Decidieron reunirse para evaluar la situación antes de tomar una decisión precipitada. Tendrían tiempo de sobra de alcanzar a Ginathân y sus tropas en el camino a la capital, si decidían acudir allí.
Ya en la intimidad de sus habitaciones, discutieron largo y tendido sobre la conveniencia de apoyar al duque en la capital, quedarse en la casa o marcharse definitivamente del Pacto (los defensores más enérgicos de esta última opción eran, como siempre, Faewald y Taheem). Fue Daradoth quien se mostró más vehemente en su sugerencia acerca de qué rumbo tomar a continuación. El elfo insistió en que deberían viajar hacia la frontera norte del Pacto para intentar contactar con los elfos del Vigía. Y si era posible, llevar a Somara con ellos para que la vieran y pudieran ver el objeto de todo el conflicto que aquejaba al país. Después de que Symeon expusiera su preocupación por lo que pudiera suceder la noche siguiente, pues acababa el plazo que Nirintalath había dado, Galad y Yuria se mostraron de acuerdo en que contactar al Vigía podría ser la mejor opción.
Al cabo de pocos minutos se reunían con Somara para darle cuenta de sus intenciones, y su voluntad de que les acompañara en el dirigible al norte. La errante se mostró asombrada, y preocupada; bajo ningún concepto se marcharía de la mansión sin informar a su marido y a su consejo antes. Tras unos cuantos tiras y aflojas, el grupo no tuvo más remedio que transigir en su petición, así que aprestaron el dirigible y marcharon al encuentro de Ginathân. Cuando este los vio se mostró esperanzado de que le acompañaran hacia la toma de Dársuma, pero su expresión cambió cuando le expresaron sus intenciones, más aún cuando estas implicaban a Somara. No obstante, finalmente convencieron al duque de que la cabina del Empíreo era el lugar donde su esposa se encontraría más segura, mucho más que en la casa o con las tropas, y este accedió a que Somara partiera con ellos; eso sí, dando un plazo de no más de diez días para su retorno, y el juramento solemne de todos ellos de que no la pondrían en peligro en ningún momento. Otra condición fue que los dos maestros de la esgrima, Astholân y Nirûnath, los acompañarían en su viaje y no se separarían de Somara jamás.
Así, con el permiso de Ginathân volvieron a la casa, donde se pertrecharon y aprovisionaron para el viaje; al cabo de cuatro horas, el Empíreo tomaba rumbo norte, ante previsiones de tiempo inestable pero no especialmente malo por parte de Yuria. La ercestre no había podido estar más equivocada; unas seis horas después, el dirigible era sacudido por fuertes vientos que provocaban bruscos bandazos en la cabina y la cubierta, y que a punto estuvieron de provocar la caída de algún que otro tripulante. Y pocos minutos después, sin tiempo a recuperar el aliento, una tormenta estallaba a su alrededor con toda su furia; los relámpagos restallaban alrededor, y el dirigible fue atrapado en una corriente que lo escoró y lo llevó directamente hacia el suelo. Afortunadamente [punto de destino] Yuria pudo recuperar el control en el último momento con ayuda del capitán Suras y mantener el dirigble en el aire hasta que llegaron a un sitio adecuado para descender; la ercestre descendió a la cabina y se dejó caer en un jergón, agotada y temblando todavía por lo cerca que había visto la muerte.
