La posada La Flor de Arena prometía descanso y buena comida para el grupo. El amable y orondo posadero y sus tres bellas y coquetas hijas contribuían a dar aquella sensación cuando Yuria, Aldur, Valeryan y sus hermanos juramentados pidieron algo de comer y de beber; aunque la única bebida alcohólica que vendían era cerveza de baja gradación, sería suficiente después del duro camino. Varias otras mesas estaban ocupadas, y el ambiente parecía distendido; aunque al identificarse como extranjeros tres comensales con hábitos negros sentados en otra mesa habían lanzado algunas miradas hacia ellos, pronto volvieron a centrar la atención en sus platos.
Las cosas cambiaron cuando unos minutos después, Daradoth y Symeon entraban en la taberna. El espigado elfo llamó instantáneamente la atención de los tres clérigos de túnicas oscuras, que también reconocieron a Symeon como errante a pesar del empeño con el que ambos trataban de pasar desapercibidos. El resto del grupo podía verlo todo desde su mesa, mientras Daradoth y Symeon se acodaban en la barra de la taberna. Momentos después, uno de los clérigos que Symeon ya había reconocido como Heraldos de Vestän (el equivalente a los inquisidores vestalenses) salío de la taberna, mientras los otros dos se dirigían a la barra, claramente a confrontar a los dos extraños. Nervioso por la línea que estaban tomando los acontecimientos, Valeryan trató de distraer la atención de todos, con un discurso acerca de las virtudes del vestalismo y el anuncio de la ceremonia de circuncisión que estaban a punto de llevar; al oír esto último, Daradoth y Symeon trataron de escabullirse, acercándose a la mesa de los demás y fingiendo interesarse por la ceremonia. Pero no tuvieron éxito, y los Heraldos se acercaron junto a ellos. Así se inició una tanda de preguntas acerca de la razón por la que estaban allí y de sus convicciones religiosas cuyas respuestas no les convencieron. La situación se iba haciendo cada vez más tensa, y estalló cuando el posadero rogó a los clérigos que dejaran en paz a sus clientes, que parecían unos buenos fieles vestalenses y habían venido en paz; al instante, uno de ellos se giró y estrelló el sello que llevaba en uno de sus dedos contra la cara del hombre, que cayó al suelo con una brecha en la frente. Aldur se levantó bruscamente, lo que asustó un poco a los clérigos, pero instado por Yuria, que fingía ser su esposa, volvió a sentarse con los puños crispados. El reconocimiento por parte de Symeon de no ser un converso fue la gota de colmó el vaso, al tener en cuenta el edicto de expulsión de extranjeros: los dos inquisidores instaron a Symeon y a Daradoth a acompañarles, y éstos así lo hicieron; pero antes de atravesar la puerta a través de la cual ya se oían ruidos de gente armada, Daradoth fingió un gran dolor y se abrió un poco la herida de la pierna, que comenzó a sangrar profusamente; esto provocó la indecisión en los vestalenses, que el grupo tuvo que aprovechar al instante.
Aldur agarró a uno de los clérigos clavándole una daga en la espalda, y con un fulgurante movimiento, Daradoth atacó al otro cercenando limpiamente su cuello; la gente empezó a gritar cuando la sangre empezó a manar a chorro desde el cuello del inquisidor decapitado. El posadero, con los ojos muy abiertos, empezó a gritar llamando a la guardia con lágrimas en sus ojos; lo apartaron sin muchos miramientos y se dirigieron a la parte trasera, a las cocinas, mientras las hijas del posadero acudían a ayudar a su padre. Unos minutos antes Yuria ya se había escabullido y salido de la posada por la trastienda en busca de los caballos, y el resto del grupo siguió sus pasos. En las cocinas se encontraron con la que debía ser la mujer del posadero, que salía en esos momentos hacia la sala común con un cuchillo de carnicero en la mano; a pesar de su corpulencia, la mujer no fue un obstáculo para Aldur, que de un empellón la arrojó contra una pared y sin más obstáculos alcanzaron el callejón trasero y rodearon la posada para llegar a los establos, donde Yuria ya tenía la mayoría de caballos preparados.
