Cuando el grupo investigó un poco más, pululando por el campamento de las tropas de los Príncipes Comerciantes, se les hizo evidente que el contingente era esperado por los dirigentes vestalenses. Por lógica, una división de tropas como aquella no podía pasar inadvertida a través de medio país. Yuria y Symeon, los más versados en política y saber mundano, compartieron con los demás sus conocimientos acerca del número de principados comerciantes, su forma de gobierno mediante Cámara de Representantes, y sus sospechas de que aquello no era sino una delegación diplomática enviada para honrar los acuerdos de la Confederación con el Imperio; estas sospechas se confirmarían más tarde. En el Palacio Vicarial, conversando con varios clérigos, Daradoth se interesó por el hecho de que los Comerciantes fueran bien recibidos en Creá a pesar de no ser vestalenses, dado el fanatismo que los monjes mostraban con las gentes de a pie. Un par de miradas suspicaces le dieron a entender que no era buena idea seguir por ese camino. Algunas horas más tarde, la lujosa delegación salía del Palacio Vicarial y se dirigía a la Mansión del shaikh, escoltados por él en persona; se alojarían en la residencia del gobernador civil y no en el palacio del Sumo Vicario.
Santuarios de Creâ |
Symeon siguió intentando hacer contactos en los bajos fondos con los pequeños ladronzuelos y pillastres varios, pero un par de monedas allí y la bolsa asomando por allá hicieron que tuviera que desistir momentáneamente en su empeño al descubrir varios sujetos que lo seguían con la intención de robarle y quién sabía qué más.
Daradoth se reunió con el cardenal Ikhran. El clérigo le confirmó que los Príncipes Comerciantes habían enviado una delegación, y que si era voluntad del Badir Supremo admitir infieles en sus tierras ellos no eran quiénes para oponerse.
Lady Ilaith Meral, Princesa Comerciante de Tarkal |
La vida de Yuria después del incidente con la caravana de prisioneros pronto volvió a la rutina que ya había establecido en Creá. Tras el shock que supuso el episodio, su grupo de nuevas “amigas”, encabezado por Fajeema y Sorahid volvió a recomponerse y a visitar baños y tiendas con asiduidad. Pero a los pocos días, una nueva mujer se unió al grupo. Para la enorme sorpresa de Yuria, Fajeema le presentó a una nueva amiga, elegante, madura y bella, que no era otra que lady Ilaith Meral, Princesa Comerciante monarca de Tarkal. Durante la visita a los baños, Yuria notó como sus acompañantes habituales se desvivían por agradar a la princesa; la mayoría de ellas eran esposas de ricos mercaderes, y veían en la princesa una oportunidad de que sus maridos se enriquecieran aún más. Sin embargo, lady Ilaith huía de tales atenciones, e incluso parecían desagradarla según los expertos ojos de Yuria. Ésta no pudo sino sentirse a gusto desde el principio con la Princesa; la mujer de larguísimo pelo negro era inteligentísima y su mirada reflejaba la velocidad de sus pensamientos. Además, Ilaith enseguida adivinó el interesante pasado que Yuria ocultaba, y su animada charla y segundas intenciones acabaron por desarmar a la ercestre, que finalmente, casi sin darse cuenta, desveló más información de la que pretendía sobre su pasado. Yuria, además, animada por el interés y la actitud de la mujer, se pasó casi dos horas hablando acerca de sus ideas sobre tácticas y teorías militares. Para cuando se dio cuenta del tiempo que había estado hablando, Ilaith ya había despedido de su presencia al resto de aburridas mujeres, y Yuria calló incómoda; no obstante, se sintió ampliamente reconfortada cuando Ilaith calificó a los ercestres de “estúpidos” por haber forzado el exilio de una “joya visionaria” como ella. No pudo evitar que una sonrisa asomara en su rostro normalmente serio. Tras ello, las dos mujeres se despidieron con un beso y promesas de un pronto reencuentro.
