Viaje a las Islas Ganrith
De súbito, Galad recordó algo.
—Daradoth, deberíamos enseñar al Consejo la pequeña redoma que llevas en el dobladillo...
—Es cierto —contestó el elfo, con un gesto de reconocimiento—, mil disculpas mis señores, casi se nos olvida mostraros esto.
Sacando la redoma de los pliegues de sus ropas, la colocó sobre la mesa. Al tocarla, la familiar vocecilla volvió a resonar en su mente (aunque mucho más tranquila, sin reclamar calor y luz), y permaneció absorto unos segundos. Entendiendo lo que pasaba, Symeon lo instó, con la esperanza de hacerlo reaccionar:
—¿Daradoth?
Daradoth pareció volver en sí, agitando levemente la cabeza, y continuó su movimiento; la redoma quedó en el centro de la mesa.
—En el complejo central de los Santuarios —relató— encontré el cadáver de Ecthërienn, el antiguo portador del Orbe, bastante bien conservado. A juzgar por lo que vi, un clérigo de la Sombra acabó con él, atrapando su alma en esta redoma. El caso es que parece que es capaz de comunicarse con el exterior, proyectando pensamientos. De hecho —finalizó, con un escalofrío—, en varias ocasiones ha estado a punto de controlar mi mente, quebrando mi voluntad.
El Consejo permaneció en silencio unos momentos, observándose, sin poder ocultar la extrañeza en sus rostros.
—Eso que comentáis es harto extraño —dijo Neäderoth, uno de los dos monjes de alto rango presentes en el Consejo—. Un alma no debería ser capaz de utilizar capacidades mentales, y menos después de haber sufrido una absolución oscura como parece ser el caso.
—Según lo que conocemos nosotros sí —añadió Annagräenn—; pero tened en cuenta que eso ocurrió hace milenios, y Sombra puede haber afectado las almas y los poderes de sus secuaces.
—Ecthërienn fue uno de los mayores valedores de la Luz —intervino Eraitan, ya totalmente erguido con el porte de un Alto Príncipe, aunque con el rostro tenso por su lucha interna con Dirnadel—, y aprecié mucho su compañía en los tiempos oscuros de las Grandes Guerras. No sería una cosa menor poder recuperar su presencia y su saber. De hecho, no sé si seríamos capaces de utilizar el poder del Orbe sin él.
—¿Pero no haría falta un cuerpo para ello? —interrumpió Symeon—. ¿Sacrificaríais un alma para ello? ¿O quizá bastaría con un recién fallecido?
—Eso sería un problema, desde luego —contestó Irainos—. Tendremos que meditar sobre ello detenidamente.
—En cualquier caso, todo pasa por recuperar a Athnariel y sacarlo de la Sombra —continuó el príncipe Eraitan—. Y debemos decidir cómo hacerlo, cuanto antes.
—Si no os importa, llevaremos la redoma con nosotros, por si se presenta la oportunidad de recuperar la consciencia de Ecthërienn —dijo Symeon, añadiendo en voz baja:— Teniendo en cuenta que puede haber sido afectado profundamente por Sombra. —Alzó la voz de nuevo:— Y debemos tener claro cuáles son las prioridades del Adversario, y por qué ha dejado de atacar mediante los Erakäunyr.
—Por lo que nos habéis relatado —contestó Annagräenn—, si Sombra tuvo que materializar a esos brutales colosos desde el propio Erebo, el poder que tuvo que utilizar debió de ser tal, que los Erakäunyr debieron de quedar exhaustos enseguida. Otra cosa por la que felicitaros. No obstante, no creo que tarden mucho en volver a aparecer.
Pasaron a discutir las alternativas: acudir a Doranna en busca de los hidkas o viajar a las islas Ganrith para ver si podrían ayudarlos en algún santuario. Como siempre, ante la mención de las Ganrith, Daradoth sintió su corazón acelerarse, recordando a su amada, Ethëilë. Su elección estaba clara desde el principio.
