no corresponder al punto del misterioso impacto, sino quizá incluso a Khazan o Moscú. No obstante, sospechaban que era demasiada casualidad.
Mientras estaban sumidos en estas reflexiones, Derek recibió una llamada. Era Shannon Miller, la mano derecha del congresista Ackerman.
—Señor Hansen —dijo Shannon con su grave voz de fumadora al otro lado de la línea—, tengo malas noticias. El congresista Ackerman cayó enfermo hace un par de días, y ayer fue diagnosticado con síntomas de posesión—Derek torció el gesto—. El caso... —hizo una pausa, incómoda—, el caso es que en uno de sus momentos de claridad, me dio la orden de contactar con usted sin tardanza.
—Ha hecho bien en llamarme, Miller. Estaré ahí en cuanto pueda.
—Muy bien, señor Hansen, muchas gracias. Estamos haciendo todo lo posible por ayudar a Philip, pero no hay forma de encontrar un exorcista estos días.
¿Eran imaginaciones suyas, o Derek percibía un leve atisbo de rabia y de celos en las palabras de Shannon? No le extrañaba, esa mujer era un tiburón político que aplastaría a cualquiera por quien Ackerman mostrara su preferencia... afortunadamente, Derek no era un rival para sus aspiraciones; "al menos eso espero", pensó.
Tras despedirse de Shannon, compartió el nuevo problema con el resto del grupo. Decidieron que el día siguiente, tras la ceremonia de exorcismo, al menos Derek y Tomaso saldrían hacia Washington para ver al congresista. Esperaban que pudieran ir todos juntos.
Durante toda la tarde, Sigrid intentó contactar con Ramiro, su marido, sin éxito; empezaba a estar muy preocupada. Afortunadamente, Esther se encontraba ya a salvo en la casa de sus viejos amigos Martha e Irving. Poco después contactaba con Van Dorn y con Jacobsen en sendas llamadas para informarles de que el libro que vendía Taipán "no valía la pena para superar las pujas que se habían dado"; alegó que era una falsificacion o una copia, y que realmente no había sido escrito por Napoleón como afirmaba la vietnamita. Con eso cumplió una parte importante del trato con Novikov. Tanto Paul como Emil parecieron bastante convencidos con su explicación; en realidad, no tenían motivos para sospechar nada.
Patrick, por su parte, salió hacia el hospital para pasar allí la noche, pero se encontró con que no pudo velar a Helen; los protocolos impedían que, dado su estado de posesión y los síntomas que ya se habían manifestado, nadie la acompañara por la noche.
Bastante temprano por la mañana, Jacobsen llamó a Sigrid de nuevo para preguntarle si había podido contactar con Ramiro en las últimas horas. Ella le contestó que no, que la última vez que habían hablado había sido cuando Ramiro se disponía a salir hacia la biblioteca que mencionó; más o menos, Emil había hablado con él en el mismo momento. El bibliomante inglés se encontraba preocupado porque no había podido contactar con ninguno de los miembros del grupo que había partido hacia Viena con Ramiro, así que pidió a Sigrid que le avisara si se enteraba de alguna novedad. Esta, muy preocupada, le contestó que desde luego lo mantendría informado, y esperaba que fuera recíproco.
Poco después, mientras todavía se encontraba llamando repetidamente a Ramiro, Sigrid recibía la llamada de Taipán.
—Buenos días, señora Olafson, espero no llamar demasiado pronto —dijo la mujer, despreocupada y con el pintoresco acento vietnamita—. Mire, le llamo porque creo que no vamos a poder llevar a buen término nuestro negocio, hay otra oferta por el libro de cinco millones de dólares.
La anticuaria no necesitó pensar mucho para deducir quién había ofrecido tanto dinero; sin duda había sido Novikov. Así que tuvo lugar una larga conversación en la que Sigrid intentó convencer a Taipán de la conveniencia de venderle a ella el libro; la vietnamita entró en el juego, divertida, y durante el intercambio una buena química surgió entre las dos. Se dieron cuenta de que eran muy parecidas, adictas al juego social, al toma y daca de la negociación y el subterfugio, y finalmente, Taipán, soltando una risita, dijo tuteándola:
—Está bien, Sigrid, vamos a jugar a algo. Elige, ¿Jacobsen o Van Dorn?
—No veo la razón... —comenzó la anticuaria.
—No lo pienses o no hay juego. ¿Jacobsen o Van Dorn?
—Vale, vale, de acuerdo... Jacobsen.
