El Guardián de Nirintalath. Información desde Undahl.
Ya caída la noche retornaron al campamento para reunirse con el consejo de Ilaith, a quienes relataron todo lo que habían podido ver: la multitud de torres de vigilancia, el refuerzo de las fortalezas, los elfos oscuros y las enormes figuras que sin duda eran orcos o trolls.
Pasaron a discutir la situación en el mapa con la nueva información, discutiendo plan sobre plan. Theodor Gerias y Loreas Rythen, ambos tácticos impresionantes, disentían en la forma de resolver el conflicto, incluso de iniciarlo. Mientras Rythen abogaba por un ataque en todos los vados con todas las fuerzas posibles, Gerias se inclinaba por un ataque quirúrgico a la capital. Yuria dudaba; tras aproximadamente una hora de conversación, algo llamó su atención.
—Es obvio que su flota supone ahora un peligro mayúsculo, y un desembarco en Undehn sería muy difícil —dijo, respondiendo a la última afirmación del mariscal Rythen—. Pero, ¿alguien se ha fijado en esto? —señaló un punto en el mapa, la costa occidental de Undahl, y Ladris, tras los montes Selomyn. Nada impediría a nuestros enemigos bordear esta costa y pasar por estos amplios valles; nos sorprenderían por la espalda.
Todos en la tienda callaron. Veían la razón en las palabras de Yuria.
—Hay que ir a explorar esa zona inmediatamente —urgió Deoran Ethnos, el principe de Ladris.
—No de noche, mi señor —intervino Symeon—. Tienen elfos oscuros.
—Es cierto —coincidió Yuria—. Y además, necesitamos descansar.
Así que se retiraron a la tienda que les habían preparado, y Symeon, con la ayuda de los hechizos de protección de Galad, acudió como siempre a Tarkal para visitar a Nirintalath. Esta vez no tuvo esa extraña sensación de que había algo raro en el entorno, y se acercó al espíritu en forma de muchacha para volver a insistir en la necesidad de que se ayudaran mutuamente. Esta vez, Symeon sintió algo que no había sentido antes: un conocido tirón metafísico. Nirintalath alzó los ojos para mirarlo, pero esta vez, el errante solo notó unos leves pinchazos en la piel. Entendiendo que tenía que aprovechar lo que quiera que inconscientemente estuviera haciendo, concluyó su arenga:
—La próxima vez que esté en Tarkal físicamente, debes estar preparada. Habrá llegado nuestro momento, Nirintalath.
Era la primera vez que usaba su nombre en voz alta y ante ella. Sintió un escalofrío cuando sus labios se movieron para hablar y contestarle después de tanto tiempo:
—Entonces, será mejor que te apresures, buscador. —Sus ojos verdes centelleaban—. Hace poco he tenido otra visita.
Symeon apretó los dientes.
—¿Quién? —preguntó.
—Un viejo ciego y una mujer. Una errante.
Symeon notó que era presa de un escalofrío.
—¿Pelirroja? —Nirintalath afirmó con la cabeza—. Es mi esposa, Ashira. Y él...
—Tienen un enorme poder —lo interrumpió el espíritu—. Y ella... ella tiraba de mí... igual que tú. No sé si podré resistirme a ellos.
—Está bien. Me daré toda la prisa posible. Cuídate.
Al despertar, miró a Galad y le transmitió la necesidad de urgencia por volver a Tarkal.
—Uriön y Ashira han visitado a Nirintalath. Corremos gran peligro.
Despertaron al resto, transmitiéndoles la información.
—Personalmente, me preocupa que no puedas controlar la espada cuando la empuñes —dijo Daradoth.
—Estaremos en problemas más graves si la empuñan ellos.
—Quizá no sea necesario empuñarla —intervino Taheem—; ¿no bastaría con cambiarla de ubicación?
—No estoy seguro de que eso sea efectivo.
—En cualquier caso, tenemos que pensarlo bien —insistió Daradoth—. Es una decisión delicada y peligrosa. Demasiado peligrosa.
