Valeryan se sobrecogió al oír las campanas dando la alarma. ¿La conmoción provocada por la muerte de su padre había hecho que los enemigos los cogieran desprevenidos? Sin tardanza, corrió hacia las almenas del muro de contención, increpando a los guardias de la puerta de la habitación de la duquesa, que se habían quedado murmurando sobre lo increíble que era lo que había pasado hacía unos segundos. Fustigados por las palabras de Valeryan, reaccionaron y corrieron junto a él. Aldur corrió a ponerse el peto y prepararse para la batalla, y Symeon acompañó a su amigo hacia arriba. Daradoth se quedó unos minutos investigando en la habitación para intentar descubrir algún indicio de qué había pasado allí, pero tras escudriñar unos momentos y no encontrar nada, subió también rápidamente a las almenas.
La lluvia caía en el exterior. No llegaba a ser una cortina de agua, pero sí lo suficientemente densa como para obstaculizar incluso la visión élfica de Daradoth. Cuando Valeryan llegó al exterior, pudo ver una multitud de pequeños fuegos que identificó como antorchas acercándose a la fortaleza. Pero su orden distaba mucho de ser el de un ejército organizado. No así los fuegos que se podían ver en el horizonte, donde grandes hogueras se habían encendido. Confirmando las sospechas de los presentes, se empezaron a oir gritos procedentes del exterior, gritos que pedían auxilio y que abrieran las puertas por piedad.
Mientras tanto, una figura menuda —una mujer— se había ido acercando a caballo a Rheynald. El sonido de las campanas tocando a rebato era como un arrullo para Yuria, una circunstancia que le proporcionaba cierto placer culpable. Recibió el sonido con la calidez con que se recibe a un viejo conocido ausente largo tiempo. Una batalla se acercaba, y así lo atestiguaban las filas de los hombres de la legión destinada en Rheynald que se estaban formando a las afueras de la ciudad; espoleó a su caballo bajo la lluvia hasta el portón principal de la ciudadela. Allí dos guardias le dieron el alto, mirando extrañados las modernas ropas de la ercestre: un tres cuartos de cuero negro de altísima calidad, una elegante chaqueta de cuello alto con capucha, guantes ligeros también de cuero y unas calzas de talle ajustado con botas de media caña, todo ello en color negro. La mujer les informó de que lord Garedh de Jorwen la había enviado allí, con un tono que no admitía réplica; los guardias, preocupados por la urgencia con la que la mujer se expresaba, decidieron conducirla hasta Siegard Brynn, el maestro de armas de Rheynald, que se encontraba en lo alto del muro principal, muy cerca de donde Valeryan se encontraba en ese momento oyendo los primeros gritos de desesperación procedentes del exterior. Éste percibió por el rabillo del ojo la presencia de la mujer, que al decir algo que no pudo oír provocó una carcajada en Brynn. Con gesto adusto y voz grave, Valeryan llamó la atención de su maestro de armas, que al punto acalló su risa y presentó a Yuria. El ojo viajado de Valeryan reconoció enseguida los extraños ropajes que llevaba la mujer: sin duda pertenecían a un alto cargo de ejército ercestre. Yuria explicó rápidamente las razones de su presencia allí: la recomendación de lord Garedh y su intención de ayudar en lo que pudiera, lo que por lo visto era bastante. El joven noble esthalio no lo pensó demasiado: si una alta oficial de Ercestria le ofrecía su ayuda, no la iba a rechazar. Así que la asignó como la asesora de Brynn.
