Asalto a Doedia. Una Muerte inesperada.
Aun con las alarmas oníricas de Symeon, el grupo decidió que a partir de entonces dormiría el máximo tiempo posible durante el día, con la intención de minimizar los posibles ataques a través del mundo de los sueños.
Por la mañana, en el patio se podía ver un ejército de costureros y pescadores que, siguiendo las instrucciones de Yuria, pasarían el día entero y parte de la siguiente madrugada reparando la tela del Empíreo. A lo lejos, los guardas informaban de que las legiones asediantes estaban organizando sus filas.
A mediodía, más o menos descansados, el grupo se reunió con el consejo para intentar encontrar una forma de explotar las dudas que podían haber surgido entre los comandantes de los enemigos durante la negociación y los posteriores discursos del rey y el paladín. Pero por más que le dieron vueltas, no encontraron ninguna vía de acción satisfactoria a priori. Cuando ya llevaban largo rato departiendo, Anak Résmere tomó la palabra:
—No quería plantear esta alternativa —dijo—, y a decir verdad, ni siquiera había pensado en ella hasta ahora, pero es algo que se menciona en el Ciclo de las Eras en muy contadas ocasiones. Y siempre en situaciones de extrema urgencia, como la que nos ocupa. La última vez fue en el año de la muerte de Estepias y Carelann, cuando el reinado del tercer monarca de la dinastía Argelan apenas acababa de comenzar...
—Disculpad la interrupción, mi señor Anak —le cortó la duquesa—, pero esa extrema urgencia que mencionáis...
—Ah, sí, sí, perdón. Perdonad mi divagación, mis señores, supongo que no puedo evitarlo. La alternativa de la que os quería hablar es reunir a todos los bardos de la Casa de los Héroes, y no solo a ellos, sino a cualquier bardo que podamos traer aquí de todos los rincones del reino, y emplear nuestras habilidades como armas contra nuestros enemigos.
Anak Résmere, bardo real de Sermia |
—Lo que proponéis es una posibilidad realmente plausible, si conseguimos reparar el Empíreo y salir de Doedia —coincidió Galad.
—¿Y la posibilidad de recurrir a los Mediadores, ahora que están tan cerca? —sondeó la duquesa Sirelen.
El grupo al unísono descartó inmediatamente esta opción.
—Con todos los respetos, mi señora, la vía de acción propuesta por mi señor Anak me parece mucho más viable —contestó con la máxima educación Yuria, que a continuación se dirigió al bardo—: ¿Qué deberíamos hacer para ello?
—Pues habría que viajar hasta la Casa de los Héroes que, como sabéis, es el centro de nuestra organización —se refería a la organización de las Leyendas Vivientes y de la "iglesia" Sermia en general—, y a continuación convencer al consejo de la situación de emergencia que vivimos (cosa que no creo que fuera difícil, dadas las circunstancias). De esa manera, podrían cancelar temporalmente las normas éticas que prohíben tácitamente nuestra implicación en los conflictos armados, como ya os digo que ha sucedido raras veces en el pasado.
—Está bien, cuando el Empíreo esté reparado, valoraremos qué pasos dar.
A continuación, la actividad del consejo volvió a las tareas habituales de organización de la logística y la defensa. El resto del día y de la noche transcurrió tranquilo, con la pequeña multitud de zurcidores del dirigible trabajando sin descanso.
Al amanecer, las campanas de varias torres empezaron a tañir frenéticamente.
—¡Alarma! —gritaron los guardias—. ¡Asaltan la ciudadela!
Todos se activaron inmediatemente, algunos de ellos cansados por la falta de sueño al evitar dormir por la noche. Daradoth fue el primero que llegó al patio de armas. Atacaban por el este y el sureste, los puntos que Yuria ya había identificado como los más débiles. Escuchó un estremecedor impacto proveniente de uno de los muros, del que se desprendió polvo y tierra. El suelo parecía temblar. Los soldados y los guardias corrían a las almenas y a tomar posiciones defensivas.
—¡No descuidéis los otros puntos de la ciudadela! —rugió—. ¡Candann, Waldick, encargaos de eso! ¡Taheem, Faewald, proteged a los reyes!
Nada más gritar esto, Daradoth subió a la muralla de un descomunal salto, dejando a varios soldados con la boca abierta. Miró hacia el exterior y sintió un escalofrío. Tres enormes animales parecidos a rinocerontes pero mucho más enormes, más grandes que elefantes, con el cuerpo recubierto de placas y nudos, embestían contra los muros haciendo temblar el suelo con sus pasos. Una estructura de madera endurecida protegía a sus jinetes, a todas luces elfos oscuros.
Los guardias ya estaban preparando el aceite hirviendo, pero el animal más cercano se lanzó sobre el muro. Un golpe terrorífico sacudió toda la sección de muralla y los edificios anexos. Algunos de los guardias perdieron pie, y algo del aceite cayó sobre los soldado más abajo. Daradoth mantuvo el equilibrio a duras penas, con su visión tornándose roja por momentos. No lo pensó más, y con un bramido y una furia homicida se lanzó con otro salto sobrenatural a la estructura que había sobre el animal.
Galad y Symeon llegaron más o menos a la vez al patio de armas y corrieron hacia la muralla inmedatamente al sur de donde se encontraba Daradoth. Apenas habían recorrido unos metros cuando el muro pareció explotar con un poderoso impacto. Cascotes, tierra y polvo salieron despedidos hacia todas partes, hiriendo a los soldados y a los guardias de las almenas y del patio. Tras el polvo, apareció la enorme cabeza de uno de los monstruosos rinocerontes, que pareció quedar atorado y comenzó a cabecear a un lado y a otro, sembrando el pánico en los guardias cercanos. Alrededor de ellos, la gente pareció calmarse cuando el paladín y el errante hicieron notar su presencia urgiendo a la gente a calmarse. Por supuesto, los hechizos de Galad para calmar a sus aliados tuvieron también algo que ver.
