Debate con Ashira. Unos gemelos supervivientes.
«Maldición, maldición, ¿qué ha hecho?», fue todo lo que acertó a pensar Daradoth, sorprendido por la intervención de la errante. Pudo sentir la confusión de los "cuatro acólitos", situados muy cerca de él; parecían incluso mareados.
Ashira se levantó, pareciendo mucho más alta de lo que era.
—¡¿Acaso no veis que esto es una especie de brujería?! —tronó sobrenaturalmente—. ¡Están jugando con nuestras voluntades!
«Tengo que hacer algo, rápido», la mente de Daradoth iba a toda máquina, observando que su audiencia estaba extrañada. Comprobó que su voz seguía amplificada por los poderes de Résmere, y lo mejor que acertó a decir fue:
—No hace falta que nos lancemos gritos ni improperios, Ashira. Podemos discutir esto... —pero no pudo evitar que algunos en la audiencia empezaran a murmurar.
—¡Por supuesto que saldré al estrado! —lo interrumpió Ashira.
Daradoth optó por mantener una pose estoica, aparentando tenerlo todo bajo control, como medio para combatir su agresividad. «Espero no equivocarme», cogitó.
Ashira bajó las escaleras acompañada de un sapiente y dos miembros de su séquito, con actitud regia. «Cómo ha cambiado», pensó Symeon, mientras Galad elevaba una silenciosa plegaria a Emmán para que infundiera coraje al grupo. La errante iba apoyada en uno de sus acompañantes, pues sus ojos seguían blancos e inútiles, aunque en realidad no parecían afectar mucho a su movilidad.
Cuando llegó al escenario, Daradoth trató de recuperar la iniciativa:
—Creo que la audiencia merece que os presentéis.
—Por supuesto —contestó muy seria.
Acto seguido se presentó como Ashira, miembro de la nobleza del Principado de Undahl, en la Confederación de Príncipes Comerciantes, que en la actualidad se encontraba luchando contra una "arribista" que quería hacerse con el control total. Yuria arqueó una ceja, pero prefirió reservarse y no estropear la táctica de Daradoth.
—Lo que está sucendiendo aquí —continuó al fin con su alegato— no es natural. Lo tenéis que haber notado. Este elfo nos está sometiendo a algún tipo de hechizo junto a sus compañeros...
—Siento interrumpirte, Ashira, pero...
Pero Ashira no se detuvo.
—...y quiere que pongáis los recursos de la Biblioteca a su disposición. No podemos permitirlo. Os ha dado una explicación parcial, pues Luz y Sombra no son sinónimos de bien ni mal. Es cierto que hay extranjeros desembarcando en el norte, pero no han venido sino a arreglar la situación.
—¿¿Arreglar la situación?? —intervino Galad—. No puedo creer lo que oigo. ¿Arreglar qué?
Ashira lo miró fijamente, haciendo una pequeña pausa.
—Sí, hermano Galad, sí. Arreglar la situación de permanente genocidio en la que vivimos en este continente. El primero el de mi pueblo, el pueblo errante, exterminado en el imperio vestalense, y os podría mencionar muchos más, ¿verdad, paladín de Emmán? ¡¿Verdad, exterminador de cyalenses?!
El recuerdo de la matanza de los "herejes" cyalenses acudió a la mente de Galad. Ashira continuó:
—Vuestro silencio os delata al fin. Sí, amigos míos —se giró a la multitud—, los buenos paladines de Emmán masacraron a pueblos enteros por pensar distinto a ellos. ¡Y los cyalenses no fueron lo únicos!
Los murmullos entre la multitud se hicieron claramente audibles.
—Eso no es... —Galad vaciló. La errante no estaba del todo equivocada, y sus propias dudas y honor de paladín le impidieron continuar la frase.
Afortunadamente, Daradoth intervino, dando la impresión involuntaria de que interrumpía a su amigo:
—¡No os dejéis engañar por la lengua de seda de esta agente de Sombra! —increpó—. Sus secuaces no vienen a arreglar nada, sino a servir a sus propios intereses. No hay nada bueno en Sombra, ¡nada! Si da esa impresión es porque obedece a unos planes ocultos que de seguro no son altruistas. ¡En las costas del norte están masacrando a una cultura entera! ¡Y les acompañan demonios! ¡¡Demonios a los que nos enfrentamos en Essel!!
Una vibración en el fondo de su mente. El tirón reaparecía, tímido.
Pero Ashira no se dejó intimidar.
—Demostráis poco conocimiento de la historia. Los "demonios" que mencionáis con tanta rimbombancia, no son más que herramientas para conseguir un fin, exactamente igual que las águilas del Erentárna o los grifos del Vigía. Son entes naturales. Y eso solo demuestra vuestra ignorancia del resto de las crónicas.
»Preguntaos, por ejemplo, ¿qué hicieron los lândalos con los minorios, los habitantes primigenios, cuando llegaron al oeste de Aredia? ¿Qué hicieron? Ah, ya veo... ¿Qué hacen en su propia sociedad elitista? Se rumorea que hay una rebelión, por fin. Pero claro, vos estaréis de acuerdo con sus creencias, pues ya sabemos lo superiores que se consideran los elfos al resto de razas. No hay nadie más racista que vosotros. ¿Y os creéis mejores que Sombra por apoyar a Luz? Y hay muchos más ejemplos, los umbrios y los galarios, los dalaneses y los irzos...
