Los Seis Elfos Ancestrales
Las noticias eran realmente preocupantes. Que los enemigos contaran con el poder de una Kothmorui ya era suficientemente malo, pero si a eso se sumaba un Brazo de la Sombra y los seis extraños elfos, la situación ya no era del todo favorable para Ilaith. Despidieron a Dhernos.
—Lo primero que yo haría —dijo Galad, ignorante de la historia de Fajjeem y los elfos—, es averiguar cuál es el papel de esos seis elfos solitarios en todo esto. Quizá solo estén encargándose de sus propios asuntos y no mostremos demasiado alarmistas. O quizá Daradoth —se giró hacia su amigo— pueda iluminarnos al respecto.
Daradoth pensó durante unos instantes, renuente a desvelar el secreto que le había confiado Fajjeem.
—Lo único que os puedo decir es que esos elfos se mencionan en leyendas, y durante siglos no se ha sabido nada de ellos. Pero sobre su filiación, poco se conoce, o más bien, poco conozco yo. Pero lo que sí creo es que son peligrosos.
—El problema es que vienen en esta dirección, y no podemos ignorarlos así como así —añadió Galad.
—Si hay alguna posibilidad de ganarlos como aliados, debemos intentarlo —sugirió Ilaith—. No dudo de que sean peligrosos, pero sin saber nada de sus motivaciones, tan válido es suponer una cosa como la otra.
—Demasiada casualidad para mi gusto es que aparezcan aquí en este momento, pero no puedo quitaros toda la razón —dijo Daradoth.
—Partiremos con el Empíreo inmediatamente, entonces —anunció Yuria.
—Perfecto —sonrió Ilaith—. Llevad con vosotros a Righen, el piloto del Surcador, y que os guíe hasta el lugar exacto.
Tras discutir algunos planes más, se despidieron. Y ya a solas, cuando se encontraban preparando el viaje para salir de madrugada, Daradoth decidió compartir lo que sabía sobre los seis elfos ancestrales. Les explicó que no quería traicionar el secreto de Fajjeem con otras personas que no fueran ellos, y les explicó someramente su historia, sin revelar gran cosa; solamente cómo su hija Naleh había acabado en una especie de residencia cerca de Tinthassir, y el dato de que los bordados de sus capas debían de tener al menos nueve mil años. Les contó también lo poco que le había podido revelar Irainos a través del Ebyrith, que durante las guerras de los albores una casa, o clan, o familia, había traicionado un juramento, o quizá fue traicionada, y por lo que se suponía, sus supervivientes habían enloquecido y se habían condenado a sí mismos al exilio.
—Pero no toméis estas palabras como hechos contrastados —advirtió Daradoth—, pues Irainos no estaba seguro de nada de ello, él no ha estado nunca en Doranna y dudaba de la veracidad de toda esta historia, que le llegó a través de las leyendas élficas más oscuras. Ahora mismo, Irainos está esperando a poder hablar con Eraitan para ver si pueden informarme de algo más.
Acto seguido, Daradoth volvió a contactar con Irainos, para informarle de que los seis elfos habían aparecido de nuevo en Undahl, y que seguramente harían contacto con ellos el día siguiente. El anciano elfo mostró su preocupación, y aseguró que intentaría contactar con Eraitan inmediatamente, pero no sabía si sería posible, así que recomendó a Daradoth toda la precaución del mundo, además de desaconsejar el contacto con los extraños.
Todavía antes de partir, Daradoth se dirigió a hablar con Fajjeem. El vestalense viajaría con ellos en el dirigible, y tenía derecho a saber por qué partirían con tanta urgencia y de madrugada. Cuando, ya en los aposentos del erudito, el elfo le informó del porqué de la premura de su viaje, el anciano se mostró consternado.
—Pero... ¿me estáis diciendo que un grupo de elfos de los que no se ha sabido nada durante miles de años aparecen cerca de nosotros solamente seis días después de que yo os haya contado mi historia? Extraordinario. —Se mesó la barba—. Sois más fuertes de lo que nunca hubiera creído —musitó.
—Así es. Parece que tenemos que acostumbrarnos a que casualidades impensables y eventos inconcebibles sucedan a nuestro alrededor. Es agotador, pero tenemos que afrontarlo. Saldremos en un par de horas como mucho, debéis prepararos. Lo que me gustaría es que compartierais los detalles de vuestra historia con mis amigos, para que estén informados de lo que nos vamos a encontrar. Yo he tratado por todos los medios de no desvelar vuestro secreto, pero ahora os pido que lo hagáis. Aunque respetaré vuestra decisión.
