Rescate
Durante las siguientes jornadas, cada pocas horas, Galad seguiría intentando sin descanso localizar a Yuria mediante los poderes que le concedía su señor Emmán.
Yuria despertó de nuevo, mareada pero un poco más consciente que las veces anteriores. Percibía claramente el traqueteo del carruaje donde se encontraba. Aun así, las voces de sus captores resonaban fuertemente en su oído, avergonzándola con el recuerdo de su padre y acusándola de traidora. A punto estuvo de romper a llorar y pedir perdón, pero recordando sus vivencias de los últimos meses y cómo salió de Ercestria, se sobrepuso a su momento de debilidad, y no cedió ni un ápice a pesar de las descargas y el maltrato mental.
Mientras tanto, Symeon evitó que sus compañeros se fueran a dormir, pues se le había ocurrido algo.
—Ya que estamos unidos como nudos de la Vicisitud —les dijo en la seguridad de sus aposentos—, quizá podríamos intentar seguir las "hebras" que nos unen a Yuria, ¿no creéis?
—Sí, parece buena idea —coincidió con él Daradoth.
—Tal y como están las cosas, diría que es nuestra única posibilidad. Adelante.
—Entonces, relajaos —dijo Symeon, tocando los antebrazos de sus amigos, y se giró hacia la puerta—: Faewald, que nadie entre, por favor. Vamos a intentar concentrarnos; dejad que os guíe, respirad profundamente y cerrad los ojos...
El silencio se hizo en la estancia.
En pocos segundos, los tres sintieron la sensación abrumadora que conllevaba la percepción de la Vicisitud. Podían sentir las vibraciones de los hilos del tapiz. Sabían que "hilos" y "tapiz" no era una definición suficiente para describir aquello, pero sus mentes mortales no alcanzaban a racionalizarlo como otra cosa.
De repente, Daradoth empezó a tensar el rostro y a respirar agitadamente. La masiva perturbación que Symeon había detectado en el mundo onírico tenía su reflejo allí, a escasos cuatro o cinco kilómetros, y aunque Galad y el errante la detectaban, no estaban siendo tan afectados por ella como el elfo. Finalmente, Daradoth decidió dejar de percibir la Vicisitud, pues notó que estuvo a punto de ser arrastrado por aquella anomalía.
—Tendremos que comprobar qué es esa perturbación lo antes que podamos —dijo, resollando—. Estaré alerta mientras vosotros os concentráis.
Tras unos minutos de concentración y de estudio de las hebras que los unían unos a otros, Galad consiguió identificar la ingente multitud de filamentos que, partiendo de Daradoth, Symeon y él mismo, dedujo que debían llevar hacia Yuria. Se alejaban hacia el noroeste hasta desaparecer de su percepción. Sin duda, se encontraba a kilómetros fuera de la ciudad. No podía saber cuánto.
—Lo que parece evidente es que está fuera de la ciudad, y está bastante lejos. Hacia el oeste —compartió con los demás una vez que abandonaron la concentración.
—Sí, yo también lo he detectado, gracias a tu guía —mientras percibía la Vicisitud subyacente, Galad había orientado a Symeon para que también identificara las hebras de unión a Yuria—. Y sí, se encuentra bastante lejos.
—Tendremos que viajar hacia el oeste e intentar detectarlos de nuevo.
Ordenaron al capitán Suras que preparara el Empíreo para la partida al amanecer. Mientras la tripulación del dirigible acudía y tomaba posiciones, Daradoth subió a las murallas orientales bajo el cielo estrellado, y dirigió su vista hacia el frente, con la intención de detectar algo que delatara la perturbación que casi lo había arrastrado. Nada.
—No hay nada donde se encuentra la anomalía. Al menos, nada visible —dijo, cuando regresó junto a sus compañeros.
—Quizá con el Empíreo podamos ver algo —dijo Symeon, que ya había vuelto de informar a lady Ilaith (en realidad, a Keriel Danten) de su partida—. Ahora, aprovechemos para descansar lo que podamos; pero antes —miró a Galad—, tengo que entrar al mundo onírico.
—Te protegeré en la medida que pueda —dijo el paladín—, pero ten cuidado con esa anomalía; parece peligrosa.
