Tras la inquietud provocada por las revelaciones que Symeon había descubierto en el antigo depósito de pergaminos, el grupo pasó a cosas más terrenales, preocupándose de nuevo por la defensa de Rheynald y la forma de alargarla hasta que llegaran los refuerzos necesarios. Volvió a salir a colación la sugerencia de Yuria sobre la acumulación de sal y azufre (fuera lo que fuera este último, pues era una sustancia desconocida para muchos de ellos). Según les informó la ercestre, el azufre era una sustancia que se conseguía en la boca de volcanes dormidos y no era nada fácil de conseguir, pero si Valeryan conseguía algunos kilos, no se arrepentiría. El joven noble sabía por sus viajes que la tecnología ercestre era la más avanzada de continente, y había oído habladurías de sus logros, así que decidió que lo mejor sería hacer caso a la mujer. La sal no debía ser un problema grave de conseguir, saldría cara pero nada más; para el azufre, Valeryan decidió enviar con una importante suma de dinero a un comerciante de confianza de la ciudad, Dowal Bruenn, al puerto más cercano de la Confederación de Príncipes Comerciantes para intentar conseguir el máximo número de kilos de azufre posibles.
A continuación, el grupo celebró una reunión, convocando a Symeon, que se encontraba en la biblioteca, al padre Ryckard y a los cuatro “grandes” de servicio en el castillo (Siegard, Hawald, Egwann y Elydann), encargados de cada una de las áreas militares y administrativas. Intrigados por los descubrimientos de Symeon, pidieron los planos del castillo y trataron de descubrir algún recoveco o estancia antiguos, cegados o no descubiertos, pero no tuvieron éxito. Daradoth también hizo pública la extraña sensación que le había invadido desde que había avistado Rheynald, y lo que le inquietaba que pudiera haber algo bajo la fortaleza que la provocara. Aldur también sentía a Emmán más cerca, según contó. Se hicieron muchas suposiciones y se habló de las pocas pistas que se tenían, pero no llegaron mucho más allá.
Tras la reunión, Aldur y Daradoth volvieron a mantener una conversación sobre asuntos religioso-metafísicos, donde el elfo reveló información al paladín que abrió un mundo de nuevas posibilidades para éste. Daradoth habló de Eudes, el avatar de la guerra, y Aldur se mostró horrorizado porque existiera una deidad consagrada a tal fin, pero el “joven” elfo le habló de la Sombra, y de que no todas las guerras tenían por qué ser injustas si se libraban contra el Mal mismo. Para su sorpresa, Daradoth comenzaba a sentirse a gusto en compañía del paladín, algo que nunca habría dicho de un humano, pero la franqueza y amplitud de miras del enorme joven le agradaban mucho.
Valeryan decidió por fin hablar francamente con el padre Ryckard acerca del nombre que su propio padre le había revelado en su lecho de muerte: el padre Ibrahim. Al mencionarlo, el anciano clérigo se puso nervioso a ojos vista, y poco menos que rompió a llorar. Pero no quiso revelar nada; antes quería que Valeryan permitiera que el hermano Aldur le tomara confesión. Valeryan accedió, pero puso una vigilancia permanente al cura, preocupado por si intentaba alguna tontería.
Symeon habló con Ravros, y le pidió que tuviera a su gente muy alerta por si veían algo raro en el interior de Rheynald; el líder de los errantes accedió, por supuesto, y observó con una sonrisa el encuentro “casual” que Symeon provocó con la joven errante Azalea cuando se alejaba hacia el castillo. La sonrisa de la muchacha parecía sincera, y sus ojos lo volvían loco. El olor a jazmín lo embriagaba, y tuvo que contenerse para no estrecharla entres sus brazos; en lugar de eso, quedaron para verse esa noche o la siguiente, si era posible. Symeon se alejó hacia la biblioteca con el corazón palpitándole fuertemente en el pecho.