El Consejo les previno de que, en caso de que viajaran a Doranna, los hidkas eran una raza muy reclusiva que apenas había salido de aquella región salvo en contadas excepciones, salvo para luchar contra Sombra, como una raza pura de Luz que eran. Sus costumbres eran extrañas, y, aunque no eran gente agresiva, su "especial consciencia de la realidad" y su "posición en el orden de las cosas" los inducía a no querer interactuar demasiado con el resto del mundo. Euryvëthil, por su parte, insistió de nuevo en la posibilidad de obtener ayuda en los Santuarios Ganrith, ya que le constaba que algunos de ellos se aproximaban al poder que habían tenido los clérigos de Essel; en algunos templos, la presencia de los Avatares era bastante cercana. Sin embargo, hacía siglos que no visitaba las islas, y no sabía en qué situación podían encontrarse.
Finalmente, dada la relativa cercanía de las Ganrith a Doranna y la mayor dificiltad de acceso a la "Nación Perdida", el grupo decidió acudir allí en busca de algún Santuario que les pudiera ayudar. El fuero interno de Daradoth se inundó de regocijo, ante la perspectiva de poder reunirse con Ethëilë (o, simplemente, verla).
Mientras el Vigía aprovisionaba el dirigible, el grupo se aseó y se acomodó en sus aposentos. Decidieron en firme viajar a las Ganrith primero, dada la condicion de exiliado de Daradoth y la opinión contraria a presentarse en Doranna anunciando a Eraitan. Además, Daradoth aprovechó para explicar los detalles de su condición de exiliado, que el grupo ya conocía. Su amor por la princesa Ethëilë y su romance secreto derivaron en la desgracia para el joven elfo, que solo se salvó de un castigo mayor por la intervencion de su padre, lord Aradroth Ithaulgir, Chambelán y Primer Consejero del rey Aldarien (padre de Ethëilë). El castigo fue su reclutamiento forzoso en el nuevo cuerpo de Buscadores (eldhramyr) que se encargaría de buscar en el exterior a los elfos que recientemente habían desaparecido por toda Doranna, y el exilio, que solo podría violar en caso de tener novedades sobre su misión.
Estas revelaciones hicieron que Symeon y Faewald expresaran algunas reservas a la hora de dirigirse a las Islas, pues temían que una posible visita de Daradoth a las Hermanas del Llanto, en cuyo complejo se encontraba recluida Ethëilë, tuviera como efecto algún imprevisto que pusiera en peligro la misión. Faewald y Taheem volvieron a insistir en el retorno a Esthalia para reunirse con el marqués de Strawen y solucionar el asunto de la Daga Negra, pero de nuevo la sugerencia fue rechazada ante las urgencias presentes y finalmente se decidió realizar el viaje a las Ganrith.
Por la noche, Symeon, debido a asuntos que habían surgido durante la larga conversación, viajó a través del mundo onírico hasta Tarkal, para comprobar en la medida de lo posible cómo se encontraba la situación allí. No parecía haber grandes cambios, aunque las luces que correspondían a los enclaves donde se encontraban los paladines de Emmán y Ammarië se entrelazaban y en ocasiones chocaban brevemente. "Bueno, ya sabemos que no se llevan especialmente bien", pensó Symeon. La presencia verdemar de Nirintalath era un pequeño faro a lo lejos, pero consiguió evitar la tentación de acercarse. Desde Tarkal se dirigió a la casa de Phâlzigar, donde comprobó que Somara no había cambiado de sitio el joyero que le había indicado; la propia Somara destacaba como una luz brillante donde sobre la cama difuminada. Tras unos segundos de contemplación, retornó y durmió un profundo y reparador sueño.
El día siguiente, con el dirigible debidamente pertrechado, la compañía se dispuso a partir sin demasiados preámbulos hacia el sureste. Pero se encontraron con una sorpresa al salir de la "posada" donde se encontraban alojados. Una multitud se había congregado en la explanada de la entrada, compuesta por elfos, enanos y humanos. Todos ellos eran jóvenes que exrpesaron su deseo de acompañar al grupo en sus aventuras. Las voces se alzaban por doquier, pidiendo acompañarles por la Gloria de la Luz. "¡Mi señor Daradoth, por favor! ¡Mi señor Galad! ¡Por favor, Symeon, lady Yuria! ¡Llevadnos con vosotros!", se oía por todas partes. El Consejo inentó aplacar los ánimos, pero ante la fuerte y clamorosa insistencia, finalmente decidieron que sería bueno para "aumentar la moral".
Se habló incluso de organizar un torneo, pero la falta de tiempo lo descartó. Se decidió incorporar a un representante de cada raza; así, el arquero elfo Darion, el clérigo y curandero enano Garâkh y la exploradora ástara Avriênne se unieron a la compañía. A mediodía, el Empíreo remontaba el vuelo y se alejaba del Valle del Exilio.