Con el dirigible fuertemente anclado y asegurado pasaron la tormentosa noche en la cabina. Antes de que se cumpliera el plazo a medianoche, Symeon entró en el Mundo Onírico y se dirigió raudo al encuentro de Nirintalath. Ya en Tarkal, lo primero que vio fue que la jaula etérea que parecía encerrarla habitualmente había pasado de un color blanco brillante a un profundo color negro. El espíritu de Dolor se encontraba en el centro, encogida sobre sí misma con su aspecto de muchacha. Levantó la vista cuando percibió a Symeon haciendo todo lo posible por alterar la jaula con sus habilidades y poder sacarla de allí. La muchacha se puso en pie lentamente, mientras realizaba el gesto de hablar; pero ningún sonido salía de su garganta, al igual que había sucedido la última vez que el errante había estado allí. Ella se fue alterando cada vez más, increpando a Symeon sin voz alguna, gritando cada vez más. Su rostro iba pasando del color verdemar habitual a un verde mucho más lívido, y la expresión era cada vez más aterradora; su aspecto fue cambiando hasta tomar el de una mujer madura. Las venas de su cuello se hincharon como cables, tal era la fuerza de sus gritos mudos. Y Symeon comenzó a sentir las punzadas de los millones de alfileres que ya le eran familiares, provocadas por Nirintalath. Las punzadas fueron en aumento, pero a pesar de ello consiguió levantar un escudo que amortiguó la oleada de dolor. Gracias a eso se salvó, pues el siguiente grito de Nirintalath vino acompañado de un estallido de pura agonía que el escudo de Symeon atenuó lo suficiente para que su yo onírico sobreviviera. Pero el escudo no le ayudaría ante un segundo estallido, así que decidió despertar sin más tardanza. Empapado en sudor, con ojeras de agotamiento y los ojos inyectados en sangre, con un dolor de cabeza palpitante, miró a Galad (quien como siempre lo había protegido parcialmente con uno de sus hechizos) y a los demás e hizo un ligero gesto de negación con la cabeza. Yuria se encogió de hombros:
—Has hecho cuanto has podido, Symeon —dijo la ercestre—. Solamente nos queda esperar y confiar en que no suceda nada grave. Parece que Ilaith tomó la decisión correcta.
—No obstante —contestó el errante, con la voz entrecortada de cansancio—, aunque Nirintalath no consiga contactar con nadie, su influencia en el Mundo Onírico debe de estar afectando a centenares de personas allá en Tarkal. No me hace ninguna gracia dejarlos a su suerte.
—Así tendrá que ser por el momento, amigo —le consoló Galad—. No está en nuestras manos hacer más, confiemos en que lo que sea que haya hecho Ilaith tenga el efecto adecuado; ya intentaremos aplacar la furia del espíritu en mejores momentos.
Mientras en el exterior la tormenta iba amainando, todos intentaron descansar unas horas.
La mañana siguiente retomaron el viaje, sobrevolando las inmensas estepas llamadas Prados de Káikar, cuya extensión les conmovió. Horas después dejaban atrás el Gran Bosque Meltuano y traspasaban el río Meltuan, entrando en las Tierras Anexionadas. Unos cincuenta kilómetros más al norte acababa el bosque y avistaron una fortaleza coronando una colina. Según los cálculos de Yuria, debía de tratarse de la fortaleza de Tirëlen, y con preocupación transmitió que se debían de encontrar prácticamente en la línea de frente. Pocos segundos después sus palabras eran confirmadas; a los pies de la colina, más allá del linde del bosque, maniobraba un ejército. Una hueste de la Sombra compuesta por unos tres mil efectivos que de forma evidente que se aprestaba para un asedio.
Decidieron que era muy arriesgado descender allí, y que de hecho ya se habían expuesto demasiado a sí mismos, al Empíreo y a Somara, recordando la promesa que le habían hecho a lord Ginathân. Así que Yuria dio las órdenes para cambiar el rumbo y volver hasta el río Meltuan, que marcaba la frontera norte del Pacto.
Una vez llegados a la latitud del río, tomaron rumbo hacia el oeste, y no tardaron en avistar una nueva fortaleza, esta mucho más grande, que dominaba la parte sur de un enorme puente que cruzaba las aguas y que por su dimensión debía de ser un vestigio de las eras preimperiales1. Por los estandartes, la forma y la posición, Yuria identificó el colosal castillo como el llamado Meltuamâl ("refugio del Meltuan"). Se desplazaron unos cuantos kilómetros hacia el sur, y con ayuda de la lente ercestre pudieron ver cómo una legión se aproximaba hacia allí por la calzada de Arlaria. Descendieron y dejando en el dirigible a la tripulación, a Somara y a los maestros de la esgrima, llegaron a la población que se extendía al sur de la fortaleza por la misma calzada, que atravesaba el bosque.
Al pie de la muralla entablaron conversación con unos guardias (que como era habitual mostraron su sorpresa ante la presencia de un elfo de Doranna), preguntándoles por la situacion, y pocos minutos después llegaba un jinete ataviado con algún tipo de distintivo real. Los guardias le increparon, y a pesar de su fuerte acento Galad pudo entender casi toda la conversación:
—Mensajero, ¿traes noticias del sur? ¿Llegarán pronto las cuatro legiones? —el jinete aminoró el paso del caballo y miró gravemente al guardia.