Su desconocimiento de la ciudad y los rodeos que tuvieron que dar para esquivar las patrullas en las calles les hicieron perder un tiempo precioso, de modo que cuando llegaron a la puerta Este, en ella ya se había reunido un pequeño pelotón de guardias que se había detenido el transito y se aprestaba a cerrar el rastrillo. Sin pensarlo más, cargaron viendo en aquel momento su última oportunidad de poder salir de la ciudad; con la primera carga varios de ellos pudieron pasar de largo y conseguir salir, pero Willedd y Yaronn no lo consiguieron y Valeryan no lo pensó dos veces a la hora de volver a por ellos, así que todos le siguieron de nuevo al combate, justo cuando veían que Yaronn caía malherido del caballo. Desdesperado, Valeryan luchó con denuedo por llegar junto a su amigo, y con la ayuda de Aldur consiguieron levantarlo del suelo y huir in extremis, cuando otro grupo de guardias ya disparaba sus ballestas contra ellos.
Por la noche, ante el aspecto de las heridas de Yaronn, el grupo decidió enviarlo de vuelta a Rheynald acompañado de Wyledd para recuperarse. Ambos se resistieron a volver, pero finalmente la cordura se impuso y se despidieron del grupo; viajarían de noche y evitarían a los extraños todo lo que pudieran.
Acto seguido, el grupo continuó su viaje, dirigiéndose hacia Esstalab, la que habría sido la primera etapa si Valeryan no hubiera insistido en pasar por Issakän. El noble decidió dejar la búsqueda de su medio hermano para un momento mejor, cuando la situación se hubiera calmado en la ciudad.
El segundo día de camino, Daradoth avistó de nuevo uno de los monstruosos cuervos negros y gracias a ello pudieron camuflarse y evitar su detección. Valeryan dio gracias por contar con un elfo en el grupo que era capaz de avistar a aquellos pájaros a tan larga distancia; quizá eso supusiera la diferencia entre la vida y la muerte durante el viaje.
A los pocos días llegaban a la vista de Esstalab. Ésta era una ciudad más pequeña que Issakän, sin murallas ni puertas vigiladas, con lo que no tuvieron mayor problema para pasar desapercibidos entre los viajeros e integrarse. Aldur levantaba miradas sorprendidas aquí y allá, pero nadie osó acercarse a interesarse por el gigantesco hombre de mirada torva y pelo rapado. Tras una breve negociación consiguieron vender sus caballos y comprar varios camellos que les vendrían muy bien para cruzar el desierto, y en un mercadillo local también pudieron hacerse con varias hierbas curativas y otras hierbas más extrañas que el matrimonio que las vendía tenía “sólo para clientes especiales”. Uno de los objetos que compraron fue una extraña flor en un recipiente de vidrio que tenía un aspecto sobrenatural; la vendedora no pudo decirles cuál era su efecto, pues no lo conocía , pero aún así la compraron, intrigados por el leve fulgor y calor que desprendía.
Después de Esstalab, se adentraron en el Mar Cambiante, el desierto que se interponía entre ellos y la siguiente ciudad, Edeshet. Los primeros días transcurrieron tranquilos, con un calor soportable y las molestias lógicas que sufrían por no estar acostumbrados a viajar a lomos de camellos.
El cuarto día se levantó un fuerte viento y al poco, lo que parecía ser una tempestad de arena avanzaba hacia ellos. Pero pronto se hizo evidente que no se trataba de una tormenta cualquiera: lo primero que sintieron fue un frío intensísimo, a todas luces sobrenatural, y cuando la tormenta les alcanzó también lo hizo una sensación de mareo que dejó a varios de ellos inconscientes. A medida que la tormenta rugía sobre ellos, sintieron que sus cabezas estallaban y todo se volvía negro como la más oscura cueva; los relámpagos restallaban a su alrededor, provocando que su vello se erizara y la arena se derritiera; únicamente Yuria soportaba la tormenta con estoicismo, mirando preocupada cómo sus compañeros salían y entraban de la inconsciencia a intervalos, desenterrándolos para que no se asfixiaran cuando quedaban inconscientes. Tras lo que pareció una eternidad, finalmente la tormenta pasó de largo, dejándolos extenuados, pero vivos al menos; los camellos estaban casi completamente enterrados en arena, pero habían resistido bien, con lo que tras descansar unas horas y recuperarse pudieron continuar su camino. No sin preocupación por lo que fuera aquello que les había pasado por encima.
Tras un par de jornadas más, llegaban por fin al punto donde debía encontrarse el oasis que los mapas de Demetrius marcaban y donde debían aprovisionarse de agua y descansar para continuar camino, pero una nueva sorpresa les aguardaba: el oasis no estaba, y todo lo que veían era arena. ¿Era posible que hubiera sido sepultado por las fuertes tormentas?...