Encuentro con Ashira. Daradoth desencadenado.
A mediodía, Symeon se dirigió al templo de Sirkhas para encontrarse con Ashira por fin. Daradoth partió antes que él para esperar en algún rincón discreto del templo por si había algún imprevisto; Yuria y Galad lo siguieron a distancia y en cierto momento se desviaron hacia otro templo, más discreto, desde donde tendrían línea de visión hacia el de Sirkhas.
El templo era uno de los más humildes del complejo. Aun así, se encontraba bien conservado y lucía estatuas y bajorrelieves de alta calidad. Constaba de poco más de una sala para ceremonias con un atril que presidía la estancia ante tres estatuas del héroe de la antigüedad Sirkhas, y varias salas de lectura y recogimiento alrededor de ella, separadas por sendos cortinajes de pesada factura. Daradoth evitó miradas indiscretas durante el camino, y ascendiendo a grandes trancos la escalinata frontal del edificio, accedió a la sala de ceremonias; allí se sorprendió al encontrarse inesperadamente con lo que le pareció un trabajador de mantenimiento, que se encontraba arreglando y limpiando los adornos del lugar. El hombre, apenas un muchacho, se quedó paralizado durante unos segundos por la impresión de tener un legendario elfo tan cerca. Para sorpresa de Daradoth, el joven tocó el centro de su frente con el índice y el corazón de la mano derecha, y con tono emocionado dijo algo en sermio. "Honor", fue todo lo que Daradoth pudo entender. Se llevó levemente los mismos dedos a su propia frente y afirmó con la cabeza, sin poder entender nada más de lo que balbuceaba su interlocutor. Este sonrió y se marchó rápidamente del templo.
Tras ver al muchacho marcharse, Daradoth se encogió de hombros y se dirigió a la que le pareció la más discreta de las salas de lectura. Tendió la cortina para que no se viera el interior y se sentó, paciente.
Poco después llegó Symeon, atravesando respetuosamente la puerta principal. Yuria y Galad tomaron posiciones más arriba, en la parte trasera de otro templo, desde donde podían ver la puerta que Symeon cruzó unos segundos después.
Aproximadamente un cuarto de hora después, alguien llegaba al templo. Todavía era pronto, debía de faltar una media hora para la hora convenida. «No es Ashira, desde luego», pensó Symeon, «ya habría detectado ese delicioso aroma a jazmín». Se giró. Eran dos hombres, jóvenes, que estaban entrando respetuosamente al templo. Por su aspecto y sus ropas, parecían pertenecer al personal auxiliar de los bibliotecarios. Venían apresurados. Se extrañaron al ver a Symeon, que los observaba fijamente, y le saludaron con una inclinación de cabeza. Uno de ellos habló en sermio, con lo que el errante lo entendió a duras penas:
—Por favor...—palabras ininteligibles—...visto un...—más galimatías—...¿noble? ¿Sí?
—Estar solo —alcanzó a decir Symeon en su escaso dominio del idioma.
Los jóvenes hablaron entre ellos, con claro gesto de decepción, y tras hacer un leve gesto hacia Symeon, se marcharon.
Otro cuarto de hora después, volvieron a hacer acto de presencia los dos jóvenes, esta vez acompañados de un tercero y de una muchacha. Todos parecían formar parte del personal del complejo. El recién llegado, que en realidad era el muchacho que ya había visto a Daradoth, consiguió entenderse con Symeon en estigio. Además, el errante se aseguró de que vieran el sello que lo identificaba como Maestro del Saber; al verlo, los cuatro hicieron una ligera reverencia.
—Mi señor —dijo el muchacho—, disculpad la intromisión, pero ¿no habréis visto a un elfo por aquí?
—La verdad es que no, no lo he visto —el errante decía la verdad, aunque sabía que su amigo debía de encontrarse en algún lugar del templo, no lo había visto—. ¿A qué se debe tanto interés?
El joven pareció confundido.
—Mi... mi señor... un elfo, un elfo legendario. Hace siglos que no se sabe de elfos en Sermia. Ni en ningún sitio. Algunos rumores aquí y allá, pero... por fin visitan la Biblioteca, y, y... es un honor. Todos habíamos oído hablar de vuestra compañía, el paladín, la militar, el elfo... pero hoy por fin lo he visto, es un elfo del ocaso, estoy seguro, y es... es... no sé qué más decir, su sapiencia.