—Me temo que desde el sur solamente llega una legión, sargento. Una revolución ha estallado allí, y parece que es tan grave que las tropas habrán de dedicarse a sofocarla antes de poder ayudarnos en el frente.
A continuación, el mensajero espoleó su montura y se dirigió al interior del castillo. El guardia soltó un improperio que Galad no consiguió entender. Por suerte, cuando pidieron paso libre y encontrarse con el general al mando, la presencia de Daradoth bastó para que los guardias accedieran y los condujeran a su presencia.
Ya cayendo la tarde, se encontraron con el general en la Sala de Guerra, donde toda la cúpula de la fortaleza acudió ante el reclamo de conocer a un elfo dorannio. Aquello resultaba ya fastidioso hasta para el henchido ego de Daradoth, que despachó las presentaciones de forma algo brusca. Acto seguido, presentando al elfo como un "observador", preguntaron por la situación en el frente. La información era descorazonadora, pues varias fortalezas se encontraban bajo asedio, y las tropas del Cónclave habían llegado hasta el propio río. Como una rúbrica a aquella información, Daradoth y Symeon empezaron a oír en el exterior una plétora de aullidos. Poco más tarde todos los presentes los escuchaban, en un silencio preocupado. Según les explicaron, hacía varias noches que sucedía aquello; los bosques de la ribera norte del río debían de haber sido tomados ya por la Sombra, que había traído lobos consigo. Varias de las partidas de exploradores no habían vuelto, de hecho.
—Eso no son aullidos de lobos normales ni por asomo —dijo Yuria, con gesto sombrío. Su experiencia como exploradora en el ejército ercestre la había hecho encontrarse con lobos árticos muchísimas veces, y aquellos aullidos eran mucho más profundos y graves.
—Así es —dijo el maestro de perreras, asintiendo—, ya había advertido que se trata de algo más grande y poderoso. Quizá huargos de la antigüedad, que el Enemigo ha conseguido conservar, o incluso algo peor.
Todos los presentes se miraron, genuinamente preocupados, algunos presa de escalofríos provocados por los espeluznantes aullidos.
—El caso —suspiró el general Egaldâth— es que esperábamos tres o cuatro legiones para proteger con solvencia la ribera del río, pero debido a los acontecimientos en el sur, de los que solo nos han llegado rumores, a corto plazo solo llegará una. Esperemos que la ayuda del Vigía sea suficiente en el ínterin.
Aprovechando la mencion al Vigía, el grupo preguntó al general dónde podrían encontrar a sus líderes. Egaldâth afirmó que más al este, en el bosque que se extendía entre el río y la fortaleza de Tirëlen, tenían muchos pueblos y puestos de guardia, pero que si lo que querían era encontrarse con la cúpula de su hermandad, lo mejor era que remontaran el curso del río hasta el llamado Valle del Exilio, donde el Vigía tenía su "sede central", por decirlo de alguna forma.
Pocas horas después, tras desear suerte al general y sus oficiales, partieron para dirigirse hacia el valle. Su partida se vio demorada durante un par de horas cuando Daradoth llamó la atención del resto del grupo sobre un punto en el cielo, que unos minutos más tarde identificó como una criatura voladora. Estaba demasiado distante para identificarla, pero el elfo aseguraba que no se trataba de uno de aquellos cuervos enormes llamados corvax, sino de algo distinto. Así que decidieron esperar hasta que la diminuta silueta hubo desaparecido hacia el norte, y partieron hacia el oeste.
Afortunadamente, el clima los respetó y tuvieron un viaje tranquilo remontando el curso del Meltuan. Sobrevolaron varias poblaciones y fortalezas, y un segundo puente tan enorme como el que partía de Meltuamân, y una jornada después llegaban a las primeras estribaciones de las Ádracen. Con las indicaciones del general no tardaron en identificar el lugar donde se encontraba el Valle del Exilio, protegido de miradas indiscretas desde el nivel del suelo por unas tupidas arboledas. Vieron cómo el valle estaba excelentemente protegido por varias torres que se alzaban en las elevaciones estratégicas.