Para desesperación de Daradoth el tirón volvió a desaparecer. Habló esperando que no se notara su desesperación:
—¿Y cuál es el punto al que queréis llegar? ¿Ha habido masacres en el pasado? Y las habrá en el futuro. Pero no tiene nada que ver con Luz y Sombra. De lo que estoy seguro es de que si Sombra prevalece, todo aquel que disienta, morirá. Y eso no ocurre con Luz.
—No estoy de acuerdo. Todos somos una mezcla de Luz y Sombra, y puedo aceptar que haya, como vos, fanáticos de Luz. Pero sí sé una cosa, y es que Luz es capaz de las peores cosas que he visto, mucho peores que cualquier acto de Sombra.
Murmullos y más murmullos. La gente estaba confusa. El tirón ahora iba y venía de Ashira a Daradoth. Symeon se fijó en que algunas personas entre la audiencia se desvanecían en sus asientos. Llamó la atención de Galad sobre el hecho, e intentó tomar la palabra. Pidió a Résmere que le amplificara la voz, e intervino:
—Os interrumpo, porque esto no es un debate a dos. Hay más opiniones. Me hace gracia que vos, Ashira, habléis de fanatismo cuando vos sois la primera fanática. Y el genocidio de vuestro pueblo con el que tanto se os llena la boca, tuvo una razón. Os reto a que la reveléis. Si no lo hacéis vos... —el hechizo de amplificación de su voz pareció extinguirse. Symeon miró hacia Résmere, que se encogió de hombros, sorprendido, así que decidió continuar, a voz en grito—: Vuestras argucias no van a impedir que diga lo que tenga que decir.
—No me importa reconocerlo —bramó Ashira—. ¿Creéis que el robo de una reliquia, por muy sagrada que sea, (y aquella solo era una copia), justifica un genocidio? ¿Lo creéis de verdad, Symeon?
—En un momento dado, si por ejemplo intentaran robar los libros de esta biblioteca...
—¡Lo estáis justificando! ¡Vaya! —se volvió hacia la multitud—. ¡Esto es lo que podéis esperar sin el cambio necesario! ¡Fanatismo y genocidios!
La gente se notaba confundida. Los acólitos habían caído de rodillas hacía ya rato.
—Además —prosiguió Ashira—, fijaos, este hombre, con su fanatismo, ¡me dejó ciega! ¡Mirad mis ojos si no me creéis! ¡Eso, eso es Luz! Y he sido víctima de una conspiración para impedirme el acceso a la Biblioteca, para no dejarme acceder al conocimiento, ¡porque quieren usarla solo para su propio beneficio!
A Daradoth le hervía la sangre. Pocas veces había sentido algo así, dada su naturaleza de elfo, conocidos por la contención de sus emociones. Miró a su alrededor, apretando los dientes, y se obligó a calmarse. «Todo pende de un hilo», pensó, «debo acabar con esto». Rugió palabras con todo su corazón:
—Entonces, sugerís que cuando Sombra conquiste toda Aredia conviviremos en paz con demonios y otros engendros peores que vimos en su momento en Essel procedentes del mismísimo Erebo.
La mención de la dimensión oscura acalló los murmullos por fin. Tenía toda la atención de la audiencia. Notó el tirón, titilando en el límite de su percepción. Ashira intentó interrumpirlo, pero él no la dejó, utilizando toda la potencia vocal que pudo reunir:
—¡Así es! ¡Engendros materializados directamente desde el Erebo! ¿Y pensáis que convivirán en paz con nosotros? ¡Eso sin mencionar los insectos demoníacos que habéis vuelto a conjurar en el norte, los malditos Erakäunyr, cuya única finalidad es destruir toda manifestación de Luz! —Por fin, Ashira pareció perder un poco la compostura; «quizá no sabía lo de los Erakäunyr», pensó Daradoth—. ¡Y esta herida! —volvió a enseñar los extraños zarcillos negros que cubrían parte de su muslo—. ¿Qué clase de arma maldita deja una herida incurable? ¡No he visto tales cosas en las filas de Luz! —la audiencia parecía en trance; y el tirón volvía a estar ahí, en toda su magnitud; «gracias, Nassaröth, bendita sea Luz».
»Lo único que buscáis —continuó sin vacilar— es exterminar toda manifestación de Luz, solo buscáis esclavos en nosotros, algo que jamás toleraremos. Y respecto a la información de la Biblioteca, la necesitamos para expulsar a Sombra de donde nunca debió salir, y estamos pidiendo ayuda a los bibliotecarios, no la queremos para nosotros, y por supuesto ni se nos ocurriría llevarnos los libros como ya habéis hecho vos.
El tirón metafísico vibraba, fuerte otra vez. Los cuatro acólitos, ya recuperados de su extraño vahído, se alzaron y bramaron, con sus manos en alto, en un saludo imperial:
—¡Salve, lord Daradoth! ¡Salve, lord Daradoth! ¡¡No queremos a la Sombra aquí!! —se giraron hacia la multitud—: ¡¡No queremos a Sombra aquí!! ¡¡No queremos a Sombra aquí!!