—Lo bueno es que he llegado a un pacto con Nirintalath. Sabéis lo que sucede cuando alteramos la Vicisitud, y yo lo noté en ese momento, noté el tirón. Creo que podría empuñarla de forma segura.
—Yo tengo mis dudas —insistió Daradoth—. La naturaleza de ese espíritu es causar dolor, y me sigue preocupando que la puedas controlar.
—Me preocupa mucho más que se la lleven. Sé de lo que es capaz Ashira. Y —bajo la voz— no me quiero imaginar de lo que es capaz Uriön. Debo hablar con Ilaith, ¿alguien me acompaña?
—Lo primero es que creo que deberías calmarte, Symeon —dijo Faewald—. No creo que unas horas o un par de días hagan la diferencia, después de tanto tiempo. No puede ser tan fácil para ellos personarse en Tarkal, vencer las defensas y abrir la cámara. Piénsalo, es mejor no precipitarse. No sé qué vínculo has establecido con ese espíritu, pero a mí me preocupa tanta implicación.
Finalmente, Symeon se atuvo a razones y accedió a esperar al menos al día siguiente para conversar con Ilaith.
Por la mañana, no tardaron en reunirse a solas con Ilaith. Symeon la informó de todo lo que había sucedio la noche pasada, y transmitió su preocupación por la presencia de Uriön y Ashira. Habló también del pacto que había establecido con Nirintalath, de liberarla a cambio de su poder, y la necesidad de sacarla urgentemente de Tarkal.
—Si todo esto es cierto —dijo Ilaith—, desde luego que hay que cambiar la espada de ubicación.
—Efectivamente —ratificó Symeon—, y aquí y ahora os pido formalmente ser su guardián. —«Nirintalath, ¿tendrás el secreto del camino de vuelta? Ojalá», pensó.
—No veo problema en eso, pero, ¿creéis que acudirán físicamente a la capital? ¿Habría que evacuarla? ¿Podemos defendernos contra ellos?
—No lo sé, mi señora —contestó el errante—. Pero aunque no lo hagan físicamente, pueden corromper agentes y usarlos, o enviar fieles de las naciones del sur; quizá incluso de Undahl o de otros lugares.
—Está bien, supongo que es el precio que hay que pagar por nuestra lucha. Espero que ese pacto que habéis hecho sea firme.
—Siento que lo es.
—Como os he dicho —continuó Ilaith—, no veo problema en que seas el guardián de la espada, Symeon. Pero no creo que sea buena idea que vaya dando tumbos por toda Aredia. No sé cuáles son vuestros planes, pero mi intención es que permanezcamos juntos una vez solucionemos la situación con Undahl, y podamos dedicarnos de pleno a la lucha contra Sombra. Pero si necesitáis partir de nuevo, no veo con buenos ojos que la espada vaya con vosotros. —Suspiró, y permaneció pensativa unos segundos—. De momento, te admito como guardián de la espada; pero no tienes mi permiso para sacarla del cofre con kregora. La llevaréis en el Empíreo, pero en el momento en que decidáis partir y separaros de mí, tendremos que hablar primero.
Tras unos minutos más de discusión, por fin se aceptaron los términos de Ilaith. Así que enviaron al Surcador con su tripulación y diez paladines a explorar la costa oeste de Ladris y ellos partieron con el Empíreo a Tarkal. Antes, el almirante Theovan Devrid había insistido en enviar a la costa oeste dos escuadras de balandros que avisaran de posibles incursiones hacia el sur, y así se dieron las órdenes.
La noche de la primera jornada de travesía, Symeon volvió a visitar a Nirintalath, para avisarla de que estaban yendo para allá. Al cabo de un rato de hablar con ella, notó una anomalía muy potente hacia el norte, y decidió despedirse y marcharse. Acto seguido, se acercó con prudencia hacia el norte. Allí, cerca de las montañas que separaban Tarkal de Krül, suspendido a varios cientos de metros, se encontraba el enorme engendro multitentacular. Solo que no era el mismo, parecía diferente. «Los ojos son más reptilianos», pensó Symeon, con un escalofrío. Pero era igual de colosal. Decidió despertar, e informó a sus amigos de la presencia de la segunda aberración.
