Los Airunndälyr y el Volcán Eranyn
La pérdida de la visión fue más severa en unos que en otros. Yuria observaba a su alrededor, comprendiendo que algo sucedía, y viendo corroborados sus pensamientos por las pequeñas descargas que el talismán dejaba notar en su cuello. Las luces por todas partes aumentaron su intensidad durante un momento, así como las sombras. Galad notó cómo el punto en un rincón de su mente que era Emmán, se borraba y algo le quemaba por dentro; cayó inconsciente. Daradoth, por su parte, notó cómo el poder vital de todo lo que se encontraba a su alrededor se potenciaba y saturaba sus sentidos, abrasando su consciencia; cayó inconsciente también. Al lado de Yuria, Symeon también notó el calor, cómo todos los poros de su cuerpo ardían, cómo las luces se hacían más potentes y cómo todo se tornaba más definido justo antes de perder la visión y tambalearse aturdido, agarrado a su cayado. Arakariann también cayó inconsciente, y Taheem y Faewald sufrieron lo mismo que Symeon. Un par de clérigos que los acompañaban también cayeron inconscientes.
Curassilendhë, el Santuario de Oltar |
Pocos segundos después, se empezó a oír escándalo en otros puntos del edificio. Curiosa, Yuria se asomó al vestíbulo principal, donde la escena era caótica; todo el mundo había sido afectado de una u otra forma. Se aseguró de que Symeon quedara tranquilo apoyado en la pared y a continuación irrumpió en el despacho del abad Iroliann, donde se encontraban Galad, Daradoth y Eraitan. El príncipe élfico se encontraba sin visión pero estoico. Yuria habló para tranquilizarlos.
Unos minutos más tarde, Symeon, Eraitan, Taheem y Faewald recuperaban la suficiente visión para poder desenvolverse. Se unieron a Yuria para ayudar en lo que pudieron a los clérigos, secretarios, novicios y demás. Según les explicaron estos, no era la primera vez que ocurría algo así, pero en esta ocasión se había sentido con mucha más fuerza que en cualquier otra.
—Los Airunndälyr deben de haber sido superados —Eraitan tradujo las palabras del secretario del abad.
—¿Cómo? ¿De quién habláis? —preguntó Symeon.
—Son... cómo decirlo... los "guardianes de la montaña". En fin... yo sé que allí en el volcán pasa algo, pero creo que es mejor que sea el abad quien os lo explique, lo hará mucho mejor que yo...
—Pero, ¿cada cuánto ocurre esto? ¿Y desde cuándo?
—No sabemos desde cuándo, hace mucho tiempo, desde los días antiguos. Y... no sé, quizá cada año, o quizá menos.
El grupo fue trasladado a uno de los edificios de alojamiento de los peregrinos y viajeros, donde Galad, Daradoth y Arakariann recuperaron la consciencia tras un largo tiempo. Allí pusieron en común sus experiencias antes de aquella extraña "explosión", y tras preguntar a Eraitan, este confirmó que nunca había vivido algo así.
—Lo que me parece sumamente extraño —dijo el príncipe— es que sea lo que sea lo que ha pasado, ha afectado a la totalidad de los presentes en el complejo. Excepto a Yuria, claro.
—Sí, y el secretario nos habló de... de unos... Airunndälyr... que al parecer se encargan de vigilar el volcán.
—De hecho —confirmó Daradoth—, Airunndälyr significa "los guardianes del volcán".
A través del búho, Daradoth pudo hablar con el resto de la compañía que había quedado en el Empíreo, preocupado por Ethëilë. Por suerte, aunque sí que habían sido afectados por sensaciones parecidas al grupo, no habían lamentado ningún efecto grave. Ethëilë se había quedado algo mareada, y las otras dos Hermanas del Llanto, Ilwenn y Arëlen, habían quedado inconscientes un par de horas.
Poco después se dirigían de nuevo al despacho del abad. El edificio de oficinas estaba a rebosar de gente que también quería verlo. No obstante, al mostrar a los novicios el orbe de Curassil y con la insistencia de Eraitan y Daradoth, fueron conducidos de inmediato a presencia del abad ante miradas suspicaces y sorprendidas de todos los elfos reunidos. Daradoth pudo identificar bastantes elfos (por sus maneras, por su forma de hablar...) de alto abolengo. «No esperaba encontrar tantos primeros nacidos aquí», pensó, «interesante».
El secretario les hizo esperar ante la puerta del despacho, alegando que el abad Iroliann se encontraba manteniendo una reunión importante en esos momentos.