Daradoth, Yuria, Symeon y Galad sintieron sus corazones acelerarse cuando gran parte de la multitud estalló en vítores y siguió los cánticos de Aythara y los muchachos.
—¡Esto es un ultraje! —Ashira intentó reconducir la situación—. Tenéis que...
Una piedra pasó cerca de ella. Y luego otra.
—¡Dejad hablar a Daradoth! ¡Marchaos de aquí!
Yuria miró hacia arriba. Los monarcas, que habían pasado por todas las fases de confusión de la audiencia, ahora observaban todo preocupados, se notaba que dudaban sobre si hacer intervenir a la guardia real para atajar la situación.
Daradoth notó un escalofrío en la nuca. Un aumento repentino de Sombra en el entorno hizo que apoyara una rodilla en tierra y sufriera arcadas por la impresión.
—¡La Sombra! —quiso advertir a sus compañeros, con un hilo de voz—. ¡La Sombra está...!
Entonces Ashira se desmayó. Symeon intentó ayudarla, pero uno de sus acompañantes se interpuso, sus manos envueltas en un brillo extraño. Otro de ellos evitó que cayera al suelo, y la ayudó a reincorporarse. Ashira protestó e intentó recuperar la atención, pero sus compañeros la sacaron de allí, reuniéndose con el resto de su séquito.
—¡Dadnos la orden, Daradoth! ¡Dadnos la orden! —gritaban los acólitos, seguramente refiriéndose a una orden para atacar; el elfo los aplacó con un gesto tranquilizador.
—¡No! —gritaba Ashira, mientras la escoltaban fuera de allí—. ¡Hacedme caso! ¡Tendréis maldad! ¡Tendréis genocidios! ¡Estás apoyando al mal encarnado!
Lágrimas de rabia resbalaron por sus mejillas, y su voz, sincera, les provocó escalofríos, así como a una parte de los presentes. Symeon no pudo evitar dejar escapar una lágrima también, conmovido. Pero la inmensa mayoría de la multitud ya no la escuchaba.
Galad, que lo había observado todo con atención, había estado a punto de correr hacia sus compañeros cuando Ashira había perdido el conocimiento por un instante. Uno de los acompañantes de la errante había estado a punto de ejecutar algún hechizo maligno sobre la audiencia, pero afortunadamente uno de sus compañeros lo había hecho desistir.
El duque Datarian y su séquito, que habían acudido junto con el grupo de Ashira a la escena, prefirieron mantenerse en sus puestos en la grada, evitando cualquier desplante a su hermana y su cuñado, los reyes. Pero miraban enojados a la multitud enardecida mientras el grupo de Ashira desaparecía de la vista.
Unos instantes después, la tierra empezó a temblar. Y la luz del Sol se apagó.
La multitud empezó a gritar, esta vez sorprendidos por el horror. Las gradas se tambalearon, y se desprendieron cascotes de los edificios. Afortunadamente, el temblor solo duró unos segundos, y enseguida volvió la luz del día. Los acólitos (que ya no eran solo cuatro, pues sus filas habían crecido en varias decenas) gritaron que "era cosa de la bruja" o "de Sombra". A pesar de la confusión, Daradoth notaba el tirón metafísico todavía firme sobre la audiencia, así que les dirigió unas palabras para calmarlos. Más o menos lo había conseguido, cuando una voz atronadora resonó más arriba en la gran escalinata:
—¿Qué está sucediendo aquí?
Se giraron. En lo alto, seis figuras encapuchadas habían hecho acto de presencia. Todas con la balanza dorada colgando de sus muñecas. «Maldición, ¿acaso esto no va a acabar nunca?», pensó Yuria. No pudieron evitar fijarse en que uno de los seis lucía insignias de rango en sus ropajes diferentes a todas las que habían visto hasta ahora. Symeon susurró a sus amigos:
—Ninaith nos proteja, es un miembro del Alto Tribunal. Este supera a todos.
El mediador en cuestión, vestido con capa y capucha blancas, se distinguía del resto porque un aura dorada era visible a su alrededor.
—Detened esto, ¡¡AHORA!! —exigió en cántico.
—No sé cómo hacerlo —contestó Daradoth, suponiendo que se refería al tirón metafísico.
—Estáis poniendo en peligro la existencia, y si no sabéis cómo hacerlo —los seis hicieron un gesto, y en sus manos aparecieron sendas espadas—, lo tendremos que hacer nosotros. Flexionaron sus piernas, prestos a saltar.
La mente de Daradoth funcionaba frenética. Susurró a los demás:
—Debemos alterar la Vicisitud para confundirlos, es nuestra única posibilidad.
Se miraron brevemente, sabiendo que era lo único que podían hacer.
—Ya lo hice antes en el templo de Sirkhas. Buscad en vuestra consciencia, son como hilos en el límite del entendimiento... —se interrumpió, pues los mediadores saltaron hacia ellos, imponentes.
Galad fue el primero en detectar lo que había descrito Symeon. Durante un breve instante, su mente se sintió abrumada al percibir miles de millones de... ¿hebras de realidad? No sabía describirlo mejor. Tiró de algunas, y entrelazó otras, como loco. No se atrevió a cortar ninguna.