—Muy bien —anunció Taipán, riendo otra vez, se notaba que disfrutaba—. Este es el trato, Sigrid: el libro es tuyo por tres millones de dólares, y una noche en la Biblioteca de Emil Jacobsen. Seguro que tú tienes los medios necesarios para que pueda pasar una noche allí sin que nadie se dé cuenta, ¿no?
Sigrid guardó un aturdido silencio unos momentos, pero el libro era lo más importante. Por supuesto, cerró el trato con Taipán, prometiéndole una noche en la Biblioteca del inglés en un plazo razonable, no superior a tres meses. Quedó con la vietnamieta en encontrarse esa noche en un lujoso restaurante para hacer el intercambio. También le dijo que podría acudir "acompañada por ese amigo suyo tan interesante", refiriéndose a Patrick, claro.
Acto seguido, el grupo, un par de agentes de la CCSA y las tres monjas se encontraron en el hospital y accedieron a la habitación de Helen para practicar el exorcismo. Las hermanas requirieron que en la habitación se quedaran solamente aquellos que tuvieran creencias religiosas o que fueran familiares de la enferma. Así que Sigrid, Derek, Sally y los dos agentes montaron guardia fuera mientras Patrick y Tomaso se quedaban en el interior.
La ceremonia se prolongó durante un par de horas muy intensas en la que hubo una decepcionante (o quizá reconfortante) ausencia de efectos sobrenaturales, y durante las que Helen no hizo más que sonreir a las hermanas que oraban, la increpaban y la rociaban con agua bendita. Su mirada pasaba fija, sin parpadear, de una monja a otra, extremadamente inquietante debido al halo oscuro alrededor de sus iris.
Finalmente, las monjas detuvieron la ceremonia.
—Esto es muy extraño señor Sullivan —anunció la hermana Rose, la anciana—. La hermana Mary, aunque tiene una fuerza enorme, tiene poca experiencia en estas ceremonias, pero yo he asistido a varios sacerdotes en ellas, y le puedo decir que nunca había visto que el sujeto poseído ni siquiera se inmute con el agua bendita ni con los salmos 117 y 130, y por el contrario, todo lo que haga sea sonreir, como si el exorcismo no le afectara en absoluto. Lo siento —acabó, con un sincero pesar—, pero me temo que no podemos ser de ayuda aquí.
Patrick les dio las gracias, y se decidió que a continuación las hermanas acompañarían a Derek y a Tomaso a Washington, por si hubiera que tratar al congresista (de quien por otra parte dependía la promesa de Derek de dotar fondos a los conventos). Tras dar ánimos a Patrick, el grupo se dividió.
Una vez salieron todos, Patrick permaneció en la habitación junto a su mujer hasta que llegara la hora del anochecer donde le pedirían que saliera. Habló con ella, intentando hacerla reaccionar, recordándole momentos felices e intentando traerla de vuelta. Al percibir su aura, detectó colores y formas parecidas a las que había visto sobre Novikov, pero más extrañas, no supo interpretar bien qué significaba (aparte de la obvia posesión). Finalmente, cerca del anochecer, Helen, que después del intento de exorcismo parecía haber caído dormida, volvió a abrir los ojos, mirando fijamente a su marido con aquella mirada espeluznante.
—Es demasiado tarde, Patrick —dijo con su voz de siempre—. Es demasiado tarde para mí. Ahora, solo deseo hacerte todo el daño posible.
A continuación, su voz cambió a otra mucho más grave, sobrenatural y siseante, que profirió varias amenazas. Luego volvió la voz de Helen, que pidió insistentemente a Patrick que la besara. Cuando este se negó, Helen se incorporó sin apoyo visible, como si fuera una palanca, y se acercó rápidamente a su marido. Este retrocedió hasta la puerta, asustado, y decidió utilizar su capacidad para alterar el continuo; provocó una explosión que, aunque podría haber matado a una persona normal, solamente alejó a Helen un par de metros hacia atrás; no obstante, fue suficiente para abrir la puerta y salir al exterior mientras un par de celadores acudían rápidamente hacia allí con el equipo necesario para sedar a la paciente.
Sin embargo, no tuvieron tiempo de sedarla. Mientras los celadores se encontraban preguntando a Patrick qué había pasado en presencia de Sigrid y Sally, se oyó un tremendo ruido procedente de la habitación. Jonathan y el otro agente de la CCSA sacaron sus armas.