—Por supuesto, por supuesto, todo el mundo debe estar convenientemente informado en caso de un encuentro con ellos.
Así que Daradoth llevó a Fajjeem ante el resto del grupo, y este compartió con pelos y señales toda su historia, provocando la empatía de todos ellos.
—Y no os voy a mentir —añadió—. Tengo la remota esperanza de que esos elfos puedan curar de alguna manera a mi hija. O que nos puedan dar la clave para hacerlo. Sobre todo, en presencia de cuatro Shae'Naradhras —sus ojos brillaban, anhelantes.
—Perded cuidado, Fajjeem —dijo Symeon—. Haremos todo lo posible por encontrar una cura para vuestra hija. Gracias por compartir vuestra historia.
Dos horas después, con once paladines a bordo además de Aldur y el propio Galad, partieron hacia el suroeste.
Ya entrada la noche, Symeon accedió al mundo onírico, donde se encontró con Nirintalath a bordo de la manifestación del Empíreo. El espíritu ya conversaba abiertamente con él, y afortunadamente ya no había recibido más visitas inesperadas. Sin embargo, manifestó su descontento por seguir encerrada en aquella extraña prisión del mundo de vigilia. «La caja con kregora», pensó Symeon. Volvió a asegurarle que pronto la liberaría, siempre que tuviera algunas garantías. Acto seguido, el errante se desplazó para visualizar a los colosales engendros tentaculares, y vio que seguían más o menos donde los había detectado por última vez. Después se desplazó, orientándose gracias a las estrellas, más o menos hasta el punto donde los elfos habían sido avistados. Allí percibió una gran alteración, pero no fue capaz de detectar nada más, así que decidió volver a su sueño.
Galad, por su parte, pidió la inspiración de Emmán para soñar con esa media docena de elfos ancestrales y desconocidos.
Galad se vio a sí mismo empuñando a Églaras, clavada sobre el cuerpo inerte de un elfo cuya elaborada capa de bellos bordados se encontraba empapada en sangre. Otros cinco cuerpos estaban tirados a su alrededor. De repente, del punto donde se encontraba Églaras clavada, comenzó a surgir lava. Una lava abrasadora y purificadora...
Por la mañana, tanto Symeon como Galad compartieron sus vivencias oníricas, y el Empíreo no tardó en sobrevolar la zona de avistamiento gracias a las indicaciones de Righen. La vegetación, los riscos, los cerros, las rocas y la lluvia dificultarían sobremanera la búsqueda, que se prolongaría durante dos jornadas enteras más.
Cuando la lluvia por fin se detuvo, Daradoth indicó algo, pasando la lente ercestre a Symeon. A unos kilómetros de distancia se encontraban seis figuras de capas oscuras recorriendo una senda de montaña, sin prisa pero sin pausa. Fajjeem se acercó al grupo y se asomó por la borda, agarrando una jarcia, escudriñando las montañas.
—Sí, ahí están —dijo Symeon—. Supongo que tú también puedes verlos sin la lente, Daradoth. —El elfo asintió—. Sus capas son... extrañas. Es como dijo Fajeem, como si el viento no las afectara. Y se mueven... no caminan...
—Están levitando —dijo Daradoth—. Van de una roca a otra sin esfuerzo. Y no parece...
La figura que transitaba en último lugar se giró hacia ellos. Su rostro no era visible por la capucha, pero Daradoth y Symeon sintieron cómo los taladraba con la mirada.
El Empíreo dio un fuerte bandazo.
Algunos perdieron el equilibrio, y Yuria corrió al timón, consiguiendo, con la ayuda de Suras, estabilizar la nave. Pero pronto sintieron un nuevo golpe de viento que los hizo escorar violentamente.
—¡Sujetaos todos! ¡Cuidado de no caer! —rugió Egrenia, la navegante.
—¡Tenemos que subir! —exclamó Suras— ¡Arriba!
Egrenia hizo uso del artefacto de los enanos, y el Empíreo ganó altitud, saliendo del repentino torbellino y situando una loma entre ellos y los elfos, lo que les permitió tranquilizarse.
—¿Seguís creyendo que es buena idea encontrarnos con ellos? —preguntó Galad.
—No podemos ignorarlos, ya habéis visto cuán poderosos son. —Daradoth se mostraba seguro—. Debemos descender e intentar hablar.