—Ya veo. Pero no lo he visto. Ahora, si me disculpáis, seguiré mi meditación.
—Por supuesto, por supuesto, su sapiencia.
Los jóvenes cuchichearon durante unos momentos. Toda esta conversación y la conversación anterior con Symeon había sido escuchada por Daradoth, que nada más entrar al templo había enaltecido su sentido del oído para poder escucharlo todo con claridad.
Dos de los muchachos pasaron silenciosamente a los lados del templo, para frustración de Symeon. «Parece que no se van a marchar», pensó resignado. Contempló la posibilidad de abroncarlos con su autoridad de sapiente, pero no le pareció buena idea, prefería no llamar la atención de esa manera.
Daradoth escuchó los pasos de dos personas acercándose. Symeon vio que uno de los jóvenes apartó levemente la cortina y pareció estremecerse de emoción. Hizo señas a los demás, que acudieron rápidamente a su lado. Apartaron la cortina con muchísimo cuidado, y Daradoth se giró hacia ellos con gesto de impaciencia. Los cuatro se llevaron los dedos al centro de la frente en el acto, alguno de ellos con lágrimas en los ojos. Y, sorprendentemente, la única muchacha entre los cuatro, habló en ¡cántico! Un cántico cuanto menos... pintoresco, y con un acento marcadísimo, pero lo suficientemente correcto como para que Daradoth, aunque con dificultad, lo entendiera.
—Su eminencia... es... es... es un honor teneros presente en Doedia.
Daradoth estuvo a punto de ordenarles que se marcharan abruptamente, pero, por una vez, pensó dos veces antes de reaccionar. Cosa extraña en él, impulsivo como era para los estándares élficos. «Hace siglos que no ven un elfo aquí, y por lo que parece nos reverencian hasta lo indecible. Es mejor no defraudarlos, nunca se sabe cuándo se les podrá necesitar en el futuro, y quizá un elfo odioso podría cambiar su actitud hacia nosotros». Se adelantó, acercándose a ellos. Y les tendió la mano. Todos se la estrecharon con una actitud reverencial, sin ocultar la emoción que sentían. Un par de ellos lloraban ya sin ambages.
—Ahora —añadió—, si sois tan amables, me gustaría pasar un rato tranquilo, y que mi presencia aquí no fuera conocida por más gente.
Los muchachos se miraron unos a otros, y finalmente la joven, llamada Aythara, acertó a decir:
—Me temo que es tarde para eso, mi señor.
—¿Qué queréis decir?
—Que es tarde para evitar que se sepa vuestra presencia aquí... lo sentimos mucho. —Daradoth suspiró—. ¿Os... os importaría que os hiciéramos unas preguntas? ¿Su eminencia?
El elfo cerró el libro que estaba leyendo, armándose de paciencia.
—Por supuesto —respondió, sentándose.
Cambiaron al idioma estigio, que todos los presentes dominaban, y los muchachos empezaron a hacerle preguntas sobre Doranna, sobre los elfos y su forma de vida. Pronto llegaron al templo varias decenas de jóvenes que se integraron a la "conferencia". Symeon asistía a aquello atónito, viendo que la situación parecía estar descontrolándose un poco. Por supuesto, comprendió que Ashira no apareciese si lo que quería era un encuentro discreto. Así que, cuando más o menos había pasado una hora desde el mediodía, se levantó y salió del templo haciendo señas a donde se encontraban Yuria y Galad, que también habían visto con sorpresa cómo más y más personal de la Biblioteca acudía al templo de Sirkhas.
Daradoth sugirió a su audiencia moverse a un lugar donde pudieran departir más cómodamente.
—¡Vamos al auditorio! —sugirió Aythara.
—Para usar el auditorio hay que pedir permiso, Aythara —dijo otro de los muchachos.
—¡Pero para el secundario no! —contestó ella—. ¡Vamos allí!
Todos se mostraron de acuerdo, y los cuatro muchachos del principio guiaron a Daradoth hacia el lugar. Salieron del templo y se encaminaron hacia la parte superior de la colina. Una pequeña multitud se fue incorporando a la comitiva a medida que ascendían por las enormes escaleras principales. Yuria, Galad, y Symeon se miraron; el errante hizo un gesto de negación hacia ellos, y decidieron incorporarse a la procesión.