A lo lejos, en los breves instantes que el sonido de las campanas les permitía escuchar, comenzaron a sonar cuernos. Los enemigos sabían que habían abierto brecha.
En el exterior, Daradoth esgrimió a Sannarialáth y como un relámpago de luz plateada, la espada cayó una y otra vez con una velocidad cegadora sobre el jinete del mastodonte acorazado, armado con una estilizada lanza. La lanza no le sirvió de mucho, pues Sannarialáth no tardó en perforar su yelmo con un estallido de luz y destrozar su cabeza. Acto seguido, el mastodonte se desmandó.
Mientras tanto, superando un mar de cascotes y de gente, Galad y Symeon llegaron por fin ante el monstruoso animal que intentaba derribar el muro completamente. Afortunadamente, se había quedado atascado y parecía que le iba a costar salir de allí. Pero sus cabezadas seguían acabando con guardias y soldados.
Tanto Daradoth como Galad y Symeon intentaron acabar con sus respectivos monstruos, que por otra parte recibían cada pocos segundos una andanada de virotes de ballesta, pero los mastodontes resultaron ser realmente dificiles de dañar. El elfo, herido levemente en la espalda por las sacudidas, finalmente desistió en sus ataques al animal —que por otra parte, ya no debía de representar peligro para el muro al no tener jinete que lo guiara— para buscar otros enemigos. Por su parte y con diferente suerte, Galad fue herido por los cascotes que el animal al que se enfrentaba lanzaba despedidos en sus desesperadas sacudidas, y no tuvo más remedio que retroceder.
Pocos momentos más tarde, el muro situado más al sur, batido por el tercer animal, reventaba con un estruendo ensordecedor y un aterrador estallido de cascotes, argamasa y tierra que hirió a muchos e hizo cundir el terror a su alrededor.
Daradoth, de nuevo sobre las murallas y con la visión roja ya contenida, advirtió cómo desde las bocacalles de los primeros edificios que se podían ver desde allí, empezaban a surgir tropas enemigas.
—¡Enemigos! ¡Enemigos al asalto! —gritó alguien desde las torres.
—¡Defended los muros! —rugió Yuria—. ¡Traed tropas del oeste! ¡Carlann, avisad a Wolann, que venga rápido! —El esthalio salió raudo hacia la parte occidental de la ciudadela—. ¡Preparad la brea! ¡Preparad la brea! ¡¡Traed aquellos carromatos!!
—¡Preparad la brea! —gritaron los oficiales, llegando a oídos de Galad y Symeon, que repitieron la orden a voz en grito.
En ese momento, Galad vio algo por el rabillo del ojo. Los guardias de una de las puertas secundarias del palacio real estaban sentados. Alguien los había colocado con cuidado, pero estaban muertos.
—¡Symeon! —gritó, señalando a varios soldados—. ¡Vosotros! ¡Venid conmigo, los reyes están en peligro!
Corrieron para allá.
En lo alto del muro, Daradoth evaluaba la situación, cuando de repente, un destello brilló muy cerca. Una bola de fuego explotó en lo alto, y soltó un leve gemido de dolor cuando su pierna fue afectada por el fuego. Se puso a cubierto, pues en ese momento se dio cuenta de que le dolía todo el cuerpo.
Desde el patio, Yuria pudo ver cómo se producían varias explosiones en la muralla, derribando varias decenas de guardias, algunos de ellos prendidos en llamas.
Symeon y Galad guiaron al grupo de soldados a través de la puerta de los jardines de palacio y se internaron en el ala regia todo lo rápido de lo que fueron capaces, dirigiéndose a la sala del trono. Todos los guardias que encontraron por el camino estaban muertos o malheridos. Unos agónicos momentos después llegaban a la sala del trono del lobo. Atravesaron la puerta y se detuvieron para procesar la escena. Dos elfos oscuros yacían aparentemente muertos al pie de las escaleras. Faewald, herido, se inclinaba apoyándose en la ensangrentada espada sobre el cuerpo del rey, derribado e inconsciente. Taheem, con la mirada perdida, se encontraba reclinado en los primeros escalones, respirando con dificultad. Malherido. Con un escalofrío, Symeon se precipitó sobre Faewald.
Taheem miró a Galad, negando levemente con la cabeza. El rey había muerto.
El paladín sacudió la cabeza, y se centró en lo que podía controlar. Abrió mucho los ojos cuando se dio cuenta de que a Taheem le faltaba su mano izquierda, así que cerró su hemorragia y lo puso cómodo. Después, sanó las heridas del hombro de Faewald, y examinó al rey Menarvil. Ya no se podía hacer nada por él, así que elevó una breve oración por su alma. Mientras tanto, Faewald les explicó:
—Eran tres elfos oscuros, Taheem fue como un titán ante ellos, los contuvo, pero el rey se acercó demasiado, quiso luchar, y fue una mala decisión. Acabamos con dos de ellos, como veis, y el tercero huyó, herido.
—¿Y la reina? —inquirió Symeon, casi con ganas de llorar.
—Estoy aquí —dijo Irmorë saliendo de las sombras tras el gran trono. Lágrimas de dolor resbalaban por sus mejillas. Se agachó sobre su esposo.
Symeon se acercó a Galad.
—Tenemos que hacer que esto se sepa —susurró, con la voz ronca de rabia—. Esto debería hacer que el ejército se revuelva contra Datarian.