Durante su estancia en la mansión del shaikh, Galad intentó varios acercamientos al capitán de la guardia, Ahmaräd ra’Khoreen, con la intención de averiguar sus inclinaciones religiosas y su grado de fanatismo. Tras varios intentos estériles, consiguió entablar una conversación larga y distendida con él, y en ella se hizo evidente que Ahmaräd no era un fanático ni mucho menos, sino todo lo contrario, un hombre pragmático y preocupado mucho más por los asuntos terrenales que los filosóficos. Sondeando un poco más, a Galad le quedó también claro que el capitán era fiel ante todo a su señor el shaikh, que su lealtad para con el Imperio no le andaba a la zaga, y que albergaba poco menos que odio hacia los emmanitas. Sería un hueso duro de roer.
Symeon consiguió por fin entrar al Mundo Onírico, por primera vez desde que habían llegado a Creá, donde algo le dificultaba sobremanera traspasar el velo. Aun con todo, sólo consiguió entrar de forma muy somera, manteniendo a duras penas su presencia allí. Al principio, “despertado” en su habitación, todo pareció normal. La sorpresa vino cuando salió al “exterior” y giró una de las cambiantes esquinas que aparecían y desaparecían. De repente, una enorme mole ocupó todo su campo de visión, sustituyendo la colina donde se alzaban los Santuarios en el mundo real. Una pirámide dorada, colosal, ricamente ornamentada, se alzaba como una montaña ante él. Su tamaño le causó vértigo y su tremendo fulgor lo dejó ciego en un instante; al punto sintió la caída y despertó en su cama, con la visión empañada. Su corazón latía desbocado, aquello significaba algo, y algo muy importante, así que, aturdido, corrió para compartir lo que había visto con los demás. Todos se mostraron interesados y confundidos, pero ni siquiera Taheem pudo dar alguna pista sobre qué podía significar aquello.
Daradoth, por su parte, en una de sus visitas a la biblioteca consiguió pasar al apartado privado de las reliquias sagradas, intrigado todavía por la extraña columna de estilo pseudoélfico que había visto allí hacía unos días. Intimidando a uno de los estudiosos que pululaban por el lugar consiguió acceder y conseguir algo de información; pero nadie parecía saber nada sobre aquel misterioso resto arqueológico que llevaba allí largo tiempo.
También se celebró una nueva reunión con el duque Galan Mastaros y Rania Talos. En ella, el valido del rey Nyatar les informó de que tenía multitud de informes de sus agentes que apuntaban a la confirmación sin discusión de las palabras de Daradoth acerca de un enemigo mayor del que se dejaba entrever. Concretamente, les hablaron de varios milagros presenciados ante el Ra’Akarah, como plantas que crecían como por arte de magia, lluvia que aparecía de la nada, sueños colectivos y sucesos similares. Normalmente, Mastaros y su ayudante no habrían prestado oídos a tales informes, pero la diversidad de sus procedencias y las coincidencias tan enormes, además del discurso que Daradoth había hilado tan vehementemente varias jornadas antes, les producía un estremecimiento. Todo ello se agravaba por diversas masacres de miles de personas que habían tenido lugar al paso del Mesías en nombre de la Fe, quizá ordenadas por él mismo o sus adláteres.
Una vez puestos en antecedentes, Mastaros compartió con ellos su convencimiento de que algo grave estaba a punto de suceder, y que debían hacer algo. Les preguntó cuál era su plan una vez se les franqueara el acceso a los Santuarios, y realmente el grupo no supo qué responder, pues todavía no tenían un plan concreto. A pesar de ello, el duque ratificó su intención de ayudarles y facilitarles el acceso al complejo para que pudieran estudiar el entorno. Daradoth planteó la posibilidad de desenmascarar al Ra’Akarah como un impostor tomando inconsistencias con las Escrituras; en ese momento, Rania fue la que tomó la palabra; la ercestre había estudiado hasta la última palabra de los libros sagrados más conocidos junto con varios colaboradores, y expresó su convicción de la imposibilidad de desacreditar al Ra’Akarah tomando aquella vía. Todos los pasajes con referencias al Mesías eran lo suficientemente vagos como para que se pudiera argumentar a favor y en contra de ellos. Lo único que era invariable era la necesidad de que el Enviado peregrinara hasta Creá y fuera aceptado y reconocido por su pueblo. Si el pueblo no lo reconocía, no podría erigirse como lo que pretendía. Pero aquello se antojaba imposible, en vista de los miles de personas que se incorporaban a su séquito cada día, y el apoyo del Supremo Badir.
Taheem informó de sus progresos en los contactos con sus antiguos compañeros, pero estaba resultando una misión difícil, pues muchos de ellos estaban ya muertos o no servían en Creá. Lo que sí había descubierto es que quedaban en los Santuarios muy pocos Susurros, pues la mayoría se encontraban en los diversos frentes o en otras misiones. Eso, desde luego, eran buenas noticias para el éxito de la infiltración.