Yuria, por su parte, se había ido a comprobar el muro en busca de debilidades y de recovecos desconocidos (teniendo en cuenta la información de la biblioteca), y lo que encontró fue algo muy diferente. En cierto punto, el muro se había agrietado extrañamente, y ciertos ruidos bajo el suelo delataron lo que sucedía: ¡el enemigo había llegado ya bajo el muro con sus minas, y ya estaba acumulando cerdos en el túnel para hacerlo explotar! Pero tal cosa parecía imposible: no podía hacer más de dos días desde que habían comenzado a excavar, ¿¿y habían recorrido más de cien metros?? Sin embargo, las señales eran claras, así que Yuria dio inmediatamente la voz de alarma, y al instante, Aldur y un grupo de hombres comenzaban a cavar a toda prisa para intentar abrir un hueco en la mina y evitar la explosión. Y así sucedió in extremis: un fogonazo impactó a los cavadores y uno de ellos sufrió una muerte horrible; afortunadamente para Aldur, el paladín sufrió una ligera quemadura que sanaría en pocos días. Acto seguido, se dieron órdenes para inyectar agua y rocas en el hueco y salvar así el muro; pero al instante una voz de alarma alertaba de elefantes acercándose, y taladros que intentarían derribar el muro. Al subir a las almenas pudieron ver que, efectivamente, una gran fuerza asaltante se aproximaba, con los enormes taladros diseñados para destrozar las junturas de la roca en ristre; por doquier empezaron a caer también las enormes bolas de barro cocido y brea incendiaria. No obstante, el evidente fracaso de los mineros hizo flaquear el ataque que evidentemente se había lanzado para aprovechar el boquete que la explosión dejaría en el muro, y a los pocos minutos, la fuerza enemiga se retiraba, consternada por la falta de un hueco que atacar en la enorme barrera.
Pero no hubo apenas tiempo de celebrar la victoria ni de hablar de lo extraño que era que los vestalenses hubieran cavado más de cien metros de túnel en apenas cuarenta y ocho horas, pues un mensajero llegaba sin aliento desde el bastión sur, informando de que estaban a punto de sucumbir ante el empuje enemigo. El muro exterior ya había caído, y la situación era desesperada. Valeryan y los demás se pusieron inmediatamente al frente de una compañía de la legión y partieron al instante. Elydann, el nuevo duque de Gweden, quiso unirse a la compañía, pero con su facilidad de palabra, Valeryan le convenció de quedarse y custodiar Rheynald en su ausencia (por supuesto, con la secreta supervisión de Siegard Brynn).
Una columna de humo se elevaba desde donde se encontaba el bastión. Cuando llegaron, efectivamente el muro había caído y el combate tenía lugar en el interior de la fortaleza. Afortunadamente, había ocurrido algo no previsto por los enemigos: una parte de la colina sobre cuya falda se asentaba el bastión se había desprendido y había obstaculizado el avance de sus fuerzas, lo que había permitido a Valeryan llegar a tiempo. Al punto, el joven noble rugió la orden de carga, y se lanzaron a la refriega como un torbellino de muerte que primero detuvo a los vestalenses y luego rompió sus líneas, acorralándolas contra el improvisado muro de piedra que había causado el derrumbe. La guarnición y la legión aclamaron por igual a Valeryan, y gritos de ardor Emmanita se alzaron por doquier. Por suerte, habían conseguido salvar el día. Pero se enfrentaban a algo muy peligroso, si los enemigos eran capaces de cavar tan rápido.
De vuelta a Rheynald, Symeon tuvo su encuentro con Azalea, un encuentro extremadamente agradable durante el que pasearon y rieron; el errante pensó en besar a la muchacha, pero decidió que era demasiado pronto, y esperó.
Aldur tomó en confesión al padre Ryckard, que le pidió el perdón por sus actos horribles de juventud y le contó lo que había pasado hacía aproximadamente cuarenta años. Aldur le concedió el perdón y no pudo evitar fijarse cuando el anciano se alejaba en que un cuchillo había aparecido en una de sus manos. Antes de que pudiera dar la voz de alarma, Valeryan apareció y saludó al clérigo, que rompiendo a llorar tiró el cuchillo, diciendo ser un cobarde. Al parecer, había pretendido suicidarse varias veces durante los últimos años, pero nunca había tenido el valor suficiente. A solas con Valeryan, le contó todo lo que habían urdido entre Arnualles, su abuelo, su padre y él mismo: le habló de la comitiva de clérigos herejes asesinados y de los niños que también fueron asesinados. El padre Ibrahim era un alto cargo de la iglesia en aquella época y cabecilla del complot, pero no tenía ni idea de dónde podía encontrarse ahora. Tranquilizando al padre, Valeryan se despidió de él y se aprestó para una nueva defensa del castillo.