Con cuidado, los celadores pasaron al interior de la habitación escoltados por los agentes. Patrick vio cómo relajaban su actitud pero torcían el gesto al ver algo en el interior: donde antes había habido una ventana con barrotes, ahora no había ventana, ni un trozo de pared. Patrick se asomó por el hueco rápidamente, y desde esa altura, un cuarto piso, vio pasar fugazmente ante la luz de una farola la silueta de su mujer, que escapaba velocísima. Dio un golpe en la pared, frustrado. Para acabar de estropear la situación, vio que por la esquina aparecían los padres de Helen, que debían de haber llegado hacía muy poco a Nueva York. "No tengo el ánimo suficiente para enfrentarme a ellos", pensó, así que instó a todo el mundo a marcharse rápidamente; Sigrid y él se dirigieron al apartamento de la primera para asearse y recuperarse.
Una vez refrescados, y con Patrick bebiendo un poco más de la cuenta, se dirigieron a la reunión-cena con Taipán después de pasar por el apartamento de la anticuaria para asearse un poco.
Mientras tanto, Tomaso y Derek llegaban a Washington y se encontraban con Shannon Miller en el hospital. Allí, saltaron chispas en la primera conversación cuando Tomaso dejó caer que el congresista "elegía muy bien a sus colaboradores", refiriéndose a todas luces a Derek, y abundando en la inquina que Miller parecía tenerle.
Al cabo de un rato más o menos largo, y tras mucho insistir, Derek consiguió por fin que los médicos le dejaran visitar a solas durante cinco minutos al congresista Ackerman. En la habitación, haciendo uso de todo su poder de convicción, Derek hizo reaccionar a su amigo, lo suficiente para que este hablara sobreponiéndose a su estado:
—Me alegro de verte, Derek —dijo—. Eres el único en quien confío. No te fíes de nadie, de nadie en absoluto. Y si no pueden librarme de esto, sácame tú de aquí —tosió—; sácame a toda costa y llévame a Nueva York.
No pudo mantener el control por más tiempo, y su voz comenzó a convertirse en un susurro sibilante, así que Derek optó por marcharse. El día siguiente intentarían exorcizar a Ackerman, y anunció:
—Si no tenemos éxito, tendremos que llevárnoslo aunque sea a la fuerza, Tomaso.
—Si lo juzgas necesario, lo haremos, no lo dudes, pero necesitaremos refuerzos.
Se marcharon al hotel.
En Nueva York, Patrick y Sigrid llevaban unos minutos esperando en el altillo donde se encontraba e reervado del restaurante donde se encontrarían con Taipán, cuando esta llamó al móvil de Sigrid.
—Me temo que me voy a retrasar unos minutos —dijo—, porque hay alguien que nos está siguiendo. Pero no os preocupéis, los despistaremos pronto.
—De acuerdo Taipán —respondió Sigrid—, no hay prisa, id con cuidado y aseguraos de que no os siguen.
Al cabo de unos veinte minutos, la vietnamita llegaba con dos acompañantes al restaurante, y tras saludar a Sigrid, sonrió coquetamente a Patrick. Se encontraban terminando el primer plato y hablando de cosas más bien intrascendentes antes de pasar a hacer negocios, cuando Sigrid vio aparecer por la puerta del restaurante la familiar silueta de Novikov; y no iba solo.
—Me temo que no despistasteis a vuestros perseguidores, Taipán —dijo—. No os giréis. A ti te conocen en este sitio, ¿no? ¿nos dejarán salir por la cocina?
—No creo que haya problema —respondió la vietnamita—.
Tras la rápida entrega de un pequeño fajo de billetes al maître, recogieron discretamente y se precipitaron por unas pequeñas escaleras en la trastienda, que les dio acceso a las cocinas y finalmente a la puerta que salía al callejón trasero. A su derecha, un coche apareció bruscamente, dando un frenazo. Corrieron en sentido contrario, atravesando varios pasajes y callejones mientras oían gritos a lo lejos. Sigrid cayó en la cuenta de que podía haber un helicóptero espiándolos, así que dirigió al grupo a través de callejones cubiertos. Finalmente, dando por despistados a sus perseguidores, se metieron en un garito donde un grupo improvisaba una sesion de jazz.
Derek, que detectó la angustia de sus compañeros a través del vínculo kármico del grupo, utilizó sus habilidades de ocultación para evitar que fueran detectados.
Así, Taipán y los demás pudieron trasladarse a un local más adecuado para cerrar su trato. Sigrid los condujo a un restaurante cercano que conocía, y allí hicieron el intercambio del dinero por el libro con un brindis. La anticuaria prometió contactar con ella para visitar la biblioteca de Jacobsen en el plazo acordado de tres meses. Por supuesto, Taipán no desaprovechó la oportunidad para insinuar lo que ocurriría si ella faltaba a su palabra, sin borrar la sonrisa de su cara.
—Al fin y al cabo —dijo—, esto es sin duda el inicio de una gran (y productiva) amistad.
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