Cuando se levantaban de sus asientos tras aplaudir a rabiar la función, Aldur no pudo evitar reparar en una figura conocida entre el público. Allí, varias filas más adelante y a la derecha se encontraba sin duda su antiguo compañero novicio en Emmolnir, Galad Talos. Iba ataviado al más puro estilo vestalense, y claramente acompañado de otros dos hombres; la duda asaltó a Aldur y al resto del grupo cuando compartió con ellos la identidad de su conocido: ¿se trataba de otro paladín enviado por la torre, o de un verdadero converso vestalense?
Por su parte, en su asiento, Galad también reconoció enseguida la enorme figura de su antiguo compañero. Aldur no era una presencia que pasara desapercibida fácilmente. Decidió esperarlos discretamente pero haciéndose notar.
Reunidos los dos grupos, unas pocas palabras susurradas disimuladamente bastaron para convencer a Aldur de que Galad se encontraba en el imperio en misión de la Torre, al igual que Averron, con quien se habían encontrado hacía varias semanas en Edeshet. Cuando llegaron al campamento, el resto del grupo se mostró reticente hacia los recién llegados; para acallar cualquier fricción, los dos paladines canalizaron un hilillo de poder el uno hacia el otro para convencerse completamente de que ambos seguían siendo fieles a Emmán. Realizado el pequeño ritual, ya no hubo duda de que ambos pertenecían al mismo bando y todo se tranquilizó.
El día siguiente se reunieron con Serena tal y como habían acordado, y ésta los condujo a presencia de maese Meravor, el dueño del circo. Daradoth dejó que el resto de sus compañeros se entrevistaran con Meravor, mientras él se dirigía al encuentro de los enanos Narak y Zandûr. Los enanos no se fiaban de los humanos y habían rechazado conversar con Yuria, por lo que el elfo se dirigió a ellos con la maqueta que la ercestre había construido modelando su proyecto de un globo volador. Aunque Narak rechazó la petición de Daradoth de encontrarse con la mujer, Zandûr se quedó mirando fijamente la maqueta y aceptó intercambiar ideas. Satisfecho, Daradoth se alejó hacia el carromato de Meravor, donde sus compañeros llevaban ya rato departiendo.
La conversación con Meravor giró alrededor de la posibilidad de que el grupo se incorporase a la caravana en su camino hacia Creá. Lógicamente, Meravor se mostró desconfiado ante tal petición, y comenzó a interrogarles -junto con su esposa- sobre cuál era el verdadero motivo por el que se encontraban allí, y por qué querían llegar a Creá con su circo. Mientras hablaba con ellos, Daradoth pudo sentir desde el exterior cómo alguien utilizaba el poder dentro del carromato, así que corrió hacia allí con una daga en la mano y abrió la puerta. Ante la irrupción, la mujer de Meravor dejó caer la bandeja con pastas y té que llevaba a la mesa y el dueño del circo se puso en pie sobresaltado. Al hombre de largas patillas no le gustó nada la irrupción y el secretismo que sus contertulios habían guardado; les pidió educada pero firmemente que se marcharan de allí, mientras otros miembros de la compañía hacían acto de presencia, alertados por el alboroto. No tuvieron más remedio que volver al campamento, frustrados por cómo se habían desarrollado los acontecimientos.
De vuelta en el campamento decidieron que viajarían a Creá a través del desierto, como habían hecho hasta entonces, y no se complicarían más la vida. Pero al atardecer, Yuria y Daradoth aún hicieron una nueva visita al circo, para hablar con Zandûr. Mientras se dirigían allí por un camino diferente -ya que habían trasladado su campamento en previsión de algún problema-, a la entrada de la ciudad pudieron ver dos grandes piras que ya habían sido consumidas por el fuego que llamaban la atención porque sobre ellas se podían ver los restos de dos cuerpos que habían sido encadenados a sendos postes y quemados. La cantidad de huellas que había alrededor demostraba que las dos personas habían sido quemadas delante de una multitud, sin duda en una ejecución pública. Pasaron de largo con un escalofrío.
Zandûr se encontró con ellos e intercambió ideas con Yuria de buena gana, impresionado por el proyecto que la mujer pretendía llevar a cabo. Le dijo que le ayudaría en la medida de sus posibilidades; Yuria le explicó más o menos lo que necesitaba para calentar el aire del interior, y Zandûr se citó con ellos en Creá dentro de algunas semanas, cuando el circo llegara allí. Esperaba que para entonces ya tendría listo el dispositivo que Yuria necesitaba. Por supuesto, la ercestre acordó darle todos los detalles del invento en el futuro para que él también pudiera crear su propio ingenio.