Descendieron con el Empíreo unos kilómetros por delante en el valle que recorrían los elfos, e hicieron que Suras ascendiera rápidamente, con el Ebirith para poder comunicarse. Ignoraron las repetidas peticiones de Fajjeem para acompañarlos. Mientras avanzaban hacia el sur por la falda de la montaña, conversaron sobre el incidente.
—¿Cómo creéis que nos han podido detectar desde tan lejos? —preguntó Yuria.
Unos segundos de silencio antes de que Daradoth respondiera:
—No lo sé. Pero son muy poderosos.
—Tanto como para provocar un huracán a kilómetros de distancia —añadió Symeon—. No veo la forma de vencerlos en combate.
—Recordad lo que somos —Daradoth intentó subir los ánimos—. Lo que dice Fajjeem que somos. Shae'Naradrhas. Para algo tiene que contar.
—Esperemos que sea así.
De repente, todos se estremecieron y callaron. El sonido de una flauta, dulce y melancólico, llegaba a sus oídos. Galad, Symeon y Daradoth sintieron una sensación extraña, como de pérdida, una especie de caída en desgracia que no sabían explicar muy bien. Yuria simplemente se sentía intrigada por la melodía. Era tristísima, pero realmente bella.
Daradoth miró hacia arriba, a lo alto de un cúmulo de rocas que se alzaba sobre la senda. Los demás lo imitaron.
En lo alto, sobre las rocas, una figura ataviada con una bellísima capa y la capucha retirada, se encontraba sentada en lo alto, soplando una antiquísima flauta de hueso. Era a todas luces un elfo alto y poderoso, y llevaba los ojos vendados con un paño negro y desgastado. Llevaba una espada a la espalda, cuyo pomo parecía juguetear con los rayos de sol. Pocos segundos después de que el grupo lo viera, paró de tocar. Se puso en pie de forma fluida, sin esfuerzo aparente.
Daradoth se acercó a la formación rocosa. El elfo se alzaba a unos veinte metros sobre él.
—Buenas tardes tengáis, mi señor —dijo en el cántico más solemne del que fue capaz—. Solamente deseamos hablar.
El elfo murmuró algo. Hablaba en un cántico extremadamente antiguo, pero Daradoth fue capaz de entenderlo.
—Hacía tiempo que no sentía una luz tan fuerte —dijo; no parecía dirigirse al grupo, sino a alguien más.
En ese momento de detrás de las rocas, surgió otra figura. Otro elfo, vestido con una capa muy parecida a la del primero, que no parecía seguir los movimientos de su portador. Sus manos parecían manchadas con una sustancia negra. Llevaba unas botas maravillosas, una espada larga y otra corta, varios anillos y una diadema con extraños símbolos. Pero lo que más llamaba la atención era la pequeña urna que llevaba colgando del cuello, como si de un amuleto se tratara.
Cuando Daradoth vio al segundo elfo, sintió como si el corazón se le partiera, tal era la desgarradora aflicción que transmitía. Todos los demás, excepto Yuria, sintieron algo parecido. El elfo los observó durante unos segundos interminables, sus ojos violeta entrecerrados.
—La Vicisitud se agita a vuestro alrededor —dijo en el mismo cántico ancestral que el primero. Frunció el ceño y apretó los dientes—. Y la Luz se agolpa en vuestro interior. Es interesante. Y agotador. Tanta luz que apagar.
Daradoth sintió un escalofrío al escuchar estas palabras. Pero el estremecimiento lo hizo reaccionar, alejando el pesar de sí mismo. Se armó de valor y habló:
—¿Acaso sois una amenaza para nosotros? Tan solo queremos hablar.
En el fondo de su mente, Daradoth pudo sentir la vibración. El tirón metafísico se hacía más fuerte.
—No para vosotros —contestó el elfo de la urna, que intercambió una mirada ciega con el elfo de los ojos vendados—. Hacía siglos que no hablábamos, y últimamente hemos hablado demasiado. Sois privilegiados. Aprovechad el tiempo.
—Tenemos curiosidad por saber vuestro propósito y hacia dónde os dirigís.
En ese momento, apreció una tercera figura. Una elfa. Sus ojos, como los del elfo de la urna, transmitían una falta de... algo. ¿De humanidad? Eran realmente inquietantes. Llevaba la cabeza ligeramente ladeada, y Daradoth pudo escuchar cómo murmuraba quedamente una letanía con melodía. "Neldor, Saerën, Thiraldien, Kalakendar, Dhur'Karann, Vaelenn, Sarasthiann, Elgaras, Sovien, Ruthelienn...". «Es una retahíla de nombres», pensó Daradoth. «¿Qué demonios les pasa?». La elfa parecía ausente, con la mirada perdida.