Mientras Galad se dirigía a acompañar a lady Yuridh en su asignación periódica de protección a la esposa del shaikh, vio que ésta se encontraba en compañía de nuevos inquilinos de la casa. Varias damas de compañía y guardianes eunucos rodeaban a una bellísima joven de pelo negro y ojos felinos cuyos pómulos se arrebolaron visiblemente al acercarse el paladín. Yuridh se la presentó: la joven era Eudorya Arthalen, la hija del Príncipe Comerciante señor de Nimthos, uno de los principados más ricos de la Confederación. Las chispas de la atracción saltaron con el primer contacto de Galad y Eudorya; en la breve conversación formal que mantuvieron, ella no dejó de jugar con un bucle de su pelo, y el paladín apenas pudo dejar de mirar a sus maravillosos ojos. En un aparte, lady Yuridh dejó claro a Galad que esa muchacha podría tener gran importancia en el futuro; y ella los había puesto en contacto, así que esperaba que no desaprovechara la ocasión de sacar algo de tajada de la situación. En los días siguientes, con la ayuda de la esposa del shaikh no fue difícil que Galad entablara un par de discretas conversaciones con Eudorya; el paladín la interrogó lo más discretamente que le fue posible acerca del motivo de la presencia de la delegación en el Imperio Vestalense, la situación política en la Confederación y demás.
La atracción y el flirteo de la pareja iba en aumento con cada conversación sucesiva, y finalmente, un atardecer, no lo pudieron evitar y se besaron. Galad sintió enervarse cada fragmento de su ser, y el deseo creció peligrosamente para sus votos. Afortunada o desafortunadamente, cuando ya se encontraba estrechando a Eudorya entre sus brazos, ésta lo rechazó, apartándose a un lado y sollozando. El paladín sintió cosas que no le gustaban en su interior cuando la princesa le reveló que estaba prometida con un importante miembro de la nobleza de su país, y no podía hacer aquello, pues quería llegar pura al matrimonio; no era una exigencia, pero sí algo ampliamente aprobado por las costumbres de su país. Tranquilizándose, Galad la consoló y, aunque volvieron a besarse, no dejaron que la cosa fuera a mayores.
Y varios días después llegaba una nueva delegación a Creä. Un grupo nutrido de jinetes, cerca de un centenar de hombres serios y magníficos, hizo acto de aparición por el camino del norte. La gente no los recibió con ovaciones y sonrisas, como a los Príncipes Comerciantes; en su lugar, al paso de los enormes caballos, murmuraban y miraban con recelo. El grupo los reconoció sin tardanza: los orgullosos jinetes eran ástaros, Altos Hombres del Pacto de los Seis. Miraban orgullosos a su alrededor, con rostros lampiños salvo en contadas excepciones y gemas sostenidas por cordeles sobre el centro de sus frentes. Equipados con armadura y luciendo armas de gran calidad, sin lugar a duda eran militares; como más tarde se enterarían, procedían de la llamada “Región del Pacto”, una franja de tierra al norte del Imperio Vestalense que en pasado había impedido la expansión de éste a través de la península sur de Tramartos. La visión de los soldados era, sin lugar a dudas, intimidatoria; profundos ojos grises escrutaban a los presentes, haciendo sentir incómodo a aquel con cuya mirada se cruzaban; los caballos de guerra, los más enormes y lustrosos que el grupo hubiera visto, ayudaban a hacer aún más impresionante la altura y robustez de los Páctiros. Como antes habían hecho los Príncipes Comerciantes, se reunieron en la explanada principal ante los Santuarios con las fuerzas vivas de la ciudad al completo. Y ese no fue un encuentro relajado como había sido el de los Príncipes; enseguida surgieron las tensiones y, por requerimiento de los recién llegados, todos los inquisidores presentes en la delegación tuvieron que volver grupas y retornar al Palacio Vicarial, para indignación de los clérigos. Tras la resolución de la disputa, los páctiros fueron acompañados por el Sumo Vicario, el Shaikh y varios cardenales al interior del Palacio.