Al cabo de pocos minutos se abrió la puerta, dejando paso a aquellos que se habían encontrado reunidos con el abad. Daradoth apretó los dientes al verlos. "Maldición", pensó, "¿cuáles eran las posibilidades de encontrar aquí a Fërangar y a su padre, lord Authengar?". Los dos nobles iban acompañados de un par de otros elfos que, aunque desarmados, saltaba a la vista que ejercían de sus guardianes. Daradoth se aprovechó de la corpulencia de Galad para girarse y pasar desapercibido (lo mejor que pudo, pues Galad, Yuria, Symeon e incluso Eraitan llamaban bastante la atención).
—¡Lord Daradoth, pueden pasar! —la voz del secretario. «¡Maldita sea!», dijo para sus adentros Daradoth, poniendo los ojos en blanco. No le hizo falta mirar para notar cómo la mirada de su antiguo rival se clavaba en él.
—Apresuraos —susurró. El resto le siguió rápidamente, comprendiendo tácitamente lo que sucedía.
Ya en el despacho, Daradoth planteó a Iroliann su problema: le enseñó el Orbe de Curassil envuelto en sombras, y le interrogó acerca de las posibilidades que existieran para recuperar su Luz. El abad expresó varias veces su sorpresa, y su incredulidad cuando el grupo le reveló que habían entrado en los Santuarios de Essel y habían sobrevivido. Pero la vehemente narración de Daradoth y la corroboración por parte de Eraitan (que mencionó la existencia de una vía de acceso al Erebo en el centro de los Santuarios) y los demás lo sacó de dudas. De hecho, le enseñaron algunos fragmentos del "Cristal de Soraliënn", como lo llamó el abad. Este, durante unos segundos solo pudo balbucear. Pero pronto pidió que le dejaran el Orbe de Curassil. Daradoth se lo alargó.
Iroliann permaneció concentrado unos segundos, al cabo de los cuales soltó el objeto de forma brusca. No había podido atravesar la capa de Sombras en la que se había sumergido.
—Ya os había dicho —dijo Daradoth— que la Sombra lo había infestado. Solo con mucho esfuerzo y poder conseguimos contactar con Athnariel, que sigue imbuido ahí, en alguna parte.
—Extraordinario, extraordinario...
—La propia Luz fue la que ayudó a estos héroes —añadió Eraitan, ante los ojos profundamente abiertos del abad.
—Es cierto que gozamos de la gracia de los avatares y de Luz durante cierto tiempo —zanjó Daradoth—, solo gracias a eso pudimos sobrevivir.
Tras unos segundos, el abad continuó:
—Ruego disculpéis mi ignorancia, pero realmente no tengo ni idea de quién podría ayudaros en las islas... lo siento.
—¿Y qué nos podéis decir de esos... Airunndälyr? —Daradoth tradujo las palabras de Symeon al cántico.
—Bueno... los Airunndälyr... —dudó durante unos instantes—... ellos se encargan desde tiempos inmemoriales de preservar la integridad del mundo tal y como lo conocemos.
Según les explicó el abad, en la antigüedad pasó algo que hizo que el volcán Eranyn se convirtiera en un foco de origen de "explosiones de Esencia" (la fuerza vital que anima a todos los seres vivos). Estuvo inactivo durante mucho tiempo, hasta hace pocos siglos. Y últimamente, la frecuencia de los eventos había ido en aumento. Pero la del día anterior había sido la más potente con diferencia.
Al preguntarle por la invasión que estaba ocurriendo en el norte, el abad se mostró también sorprendido, las noticias no habían llegado hasta allí todavía. El abad también mostró su preocupación por el Santuario de Ammarië, que se encontraba muy cerca del volcán, y les informó de que los Airunndälyr se distribuían en cuatro sedes distribuidas por las faldas del monte. Una de ellas era el trasunto de fortaleza blanca que habían visto al acercarse con el dirigible.
Symeon, por su parte, sugirió que los Santuarios deberían recurrir a la ayuda de Doranna. Hacía unos minutos habían salido unos nobles elfos que quizá pudieran llevar las noticias de la invasión.
—Sí, sí, no es una mala idea —dijo el abad—. Además, lord Authengar tiene una gran influencia ante el Alto Rey, el señor Natarin.
—Y su hijo es el causante de mi desgracia —dijo a su vez Daradoth, pero esta vez en estigio para que solo sus compañeros lo pudieran entender.
Así las cosas, el abad insistió para que fueran ellos los que transmitieran la noticia, pero el grupo prefirió no hacerlo.