Los mediadores se fueron al suelo con un impacto que sintieron en los huesos, combando el suelo en el punto de impacto. Varios árboles aparecieron donde antes no había nada, y una parte de la colina parecía cambiada. Pero habían evitado la muerte por unos segundos. La audiencia asistía a la escena extasiada, y los mediadores, tratando de recuperarse, volvieron los inefables iris de sus ojos hacia el grupo. Se envolvieron en un aura de luz plateada.
—¡Vamos! —instó Galad a sus amigos—. ¡Os necesito a todos! ¡Intentadlo!
Apretaron los dientes y tensaron los músculos y las venas por el esfuerzo. Yuria se había olvidado de respirar por unos segundos, pero consiguió reponerse. Y, finalmente, allí estaban: los filamentos de la creación. Los empezaron a tocar y a alterar como locos.
—¡No cortéis ninguno! —dijo Symeon—. Algo me dice que no sería buena idea.
Un extraño viento que arrastraba voces se levantó a su alrededor, y un remolino de nubes se apelotonó en el cielo; los mediadores cayeron sobre sus rodillas, perdiendo sus auras y apoyándose sobre sus espadas. Sus rostros transmitían emociones irreconocibles.
—¡Acabad con ellos! —ordenó el miembro del Alto Tribunal, esforzándose por ponerse en pie, pero algunos de ellos incluso tuvieron que poner alguna mano en tierra.
Siguieron tocando hilos frenéticamente. El mediodía se tornó en atardecer instantáneamente. Algunos miembros de la multitud empezaron a correr sin control. Uno de los graderíos de la plebe se tambaleó peligrosamente, y empezaron a desalojarlo. Pero la mayoría contemplaba la escena, como mesmerizados. Árboles aparecían y desaparecían aquí y allá.
Los mediadores gritaron, como aquejados por un gran dolor. Se envolvieron en una luz blanca que hizo a todos apartar la vista, y desaparecieron con una explosión. Uno de los edificios que formaba parte del complejo exterior de la biblioteca crujió y se vino abajo. La multitud gritaba, unos por el miedo, otros por el asombro. Una lluvia de escombros afectó a parte de los presentes, y el suelo tembló de nuevo por unos segundos.
Entre el caos, Daradoth, respirando profundo, se giró de nuevo a la audiencia. Los acólitos, en un número considerable, todos ellos jóvenes, lo miraban febriles, anhelantes.
—Gracias a todos por apoyarnos. Sentimos mucho lo que ha pasado, pero ya habéis visto que Luz y Sombra han luchado con saña sobre este escenario, y los acontecimientos han ido acorde. Debemos ayudar a los afectados, es importante atenderlos, y está a punto de anochecer, así que interrumpiremos la charla por hoy y continuaremos en cuanto sea posible. ¡Bendita sea la Luz!
El tirón, que no había desaparecido, volvió a manifestarse en toda su potencia. La multitud prorrumpió en vítores y aclamaciones.
—¡Bendita sea la Luz! ¡Bendita sea la Luz!
Cuando por fin se calmaron los ánimos, Nerémaras tomó la palabra:
—¡Muy bien! Como bien ha dicho lord Daradoth, debemos recuperarnos de esta experiencia tan... intensa. Si les parece bien a sus majestades, mañana lo tomaremos como día de descanso, y os emplazamos a todos pasado mañana —el rey asintió—. Partid en paz, pues.
—¡Salve lord Daradoth! —exclamó Aythara.
—¡Salve! ¡Salve! —la secundaron los acólitos y parte de la audiencia.
A continuación, Svadar se dirigó al grupo:
—Si sois tan amables, me gustaría hablar con vosotros en la biblioteca.
—Por supuesto —contestó Symeon.
Se acercaron para despedirse de los reyes y de Anak Résmere con toda la pompa pertinente, y Yuria pareció darse cuenta de algo:
—¿Dónde se encuentra el duque, si me permitís la pregunta?
—Parece que su sector de la grada se vio bastante afectado —contestó la reina Irmorë—, tuvo una caída bastante fea y tuvo que partir a ser atendido. Parecía algo serio, pero no demasiado grave. Por cierto, me ha parecido oír que Nerémaras os ha convocado a la Biblioteca.
—Sí, así es, querrá decirnos algo importante.
—Os acompañaremos entonces, queremos estar enterados de primera mano de qué es eso tan importante.
—Como os plazca, majestad —Yuria se inclinó con deferencia.
Mientras caminaban hacia la biblioteca con todo el séquito real a la zaga, notaron de nuevo un seísmo, aunque esta vez fue muy leve, sin consecuencias. Los acólitos intentaron seguirlos, pero Daradoth les ordenó que ayudaran en lo que pudieran a reconstruir, limpiar y atender. Entraron en el edificio de oficinas donde ya habían hablado con Nerémaras al llegar, y les ofrecieron comida y bebida.
—Antes de nada —Symeon se levantó para dirigirse a Nerémaras, Svadar, algunos de los bibliotecarios y cronistas, los reyes y los bardos reales—, queremos pedir disculpas por lo que ha ocurrido y las pérdidas que haya podido ocasionar, aunque realmente no hemos tenido ningún control sobre ello.