Decidieron apostar el todo por el todo y descender en las colinas del sur, en un punto muerto; el capitán Suras dirigió el Empíreo con mano diestra y el grupo bajó rápidamente; el dirigible se elevaba de nuevo en un tiempo récord, pero los que quedaron en tierra pudieron ver cómo se acercaban desde la parte superior y de la parte inferior de la colina sendos grupos de elfos armados que corrían como el rayo. Varios de ellos no tardaron en rodearlos y apuntarles con sus largos arcos. Levantaron las manos, y Daradoth tomó la palabra, hablando en idioma irthion:
—¡Paz, hermanos del Vigía! ¡No debéis temer nada de nosotros! ¡Mi nombre es Daradoth Ithaulgir, y vengo de Doranna para hablar de un asunto de extrema urgencia!
Varias voces se alzaron entre las líneas de elfos, y a pesar del fuerte acento, Daradoth consiguió entender algunas palabras ("traidores", "cobardes"...). Giró la cabeza y miró a sus compañeros de medio lado, diciendo:
—Ammarië nos guarde... parece que los elfos de Doranna no son bienvenidos aquí...
Ya en la intimidad de sus habitaciones, discutieron largo y tendido sobre la conveniencia de apoyar al duque en la capital, quedarse en la casa o marcharse definitivamente del Pacto (los defensores más enérgicos de esta última opción eran, como siempre, Faewald y Taheem). Fue Daradoth quien se mostró más vehemente en su sugerencia acerca de qué rumbo tomar a continuación. El elfo insistió en que deberían viajar hacia la frontera norte del Pacto para intentar contactar con los elfos del Vigía. Y si era posible, llevar a Somara con ellos para que la vieran y pudieran ver el objeto de todo el conflicto que aquejaba al país. Después de que Symeon expusiera su preocupación por lo que pudiera suceder la noche siguiente, pues acababa el plazo que Nirintalath había dado, Galad y Yuria se mostraron de acuerdo en que contactar al Vigía podría ser la mejor opción.
Al cabo de pocos minutos se reunían con Somara para darle cuenta de sus intenciones, y su voluntad de que les acompañara en el dirigible al norte. La errante se mostró asombrada, y preocupada; bajo ningún concepto se marcharía de la mansión sin informar a su marido y a su consejo antes. Tras unos cuantos tiras y aflojas, el grupo no tuvo más remedio que transigir en su petición, así que aprestaron el dirigible y marcharon al encuentro de Ginathân. Cuando este los vio se mostró esperanzado de que le acompañaran hacia la toma de Dársuma, pero su expresión cambió cuando le expresaron sus intenciones, más aún cuando estas implicaban a Somara. No obstante, finalmente convencieron al duque de que la cabina del Empíreo era el lugar donde su esposa se encontraría más segura, mucho más que en la casa o con las tropas, y este accedió a que Somara partiera con ellos; eso sí, dando un plazo de no más de diez días para su retorno, y el juramento solemne de todos ellos de que no la pondrían en peligro en ningún momento. Otra condición fue que los dos maestros de la esgrima, Astholân y Nirûnath, los acompañarían en su viaje y no se separarían de Somara jamás.
Así, con el permiso de Ginathân volvieron a la casa, donde se pertrecharon y aprovisionaron para el viaje; al cabo de cuatro horas, el Empíreo tomaba rumbo norte, ante previsiones de tiempo inestable pero no especialmente malo por parte de Yuria. La ercestre no había podido estar más equivocada; unas seis horas después, el dirigible era sacudido por fuertes vientos que provocaban bruscos bandazos en la cabina y la cubierta, y que a punto estuvieron de provocar la caída de algún que otro tripulante. Y pocos minutos después, sin tiempo a recuperar el aliento, una tormenta estallaba a su alrededor con toda su furia; los relámpagos restallaban alrededor, y el dirigible fue atrapado en una corriente que lo escoró y lo llevó directamente hacia el suelo. Afortunadamente [punto de destino] Yuria pudo recuperar el control en el último momento con ayuda del capitán Suras y mantener el dirigble en el aire hasta que llegaron a un sitio adecuado para descender; la ercestre descendió a la cabina y se dejó caer en un jergón, agotada y temblando todavía por lo cerca que había visto la muerte.