—Esto es increíble —susurró Yuria.
—La Vicisitud está jugando con nosotros otra vez —aseguró Symeon, también en voz baja—. No hace tantos meses que estuvimos aquí, con Daradoth recorriendo el complejo una y otra vez, y en aquella ocasión no nos dieron tanta importancia.
—Entonces, ¿crees que algo importante va a suceder? —preguntó Galad.
—Sin duda. Aunque supongo que depende de lo que Daradoth haga o deje de hacer.
—Ayudémoslo en lo que podamos, entonces —sugirió Yuria.
El auditorio secundario no tardó en llenarse a rebosar, y la gente pronto empezó a tomar posiciones en el exterior. Los propios bibliotecarios y algunos sapientes habían empezado a hacer acto de presencia antes de que el auditorio se llenara del todo. Daradoth se abrumó durante unos momentos, pero su presencia y su fuerza de ánimo se vinieron arriba. Respondía a preguntas sin cesar, dando detalles de la vida en Doranna, y de las costumbres e historia de los elfos. Su verborrea mejoraba por momentos, y él mismo se sorprendió de su locuacidad.
Transcurridas dos o tres horas, Daradoth vio cómo alguien se abría paso hasta él, interrumpiendo el debate. Por la simbología de sus ropas era uno de los Maestros Bibliotecarios, que le preguntó:
—Su ilustrísima, ¿me permitiríais dirigirme al público?
—Por favor —respondió amablemente Daradoth con un gesto.
—¡Atención, por favor! ¡Hemos habilitado el auditorio principal para continuar con la interesantísima disertación de lord Daradoth! Si sois tan amables, nos trasladaremos allí civilizadamente y en orden.
Y así lo hicieron. Haciendo gala de una organización y educación excelsas, todo el público se trasladó al auditorio más grande del complejo en poco tiempo. Symeon aprovechó para esperar a Daradoth sobre el escenario, luciendo orgullos la Tiara de Sirëlen, Yuria y Galad tomaron posiciones de privilegio, y los cuatro muchachos que habían hablado en primer lugar con Daradoth se habían convertido en algo así como su guardia personal, nadie podía separarlos de él.
Cuando Daradoth accedió a la palestra, fue aclamado. Intentó contener su ego. Vio a Symeon, y al instante comprendió las intenciones de su amigo, así que se acercó hacia él y le dio un abrazo. El errante se sorprendió, pues no pensaba que Daradoth fuera a tener una reacción tan efusiva, pero contempló con satisfacción cómo a lo lejos, algunos sapientes y bibliotecarios susurraban comentando el hecho. Al separarse, miró fijamente a los ojos a su amigo. Los ojos de Daradoth brillaban con Luz.
—Aprovechemos bien este momento, amigo mío —le susurró con un sonido apenas perceptible. Daradoth se limitó a asentir y, con un gesto, reclamó una silla para Symeon, que se sentó a su lado.
Las gradas no tardaron en llenarse, con los bibliotecarios y sapientes de más alto rango en los sitios privilegiados, y mucha gente empezó a sentarse en el propio escenario, con las piernas cruzadas. Las elevaciones de alrededor del auditorio empezaron a poblarse también. Era increíble.
«Luz, es increíble en lo que puede devenir un pequeño encuentro fortuito con un jovenzuelo sin importancia», pensó Daradoth, que solo paraba de hablar para dar algunos tragos de agua. Empezaron a aparecer incluso algunos nobles. «Es el momento», pensó Daradoth, lanzando una ojeada cómplice a Symeon, y luego mirando hacia Galad y Yuria.
—Antes de continuar, quiero que sepáis —dijo en tono grave, dramático— que todos corremos un grave peligro.
Guardó silencio unos segundos, esperando que sus palabras hicieran el efecto que esperaba. La audiencia rebulló. Aythara preguntó, entre ecos de la misma cuestión.
—¿Qué tipo de peligro, eminencia?
—Un peligro mayor que cualquier otro. Un conflicto que ruge oculto desde los albores del tiempo nos amenaza. Y ha llegado el momento de hacerle frente.