—Muy bien —contestó Nerémaras—. Como supondréis, precisamente os he hecho venir para que podamos entender qué es lo que ha ocurrido. No podemos permanecer en la ignorancia más tiempo. Y no es nada habitual la aparición de media docena de mediadores con un miembro del Alto Tribunal en la Biblioteca.
—Y por mi parte —cuando la reina habló, Nerémaras le cedió la palabra inmediatamente—, estoy muy preocupada por Ashira. Ha llegado a ser muy cercana a mi hermano, como sabéis el comandante de los ejércitos, y lo que he visto esta tarde (si es que ha habido tarde, pues hace nada era mediodía) no me deja precisamente tranquila.
—Claro —continuó Nerémaras, girándose hacia Daradoth—, comprended nuestra sorpresa ante el derribo de un templo, el brote espontáneo de árboles gigantes, la pérdida de varias horas de tiempo... es inquietante. Necesitamos algún tipo de explicación.
—Y si lo juzgáis conveniente —añadió el rey—, quizá deberíamos expulsar a Ashira aunque eso conlleve problemas con los sapientes o con Datarian. La cuestión es que no vuelva a suceder nada de esto.
El grupo intentó explicar lo mejor posible lo que había sucedido en las escalinatas. Hablaron del conflicto entre Luz y Sombra, personalizado en Daradoth y Ashira, y cómo de alguna manera eso había alterado la realidad subyacente.
—Por algún motivo —dijo Symeon—, parece que los mediadores detectan estas... acciones... que afectan a la realidad, o al equilibrio de la creación, y son convocados al lugar. Todo esto escapa a nuestro conocimiento, y la verdad es que no podemos explicarlo mejor.
—De alguna forma —intentó clarificar Galad—, el conflicto que mantuvimos con Ashira iba más allá de lo aparente, de lo que todos podíamos ver, y afectaba al... cómo llamarlo... tejido de la realidad, la parte invisible de la existencia, y eso fue lo que quizá hizo que acudieran los mediadores. Como bien ha dicho Symeon, escapa a nuestro entendimiento, y solo Emmán sabrá la verdad.
—Queréis decir —intervino Nerémaras—, por expresarlo de la mejor forma que sé, que se produjo un conflicto metafísico que trastocó los cimientos de la realidad.
—A falta de una explicación mejor, sí —coincidió Symeon.
—He leído mucho sobre otras esferas de existencia —dijo Svadar, asombrado—, pero nunca había oído una cosa así.
—¿Entonces juzgáis que esa tal Ashira es peligrosa? —inquirió la reina.
—Por desgracia, sí —contestó Symeon.
—Sí —afirmó Galad sin duda alguna.
—¿Qué nos recomendáis entonces?
—Es un ser muy poderoso, hay que tener mucho cuidado con ella —advirtió Daradoth—. Podría hacer mucho daño si lo usara de manera más... agresiva.
—Después de hoy, si no lo ha hecho ya, no creo que lo haga —contemporizó Symeon.
—Mi opinión —añadió Galad— es que habría que expulsarla. Pero eso traerá consecuencias.
—Lo que está claro —dijo Daradoth—, es que quiere acceder al conocimiento de la Biblioteca por algún motivo muy profundo, y peligroso, a juzgar por el sueño que Emmán inspiró en Galad la pasada noche.
—Al parecer, intenta liberar un poder ancestral peligroso para la existencia, es todo lo que pude interpretar —dijo Galad, que les narró el sueño del baúl estrellado—. Y Ashira nos ha amenazado con que, si ella no puede acceder a ese conocimiento, nadie lo hará.
—¿Creéis que puede intentar destruir la Biblioteca? —preguntó preocupado Nerémaras.
Algunos contestaron que sí, otros que no. En cualquier caso, intentaría algo. Daradoth afirmó:
—Yo creo que con lo que ha pasado esta tarde, sus planes se han frustrado. No la conozco y no sé muy bien cómo puede reaccionar, pero esperaría lo peor.
—Yo sugiero que alejéis al duque de la influencia de Ashira —dijo Symeon—, no sé cómo, pero sería lo deseable.
—Muy bien —decidió el rey—. En cuanto volvamos a palacio decretaremos su expulsión de Sermia.
—Hacedlo con medidas extraordinarias de seguridad —añadió Galad—, pues al poder de la propia Ashira hay que sumar el de su séquito. Hay varios hechiceros acompañándola.
La reina Irmorë intervino, hablando directamente a Yuria:
—Por curiosidad, ¿sabe Ilaith algo de esto?
—No, no lo sabe, es algo que nos ha sobrevenido en nuestra visita.
—Ya veo.
Ante el silencio que se hizo, Symeon vio la oportunidad de cambiar de tema:
—Ya que estamos aquí reunidos, Svadar, Nerémaras, necesitaremos sin más dilación acceso a la Biblioteca. Es importante lo que hemos venido a buscar. Siento si soy brusco con este tema. Sé que yo no necesito permiso, pero mis compañeros lo necesitarán.
—Es algo irregular —empezó Nerémaras, mirando a Svadar.