Symeon no tardó en encontrarse en el familiar entorno grisáceo de sus aposentos en el mundo onírico. La perturbación era ahora como una sirena para sus sentidos, y requería concentrarse para no verse aturdido por ella. «Luego me encargaré de eso», pensó, y se dirigió hacia la cámara acorazada. Allí estaba Nirintalath, todavía con su aspecto de anciana, todavía con la vista clavada en el suelo, inmóvil.
—Sé que estoy tardando, pero sigo intentando liberarte. Espero que lo antes posible. Pero no sé si nos volveremos a ver, pues hay una perturbación que se acerca, una anomalía que parece que vaya a acabar con todo lo que encuentre a su paso. Volveré pronto, si no ocurre nada.
El espíritu de Dolor no levantó la vista, al menos no mientras Symeon la observaba. Y, acto seguido, el errante salió del palacio y "saltó" hacia lo alto de la muralla de levante.
Se quedó paralizado, abrió mucho los ojos y espasmos de terror recorrieron su espina vertebral.
Una aberración tentacular, con ojos por doquier y de bordes difuminados, enorme, titánica, flotaba a unos cuatro kilómetros de distancia, a una altura que parecía variar por segundos. Debía de ser tan grande como toda Doedia. Centenares de tentáculos informes, de cuya superficie parecían desprenderse volutas de borrones de colores. A su alrededor, el mundo onírico parecía desaparecer y dejar paso a la visión del mundo de vigilia, deformando las presencias oníricas de todas las entidades en aquella realidad. Parecía devorar la luz de las estrellas en un diámetro indeterminado. Una bonachona ballena celestial se acercó por el norte, tranquila, y uno de los tentáculos se extendió hacia ella; nada más tocarla, la ballena, enorme pero prácticamente diminuta en comparación con aquella abominación, desapareció. Suavemente, sin ninguna violencia.
El corazón de Symeon pareció detenerse cuando uno de los ojos principales del monstruoso ser se movió violentamente para cruzar su mirada directamente con él. Parecía taladrarle, y todo empezó a vibrar en ese instante. El errante tembló violentamente, casi presa del pánico, pero la ayuda de Galad fue decisiva para que no sucumbiera y cayera rendido de rodillas, y consiguió sobreponerse lo suficiente como para despertar al mundo de vigilia, temblando y sudando.
—¿Qué sucedía, Symeon? —preguntó Galad, poniendo una mano en su hombro, intentando tranquilizarlo—. Temblabas incontrolablemente.
—He visto... he visto algo aterrador. Viene hacia acá.
Symeon intentó describirlo lo mejor posible, pero las palabras no bastaban para transmitir la imagen absolutamente terrorífica de aquella criatura.
—Era como si el terror no fuera un simple efecto de ver algo tan aberrante y tan enorme, era un terror... subyacente, no sé cómo describirlo.
—Sí, creo que te entiendo. Tranquilo ahora. Tendremos que informar a lady Ilaith, claro.
—Por supuesto, Doedia debe estar preparada para la llegada de... eso. Aunque es posible que no tenga ningún efecto fuera del mundo onírico.
—Pero nosotros tenemos presencia onírica permanente —dijo Daradoth, sombrío.
—Sí, es verdad. Y esa criatura "apagaba" los seres oníricos, así que temo por nuestra seguridad y la de cualquier durmiente. O la de cualquiera que se despierte espontáneamente allí.
—¿Crees que puede tratarse de un demonio? —inquirió Galad.
—No lo creo, parece algo diferente. Y a su alrededor se "transparentaba" el mundo de vigilia, creo que es algo que tiene que ver más con la Vicisitud. Pero solo son suposiciones.
Acudieron de urgencia a lady Ilaith para avisarla del peligro. La canciller se mostró especialmente preocupada, y manifestó su inquietud por que Symeon se ausentara de Doedia con aquello aproximándose. Pero Symeon tampoco veía la manera de combatir aquello.
—Tardará varias jornadas en alcanzar la ciudad, mi señora, hasta entonces pensaremos en qué hacer.
Por fin, se retiraron a descansar. Galad pidió la inspiración de Emmán en relación a aquella aberración que le había descrito Symeon y, como era habitual, Emmán contestó.