En ese momento, una pausa en la lluvia permitía a Daradoth discernir claramente a la multitud que se acercaba. Se trataba sin duda de refugiados procedentes de las tierras del imperio vestalense, y a lo lejos pudo ver también una multitud de vagones (unos 70 u 80) que identificó sin duda como pertenecientes al Pueblo Errante. Cuando compartió esta información con los demás, Symeon sintió un escalofrío en la espalda; al punto corría para bajar a ayudar a sus compañeros Buscadores, seguido muy de cerca por Daradoth y por Aldur. Justo en ese momento, un gran impacto los hizo tambalearse. De la oscuridad y la lluvia comenzaron a aparecer grandes piedras amartillando la muralla una y otra vez. Pronto comenzaron a impactar también bolas de cerámica rellenas de brea que empezarona sembrar el pánico y la desorganización de forma limitada en las filas de la bien adiestrada guardia. Entre tanto, la primera oleada de refugiados había llegado al portón de caballería del muro, y gritaban desesperadamente para que los dejaran entrar. Valeryan dio la orden de que abrieran las tres puertas que permitían franquear el mucho a las fuerzas de caballería para acoger a los refugiados; Daradoth, Aldur y Symeon ya se encontraban allí para ayudar a los guardias a levantarlas. Mientras esto sucedía, Yuria comenzaba a dar sus primeras órdenes en el muro para protegerse de las bolas de brea ardiente que llovían del cielo. El enemigo debía de tener los escorpiones sobre las lomas que en un día claro no tendrían dificultad en ver. En el muro, hicieron su aparición gran parte de los nobles guerreros alojados en el castillo: Arnualles, Strawen y los demás.
En cuanto la tercera y más exterior de las puertas de caballería se abrió lo suficiente, una multitud de refugiados se precipitó al interior de Rheynald, sobrepasando a los guardias que tenían que controlar la entrada de elementos hostiles. Las figuras que no llevaban capuchas pertenecían a multitud de etnias distintas; pudieron ver incluso cómo pasaban por las puertas dos hombres de piel negra como el ébano, rarísimas de ver por esas latitudes.
El destello del acero llamó por suerte la atención de Symeon y Daradoth. Varias figuras encapuchadas se habían vuelto y con movimientos ágiles y mano experta comenzaron a propinar puñaladas contra los guardias, Daradoth y Aldur. Symeon también fue atacado, pero se retiró ágilmente y no le concedieron mayor importancia al no llevar armas a la vista. Sin embargo, los guardias no tardarían en caer y el paladín y el elfo se vieron en serios problemas al enfrentarse a varios enemigos. Symeon, por su parte, pudo ver cómo por la puerta entraban más encapuchados, sin duda vestalenses, esta vez armados con cimitarras y alguno de ellos equipado con pequeñas esferas de un material extraño. El Errante dio la alarma, gritando que los intrusos llevaban algún tipo de explosivo. Acto seguido, Symeon corrió a pedir ayuda a los soldados del patio interior de la fortaleza. Allí, Valeryan ya se había reunido con un pequeño pelotón de caballería de la legión que había llegado precipitadamente a la fortaleza, y a alertados por las palabras de Symeon, cargaron rápidamente hacia la puerta. Mientras tanto, Daradoth, que se encontraba a punto de caer inconsciente por varias heridas de daga, estaba a punto de recibir el golpe de gracia por la espalda, pues un vestalense armado con cimitarra ya estaba descargando su golpe al cuello; afortunadamente, Yuria se había desplazado hasta las barbacanas desde las que se dominaba la puerta y actuó: un ruido sordo y potente se oyó en el corredor, y al instante el vestalense de la cimitarra caía muerto con el cuello destrozado por un proyectil que nadie pudo ver. Daradoth le dio las gracias con una mirada, mientras caía al suelo debilitado por la sangre. Aldur, por su parte, recibía las cuchilladas de tres ágiles tipos que apenas le daban tregua para respirar, y la sangre también manchaba su peto. Afortunadamente, Valeryan y la caballería hicieron acto de aparición y no sin esfuerzo consiguieron acabar con todos los enemigos que pudieron ver. Sin embargo, para su desesperación, cuando la situación se calmó un tanto, pudieron ver que los extraños artilugios que los vestalenses habían traído habían hecho su labor: los mecanismos de control de las puertas estaban extrañamente derretidos e inservibles. Si ahora les atacaba un ejército, no sabía si podrían defender la fortaleza con garantías.