—Tenéis mi permiso personal —zanjó el rey, mirando a los bibliotecarios, que no pusieron ninguna objeción, aunque se les notaba incómodos ante la injerencia real.
—No obstante —continuó Symeon—, necesitaremos la ayuda tanto de bibliotecarios como de sapientes, y confiaba en tenerla, dada la situación.
—Por supuesto que la tendréis, claro que sí —contestó Svadar tras unos segundos de duda—. A partir de este mismo momento. Pero tenemos que considerar también el cisma en los sapientes, van a estar totalmente enfrentados entre sí con el asunto de Ashira.
—¿Y no teméis que Ashira intente entrar a la fuerza en la Biblioteca? —añadió Nerémaras—. Creo que habría que valorar seriamente esa posibilidad.
—Sí, tenéis razón.
—Destinaré entonces otro destacamento de la guardia real para proteger la Biblioteca —anunció el rey.
—Gracias, majestad —dijo Svadar.
—Sería interesante saber qué es lo que buscaba —sugirió Daradoth. Ante los gestos de impotencia de los bibliotecarios, se giró hacia la reina—: Quizá vuestro hermano pueda saberlo.
—No me parece probable, no es el tipo de información que pueda interesar a Valemar, pero no debemos descartarlo, claro.
Después de algunos planes más, dieron por finalizada la reunión. Con los recursos de los bibliotecarios a su disposición, se aprestaron para ir directamente a la Biblioteca. Pero antes de que abandonaran el edificio, Anak Résmere tocó el brazo de Galad, pidiéndole hablar un momento con él. El paladín, muy intrigado, aceptó:
—Por supuesto, decidme.
—Solo quería pediros un pequeño favor —empezó el bardo—. Tengo buen amigo que, tras asistir a las charlas de vuestro grupo, quiere entrevistarse con vos. Si mañana tenéis un momento, os rogaría que os reunierais con él. Es un antiguo monje emmanita que por circunstancias de la vida se encuentra en uno de nuestros monasterios.
—Muy bien, claro, será un placer.
—Simplemente acudid mañana a mis aposentos y os conduciré a él.
Galad se reunió con el resto en el camino a la biblioteca. Allí les dejaron pasar sin ningún problema, acompañados como iban por Svadar y Nerémaras, y con el salvoconducto del rey. Al entrar, tuvieron la sensación que algunos de ellos ya habían tenido en su anterior visita y que aquejaba a aquellos que no estaban acostumbrados a entrar en el lugar, un leve aturdimiento al sentirse descolocados, pues el interior de la biblioteca no parecía corresponder con el exterior. El edificio parecía mucho más grande por dentro que por fuera, y no solo eso, aunque no sabrían explicar qué más estaba fuera de lugar. Y todo ello unido a la ya habitual sensación de comezón en la espalda que les había afectado desde que habían acudido a Doedia por segunda vez. Yuria también lo sentía a pesar del talismán de su cuello, así que debía trascender cualquier tipo de poder mágico.
Nerémaras sugirió ignorar los libros y pasar directamente a los rollos de pergamino. Y así lo hicieron. Buscaron durante horas y horas, enterrados en miles y miles de escritos y, en un momento dado, Symeon tuvo un momento de inspiración; sin saber muy bien por qué, algo lo llevó a centrarse en una estancia concreta que daba acceso a un par de pasillos. Empezó a ver en los huecos pergaminos escritos en cántico, el idioma de los elfos.
Amanecía. Habían pasado ya más de ocho horas desde que habían llegado a la biblioteca, y sus compañeros estaban derrotados, pero Symeon hizo oídos sordos a sus sugerencias de retirarse. Sabía que no podía perder aquel momento de inspiración, que sabía que sería harto difícil que se repitiera. El errante llegó finalmente a una pared con multitud de nichos donde los pergaminos parecían versar sobre antiguos rituales y el mundo espiritual. Todos ellos en cántico y quizá ancestral. Con la ayuda de los bibliotecarios, recogieron todos, al menos una cincuentena, y los metieron en un baúl para llevarlos a un lugar más accesible.
—Tendréis que ayudarme a descifrarlos —dijo Symeon a Yuria y Daradoth, mientras guardaban los rollos—. Pero si en estos pergaminos no encontramos lo que hemos venido a buscar, es que no está aquí.
Se llevaron los pergaminos a la celda que Symeon tenía en la residencia de los Maestros del Saber, intentando ser lo más discretos posibles, ya en pleno día. Y se retiraron a descansar, pues se encontraban agotados. Symeon se quedó en su celda, y el resto volvieron a palacio.
A mediodía, ya algo descansados, Daradoth y Yuria anunciaron su intención de acudir a la biblioteca a ayudar a Symeon con la traducción de los pergaminos. Galad aprovechó para recordarles lo que le había pedido Anak el día anterior, así que partió con Faewald, otro devoto emmanita, al encuentro de ese clérigo del que les había hablado el bardo. Se encontraron con él en sus aposentos, como les había dicho. Poco después salían al patio, donde les esperaban media docena de guardias reales (Anak era, al fin y al cabo, el primer bardo real) y caballos para todos. Partieron hacia el monasterio de la orden de Sairethas, donde Résmere había dicho que se encontraba el monje, muy cerca de allí.