Una criatura horripilante se alzaba sobre Doedia. Galad, en la torre más alta del palacio, empuñaba a Églaras, alzándola con ambas manos, arrebatado por una inmensa cantidad de poder. Apretando los dientes, dirigió toda esa energía en un haz de luz compacto que impactó sobre el monstruoso ser y lo hizo explotar en millones de esquirlas plateadas, dejando paso a un sol radiante y un cielo azul hermosísimo.
Por la mañana, comieron algo de carne seca con pan, y partieron rápidamente con el Empíreo en busca de señales de Yuria. Aprovecharon primero para sobrevolar la zona a cinco kilómetros hacia el este, quizá podrían detectar señales de la criatura aberrante. Pero ni rastro. Symeon expresó su frustración:
—No entiendo cómo algo que tiene un efecto tan brutal en el mundo onírico no deja huella alguna en el mundo de vigilia. Es increíble.
—Estoy de acuerdo, pero tenemos asuntos más urgentes de qué ocuparnos. Dejémoslo para la vuelta —zanjó Galad.
A aquellas alturas, el Surcador ya debía de encontrarse también en su viaje hacia el oeste para liberar a Alexandras y sus compañeros en Cessen. El Empíreo puso rumbo hacia el oeste, siguiendo el camino principal y alejándose de Doedia unos treinta kilómetros. Sobrevolaban un terreno abrupto, con el camino serpenteando, cuando volvieron a intentar percibir los enlaces a Yuria en la Vicisitud.
Allí estaban de nuevo. Extendiéndose hacia el noroeste. Indicaron la dirección a Suras, y este hizo avanzar el dirigible hacia allá. Un par de intentos más revelaron finalmente la localización de Yuria. Por el camino que se dirigía hacia la frontera con Adhëld, pudieron ver tres vagones enormes tirados por media docena de caballos cada uno y escoltados por una veintena de jinetes. Lo vagones iban cerrados, pero indudablemente, Yuria se encontraba en el segundo de ellos, en medio. La caravana se dirigía sin duda al transportador que cruzaba el río Bair a la altura del pueblo de Rasien, uno de los pasos fronterizos con Adhëld. Decidieron no atacar en ese momento; tenían prisionera a Yuria y no querían ponerla en peligro.
Así que decidieron cruzar el río y descender al otro lado, ya en el principado de Adhëld. De esa manera, podrían emboscar a los carromatos que pasaran de uno en uno; las balsas no tenían capacidad para cargar más de uno de los vagones en cada viaje. Una vez en tierra, se acercaron caminando amparados por la penumbra del atardecer a la diminuta aldea que estaba a aquel lado y que daba soporte al servicio de balseros, mucho más pequeña que la del lado de Tarkal; se componía de poco más que una posada, la casa del balsero y media docena de casas con sus respectivos huertos y corrales. Afortunadamente, la dotación de media docena de guardias parecía estar emborrachándose en la taberna; desde luego, no debían de ver mucha acción estando destinados en aquel rincón olvidado de la Federación. El grupo, Faewald, Taheem y los cinco soldados que los acompañaban en el Empíreo, tomaron posiciones alrededor de la casa del balsero, quien se encontraba cenando con su familia; unos minutos después se retiraron a descansar. El farol del pequeño muelle permaneció encendido, igual que el del otro lado. Confiaban en que la corriente del río, bastante fuerte a aquella altura, disimulara cualquier ruido que pudieran hacer. Una enorme maroma unía los embarcaderos a lo largo de los cien metros de anchura del río, y una balsa bastante grande se mecía en el extremo más cercano, bien asegurada a la maroma.
Al cabo de un tiempo, se escuchó el sonido de una campana desde el otro lado del río, que sonó repetidamente. El balsero salió al muelle pasados pocos minutos, echó una mirada suspicaz a Faewald, que se había situado cerca fingiendo estar borracho, e hizo sonar la campana a su vez. Después, comenzó a preparar las herramientas, a encender las luces de a bordo y a liberar los mecanismos para permitir desplazarse a la balsa a lo largo de la maroma; una vez estuvo todo listo, esperó la señal del otro lado. Cuando la recibió, comenzó a manipular las poleas y la balsa se movió bastante rápido hacia el otro lado, mientras su complementaria del otro lado se movía en sentido contrario. Como habían previsto, esta última transportaba uno de los vagones y tres jinetes. Estos apenas se fijaron en Faewald al llegar, y procedieron a desembarcar en el muelle.