La noche cayó, y con ella Symeon intentó entrar al Mundo Onírico, algo que no hacía desde hacía tiempo. Y lo consiguió, pero no fue una sensación agradable como otras veces -cosa que por otra parte ya se temía por los intentos que había hecho los últimos días-, sino una sucesión de caídas y golpes (no en el sentido físico, por supuesto) que lo aturdieron y casi acaba con él. Todo empezó con un fuerte mareo y una sensación de desplome a través de un manto blanco y gelatinoso, manto que dio lugar a un entorno de color verdemar y a un dolor indescriptible que casi acaba con el errante; recuperó la consciencia cuando una enorme mano le cogió el antebrazo, que al instante le empezó a arder y a ser aplastado; no podía ver nada en medio de una dolorosa ceguera blanca, pero el propietario de aquella enorme mano que agarraba todo su antebrazo debió comenzar a agitarlo como a un pelele, haciendo el dolor casi insoportable; afortunadamente, lo soltó y Symeon cayó al vacío, un vació insondable que no podía ver pero sí sentir, que turbó su mente y conmovió su alma casi hasta el punto de la muerte.
Symeon despertó, sudado y gritando. Ciego durante unos instante, recuperó la visión a los pocos minutos, pero las sensaciones que había experimentado lo dejaron temblando y perturbado varias horas. El grupo se reunió de madrugada, convocados por Symeon, que con dificultades, les contó la horrible experiencia y les reveló su capacidad de viajar en sueños; también les contó lo que había descubierto acerca de unas ruinas que ya existían en el enclave original donde se levantó Rheynald. Yuria y Aldur se mostraron más escépticos, y Valeryan un poco molesto por no haberse sincerado Symeon antes con él, pero la vehemencia de Daradoth cuando oyó hablar del Mundo Onírico, y lo extraño de todo lo que había pasado recientemente acabaron por convencerles de la veracidad de las palabras del errante. Decidieron organizar tres o cuatro grupos de guardias para explorar cada recoveco del castillo y del muro e intentar encontrar algo fuera de lugar que les diera alguna clave de lo que sucedía en Rheynald. Symeon también sugirió que quizá las minas habían llegado bajo el muro de Rheynald tan rápido porque los túneles ya existían y pertenecían a las ruinas bajo la colina.
Tras dos días más o menos tranquilos, unos cuernos anunciaron la llegada de la fuerza de lord Elydann. La legión de Ústurna llegaba para ponerse bajo el mando del nuevo duque de Gweden. Acto seguido, lord Elydann se reunía con Valeryan para conversar sobre la guerra y sobre el hecho de que el duque esperaba de Valeryan un apoyo incondicional y la obediencia debida. Por supuesto, el joven marqués de Rheynald tranquilizó al duque en ese aspecto y le ofreció todo su apoyo. Lord Elydann estaba preocupado por si Arnualles o algún otro intentaba maniobrar políticamente contra él, y así se lo hizo notar a Valeryan, que volvió a ofrecerle su apoyo y a tranquilizarle. A continuación, se reunió el alto mando al completo, incluyendo a Yuria y a Aldur. Lord Elydann se mostraba partidario, ahora que contaban con dos legiones, de atacar rodeando los bastiones norte y sur, pero Yuria se mostró contraria, pues no creía que fuera buena idea abandonar la protección de los muros; mientras los vestalenses no pidieran refuerzos, con dos legiones sumadas a la guarnición de Rheynald podrían resistir todo el tiempo que hiciera falta, y esperaban más refuerzos de Arnualles y los demás. Gracias a las habilidades sociales de Valeryan y a los evidentes conocimientos de Yuria (a la que el duque miró valorativamente al acabar al reunión) en el arte de la guerra, lord Elydann aceptó esperar. Se decidió destinar una parte de la guarnición bajo la supervisión de Yuria a mantener bajo vigilancia constante el muro en prevención de posibles nuevas minas.
Otro problema al que se enfrentaban era el número de guardias que se encontraban muertos en cada amanecer. Cinco guardias habían sido encontrados muertos sin signos de violencia la primera noche, y seis la siguiente. No tenían más remedio que pensar en los Susurros de Creá.
Esa tarde, llegaba un mensajero, agotado, lleno de polvo y con los ojos desorbitados; su conversación no era coherente, y lo único que hacía era repetir una y otra vez que Colina Roja había caído, atacada por "cuervos gigantes", que lord Thewenn había muerto y que lord Aryenn había huido hacia Rheynald. Algo le había pasado a ese hombre, que lo había trastornado de un modo tremendo. Lo pusieron bajo los cuidados de las Hermanas del Salvador, en el hospital de la ciudad, y enviaron un grupo de jinetes para contrastar la información; lo de los "cuervos gigantes" era algo ciertamente preocupante...
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