Esa misma noche, Galad pidió la inspiración de Emmán para soñar con la relación entre Symeon y Nirintalath.
Galad empuñaba a Églaras en lo alto, con el brazo extendido, mirando hacia arriba. Era un foco de poder inmenso, magnífico y glorioso. Inundaba el mundo con la Luz de Emmán. Con todas sus fuerzas, descargó un mandoble hacia abajo, acompañando la trayectoria de la espada con su mirada. Como una grieta de Luz cegadora, se descargó sobre una muchacha de color verdemar que miraba al paladín rabiosamente, hasta que la espada impactó en ella y la desintegró con un estruendo, una explosión y un dolor casi insoportable. Pero el golpe no se detuvo ahí, sino que tras deshacer a la muchacha, penetró en el suelo, y descendió, y descendió, atravesando capa tras capa, arrastrando a Galad, hasta llegar a un viscoso entorno verdemar que se deshizo con otro cataclismo de Luz. Solo entonces Galad se dio cuenta de que Symeon había intentado impedir todo esto cogiéndole del brazo, pero sin interferir apenas con la fuerza inmensa del glorioso Emmán. El errante gritaba y lloraba.
Tras otra jornada de viaje arribaron a Tarkal, donde fueron recibidos de nuevo por Delsin Aphyria y su consejo. Le explicaron la situación rápidamente y se dirigieron a la cámara acorazada. Mientras se dirigían hacia allí, Delsin les informó de que había novedades.
—Ayer por la noche llegó un halcón desde Ercestria. La nota que llevaba estaba firmada con una "G", así que es seguro que es de Galan Mastaros. Informaba de que la reina Armen ha sido capturada y hecha prisionera por Robeld de Baun.
—Se lo transmitiremos a lady Ilaith, gracias mi señora.
A continuación, Delsin transmitió su preocupación por las pocas fuerzas que habían quedado en Tarkal en caso de sufrir un ataque, y aún transmitió una noticia más.
—Esta misma mañana han llegado dos mineros enanos desde las minas de oro y kuendar de las Darais, enviados por su capataz, y nos han informado de que está habiendo problemas en las minas.
«¿Acaso nunca se van a agotar los problemas?», pensó Yuria.
—¿A qué se referían con "problemas"? —inquirió.
—Parece ser que están sucediendo cosas extrañas que afectan a los mineros, y han hecho que descienda la producción. Parece que muchos mineros se están volviendo apáticos, otros melancólicos, otros se están volviendo un poco agresivos, incluso paranoicos... dicen que murmuran en sueños. Y las máquinas también parecen estar fallando más de lo normal. Con todo ello, la producción se va a resentir en breve, y el suministro de armas bajará. Oro tenemos en reserva, pero no podemos permitirnos que se interrumpa la producción.
Symeon pensó un momento, recordando dónde se encontraban las minas y haciéndose una imagen mental del mapa de Tarkal. Finalmente, dijo:
—Justo allí es donde estaba el engendro onírico del norte. Seguro que está causando todo eso.
—¿Ha habido algún deceso? —preguntó Galad.
—Hasta donde los enanos saben, parece que no —contestó Aphyria—, pero les llevó cuatro días llegar aquí, así que no disponemos de toda la información. Quería deciros —miró a Yuria— que me tomé la libertad de enviar a Hettrod, uno de vuestros ingenieros, para ver si podía resolver los problemas con las máquinas.
—Sí, hicisteis lo correcto. Está bien, veremos qué podemos hacer —zanjó Yuria.
Tras esto, trasladaron el cofre de Nirintalath al Empíreo y se dirigieron de vuelta a Safelehn, a donde llegaron tras un viaje de cinco días.