—Según mis cálculos —dijo Yuria, una vez a bordo—, si todo va bien, la travesía debería llevarnos unas catorce jornadas.
El viaje les llevó a través de las Tierras Altas de Árlaran, donde se encontraba Arlaria, la capital de facto del Pacto; después atravesaron los extensos pastos de Dahl, el mar interior de Essel (desde donde, en lontananza, podían ver tras los inmensos bosques la mancha de Sombra donde habían estado apenas unos días antes), las Vastas Praderas de Ercestria, la región de Drayss (a lo lejos brillaba, orgullosa, la Torre Emmolnir), la península norte de Tramartos, el océano Argivio y, por fin, la vista de las Islas Ganrith en una mañana de la primavera.
La travesía hasta las Islas Ganrith |
Las inclemencias meteorológicas (los últimos coletazos del invierno) hicieron que el viaje se prolongase cuatro jornadas más de lo previsto. A pesar de que, debido a una repentina tormenta, perdieron a uno de los soldados tarkalitas de la tripulación (quedando esta reducida a cinco marinos y cuatro soldados), la increíble pericia de Yuria pilotando el artefacto volador (y, en menor medida, la del capitán Suras) evitó que sufrieran unas pérdidas mucho mayores. Debido a la misma tormenta el dirigible tuvo que ser reparado, cosa que llevaron a cabo con gran eficiencia, pero que les causó más retraso sobre lo previsto.
Al cabo de dieciocho días avistaban la primera de las grandes islas que componían el archipiélago de las Ganrith. Siguiendo las sugerencias de Eraitan, emplearon una jornada más para dirigirse hacia la mayor de las islas, y a la costa norte de esta.
Cerca del mediodía, con el ambiente despejado, mientras Daradoth descansaba del estudio del grimorio que había encontrado en Essel, no pudo dejar de fijarse en algo peculiar en el horizonte. Se acercó a Yuria.
—¿Tienes tu luengalente, Yuria? —así llamaban al catalejo ercestre—. Ven, comprobemos si ves lo mismo que yo.
El Empíreo viajaba muy rápido. En el breve intervalo que transcurrió entre que Yuria dejó el timòn a Suras y Daradoth y ella se acercaron a la proa, el elfo ya vislumbraba claramente lo que antes había sospechado.
—Sí, una flota. Y grande —confirmó Yuria mirando por el anteojo. Efectivamente, una gran flota de barcos similares a los élficos, aunque más grandes (del tamaño de galeones ercestres), con velas cuadradas y espolones con forma de cabeza de león se desplegaba en semicírulo ante una importante población de la costa—. Están bloqueando aquella villa, o quizá se disponen a atacar —sentenció la ercestre, plegando el artefacto. "Maldición", pensó Daradoth, "¿por qué no podemos tener ni una búsqueda tranquila?".
—Esto cambia nuestros planes —sugirió Symeon, que se había acercado a ellos junto con el resto del grupo, curiosos.
—¿Qué es aquello? —interrumpió Galad, de repente, señalando un pequeño punto en el cielo.
A través del catalejo, Yuria lo vio. Y tambíen Daradoth.
—Por el millón de estrellas —dijo el elfo—. Es algo parecido a un dragón, más pequeño, y montado por un jinete con una armadura...
—Sí, bastante extraña —confirmó Yuria—. Tenemos que virar rápido. ¡Suras, todo a estribor! —urgió al capitán.
Tras encontrar corrientes favorables y virar con la ayuda de los artefactos enanos, se dirigieron hacia el interior de la isla, cosa que les vendría bien también para aprovisionarse de agua y comida.
Entre los bosques, no tardaron en encontrar la primera construcción: un complejo monacal de edificios y pequeños torreones blancos, claramente de estilo élfico. A medida que se acercaron vieron que el lugar tenía signos de decaimiento. Allí fueron recibidos por una media docena de monjes, que los percibieron como una amenaza. Uno de ellos incluso lanzó un hechizo ígneo de advertencia. No obstante, tras presentarse Daradoth y Arakariann, su actitud se relajó y aunque permanecieron siempre algo tirantes, conversaron sin problemas. Pero cuando Daradoth les interrogó acerca de alguna posibilidad de ayuda con el Orbe, no supieron darle ninguna pista más que enviarlo en busca de otros santuarios en el norte.