Daradoth fue convocado poco después a presencia del Sumo Vicario. Al enterarse de la presencia de un Alto Elfo en la ciudad, los páctiros habían reclamado al momento su presencia, intrigados. Al entrar a la sala principal, Daradoth se sintió un poco intimidado al volverse hacia él todas las miradas, sobre todo las profundas de los ástaros, pero mantuvo el paso firme y el porte erguido, como correspondía a un alto elfo entre simples humanos. Se sorprendió cuando los astari se levantaron en muestra de respeto y le saludaron formalmente; su sorpresa fue aún mayor cuando iniciaron una conversación en un Cántico (con fuerte acento). Se presentaron como lord Amâldir, comandante de los ejércitos del Pacto, Menelzâr, Tanadrik y Manalkhîbar. Por supuesto, como muchos antes de ellos, se interesaron por el motivo de la presencia de un elfo allí, emocionados pero a la vez preocupados con la idea de la salida de los elfos de Doranna. Lord Amâldir incluso le preguntó si era un noble entre los suyos, si deberían postrarse ante él; Daradoth estuvo a punto de contestar afirmativamente, pero se limitó a confirmar que sí era de noble cuna pero que no debían postrarse ante él por el momento (¡por el momento!). Mientras tanto, el malestar cundía en la sala; a los vestalenses no les gustaba ni un ápice que la conversación de la que eran anfitriones se estuviera desarrollando en un idioma que no conocían, e insistieron repetidas veces en que los ástaros y el elfo utilizaran el idioma vestalense. Cuando uno de los cardenales, el llamado Alakhem, insistió por enésima vez, lord Amâldir se giró y le ordenó callar con voz estentórea. La tensión se pudo palpar en la sala. Daradoth buscó instintivamente su espada, olvidando que no la llevaba. Siguieron unos segundos más de conversación en cántico, en la que Amâldir se interesó por la circuncisión y aceptación del vestalismo de Daradoth, cosa que le extrañaba. El elfo le dio una rápida explicación y, para calmar los ánimos, volvieron a utilizar el vestán. Así, Daradoth fue testigo de excepción del encuentro diplomático entre páctiros y vestalenses, donde los primeros explicaban que habían venido a presenciar el magno acontecimiento del advenimiento del Mesías y dieron a entender que no admitirían un pretendiente a desestabilizar el continente. Los vestalenses optaron por la prudencia y no dar respuestas agresivas; dieron la bienvenida a los páctiros a la ciudad y les ofrecieron alojamiento; pero éstos lo rechazaron, preferían acampar con sus tropas en las afueras, al norte. Acto seguido, Daradoth los acompañó hasta su campamento, haciendo caso omiso de las múltiples personas que los seguían por la ciudad. En el campamento, a salvo de oídos indiscretos, Daradoth les habló de tiempos pasados, de la amenaza de la Sombra y de sus sospechas acerca de que el Ra’Akarah no fuera sino uno de los kaloriones. Los ástaros abrían los ojos cada vez más con cada revelación; no llegaron a conceder mucho crédito a la teoría del kalorion, pero juraron que se mantendrían ojo avizor y no consentirían bajo ningún concepto que el Ra’Akarah despertara en los vestalenses deseos de supremacía, y menos si lo hacía en nombre de la Sombra.
Pocas horas después, el grupo al completo se reunía en una discreta taberna para ponerse al día de los últimos acontecimientos. Taheem traía buenas noticias: gracias al duque ercestre, había conseguido contactar con uno de sus antiguos compañeros, Ishfahan; éste había perdido un hermano, ajusticiado por la acusación de brujería, y veía muy posible que los ayudara a acabar con toda aquella locura. Acordaron reunirse con él después de la ceremonia de circuncisión de Daradoth, que se celebraría al día siguiente.
Y así, amaneció el día de la ceremonia de la primera circuncisión de un elfo sobre la faz de Aredia. La ceremonia se celebraría en la Basílica de Vestán, y desde primera hora de la mañana, una multitud ya se congregaba en el interior del recinto de los Santuarios y se extendía por las Escaleras del Cielo y la Explanada de los Peregrinos hasta perderse entre los edificios. Los monjes y cardenales habían tomado posiciones y el Sumo Vicario en persona oficiaría la ceremonia y realizaría el corte, un honor reservado a muy pocos. Dentro de la Basílica, los altos cargos vestalenses, el clero de alto rango y los enviados de diferentes países (Príncipes Comerciantes, páctiros y otros) obervaban expectantes; Galad gozaba de una posición privilegiada, como guardia de la esposa del shaikh. Multitud de monjes habían tomado posiciones en los diferentes altares y púlpitos de todo el recinto de los santuarios e incluso en el exterior.