Antes de partir, Galad le hizo llegar una carta a Serena de parte de Symeon informándola de su viaje y de sus esperanzas de encontrarse en Creá. Además, por la noche, tuvo lugar una interesante conversación que comenzó versando sobre las “brujerías” que parecía ser capaz de obrar Meravor. Para los paladines y Valeryan, sólo Emmán era capaz de proporcionar el poder necesario para obrar “milagros”; todo lo demás no eran sino trucos o artes oscuras. Harto de tal estrechez de miras, Daradoth utilizó sus capacidades mágicas para hacer volver invisible la chaqueta de Galad. Demostraba así que no sólo el poder de Emmán era el existente en el mundo, y les habló de los diferentes reinos de Poder, de la Esencia, la Canalización y el Mentalismo, y de cómo él era capaz de manipular el primero de ellos. El resto no tuvo más remedio que aceptar lo que les decía, rendidos ya a la clara evidencia. Tras esto, bebiendo unos tragos, Faewald soltó la lengua y expuso su temor de que el rey Randor no los hubiera enviado a otra cosa que la muerte, quizá sabedor de sus contactos con Strawen y la reina; Valeryan aceptó la posibilidad, pero aún así seguiría adelante con su deber.
El viaje por el desierto transcurrió tranquilo, hasta la cuarta jornada. El amanecer del cuarto día volvió a azotarlos una de las tormentas negras que ya les habían afectado en la travesía del Mar Cambiante. El primero de esos fenómenos que sufrían Galad y sus acompañantes apenas les dio tiempo a prepararse. El viento comenzó a sacudirlos violentamente y a los pocos instantes ya se veían envueltos en las tinieblas y el frío. Todos cayeron inconscientes en un intervalo de tiempo corto. Symeon, en su inconsciencia, despertó en el Mundo Onírico. Al poco rato, notó a alguien a su lado: no era otro que Galad, la última incorporación del grupo. Se saludaron con un gesto, y mientras el Errante intentaba explicar al paladín dónde se encontraban, un escalofrío los sacudió, afectando fuertemente la descontrolada imagen onírica de Galad; una fuerte presencia física se acercaba hacia ellos; podían sentirla empujando, y también el frío intenso que la acompañaba. Symeon trató por todos los medios de sacarlos de allí mediante sus exóticas habilidades, pero aunque consiguió retrasar la aproximación de lo que quiera que fuera aquello, no consiguió dejarlo atrás. Empezaron a notar dolor, un dolor muy real, e incluso una sensación de entumecimiento causada por el frío; todo ello mientras el empuje de la presencia les hacía complicado guardar el equilibrio. Una especie de zumbido que pronto se convirtió en un grave bramido comenzó a oirse; la luz grisácea característica de aquella realidad parecía hacerse más tenue conforme la presencia se acercaba. De repente, una mancha plateada comenzó a brillar en el hombro de Galad, contrastando con la translucidez del resto de su cuerpo, la mancha aparecía clara, sólida y destellante; y Galad ya no parecía él: sus ojos se habían vuelto también plateados y comenzó a henchirse de poder a ojos vista. Symeon intentó llevárselo de allí una vez más, pero no pudo, pues el contacto del paladín le quemaba como hierro al rojo. “Naciste para esto, acéptalo”, oyó claramente Symeon en una voz oscura y rotunda. Sin duda, era la poderosa presencia que debía de estar dirigiéndose a Galad.
Cuando parecía que Galad estaba a punto de estallar, un nuevo actor entró en escena. Una veloz figura plateada se lanzó hacia las sombras que envolvían la presencia que se aproximaba, gritando “¡¡¡detente, engendro!!!”. Symeon se volvió, sorprendido, y pudo ver que se trataba de Aldur. El enorme y bravo paladín se lanzó contra las sombras, que lo envolvieron; al cabo de unos instantes, todo pareció estallar en una explosión de luz blanca.
La tormenta había pasado; todos despertaron poco a poco. Y, desesperados, descubrieron que Aldur no se encontraba ya junto a ellos. No pudieron descubrir ni rastro del paladín.
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