—¿Y de qué conocéis a ese monje? —inquirió Galad mientras cabalgaban.
—Era un viejo conocido de mi padre, el famoso Gerak Résmere, ¿os suena?
—Siento decir que no.
—Oh, bueno, es cierto que a veces los sermios sobrevaloramos la fama de nuestros bardos fuera de nuestras fronteras, no os preocupéis. Sobre este cura al que vamos a ver, su nombre es Ibrahim. Ibrahim Pursal. En cierto punto de su vida, según sus propias palabras, se arrepintió de enormes pecados y se exilió de Esthalia voluntariamente para retirarse del mundo. Y como los hermanos de la orden de Sairethas son un poco peculiares y cumplen voto de silencio (pues el propio Sairethas estaba incapacitado para el habla), decidió quedarse con ellos.
—Y, ¿qué opináis de los sucesos de ayer?
—Pues... sinceramente, he visto muchas cosas en el curso de mis viajes. pero como lo de ayer, nada parecido. Fue extraordinario.
En un par de horas llegaron al monasterio. Allí fueron recibidos por el prior y dirigidos en silencio hacia el claustro, a una zona concreta donde había un banco. En él se encontraba sentado un monje algo entrado en años, con la tonsura emmanita. Al verlos, sus ojos se iluminaron; se levantó y se dirigió rápidamente hacia Galad, cogiéndole una mano y arrodillándose con esfuerzo.
El monje Ibrahim Pursal |
—Por favor, no es necesario que os arrodilléis —le pidió Galad.
—Sí, sí es necesario —contestó el monje en estigio, con un tono de profunda pesadumbre—. Por favor, os lo ruego, necesito que me toméis en confesión. Sé que vos contáis con el favor de Emmán, hacía mucho tiempo que no veía a nadie tan iluminado por su luz, y necesito expiación, estando mi hora tan cercana ya.
—Por supuesto, por supuesto, no padezcáis más.
Se dirigieron a una pequeña capilla donde se encontrarían en un ambiente más recogido.
—Hermano —empezó el monje—, me presento a vos para que me toméis en confesión, mi nombre es Ibrahim Pursal.
—Muy bien, hermano, confesaos, aligerar vuestro corazón y, si está en mi mano, seréis perdonado.
—Llevo atormentado toda mi vida por mis pecados de madurez, hermano. Perdonadme, porque soy el peor de los pecadores. He matado niños, hermano.
—¿Por qué motivo?
Ibrahim empezó a sollozar, desconsolado, le costó volver a hablar:
—Han sido muchos años de silencio... mis pecados se han podrido dentro de mí.
Anak Résmere puso una mano sobre su hombro, y hablando en un perfecto estigio, dijo:
—Ibrahim, por favor, contádselo desde el principio, no quiero que se entere por mí y perdáis vuestra oportunidad de liberar vuestros pecados.
El monje inentó calmarse, asintiendo en silencio a las palabras del bardo.
—Hace... hace unos veinte años. Yo era un miembro destacado de la iglesia esthalia, no sé si os sonará mi nombre... ya veo que no; era uno de los hombres de confianza de Su Santidad Aetius, el Primado ya fallecido. Por aquella época llegó a oídos de Aetius información sobre la existencia de una amenaza real para la Iglesia e incluso para la existencia del reino de Esthalia. ¿Habéis oído hablar del Imperio Trivadálma? —inquirió.
—Sí, por supuesto.
—¿Y del Pueblo del Rey de Reyes?
—Creo que sí, es una especie de... no sé cómo decirlo... de hermandad, o algo así, que espera el advenimiento del descendiente legítimo de los emperadores Trivadálma. Pero es solo un cuento, ¿no es así?
—No, claro que no, es algo muy real, y se compone de más gente de la que os imagináis, no es una hermandad en realidad, es más... una tradición, una creencia que se podría casi equiparar a una religión.
—Ya veo.
—Pues Aetius, no sé a través de qué medios, se enteró de que en una región remota de Gweden, en el sur del reino, habían aparecido unos niños. Niños que, al parecer, eran los descendientes directos de la tercera dinastía de emperadores, la última en reinar. Y supongo que también conoceréis la historia del padre Gerwald de Hywedd; la revolución de los herejes que acabó con su vida y lo convirtió en mártir, ¿verdad?
—Sí, la conozco.
—Bien, pues San Gerwald no es el mártir que la Iglesia nos ha hecho creer. Al menos no las circunstancias que lo martirizaron. En la época de la que os hablo, Gerwald no estaba muy de acuerdo con la política de la Iglesia, política que ha seguido hasta nuestros días y que ha corrompido a muchos de sus miembros bajo el liderazgo del Primado Irinwor. Él vio en los niños una oportunidad de un retorno a un emmanismo más puro, más original. Si conseguía convertirlos en buenos emmanitas y... la conspiración constaba de planes bastante complejos, imposibles de expresar en unas pocas frases, pero se resumía en lo siguiente: Gerwald tenía la esperanza de restaurar el Imperio Trivadálma con la religión emmanita, en su vertiente más pura y fiel a Emmán, como religión oficial. Sería así un triunfo emmanita sobre toda Aredia.