—¿Os dirigís hacia alguna ciudad? —intentó de nuevo Daradoth. El segundo elfo había parecido el más razonable.
—¿Qué ocurre aquí? —tronó una voz nueva, en el mismo cántico arcaico. Los tres elfos se giraron para mirar al dueño de la voz, que permanecía oculto tras las rocas—. Debemos continuar.
Daradoth decidió insistir una vez más:
—Hace unos años tuvisteis un encuentro fortuito con un amigo, y algo hicisteis a su hija no nata...
—Apagad esa luz y prosigamos —lo interrumpió la voz.
Los tres elfos se giraron de nuevo hacia ellos. Daradoth notó que algo iba terriblemente mal, y entre grandes dolores, sintió como si necesitara expulsar todos los órganos de su cuerpo. Desesperado, expandió los límites de su percepción para tocar las hebras vibratorias de la realidad. Todos los hilos de Luz que lo componían y que partían de su cuerpo se estaban deshaciendo. Siguiendo su intuición, tiró y cambió la vibración de cada uno de ellos, cada uno de los miles de millones que lo formaban, e incluso recompuso algunos. Una fuerza arrolladora quiso impedírselo, pero su voluntad fue más fuerte, y ningún hilo más se rompió o se deshizo. Finalmente, tras un breve instante, la fuerza cedió, y todo volvió a la normalidad. Alzó la mirada y vio cómo los elfos arriba se miraban unos a otros.
—Creo que han intentado cortar los hilos de Luz de Daradoth —susurró Symeon a Yuria y a Galad—. Pero ha resistido bien.
Una cuarta figura apareció sobre las rocas, recortándose contra los restos de luz del atardecer. Un elfo regio, impresionante, con una capa aún más elaborada que las de los demás, una gran espada a la espalda, una diadema antigua e impresionante y los mismos ojos vacíos y ominosos. Daradoth aguzó el oído para escuchar a duras penas lo que susurraban.
—No lo hemos conseguido, Tëlaran. Es la primera vez que resisten a tres de nosotros.
—Extraordinario.
Daradoth retuvo con un gesto a Galad, que ya hacía ademán de empuñar a Églaras, y persistió una vez más, en el cántico solemne, dando unos pasos atrás para unirse a sus compañeros, que también constituían una visión impresionante.
—Ya os he dicho que solo queremos hablar. Desistid en vuestros intentos.
Los elfos se miraron durante unos segundos, y finalmente el que parecía el líder, el último en aparecer, descendió por las rocas con una falta de esfuerzo evidentemente sobrenatural. Se acercó a ellos, seguido por los otros tres. La elfa no detenía su inquietante canturreo; no lo había detenido en ningún momento, a no ser que hubiera tenido que hablar. Ahora lo escuchaba todo el grupo; una letanía de nombres con una extraña melodía. Galad agarraba fuertemente el puño de Églaras, dispuesto a esgrimirla en cuestión de un segundo. Cuando se acercaron más, pudieron ver que las manchas en las manos del elfo de la urna parecían sangre seca, y cada pocos segundos llevaba una de sus manos a la urna. Sus ojos destilaban una tristeza y un odio infinitos, que el grupo (excepto Yuria) podía sentir físicamente.
El líder, el llamado Tëlaran, se situó a pocos centímetros de Daradoth.
—Así que sois el primero en resistirnos. ¿Qué sois? ¿Acaso sois un Naradhras?
Daradoth lo miró a los ojos, sin dar señales de amedrentarse, o al menos eso esperaba.
—Así es. Shae'Naradhras. Todos nosotros.
Tëlaran pareció vacilar por unos instantes. A su espalda, el elfo de la urna dijo quedamente:
—Tienen mucha Luz. Muchísima.
Galad tiró levemente de Églaras, y Yuria, Symeon y Daradoth se aprestaron para sentir la Vicisitud. En ese momento, una quinta figura apareció y se unió a los otros cuatro. Una elfa, alta, rubia, con una larga trenza, empuñando un arco lleno de runas lunares y de cuyos ojos surgían sin detenerse ni un instante lágrimas negras que se disolvían al caer de su rostro.
—¿Por qué no los habéis apagado aún? —dijo, con el tono extrañamente calmado que usaban todos ellos.
—Son Shae'Naradhras —dijo Tëlaran—. Los cuatro.