—Respecto al Orbe —dijo el abad—. Creo que vuestra mejor opción son los hidkas. Hace siglos conocí a uno de ellos, Aeldrel, pero ni siquiera sé si seguirá vivo. Una gente extraña.
—¿Y no creéis que quizá los Airunndälyr podrían ayudarnos?
—Que yo sepa no, pero quién sabe.
Y se marcharon, dispuestos a hacer una visita al complejo de los Airunndälyr.
En el exterior, se encontraron con que Fërangar y su padre seguían en el pasillo, esperando a que salieran. Se dirigieron a Daradoth, interesándose por sus extrañas compañías con un deje burlón, aunque a la vez incómodo; el joven elfo había atravesado por mucho últimamente y su aspecto era muy distinto, incluso algo intimidante. El deje burlón duró hasta que entre los presentes, se fijaron en Eraitan. Fërangar calló, y Authengar puso una mano en su hombro.
—Daradoth —susurró el padre—. ¿Ese es...?
—Me temo que tenemos que marcharnos —cortó Daradoth. Authengar se adelantó, tras unos segundos de silencio. Y se inclinó:
—Mi señor Eraitan, ¿sois vos realmente?
Eraitan lo miró muy seriamente.
—Es posible, pero no me habéis visto.
—De acuerdo —contestó Authengar, que se apartó e instó a su hijo a hacer lo mismo. Daradoth, para su sorpresa, pudo sentir sus miradas clavadas en él, y no en Eraitan. El grupo se marchó.
En sus aposentos decidieron en firme acudir al fortín de los Aurinndälyr, y Daradoth, pensando mejor lo que le habían dicho al abad, decidió visitar a lord Authengar con una compañía más reducida para informarle de la invasión que estaba teniendo lugar en el norte de las islas. Un sirviente les permitió el acceso a él, a Galad, a Symeon y a Yuria. Los nobles mostraban un rostro serio y distante.
Daradoth les informó acerca de la invasión y les dio todos los detalles que habían obtenido sobre los conquistadores.
—Se hacen llamar ilvos —contestó Authengar, para sopresa de Daradoth—, y vienen del este, del otro lado del océano Argivio, de tierras desconocidas. Tomaron tierra al este de Galaria, y uno de los motivos de nuestro viaje era averiguar todo lo que pudiéramos sobre ello. Nuestra presencia aquí es estrictamente personal. Vuestra información nos vendrá muy bien, gracias por ello.
—De nada, es lo único que quería deciros, para ayudar a nuestra gente —Daradoth hizo el gesto de marcharse.
—Y... ¿cómo progresa vuestra búsqueda?
—Se ha complicado mucho por otras razones, pero tengo algo de información. Los kaloriones están involucrados en lo que está ocurriendo. La Sombra está más activa que nunca, y muy presente.
Authengar se mostró consternado, pero afirmó con la cabeza.
—¿Y qué hacéis en estas islas, si se puede preguntar? —añadió Fërangar—. No habréis venido a ver a quien... vos y yo sabemos, ¿verdad?
Daradoth lo ignoró, abriendo la puerta.
—Un momento más, Daradoth —dijo Authengar, posando su mano sobre el hombro del joven. Le habló en voz baja—: No sé por qué ordalías y tribulaciones habréis pasado; estáis muy cambiado, pero creo que para mejor. Percibo en vos una resolución que me fascina y me preocupa a la vez... —bajó aún más la voz—; ¿no estaréis pensando en volver a Doranna... con lord Eraitan?
—No sé qué estáis insinuando —Daradoth no bajó la voz.
—Tened cuidado, es un consejo sincero.
Mientras preparaban las cosas para marcharse ya hacia el Empíreo, volvieron a sentir un temblor de tierra. Como les había dicho el abad, los temblores en la isla eran muy habituales, y eso no les preocupó, pero se dispusieron a sufrir una nueva "explosión". Afortunadamente, no llegó.
En cuestión de cuatro horas (mantuvieron al Empíreo lejos de los asentamientos, a los que se acercaban a pie desde una distancia prudencial) llegaban a las puertas del complejo de los guardianes del volcán. Como ya habían visto desde el aire, la única fortificación presente era una especie de muralla que formaba una parábola hacia el interior de la montaña. La muralla tenía al menos una decena de metros de grosor (más en la base, pues conforme bajaba se ensanchaba) y albergaba varias torres y bastiones. Más acá de la muralla se alzaban varios edificios, formando una pequeña villa. El tráfico no era intenso, pero se alcanzaban a ver varios carromatos que iban y venían del asentamiento.
