Ante la intensa desazón que le había causado la experiencia extrasensorial mientras había estado inconsciente, Aldur no tuvo más remedio que compartirla con el resto del grupo; el desahogo le vino bien, y para su sorpresa, Daradoth le dio una gran importancia, pues el elfo vio en su “sueño” trazas de una maldad ancestral de la que los eruditos elfos hablaban en ocasiones. Volvieron a discutir sobre el “Enemigo”, el enemigo con mayúsculas, que sin duda era algo más importante a lo que enfrentarse que aquellos vestalenses que batallaban por su religión. Aldur también compartió su frustración por no haber sabido distinguir a Emmán de un ser a todas luces maligno, y eso le preocupaba, pues le hacía plantearse si era digno de la gracia de su Señor. Los demás le tranquilizaron, y aunque el apoyo de sus amigos sirvió para calmarlo, no quedó tranquilo del todo.
La conversación sobre el enemigo mayor derivó después hacia Daradoth, que fue una vez más cuestionado sobre los motivos que le habían llevado a emprender un viaje tan largo y cuál era la situación en Doranna. El elfo planteó que quizá pudieran conseguir apoyo de su gente en Doranna, para lo cual igual sería buena idea viajar hasta allí; Valeryan se interesó sobremanera por la argumentación de Daradoth, e intentó sonsacar más información: le preguntó al elfo si su puesto era alto entre sus semejantes, si era un príncipe o algo así, a lo que Daradoth contestó negativamente; Symeon también preguntó, haciendo una analogía con Valeryan y ante las críticas del elfo a la misión que estaban llevando a cabo, si Daradoth seguiría las órdenes de su rey como lo estaba haciendo el noble Esthalio; la respuesta de Daradoth a esa pregunta fue un breve silencio, que planteó aún más dudas sobre el origen de su viaje.
Tras un par de días de duro pero tranquilo viaje por el desierto, el amanecer de la tercera jornada les saludó con un hecho inesperado: un extraño remolino oscuro se formaba hacia el oeste, a mucha altura. Más que oscuro, el remolino parecía rasgar el cielo azul del amanecer, dejando ver a su través un cielo estrellado y nocturno; a pesar de la innegable belleza del fenómeno, la brisa que comenzaba a levantarse procedente de aquel punto los hizo salir de cualquier ensoñación y huir lo más deprisa que pudieron a través de la arena y las dunas. Pasadas un par de horas, podía verse ya claramente que el remolino a lo lejos se convertía en un pequeño tornado que iba in crescendo rápidamente. Sin duda, se trataba del germen de una de las brutales tormentas sobrenaturales que parecían estallar en aquellos desiertos. Cuando el viento arreció y la arena empezó a azotarles, azuzaron aún más a los camellos; la mala suerte se cebó con Symeon, cuyo camello se rompió una pata y él mismo se desgarró algunos tendones en el hombro, retrasando su camino mientras recibía los cuidados de Aldur y de Faewald.
Por suerte, pudieron escapar de la tormenta con poco más que unos leves mareos, pues ésta se marchó en dirección contraria a ellos mientras se formaba. Poco después, entre el viento y la arena veían una decena de cuervos aparecer por el horizonte, y dirigirse hacia la nueva tormenta. Ocultándose como pudieron parecieron escapar a su atención, y nunca los vieron volver.
Tras cuatro jornadas más de marcha llegaban, agotados y quemados por el sol a Edeshet. La ciudad, un nudo de comunicaciones en medio del desierto, se asentaba sobre un trozo de tierra fértil alimentada por varios oasis y corrientes subterráneas, y tras atravesar varias granjas desperdigadas, fueron Symeon y Valeryan los que abrieron camino y reservaron habitaciones en una posada. Al atardecer, el grupo al completo entró en la ciudad y se dirigió a conseguir un anhelado descanso. Aquí y allá pudieron ver grupos organizados en campamentos, y lo poco que pudieron entender de lo que allí se decía les reveló que la mayoría eran cónclaves de peregrinos que viajaban (o que iban a iniciar viaje) juntos hacia Creá para ver al Ra’Akarah y recibir su bendición. Además, mientras veían todo esto, algo más serio llamó su atención: un carromato y varios jinetes que vestían ropajes negros y que lucían la enseña de los Heraldos de Vestän. La visión de los inquisidores les hizo arrebujarse en sus túnicas y capuchas, y por suerte, entre tanta gente, no llamaron su atención. Más tarde se enterarían de que en Edeshet se encontraba una de las Casas de Heraldos más importantes de todo el Imperio. Ya en la posada, en la sala común algo llamó la atención de Aldur, pero el cansancio hizo que no pudiera distinguir qué; sólo pensaba en una cama y una tinaja de agua que echarse por encima. Fue después, cuando ya llevaba un par de horas dormido cuando cayó en la cuenta de lo que había visto: uno de los presentes en la sala común de la taberna tenía el rostro de uno de sus antiguos compañeros novicios (y más tarde paladín), Averron. Se despertó lleno de lucidez y bajó a la sala común, pero a aquellas horas intempestivas ya no había nadie. No obstante, más tarde por la noche, alguien llamó a la puerta de su habitación, mientras Daradoth hacía guardia y el resto dormía (Aldur entre ellos). Daradoth abrió para encontrarse cara a cara con un desconocido vestido como vestalense y de aspecto indefinido que preguntaba por Aldur. Por supuesto, el elfo sospechó de sus intenciones y le hizo marcharse.
El día siguiente lo dedicaron a conseguir provisiones y equipo, y Aldur compartió con los demás la presencia en Edeshet de su compañero paladín. Su descripción coincidía con la del individuo al que Daradoth no había querido recibir en la habitación; aunque dedicaron el resto del día a buscarlo, no pudieron dar con él; tampoco podían mostrarse mucho, pues Aldur y, en menor medida, Daradoth, llamaban la atención allí donde iban y no querían provocar más problemas de los imprescindibles.
Pero por la noche se repitió la escena, y Averron vovió a llamar a la puerta de la habitación del grupo. Con un silencio contenido, Aldur y él se abrazaron, ambos reconfortados por la presencia de un antiguo amigo. En susurros, Averron contó que no estaba solo, le acompañaban al menos otro paladín y varios Hijos de Emmán; el Gran Maestre los había enviado tras un intenso adiestramiento en el idioma y las costumbres vestalenses para averiguar lo que pudieran de aquel misterioso Ra’Akarah e intentar infiltrarse en las filas enemigas. Incluso habían sido circuncidados para no levantar ningún tipo de sospecha. También les contó que él y sus compañeros se encontraban en una de las caravanas de peregrinos que iba a partir hacia Creá el día siguiente. Aldur, por su parte, aunque no explicó en su totalidad los detalles de su presencia allí, dejó claro que la intención era hacer algo muy drástico con el Ra’Akarah, lo que asomó una expresión de preocupación al rostro de Averron. Tras desearse suerte mutuamente y una breve oración a Emmán, Averron se marchó esperando que se unieran a su caravana la jornada siguiente o verles sanos y salvos más tarde.
Y así quedó el grupo de nuevo a solas, planteándose la conveniencia de practicarse realmente la circuncisión y quizá unirse a la caravana de peregrinos de Averron y los demás.
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