El grupo esperó pacientemente a que desembarcaran y a que el balsero se alejara y se adentrara en el cauce del río y la noche, para no revelarse ante él. Cuando el carruaje salía del muelle y se disponía a dar la vuelta a la casa del balsero para tomar el camino que se dirigía hacia el norte, actuaron. Salieron de sus posiciones con las armas en ristre, y les instaron a rendirse:
—¡En nombre de lady Ilaith, deponed las armas! —exclamó Galad, teniendo cuidado de no levantar demasiado la voz. Y empuñó a Églaras.
Entonces, una presencia arrolladora lo invadió. Una presencia sabia, y a la vez impetuosa, que le costó contener a duras penas. Sentimientos contradictorios lo invadieron. Pensamientos de grandeza, de gloria y de victoria se unieron a la convicción de que había que destruir a esos enemigos, el embarcadero, y todo lo demás. Con un esfuerzo titánico, Galad consiguió contener los arrolladores deseos que lo invadían.
—Rendíos o vuestra existencia será borrada, ¡no lo repetiré! —insistió, con esfuerzo por contenerse y una voz que ya no era la suya.
Intimidados por el poderoso grupo que les ordenó la rendición, que incluía un elfo que esgrimía una espada centelleante, un paladín con un aura de poder celestial, un errante con una majestuosa diadema élfica y un bastón de madera viva, y un maestro de esgrima, la comitiva se rindió. Fueron desarmados y conducidos a un lugar apartado, donde Faewald y los soldados se hicieron con sus capas y se las pusieron, fingiendo recibir al segundo cargamento con normalidad.
El resto se escondió de nuevo. Galad pensó en enfundar a Églaras, pero no lo hizo. Se sorprendió a sí mismo pensando. «Sería tan fácil alterar la Vicisitud para borrar a estos imbéciles de la existencia... no nos costaría nada hacerlo». Frunció el ceño, apartando tales pensamientos lo mejor que supo.
Al poco tiempo, llegó el segundo cargamento, en la balsa originaria de este lado. En esta ocasión transportaba un vagón y tres jinetes. Los nuevos llegados no se dejaron intimidar tan fácilmente y opusieron algo más de resistencia, pero no eran rivales para el poder del grupo, que derribó a tres de ellos fácilmente. Aun así, consiguieron lanzar un par de artefactos explosivos que detonaron con gran estruendo y acabaron con la vida de un par de caballos. «Con un solo pensamiento, podríamos borrarlos a todos de la existencia», pensó Galad, mientras esgrimía a Églaras contra uno de ellos, derribándolo.
Con los guardias neutralizados, Daradoth entró rápidamente en el vagón. No había ni rastro de Yuria. Salió de nuevo al exterior, rápido como un rayo.
—¡Yuria no está aquí, debe de ir en el tercer vagón!
—Y las explosiones deben de haberlos alertado —notó Faewald.
Daradoth miró hacia el otro lado, ayudándose de la lente ercestre. Efectivamente, el balsero había invertido la marcha, apenas se encontraba a unos veinticinco metros de la orilla opuesta. El elfo hizo uso de sus hechizos, y subió a la cuerda, saltando sobre ella a una velocidad pasmosa. Los guardias no esperaban algo así. Sannarialäth acabó con toda oposición en cuestión de segundos, y Daradoth forzó la entrada al carruaje. Yuria estaba al fondo, en un jergón; tres personas se encontraban de pie, un par de ellas rebuscando en unas mochilas.
—¡Quietos! ¡O morid!
Dejaron lo que estaban haciendo en el acto, levantando las manos.
—¡Balsero, hacia el otro lado! —Asomó la cabeza fuera del vagón—. ¡Ahora!
Lentamente, la embarcación invirtió la marcha. Una vez al otro lado, mientras el resto reducía a los enemigos, Daradoth golpeó con cuidado el rostro de Yuria, que despertó, medio aturdida. Pero cuando vio a su amigo, lo abrazó. Y por supuesto, abrazó a todos los demás, llorando de alegría.