Ninguna muralla ni puerta les impidió la entrada a la aldea. Pero al acceder a ella, pudieron notar una sensación extraña, como si las cosas se vieran más definidas y la luz fuera más... sólida. La Esencia era fuerte allí.
Al cabo de poco más de un minuto, un par de elfos ataviados con unas vestiduras blancas inmaculadas se acercaron a ellos rápidamente, dándoles una bienvenida algo brusca. Eran dos Airunndälyr.
—Venimos desde Curassilendhë en busca de ayuda —anunció Daradoth—. El abad Iroliann nos indicó que quizá podríamos encontrarla entre los guardianes del volcán.
Los dos elfos expresaron sus reservas al no haber recibido noticias del grupo mientras se dirigían hacia allí. Daradoth les explicó que habían llegado a bordo de un ingenio volador (que pudo mostrarles a lo lejos gracias a la comunicación a través del búho de ónice), y que necesitaban erradicar la Sombra de un antiguo artefacto. Les enseñó el Orbe.
—¿Es tan importante como dais a entender? —preguntaron.
—Es el Orbe de Curassil. Athnariel mismo está imbuido en él. Y necesitamos purificarlo y librarlo de la infección de Sombra que, como veis, es muy evidente.
Los guardianes se miraron, y finalmente los invitaron a seguirles:
—Os llevaremos ante la capitana Tirië.
En una de las salas al pie de la muralla los recibió la capitana. Tirië era alta y nervuda, fuerte y adusta. Lucía dos antiguas cicatrices visibles en el rostro y otra en el dorso de la mano, algo muy raro en la raza élfica. Vestía de un blanco inmaculado, igual que sus subordinados, con adornos en un amarillo deslumbrante. La acompañaban otras dos guardianas que también tenían cicatrices visibles; los rostros y la forma de caminar de las tres dejaban traslucir un gran cansancio.
—Buenos días —dijo la capitana—. Me informan de que acudís a nosotros con una petición harto extraña, forasteros. Normalmente no recibiría a visitantes llegados en circunstancias tan peculiares, pues por otra parte está estrictamente prohibido venir aquí sin invitación, pero a decir verdad, mi curiosidad es enorme.
Galad sacó el orbe de su capa.
—Este —explicó Daradoth— es el Orbe de Curassil. Infectado por la Sombra después de milenios perdido en los Santuarios de Essel. Necesitamos purificarlo y recuperar a Athnariel para la Luz.
La capitana y sus guardias se miraron, totalmente sorprendidas. El grupo les relató brevemente su odisea en los Santuarios y con eso parecieron ganarse definitivamente su respeto.
—Quizá podríamos plantearlo ante el Consejo de Oficiales, personalmente no sabría cómo hacer lo que requerís.
—Y, si no es indiscreción —Arakariann tradujo las palabras de Symeon—... el abad nos dijo que protegíais el mundo de esta montaña desde tiempos antiguos, y hace un par de jornadas hubo una gran explosión que nos afectó sobremanera, ¿sabéis qué las provoca?
—Son explosiones de pura Esencia, de fuerza vital, que parecen proceder del volcán. Este monte es un nexo de Corrientes de Esencia, y algo, no sé qué, pasó hace milenios que provocó que estallaran de vez en cuando. Pero ahora están yendo a peor, y el esfuerzo físico que nos requiere para controlarlo es cada vez mayor. La última pudimos contenerla a duras penas, y nos costó varias bajas —bajó la vista, suspirando—.
Daradoth también preguntó por la Sombra que sentía desde que habían sobrevolado la isla. La capitana le confirmó que sabían de su presencia por otras fuentes, aunque los airunndälyr no eran capaces de sentirla por sí mismos.
También les informaron de la invasión del norte.
—Eson son malas noticias, en verdad. Espero que no lleguen hasta aquí. Si dejáramos de custodiar el volcán, seguramente toda Aredia acabaría finalmente pereciendo debido a las explosiones.
Ante la perspectiva de que el Consejo de Oficiales no se podría reunir antes de una semana (dos días si utilizaban el Empíreo para reunirlos) y las fuertes dudas de que pudieran hacer cualquier cosa, Daradoth se dirigió a sus compañeros:
—Creo que nuestro tiempo aquí ha llegado a su fin, deberíamos acudir a los hidkas.
—Sí, hemos perdido demasiado tiempo —coincidió Symeon—. Aunque un par de días más tampoco supondrían una diferencia demasiado grande...
—Yo considero que vale la pena esperar y reunir a los capitanes —dijo Galad.
—Sí —afirmó Yuria—, y no podemos ignorar tan fácilmente el asunto del volcán...