Symeon, Yuria y Galad (y también Daradoth) sintieron algo eléctrico en el ambiente. Su vello se erizó, y sus corazones se aceleraron. La luz del sol poniéndose pareció acentuarse. «Ahora ruedan los dados», pensó Symeon.
Daradoth, con un lenguaje corporal del que no le creían capaz y una voz que parecía sobrenaturalmente amplificada («y puede que lo esté», pensó Galad) habló durante largo tiempo. Habló del conflicto de Luz y Sombra, del peligro en el norte, de los kaloriones, de los demonios, de la ordalía que habían sufrido en Essel y del Erebo y sus manifestaciones. Con cada nueva revelación, los presentes mostraban una mayor estupefacción, algunos incluso gritaban de emoción y arrebato. Cuando Daradoth estuvo satisfecho con la reacción de la audiencia, terminó su discurso.
—Quiero deciros que está en nuestras manos acabar con esto, y posicionarnos en las filas de Luz para evitar ser esclavizados por los engendros de Sombra. ¡Y pienso comandar nuestras fuerzas hasta la victoria final o la muerte! ¡Antes morir libres que vivir esclavizados! —Symeon, Yuria y Galad notaron un tirón desde algún lugar desconocido, algo que les hacía querer abrazar a su amigo. Sin darse cuenta, la emoción había acelerado sus respiración y agitado su ser.
Los gritos y las preguntas estallaron por doquier, y los bibliotecarios tuvieron que esforzarse al máximo durante al menos veinte minutos para sofocar las reacciones más extremas. Los cuatro muchachos originales, Aythara, Agirnan, Nurän y Erastos, miraban a Daradoth con un brillo febril en sus ojos, sin decir nada.
Cuando los bibliotecarios consiguieron imponer el orden, Daradoth comenzó a responder la avalancha de preguntas de la audiencia. Aprovechó para ir añadiendo más detalles sobre las fuerzas de Sombra y la situación en Aredia, lo que aún provocó más preguntas. Habló también de los ilvos, y de las kothmorui, las Dagas Negras de los kaloriones, y de cómo una había sido encontrada ya en las costas de Aredia. Y, percibiendo el ya familiar dolor de la herida en su muslo que había olvidado durante unas horas, tomó una decisión.
—Las kothmorui son un instrumento de Sombra, creadas por Trelteran para corromper la Luz y acabar con la vida. ¡¿Acaso no me creéis?! —añadió algo de tragedia, golpeando el atril que tenía delante, y avanzó para ponerse ante él—. ¡¡Mirad esto!! —Agarró la daga que llevaba al cinto, y la clavó en la pernera de su pantalón, deslizándola lentamente para rasgarla. Acabó de abrirla con las manos, dejando al descubierto la espeluznante herida que uno de los enanos oscuros le había infligido en Essel—. ¡¡Yo mismo fui herido por una kothmor en Essel!! ¡¡Cargo desde entonces con un dolor insoportable por la causa de la Luz, un sacrificio que acepto con gusto!! ¡¡¡Por la Luz!!!
El auditorio se vino abajo. «Emmán bendito», pensó Galad, «espero que no haya ido demasiado lejos». El paladín miró a su alrededor. «Si no está aquí todo el personal del complejo, poco debe de faltar».
Muchos de los jóvenes presentes gritaron al unísono, bastantes de ellos con lágrimas en los ojos:
—¡Eminencia! ¡¿Podemos acercarnos verla?!
—¡¡Por supuesto!! —contestó Daradoth, eufórico. Aquello era increíble. Muchos gritaban, otros lanzaban expresiones de horror, algunos honraban su nombre con consignas.
—¡Salve! ¡Salve lord Daradoth! ¡Salve a los héroes! —Al parecer, Aythera y sus compañeros dirigían la ovación, e hicieron a los jóvenes girarse hacia los demás —. ¡Salve Symeon, salve Yuria, salve Galad! —Pronto volvieron a centrarse en Daradoth de nuevo, que mostraba orgulloso su herida a todos aquellos que lo deseaban. Muchos se arrodillaron, idolatrándolo, y más cuando Symeon utilizó su diadema para proyectar una luz onírica en el ambiente nocturno, iluminando a la escena de un modo sobrenatural. Los muchachos más jóvenes parecían inmersos en una especie de rapto de emoción.