»Y mi gran pecado... mi gran pecado... —se le hizo un nudo en la garganta, y continuó con un hilillo de voz—: mi gran pecado fue que yo mismo orquesté el plan para quitar a esos niños de en medio. Para asesinarlos. Y Gerwald murió defendiéndolos, junto con muchos otros clérigos. No puedo vivir más con ese peso... no puedo... necesito escuchar algunas palabras, si no de perdón, de confort.
Ibrahim rompió a llorar.
»Necesito sentir a Emmán de nuevo, y vos sois el único que puede concederme eso. Haré cualquier cosa que me pidáis.
Galad sintió verdadera pena por Ibrahim. El monje estaba claramente arrepentido.
—Recemos juntos —dijo Galad, y por supuesto Ibrahim así lo hizo, fervorosamente—. Emmán está en todos, y también con vos, Ibrahim. Vuestra contrición es sincera, y por ello yo os absuelvo.
Galad canalizó una brizna de poder hacia Ibrahim, que lo aceptó en su ser sin dudarlo. El paladín sintió que Emmán le volvía a dar su beneplácito. El monje se encogió y lloró.
—Gracias, gracias, gracias —repitió en voz baja, una y otra vez.
Anak intervino de nuevo:
—No sé si lo habréis supuesto ya Galad, pero ese no es el fin de la historia. Confío en vos, pues habéis demostrado vuestro honor y virtud, así que os revelaré una información realmente sensible para recabar vuestra ayuda. Mi padre era mucho más inteligente de lo que la mayoría suponía. Los niños que murieron no eran los verdaderos herederos del Imperio. Los verdaderos herederos ahora tienen poco más de veinte años, y se encuentran a salvo en un lugar no lejano. Son gemelos, un niño y una niña.
—Sí —dijo Ibrahim, repentinamente brioso—, así es. Y yo quiero honrar la memoria de san Gerwald. Quiero ver a los niños, o a uno de ellos, convertido en emperador emmanita de toda Aredia.
—Entiendo que es mucho para asimilar —continuó Anak—; pero, como fiel del Pueblo del Rey de Reyes que soy, como también lo fue mi padre, creo que nos beneficiaría a todos un Imperio fuerte y en las filas de la Luz.
»Por cierto, los reyes no saben nada de esto, y espero vuestra discreción. Los niños son fervientes emmanitas, pues el padre Ibrahim, entre otros, se ha encargado de su educación, honrando la memoria de Gerwald, y ese primer ladrillo ya está puesto. No obstante, desde el primer momento he tenido la sensación de que no podremos construir ese edificio sin la ayuda de vos y vuestros amigos. Como se demostró ayer, los sucesos extraordinarios parecen ser vuestro pan de cada día.
Por la mente de Galad pasaron mil cosas: Ilaith, los lândalos, Daradoth... muchos contendientes para los jóvenes descendientes.
—Bien —dijo al fin—. Por ahora creo conveniente que sigamos manteniendo el más absoluto secreto, pues muchos peligros acechan a esos jóvenes. Pero os prometo que volveré pronto para encargarnos del asunto. Os doy mi palabra.
—Para nosotros es más que suficiente —dijo Ibrahim, que parecía haberse quitado varios años de encima—. Muchas gracias, hermano. Os esperaremos con ansiedad.
Galad volvió a Doedia y se despidió de Anak para volver a la Biblioteca con sus compañeros, sumergidos en la montaña de pergaminos. Estos, desgastados y con escritura apretada, eran difíciles de leer, y llegó la noche sin que encontraran nada útil.
Durante la cena, Galad aprovechó para contarles todo lo que había sucedido en el monasterio.
—No he querido acudir a verlos por no ponerlos en peligro.
—La verdad es que es algo muy importante, y no podemos dejarlo pasar —dijo Symeon—. Y debemos mantenerlo en secreto, desde luego.
—Valeryan seguro que querría la restauración del imperio, si eso llevara a la supremacía del emmanismo —añadió Faewald—. Pero habría que hacerlo con mucha calma, con pies de plomo.
Symeon miraba a Yuria. «Esto claramente es una amenaza para lady Ilaith; veremos cómo podemos lidiar con ello». Taheem, a su vez, pensaba lo mismo de Daradoth, pues ya había percibido los nuevos anhelos del joven elfo.
Como respondiendo a los pensamientos del errante, Yuria dijo:
—Quizá podríamos ponerlos bajo la protección y tutela de lady Ilaith.
Estas palabras encendieron una discusión en el grupo, en la que largo y tendido se habló de la conveniencia o no de revelar la existencia de los herederos a la canciller de la Confederación. Se habló también de qué apoyos podían tener los jóvenes, de lo que no tenían ni remota idea, y de cómo de poderoso podía ser el Pueblo del Rey de Reyes. Y también si habían establecido algún plan para la Restauración. Eran asuntos que tendrían que plantearle a Anak Résmere cuanto antes.
—Y, de momento, no podemos revelar su existencia —zanjó Galad, mirando a Yuria.
—De acuerdo, por el momento lo mantendremos en secreto —lo tranquilizó la ercestre—. Pero recordad que es gracias a Ilaith por quien estamos donde estamos.
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