Se dirigieron de nuevo hacia el norte, y en la costa avistaron una pequeña ciudad, pero el puerto estaba ocupado por el mismo tipo de barcos que habían visto unas horas antes. Algunas humaredas denotaban recientes combates. Se desviaron de nuevo, dirigiéndose hacia el este siguiendo más o menos los caminos. A unos 70 kilómetros avistaron otro complejo, aparentemente mejor conservado que el anterior. Esta vez descendieron del dirigible a una distancia prudencial y se acercaron a pie.
Al acercarse, en el camino, atravesaron una especie de puerta ceremonial. Los elfos informaron al resto de que se trataba de un Istahil, una especie de portal ceremonial que daba acceso a un recinto sagrado.
—Pero este —dijo Daradoth— debe de ser extremadamente antiguo. El estilo no corresponde a nada que haya visto en Doranna... o en Essel, por cierto.
No tardaron en ver a las primeras personas. Un poco más hacia arriba (el camino ascendía hasta el complejo), seis elfos ataviados con armadura les avistaron. Uno empezó a golpear algo parecido a un tambor, y dos se alejaron rápidamente. Los que quedaron cargaron sus ballestas y les increparon en cántico para que se detuvieran. Sus armaduras estaban golpeadas, sus ropas rasgadas y lucían algunas manchas de sangres seca: habían luchado hacía muy poco.
Mientras explicaban el motivo de su presencia allí a voz en grito, aparecieron algunos guardias más, entre ellos uno que parecía un oficial. Permitieron que se acercara uno de ellos, desarmado. Daradoth se acercó, alejándose del alcance auditivo del grupo.
—Bienhallados, mis señores —dijo—. No somos invasores, no tenemos nada que ver con ellos. Venimos del lejano norte de Aredia en busca de ayuda contra la Sombra. Necesitamos algún clérigo que nos ayude a liberar de la corrupción un objeto.
Mientras tanto, había hecho acto de presencia más gente, entre ellos una elfa de aspecto maduro, ataviada con los hábitos propios de las monjas recluidas. Ponía su mano derecha compulsivamente sobre su pecho. El corazón de Daradoth dio un vuelco.
—Hermana, ¿no será este por una gran ventura el convento de de las Hermanas del Llanto?
—Sí, así es —respondió ella tras dudar unos instantes.
Ignorando los rezongos de los guardias y los intentos de interrumpir la conversación, Daradoth prosiguió.
—¿Se encuentra aquí —tragó saliva, emocionado—... por la gracia de la Luz... la hermana Ethëilë?
—¿Quién lo pregunta?
—Daradoth Ithaulgir.
La superiora pensó unos segundos.
—Si no me equivoco... ¿vos sois la razón de que esté aquí?
—Sí —suspiró—. No pretendo verla, sólo deseo saber que está bien. Y si podéis, decirle que mi amor sigue intacto.
La gran sinceridad en las palabras del elfo conmovió a la monja vestida de negro (cosa muy rara en los elfos).
—Dejadlos pasar, gallardos guerreros —dijo, y Daradoth encabezó la marcha seguido por sus compañeros. En el convento debía de haber una cincuentena de guardias, que seguramente habían huido de la ciudad.
Llegaron a los jardines, donde se sentaron a tomar un poco de agua. Galad ofreció su ayuda para los guardias heridos, que aceptaron de buen grado. Pocos minutos despues, la superiora volvió a por Daradoth, invitándolo a acompañarla.
Lo guió hasta una de las carpas donde se trataba a los heridos. Un par de monjas cuidaban a uno de los guardias. Una de ellas se dio la vuelta.
"Está tan bella como siempre", pensó Daradoth, que no pudo evitar sentir lágrimas asomando a sus ojos y cómo su estómago se revolvía. El corazón le iba a explotar.
Ella lo miró, absolutamente sorprendida, y por un instante desvió la vista hacia la superiora.
—Sí hija, está bien —dijo esta—. Puedes hablar.
—Daradoth... ¿eres realmente tú?
—S... sí, mi señora... mi estrella... mi amor —la voz se le quebró. "¿Acaso parezco idiota?".
Ethëilë no pudo evitarlo. Transgrediendo todas las normas se echó en sus brazos, y lo abrazó cálidamente. Lloraron.
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