El errante no podía evitar sentirse emocionado y abrumado por la situación. «Luz bendita, qué lejos hemos llegado en pocos meses. Ojalá Valeryan estuviera aquí con nosotros». No pudo evitar sentir una profunda tristeza por su amigo, su hermano. Miró alrededor. La mayoría de sapientes y bibliotecarios debían de encontrarse allí, incluyendo a Svadar y Nerémaras, y en los alrededores se podían ver multitud de nobles, incluso algunos extranjeros, estaba seguro, aunque no podía discernirlos bien del todo: el sol ya se había puesto y las antorchas y faroles iluminaban la escena. No era capaz de ver un solo rostro que mostrara alguna reticencia a lo que ocurría. «Extraordinario en verdad». No obstante, reparó en algo: en una de las elevaciones cercanas que permitían ver el escenario, en la penumbra, pudo distinguir una larga melena pelirroja. Por fin, Ashira había acudido también a contemplar la extraña circunstancia. La acompañaba un séquito de sirvientes, quizá otros nobles y algunos sapientes; Symeon se esforzaba por distinguirlos, pero ya había caído la noche y por la distancia le resultaba complicado. Su esposa y los acompañantes no se quedaron mucho tiempo; quizá media hora o algo más.
Daradoth miraba a su alrededor, extasiado. «Enfócate, relájate», pensó, increpándose a sí mismo, «no te dejes llevar, maldición»; pero le resultaba imposible no pensar en el trono de Doranna, y quizá en el liderazgo de la Luz. «Realmente, no hay nadie más digno que yo, Luz. Está bien, acepto esta responsabilidad, si es lo que quieres. Hasta la victoria o la muerte».
—¡Juro aquí, en este momento, por mi honor y mi esperanza de renacimiento, que llevaré a Luz a la victoria final! ¡¡A la victoria!! —todos volvieron a sentir el "tirón" invisible, y el auditorio volvió a venirse abajo.
Desde hacía varias horas, unos cuantos cronistas del Ciclo de las Eras hacían volar sus plumas sobre el papel para dejar constancia de todo. Incluso se acercaron a Symeon, Galad y Yuria para hacerles varias preguntas en voz baja cuando conseguían salir del influjo de las palabras de Daradoth.
Se adentraban ya en la madrugada, y mucha gente caía dormida, pero pocos tenían la fuerza de voluntad de retirarse. A eso de las tres de la mañana, Symeon susurró a Daradoth que quizá sería buena idea parar aquello y continuarlo el siguiente día. El elfo coincidió plenamente con él; su necesidad de sueño era mucho menor, y no había pensado en la vulnerabilidad de los humanos en ese sentido, así que fue bajando la intensidad del discurso y sus respuestas.
—Estad muy pendientes de la Sombra —dijo, a modo de despedida—, porque se puede encontrar en cualquier sitio. Tened cuidado.
—¿A la luz del día también, mi señor? —preguntó alguien en las primeras filas.
—Por supuesto, la Sombra se oculta donde menos se la espera.
Tras unos segundos de silencio, Svadar subió al escenario.
—Muy a mi pesar, es cierto que es hora de retirarse a descansar. Quiero expresar mi más profundo agradecimiento a lord Daradoth y sus amigos por compartir sus experiencias y pensamientos. La visión de esa herida ha sido profundamente reveladora, creo que hablo por todos los presentes, y espero que no os cause mayores problemas.
»Quiero deciros que he hablado con mis colegas, los Maestros Bibliotecarios, y hemos llegado a la misma conclusión: lo tratado en el día de hoy ha sido tan sumamente importante, y creemos que quedan tantas cosas por aclarar y comentar, que hemos decidido lo siguiente: ¡La Gran Biblioteca suspende todas sus actividades, acciones y servicios, y los próximos días se dedicará exclusivamente a registrar las audiencias de lord Daradoth durante el tiempo que los cronistas estimen conveniente! Siempre que lord Daradoth se muestre conforme con ello, claro.
Daradoth no vio demasiadas alternativas, y sus propias sensaciones le impidieron negarse.
—Por supuesto —dijo con convicción.
—E invito desde aquí al Consejo de Sapientes a participar en las audiencias a partir de mañana —añadió Symeon, viendo la oportunidad.
—Entonces —zanjó Svadar—, ¡os emplazo aquí mañana a mediodía para continuar con esta inspiradora experiencia! ¡Salve!