Al término de la reunión, mientras se dirigían hacia la posada donde se encontraban alojados, una voz conocida los increpó amistosamente: Sharëd y Faewald habían vuelto; abrazos y apretones de manos se sucedieron rápidamente, y a continuación les informaron de que todo había ido bien: Valeryan se encontraba a salvo con los Errantes y ellos habían tenido un viaje tranquilo por los caminos. Los refuerzos eran bienvenidos, desde luego.
Al cabo de un par de días, el shaikh Esmahäd volvió a Creá. Tras atender sus asuntos pendientes, Galad consiguió reunirse con él con la mediación de su esposa Yuridh. La conversación transcurrió en un clima de tensión, pues Yuridh presentó a Galad a su marido como “algo más que un guardia”, y Esmahäd sospechó desde un principio lo que quería decir. Ante las tentativas de Galad de afrontar el tema de su lealtad de forma discreta, él contestó abruptamente; no le gustaban los juegos de espionaje y prefería tratos directos y abiertos, no andarse con ingeniosos juegos de palabras o segundas intenciones. Hablando del Ra’Akarah como “nuestro amigo de azul”, Esmahäd dejó claro que no le gustaba lo que estaba pasando, y estaba muy enfadado y dolido por lo que había pasado recientemente en el Imperio. Pero de ahí a traicionar a su país iba un mundo. Ante la mención de sus amigos y las masacres fanáticas, el shaikh se quedó pensativo; quizá ahí estaba su punto débil. Sin embargo, enseguida reaccionó, argumentando que aunque el Sumo Vicario se entrometía demasiadas veces en los asuntos civiles de la ciudad, no quería ponerse en su contra, pues seguramente eso sería su perdición. No obstante, con mucho esfuerzo, Galad pareció convencer al gobernador de la necesidad de desenmascarar a ese Ra’Akarah que había traído tanta inestabilidad al Imperio. Esmahäd no se mostró en desacuerdo, pero prefirió postergar el asunto, alegando que en las próximas semanas iba a estar muy ocupado sacando a su esposa del lío en el que se había metido; iba a tener que hablar con mucha gente y mover muchos hilos, y cuando todo aquello acabara, podrían reunirse de nuevo, con sus compañeros al completo.
Cuando Galad se reunió con el resto del grupo para informarles de cómo se había desarrollado la reunión con el shaikh, acordaron que lo mejor sería que la próxima reunión fuera un encuentro a tres bandas incluyendo a Esmahäd, a los ercestres del duque y a ellos mismos. Esperaban que el apoyo de los ercestres pusiera más presión para que el gobernador colaborara. Contactarían con Mastaros e intentarían concertar el encuentro en un plazo razonable.
En su siguiente visita a la biblioteca, Daradoth percibió algo anormal desde el primer momento, cuando vio que en la puerta no sólo se encontraba el guardia que vigilaba habitualmente, sino que había tres guardias más acompañándole. El guardia habitual susurró algo a los otros, y éstos franquearon el paso al elfo sin problemas. El vestíbulo estaba tranquilo, pero en cuanto Daradoth entró a la primera sala, pudo ver varias figuras de espaldas ataviadas con los ropajes habituales de los clérigos, y cómo alguien describía el contenido de la estancia a una importante figura. Temiendo que aquella pequeña multitud no era otra que el séquito del Lord Inquisidor, interesado en el contenido de la biblioteca, Daradoth se deslizó a las sombras de otra sala y esperó hasta que todo se calmó.
Saliendo de su habitual visita a la mezquita, a Yuria y sus amigas les llamó la atención una larga comitiva muy peculiar. Ya se había congregado una multitud para presenciarla, pero aún así consiguieron abrirse camino hasta un lugar desde el que podían verla con todo lujo de detalles. Más de doscientas personas, encadenadas de pies y manos, con telas en la cabeza para impedirles ver o hablar, eran conducidas por varias decenas de guardias hacia el Palacio Vicarial. Cerrando la comitiva viajaban a caballo una media docena de jinetes pintorescos, que lucían extravagantes peinados y ropas, además de extraños tatuajes en sus rostros y brazos; al instante Yuria los reconoció: eran idénticos a los jinetes de los enormes cuervos negros. Como acto reflejo, levantó la vista hacia el cielo, y se estremeció cuando vio varios puntos en lo alto, pequeñísimos, pero que sin duda era un grupo de aquellos demoníacos pájaros observando la escena desde lo alto. La multitud aclamaba a los guardias, y pronto se levantó un clamor de alabanza a Vestán y al Ra’Akarah; muchos de los presentes se dirigían a los presos con palabras como “¡El Ra’Akarah salvará vuestras almas!” o “¡Vestán os perdonará y os acogerá!”. Yuria no tardó en descubrir que aquel nutrido grupo de prisioneros debían de haber sido acusados de brujería, como todos los quemados en las hogueras que habían visto, y habían visto sus vidas perdonadas por la reciente decisión del Badir Supremo de reunirlos en Creá para ponerlos en presencia del Mesías.