Allí, sentados en la mesa del consejo, que se había configurado de forma menos provisional, les informaron de los resultados de la exploración del Surcador.
—El Surcador volvió —informó la propia Ilaith—. No identificaron contingentes ni unidades enemigas, pero reportaron un avistamiento algo extraño. Creo que el mariscal os lo podrá explicar mejor.
—Sí —continuó Loreas Rythen—, parece ser que lo único que vieron fuera de lugar fue en la ladera de una montaña, en un camino escarpado. Vieron caminando seis figuras hacia Ladris. Seis figuras cuyas capas parecían no moverse con el viento, o al menos no moverse tanto como deberían. Se acercaron hasta el límite de lo que consideraron seguro, y aseguran que los seis individuos eran elfos. En cualquier caso, todos los navegantes coincidieron en la inquietud y la sensación de peligro que los poseyó cuando contemplaron la comitiva.
Daradoth rebuyó en su asiento. ¿La Vicisitud volvía a hacer de las suyas? ¿Cuánto tiempo hacía que se había enterado de la existencia de esos seis seres por la historia de Fajjeem? ¿Una semana? Se alegraba de que el erudito no estuviera allí, pero tendría que decírselo en breve.
—Y aún tenemos más nuevas —continuó Ilaith—. Como sabéis, hay un goteo intermitente de refugiados de Undahl, de gente que no está de acuerdo con las alianzas de su señor. Imaginaos cómo deben de sentirse al ver por sus calles elfos oscuros, o minotauros, o algo peor. El caso es que hace un par de días llegó un refugiado especialmente interesante, un tal Dhernos, que nos habló de que gran parte de su familia, entre ellos su hermano y su sobrina, habían sido asesinados por intentar escapar del principado. Eso le decidió a escapar, cruzando el río a nado, y consiguió llegar a uno de nuestros puestos de guardia. Y lo que nos ha dicho nos ha llenado de desasosiego.
»Parece ser que son ciertos los reportes de una Daga Negra, una de esas... ¿kothmorui? —Daradoth afirmó con un gesto—. Sí. En posesión de una elfa oscura. Y además, Dhernos también nos ha hablado de que uno de los generales de Rakos Ternal ha cambiado radicalmente, incluso en su aspecto físico, y ahora acaudilla las legiones de la Sombra. Parece que lleva una lanza impresionante, que despide un aura de poder inmenso. Eso es todo lo que ha podido decirnos. El hombre está destrozado por la pérdida de su familia.
Ante los requerimientos del grupo para intentar obtener una versión más completa de la situación en Undahl, Ilaith requirió la presencia del refugiado. En pocos minutos, Dhernos se encontraba ante el consejo de guerra. Durante esos minutos, el grupo informó a Ilaith sobre los problemas en Esthalia y en las minas de las Darais, lo que la llenó de ira y preocupación. Si las minas fallaban, Ilaith iba a tener que desviar recursos de otros principados, lo que no gustaría nada en la federación.
Una vez con Dhernos en la tienda, procedieron a preguntarle acerca de todo lo que les había informado Ilaith, lo cual ratificó, pero sin aportar más información.
—En Undahl, los civiles nos hemos convertido en poco menos que esclavos, y esa situación no es aceptada por gran parte de la población.
—¿Habéis visto en persona a ese general de la poderosa lanza? —inquirió Galad.
—¿El general Elosadh? Sí, lo pude ver en un par de ocasiones en Undehn, y os aseguro que su poder es enorme, y su cambio físico impresionante, cambiado, más grande, con un aura, y una especie de alas translúcidas.
—¿Algún dato más que podáis recordar y que pueda ser interesante? —insistió Daradoth.
—No sé... dejadme pensar... bueno, creo recordar que alguien llamó al general "brazo" en alguna ocasión.
Galad y los demás se miraron. ¿Un Brazo de algún avatar de Sombra? Las cosas se complicaban.
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