Se alzó en el auditorio una ovación de despedida. En ese momento, Yuria y Symeon detectaron un pequeño destello al límite de su campo de visión. Más o menos donde antes había estado Ashira. Sintieron un escalofrío cuando miraron hacia allá y distinguieron la figura de un Mediador, y, a su lado, otra figura, encapuchada, aparentemente un hombre enorme, aún más alto y robusto que Aldur, de unos dos metros y medio de alto, ataviado con una túnica negra y totalmente embozado. Solo estuvieron allí durante unos breves instantes, y luego desaparecieron del alcance de la luz.
El grupo se retiró rápidamente a descansar a palacio, aunque dudaban de que esa noche pudieran disfrutar de un sueño reparador. Al llegar a la entrada de sus aposentos, un sirviente se había quedado dormido en la puerta, aparentemente esperando a que llegaran. En su mano llevaba un pergamino, con un sello que Symeon reconoció al instante. Tras despertar al joven, que se despidió avergonzado, entraron a sus habitaciones y el errante rasgó el sello, abrió el rollo y leyó en voz alta para los demás:
Esperaba verte a solas.
A.
Symeon escribió una contestación citando a Ashira el día siguiente a media mañana en el mismo sitio.
Finalmente descansaron mejor de lo que habían previsto, y un sirviente despertó a Symeon para que acudiera a su cita con Ashira. Yuria y Galad se apostarían a una distancia prudencial. Poco tiempo después, el errante esperaba en el templo de Sirkhas, aparentemente solo.
A los pocos minutos llegó su todavía esposa, con su embriagador olor a jazmín. Se sentó a su lado, contemplando la estatua principal del altar. El tiempo pareció detenerse cuando Symeon llegó a sentir el calor de su cuerpo y la esencia de cabello. Los recuerdos se despertaron, y también un deseo más carnal, que Symeon intentó extinguir con toda su fuerza de voluntad. Tras unos minutos de silencio en los que ninguno se decidía a hablar, pues según notaba Symeon, Ashira rebullía con los mismos pensamientos que él, fue él quien se decidió:
—Solo necesito saber una cosa. ¿Por qué, Ashira? —sus miradas se cruzaron, y se miraron fijamente.
—Huí porque pensé que el libro era demasiado importante para nuestro pueblo. Solo después me enteré de que era una transcripción.
—Pero sabes todo lo que propiciaron tus actos.
—En ese momento ni lo imaginaba. Y me odio por eso. Y los odio a ellos. Mucho más de lo que imaginas.
—En cierta manera, he expiado aquello. Y estoy pagando mi penitencia. Espero que tú también puedas.
—Lo haré. Seguro. —Guardó silencio durante unos instantes. «¿Son eso lágrimas en sus ojos?», pensó Symeon—. Necesito saber una cosa, Symeon; quiero saber si me sigues amando. Yo todavía te amo más que a nada en el mundo.
Symeon suspiró, dándose cuenta de repente de sus verdaderos sentimientos.
—Hace años esas palabras me habrían conmovido. Ahora ya no. Y hay Sombra en ti. Supongo que nos viste, igual que nosotros a ti, durante el breve rapto que sufrimos en el palacio real.
—Sí, os vi, por supuesto. Me sorprendió tanto como a vosotros.
—Vi la Sombra en ti, y eso me atormenta.
—Sabes que fue un imperio de la Luz quien exterminó a nuestro pueblo, ¿verdad?
—No. Tú quieres creer eso. Eso fue fanatismo, no la Luz.
—Ingenuo —lo miró, condescendiente—. Claro que es la Luz.
—Yo he visto la Luz, la he sentido, y te puedo asegurar que no...
—Te recuerdo que los vestalenses veneran el libro de Aringil, uno de los mayores exponentes de la Luz. Su religión es luminosa. Son de Luz, aunque tú te engañes.
—Me reafirmo en que era fanatismo, no la vía adecuada. La Sombra no te ayudará a realizarte, ni a descubrir el camino de vuelta. Noto que cada vez estoy más cerca.
—Simples deseos. Yo soy la que está cerca de encontrarlo, te lo aseguro.
—Aun así, siento duda en tus palabras.
—Como en las tuyas.