Los gritos de la multitud se convirtieron en un rugido de fanatismo ensordecedor. De súbito, una explosión a pocos metros de donde se encontraban las mujeres desató una ola de pánico. Varias personas se vieron envueltas en llamas y corrieron incendiando a otros de su alrededor; los gritos de alabanza pasaron a convertirse en aullidos de terror mientras los caballos de los guardias se encabritaban y una oleada de gente enloquecida amenazaba con arrasar todo a su paso, entre otras cosas a Yuria, que ya no veía a sus compañeras por ningún lado. Por pura suerte, y con la ayuda de algún desconocido, la ercestre pudo evitar caerse y ser aplastada por miles de pies. Mientras era arrastrada por la mutitud, le dio tiempo a ver cómo uno de los extraños jinetes alargaba la mano hacia el punto del que había procedido la explosión, donde un hombre se encontraba arrodillado, exhausto y con las ropas quemadas en un círculo de cenizas; sólo un leve impacto denotó que el jinete había utilizado algún tipo de poder sobrenatural. Desde el portal donde Yuria pudo refugiarse, vio cómo los guardias cogían al infeliz desnudo e inconsciente y lo encadenaban junto al resto de presos. A los pocos minutos, varios clérigos llegaron para difundir la palabra de Vestán y tranquilizar a la multitud, que se dispersó con un sabor amargo y varios muertos.
Ya en el Palacio Vicarial, un sirviente llamó a la puerta de Daradoth. El Lord Inquisidor, Su Ilustrísima Eminencia Hareem ra’Ilhalab, deseaba reunirse con él. El elfo no se demoró, y a los pocos minutos entraba al despacho de Hareem, una estancia que se había despojado de cualquier tipo de lujo superfluo y que revelaba claramente los gustos austeros del maduro hombre de escaso cabello y profundos ojos verdes. Por supuesto, la conversación versó, como otras antes que ella, sobre la sorpresa del inquisidor ante la presencia de un elfo allí, y la investigación de sus motivos, algo de lo que Daradoth comenzaba a estar hastiado, pero que requeriría toda la paciencia del mundo si quería salir con bien de aquello. El elfo negó (pero sin cerrar todas las puertas) acudir a Creá como representante de su raza, sino que estaba allí a título personal, como creyente Vestalense; no obstante, al afirmar que todos sus congéneres creían en vestán (cosa cierta, por otra parte), los ojos de Hareem casi se llenaron de lágrimas. El clérigo le hizo recitar el Juramento de Fe vestalense, y Daradoth lo hizo sin problemas, pues para él no era sino una versión menor del juramento de Salvación Universal, y Taheem se lo había repetido una y otra vez al grupo durante su viaje. Acto seguido, Hareem le preguntó si ya se había circuncidado, a lo que Daradoth, claro, respondió negativamente. Los ojos del inquisidor brillaron. Acordaron que en el plazo de una semana llevarían a cabo el ritual de circuncisión de Daradoth nada menos que en la Basílica de los Santuarios, todo un honor. Evidentemente, Daradoth vio en aquello más una maniobra política que religiosa, pero considerando la circuncisión un mal menor en comparación con los beneficios que podría obtener, accedió.
Dos jornadas después, la ciudad se conmovió con un nuevo acontecimiento. Una enorme caravana hacía acto de aparición por el camino del oeste. Cuernos, trompetas y tambores anunciaban su paso, y varios juglares se encargaban de anunciar a sus señores. Todos ellos vestidos con ricas sedas e hilo de oro. Sus claras voces pregonaban la llegada de una delegación de Príncipes Comerciantes. A los pocos minutos, por donde habían pasado los juglares y músicos, desfilaba la delegación en sí. La riqueza y la ostentación eran máximas; los Príncipes habían acudido a honrar al ra’Akarah haciendo gala de toda su riqueza y poder. Vagones tirados por los mejores caballos lucían los estandartes de la Confederación, y junto a los juglares anunciaban la presencia de los príncipes de Bairien, de Mírfell, de Nimthos, de Tarkal, de Ladris y de Armir. Decenas y decenas de elefantes barritaban y cargaban enormes habitáculos con personas y mercancías, y una compañía de soldados acompañaba a sus señores, acampando antes de entrar en la ciudad. Otros posibles aliados del ra’Akarah hacían acto de presencia, y lo que el grupo sabía de ellos (la Daga Negra mencionada por el marqués de Strawen había sido encontrada en un barco naufragado de la Confederación) no ayudaba precisamente a hacerles sentirse más tranquilos…
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