Tras la oración y presentación inicial, proferida por el Sumo Vicario y repetida por los clérigos del exterior para que todo el mundo pudiera oírla, los cánticos empezaron a oírse como un susurro. Pero pronto el susurro aumentó de intensidad, y las loas a Vestán se pudieron oír por toda la ciudad. La luz pareció aumentar de intensidad en el interior de la basílica, y en el exterior, un ligero viento fresco comenzó a soplar. Los cánticos aumentaron aún más; y aún más; y aún un poco más, y el éxtasis de Fe de los vestalenses aumentaba a la par. Daradoth comenzó a sentirse extraño; percibía todo con mucha más claridad, y sentía cómo la fuerza de los miles de vestalenses reunidos se unía de una manera inexplicable; Galad alzó la vista sin saber muy bien por qué, pues una luz reclamaba su atención allí arriba. La luz fue en aumento, quemando sus ojos pero haciéndole sentir mejor de lo que se había sentido en su vida fuera de la Torre; sin duda se trataba de la Luz de Emmán, que se acercaba a él con un fuego purificador que lo llevaría hasta su presencia; las lágrimas hicieron acto de presencia en sus ojos. En el exterior, Yuria sintió fuertes pinchazos en el pecho, justo donde el colgante de su padre hacía contacto con la piel, y Symeon sufrió otro ataque de vértigo cuando la pirámide que ya había visto en el Mundo Onírico se materializó sobre él y lo cegó con su fulgor; Yuria tuvo que ayudarle para evitar que cayera. Los cánticos aún subieron más en intensidad, apagando cualquier otro sonido, hasta que todos los creyentes vestalenses presentes se fundieron en la armonía; los enviados extranjeros se encontraban confusos (algunos de los páctiros parecían encontrarse sufriendo un éxtasis parecido al de Galad), Daradoth preocupado por la dimensión sobrenatural que había adoptado todo, y Galad, ante la mirada extrañada de lady Yuridh, lloraba y sonreía, y cuando estaba a punto de arrodillarse para aceptar el fuego purificador, los cantos cesaron. Y la sensación de pérdida fue dura, aunque pronto pasó la sensación, a tiempo para escuchar el sermón que el cardenal Ikhran dirigió a la multitud justo antes de que sonaran los cascabeles que colgaban del bisturí del Sumo Vicario, anunciando el corte que convertía al elfo en un creyente de su Fe. El regocijo se extendió como la pólvora; gritos de “¡Bendito seas!”, “¡Vestán es grande!” y “¡El reino del Ra’Akarah será con todos!” se alzaron por doquier y todos aclamaron a Daradoth cuando hizo acto de aparición, acompañado del Sumo Vicario. Varios cardenales tomaron la palabra, y la ceremonia acabó con una diatriba del propio Sumo Vicario, que exaltó los corazones de todos los presentes mostrándoles el primero de los elfos que engrosaba sus filas, y que marcaba el inicio de una alianza que les llevaría al triunfo; los páctiros se miraron entre sí y a Daradoth, preocupados e indignados a partes iguales por la clara manipulación política del acto. A esto siguió una nueva oleada de cánticos, pero con efectos mucho más moderados que los anteriores, que poco a poco fueron poniendo fin a la impresionante ceremonia; en verdad se había removido un gran poder durante la celebración, lo que preocupaba sobremanera al grupo. El resto del día, Daradoth recibiría multitud de visitas y felicitaciones, que acabarían por hastiarle.
Más tarde ese mismo día, Yuria fue convocada por lady Ilaith a la casa del shaikh, donde se alojaba. La ercestre se sorprendió cuando llegó al lugar y la condujeron a una sala donde se encontraban lady Ilaith, Eudorya, varias personas más desconocidas, y Fajeema y su marido Rashidh. Le tranquilizó que la Princesa Comerciante le sonriera, ofreciéndole asiento. Acto seguido expuso los motivos por los que la había convocado:
—Os agradecería que fuerais tan amable de exlicarme por qué os interesasteis tanto el otro día en la tela de la que me ha hablado Fajeema, amiga mía.
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