—Pero, tanta Luz... —dijo el de la urna.
—También son engañados, como fuimos nosotros —añadió el de los ojos vendados.
Tras unos segundos de silencio, Tëlaran volvió a tomar la palabra.
—Marchaos mientras tengáis mi gracia, y no os interpongáis en nuestro camino, pues apagaremos toda Luz que lo haga.
Daradoth dudó unos instantes, pero finalmente decidió traducir las palabras del elfo a sus amigos y que la mejor opción sería marcharse. Era imposible razonar con aquel grupo, estaban a todas luces desequilibrados.
—Será mejor esperar una ocasión más favorable —dijo en vestalense—; no veo la forma de enfrentarnos a cinco de ellos a la vez.
Así que, saludando diplomáticamente, dieron la vuelta y se dirigieron de nuevo hacia el norte. Unos centenares de metros más allá, se sintieron por fin a salvo.
—Han perdido todo rastro de cordura —dijo Daradoth—. Es imposible que negociemos con esa gente; tendremos que detenerlos. El de la urna no paraba de repetir que teníamos mucha Luz, y que tenían que apagarla. Están obsesionados con apagar toda Luz que encuentren...
—...lo que los convierte en nuestros enemigos, aunque no fueran aliados de Undahl —terminó la frase Symeon.
—Aun así, no creo que estén alineados con la Sombra, si hubiera sido así, creo que lo habría detectado, y posiblemente mi visión habría cambiado. Pero desde luego, debemos considerarlos enemigos.
—Al ritmo al que se mueven, podrían llegar a Safelehn en poco más de tres semanas. Quizá menos —dijo Yuria—. Pero hay más ciudades y campamentos en el camino. Debemos avisar a lady Ilaith.
—Sí, es posible que lo que quieran sea "apagarla" a ella —añadió Symeon—. Debemos avisarla lo antes posible.
De vuelta al Empíreo, explicaron todo el episodio a Fajjeem, Taheem, Faewald y Aldur. Este último expresó su preocupación cuando Galad planteó un plan para acabar con los extraños elfos utilizando los poderes de los paladines de Emmán:
—Por lo que contáis, yo no estaría tan seguro de que nuestros poderes enlazados les afectaran. ¿Creéis que realmente son apóstatas? Según lo que relatáis, están afectados por la locura, y ella rige sus actos.
—Por esa parte, estoy prácticamente seguro de que no son seres de Sombra —añadió Daradoth.
—Puede que no sean Sombra —Galad transmitía su molestia y sus ansias por actuar en sus palabras—, pero desde luego no son Luz. Y ahora somos conscientes de que quieren exterminar a toda Luz, sin hacer ninguna distinción. Yo los considero apóstatas, sin duda.
—Sí, pero te recuerdo que los poderes de los paladines no afectaron al corvax que nos atacó en Doedia. Y nos estaba atacando.
—Aun así, creo que este es un caso más extremo. Y siempre nos quedaría el cuerpo a cuerpo.
—Sí, pero en ese caso, debemos encontrar una forma de separarlos —sugirió Yuria—. No creo que sea buena idea en absoluto enfrentarnos a todos ellos a la vez.
Ya a salvo en las alturas e iniciada la travesía hacia Safelehn, Aldur apartó a Galad para tener unas palabras en privado.
—Hermano —dijo—, creo que hay demasiadas cosas mal. ¿No te da esa sensación? Los terremotos de los que me habéis hablado en Doedia, los seres extraños en el mundo onírico que provocan alteraciones en la vigilia.. ¡por el divino Emmán, incluso murieron varios errantes! Ahora estos elfos peregrinos, los problemas de los enanos, esos insectos demoníacos...
—Sí, es un cúmulo muy desfortunado, desde luego.
—El caso es que siento cierta urgencia por parte de nuestro señor. ¿No lo notas tú también?
—Los últimos sueños que me ha inspirado, sí... todos acababan en sangre.
—Igual que yo. Tengo la sensación de que el mundo se está viniendo abajo, y que no se puede hacer nada para evitarlo.
—Es posible, sí.
—En fin, es una sensación que me reconcome, y que quería compartir contigo. Ahora que sé que sientes lo mismo, me quedo más tranquilo. Pero la sensación de urgencia sigue ahí.
—Sí, entiendo lo que quieres decir, pero, ¿qué podemos hacer?
—Creo que toda solución pasa por Églaras.
—Sí, eso es lo que está transmitiendo nuestro señor, sin duda.
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