—No es cierto. Estoy cerca del camino, de eso estoy seguro. Y te quiero dar la oportunidad de apartarte del camino erróneo.
—El camino erróneo es el tuyo, amor. No te confundas en eso.
—He visto lo que es capaz de hacer la Sombra.
—Y también a la Luz.
—No. Tú te refieres a fanáticos de la Luz. Yo he visto kaloriones, tus líderes, uno de ellos junto al llamado Ra'Akarah. Y solo quieren una guerra total.
—Igual que Luz.¿Escuchaste el discurso de tu amigo elfo ayer? A mí me quedan pocas dudas. El único motivo de que no hayan iniciado ya una guerra total es que están luchando entre ellos.
—Veo que no llegaremos a ningún sitio discutiendo así —dijo Symeon, resignado—. Lo que sí puedo decirte es que he sentido en mi interior tanto a Luz como a Sombra. Y sé de sobra cuál prefiero.
—Ya veo. Aun así, creo que no has vivido ambos caminos del mismo modo. Y mi mayor deseo es que te unas a mí, abandonando una vía equivocada. Juntos, con el poder que pueden otorgarnos, encontraríamos sin duda el camino de vuelta y salvar a nuestro pueblo, vengarlo.
—Eso va contra todo lo que defendemos los buscadores.
—Basado en una mentira. Ahora conozco nuestra historia, y hemos sido tan guerreros como cualquier otro.
Symeon rebulló inquieto. No estaba acostumbrado a encontrarse con gente que conociera cosas que él ignoraba, al menos no sobre su pueblo.
—Te he sorprendido —Ashira sonrió—. Además, me lo ha relatado alguien que estuvo allí. De primera mano. Únete a mí, y tendrás conocimientos que no puedes ni soñar. Esa Biblioteca —extendió el brazo hacia un punto indeterminado— alberga secretos que van muchísimo más allá de tu imaginación, y me han sido revelados. Podremos realizar lo que más deseo: vengar a nuestro pueblo. Pagarán por cada vida de buscador arrebatada.
La duda anidó en la mente del errante. «¿Qué querrá decir con que la Biblioteca alberga secretos inimaginables?». Pero no duró mucho allí.
—No. Mi respuesta es no. Ese camino te llevará a la destrucción.Y al rechazo de tu pueblo. Sé que lo que hago está bien, y si me uno a ti, haré mal.
—Debes cambiar esos conceptos, Symeon. Te creía más sabio, y eres demasiado ingenuo. Te pondré solo un ejemplo: hace escasos tres meses, los ejércitos (de Luz) de Semathâl cometieron otro genocidio contra los pueblos del desierto. Intentaron erradicar a un pueblo entero solo porque Sombra les ayudó a saciar su hambre y sed. Y los elfos... su historia está llena de romanticismo, pero ellos han sido los peores, los más crueles y salvajes de todas las razas.
—Aun así, mi respuesta es no. Intentaré mejorar las cosas desde la Luz. Y tú podrías también. Podemos encontrar el camino juntos.
—Bajo ningún concepto seguiré la senda de Luz.
—Entonces, este es el fin de nuestra historia.
—O quizá solo un punto y aparte. —Una lágrima resbaló por su mejilla mientras se levantaba. Estaba más bella que nunca, y se quedó inmóvil mirando a Symeon fijamente, con lágrimas en los ojos—. ¿Puedo pedirte un beso de despedida?
A Symeon se le partió el corazón, tan sincera parecía. Se planteó besarla, pero en lugar de ello puso sus dedos índice y corazón en su boca. Notó sus labios carnosos y cálidos, atormentado, cerrando los ojos.
En ese momento, algo se rompió en el interior de Symeon. Abrió los ojos, y todo estaba negro. Daradoth, que en ese momento se encontraba mirándose al espejo para asearse, vio que su reflejo se volvía oscuro; de repente, apareció la imagen de Symeon, mirándolo fijamente en un desesperado grito silencioso. El espejo saltó, partiéndose en mil pedazos. Yuria, que miraba por el catalejo, se mareó de repente. Vio que una silueta borrosa parecida a Symeon salía del templo y se dirigía a ella, llegando en menos de un segundo y derribándola. Galad sintió una voz cerca de su oído que le gritó "¡cuidado!", y un fuerte dolor de cabeza le hizo hincar una rodilla en el suelo.