Cuando alguien gritó que los vagones de los Errantes comenzaban a ser pasto de las llamas, Symeon corrió al exterior, sin pensar en su propia seguridad. Al llegar a la caravana, habló con los Errantes para intentar convencerlos de que abandonaran los vagones, pero aunque algunos le hicieron caso, la mayoría se negó, pues los vagones eran su vida y tenían familias en ellos. Un grupo de exploradores vestalenses a lomos de camellos era el que estaba atacando a la caravana de Errantes en la parte final, y cada vez más vagones eran pasto de las llamas. Desesperado, Symeon vio cómo raptaban e incluso en algún caso violaban o apalizaban a jóvenes chicas inocentes. Sus dientes rechinaron de desesperación, y gritó a sus compatriotas que abandonaran la caravana. Uno de los exploradores le atacó, identificándolo como peligroso; afortunadamente, Symeon pudo esquivarlo y en ese momento se comenzó a oír un potente trapaleo de cascos de caballo al galope, acercándose: Valeryan acudía con un par de centenares de soldados de caballería en su auxilio. Los exploradores huyeron, sabiendo que no eran enemigo para los recién llegados, y entre Valeryan y Symeon azuzaron a los Errantes para abandonar la comitiva y apresurarse al interior de la fortaleza: unos 400 gitanos pertenecientes a unas seis tribus diferentes sobrevivieron, entre ellos el más importante de sus líderes, llamado Ravros. Cuando se encontraban cerca de la fortaleza, un fuerte estruendo se alzó a sus espaldas: el ejército de caballería vestalense, a lomos de caballos y camellos, se acercaba rápidamente hacia las puertas estropeadas; cuando llegaron a la fortaleza, la puerta exterior fue sellada mediante brea y fuego, que dio al traste con el plan de los vestalenses y frenó su carga de caballería. El estrépito de las rocas golpeando el muro de la fortaleza también fue espaciándose poco a poco; todos suspiraron aliviados y agradecidos por la pausa.
Daradoth y Aldur fueron tratados de sus heridas, y Yuria inspeccionó los mecanismos de las puertas. Por accidente, hizo saltar el de la puerta interior, que se cerró con un fuerte estruendo; al menos tenían una puerta cerrada, aunque se podía levantar mediante palancas y fuerza. Sin embargo, su ojo experto calculó que harían falta al menos un par de días por mecanismo, herreros y masones para arreglarlos del todo. Valeryan dio instrucciones para que los soldados convocaran a todos los artesanos de la ciudad y los trajeran a la fortaleza.
A continuación, se formó una mesa de guerra con Valeryan, Yuria y los nobles principales. Los soldados inspeccionaron a los refugiados en busca de traidores, encontrando a un par de elementos de dudoso origen, y se tomaron decisiones para la defensa de la fortaleza.
Mientras reposaban, Daradoth y Aldur mantuvieron una larga conversación sobre sus creencias respectivas, y principalmente sobre Emmán. El elfo se dio cuenta de que el paladín tenía una visión no demasiado fanática de la religión, y eso le confortó. Por su parte, tras hablar un poco más con Yuria y sopesar sus decisiones, Valeryan la admitió como consejera en materia militar.
Symeon fue informado por Ravros del decreto que se había promulgado varios días atrás en el Imperio Vestalense, por el cual todos los extranjeros e infieles deberían abandonar el territorio vestalense en un plazo inmediato o convertirse. Transcurrido el plazo, todo aquél que no se hubiera convertido en un digno fiel de Vestán sería ajusticiado. Pero el edicto no era lo peor: para asombro de Symeon, según le contó Ravros, el Supremo Badir del Imperio había promulgado tal decreto debido a la influencia del que los vestalenses llamaban el Ra’Akarah, el Mesías que esperaban desde hacía siglos, llamado a convertir el vestalismo en la doctrina única del mundo. Symeon no tardó en compartir esta información con sus compañeros, y sobre todo Valeryan se mostró consternado; si era cierto que el Mesías Vestalense había llegado, había que prepararse para una guerra larga y cruel.