Con el dirigible fuertemente anclado y asegurado pasaron la tormentosa noche en la cabina. Antes de que se cumpliera el plazo a medianoche, Symeon entró en el Mundo Onírico y se dirigió raudo al encuentro de Nirintalath. Ya en Tarkal, lo primero que vio fue que la jaula etérea que parecía encerrarla habitualmente había pasado de un color blanco brillante a un profundo color negro. El espíritu de Dolor se encontraba en el centro, encogida sobre sí misma con su aspecto de muchacha. Levantó la vista cuando percibió a Symeon haciendo todo lo posible por alterar la jaula con sus habilidades y poder sacarla de allí. La muchacha se puso en pie lentamente, mientras realizaba el gesto de hablar; pero ningún sonido salía de su garganta, al igual que había sucedido la última vez que el errante había estado allí. Ella se fue alterando cada vez más, increpando a Symeon sin voz alguna, gritando cada vez más. Su rostro iba pasando del color verdemar habitual a un verde mucho más lívido, y la expresión era cada vez más aterradora; su aspecto fue cambiando hasta tomar el de una mujer madura. Las venas de su cuello se hincharon como cables, tal era la fuerza de sus gritos mudos. Y Symeon comenzó a sentir las punzadas de los millones de alfileres que ya le eran familiares, provocadas por Nirintalath. Las punzadas fueron en aumento, pero a pesar de ello consiguió levantar un escudo que amortiguó la oleada de dolor. Gracias a eso se salvó, pues el siguiente grito de Nirintalath vino acompañado de un estallido de pura agonía que el escudo de Symeon atenuó lo suficiente para que su yo onírico sobreviviera. Pero el escudo no le ayudaría ante un segundo estallido, así que decidió despertar sin más tardanza. Empapado en sudor, con ojeras de agotamiento y los ojos inyectados en sangre, con un dolor de cabeza palpitante, miró a Galad (quien como siempre lo había protegido parcialmente con uno de sus hechizos) y a los demás e hizo un ligero gesto de negación con la cabeza. Yuria se encogió de hombros:
—Has hecho cuanto has podido, Symeon —dijo la ercestre—. Solamente nos queda esperar y confiar en que no suceda nada grave. Parece que Ilaith tomó la decisión correcta.
—No obstante —contestó el errante, con la voz entrecortada de cansancio—, aunque Nirintalath no consiga contactar con nadie, su influencia en el Mundo Onírico debe de estar afectando a centenares de personas allá en Tarkal. No me hace ninguna gracia dejarlos a su suerte.
—Así tendrá que ser por el momento, amigo —le consoló Galad—. No está en nuestras manos hacer más, confiemos en que lo que sea que haya hecho Ilaith tenga el efecto adecuado; ya intentaremos aplacar la furia del espíritu en mejores momentos.
Mientras en el exterior la tormenta iba amainando, todos intentaron descansar unas horas.
La mañana siguiente retomaron el viaje, sobrevolando las inmensas estepas llamadas Prados de Káikar, cuya extensión les conmovió. Horas después dejaban atrás el Gran Bosque Meltuano y traspasaban el río Meltuan, entrando en las Tierras Anexionadas. Unos cincuenta kilómetros más al norte acababa el bosque y avistaron una fortaleza coronando una colina. Según los cálculos de Yuria, debía de tratarse de la fortaleza de Tirëlen, y con preocupación transmitió que se debían de encontrar prácticamente en la línea de frente. Pocos segundos después sus palabras eran confirmadas; a los pies de la colina, más allá del linde del bosque, maniobraba un ejército. Una hueste de la Sombra compuesta por unos tres mil efectivos que de forma evidente que se aprestaba para un asedio.
Decidieron que era muy arriesgado descender allí, y que de hecho ya se habían expuesto demasiado a sí mismos, al Empíreo y a Somara, recordando la promesa que le habían hecho a lord Ginathân. Así que Yuria dio las órdenes para cambiar el rumbo y volver hasta el río Meltuan, que marcaba la frontera norte del Pacto.
Una vez llegados a la latitud del río, tomaron rumbo hacia el oeste, y no tardaron en avistar una nueva fortaleza, esta mucho más grande, que dominaba la parte sur de un enorme puente que cruzaba las aguas y que por su dimensión debía de ser un vestigio de las eras preimperiales1. Por los estandartes, la forma y la posición, Yuria identificó el colosal castillo como el llamado Meltuamâl ("refugio del Meltuan"). Se desplazaron unos cuantos kilómetros hacia el sur, y con ayuda de la lente ercestre pudieron ver cómo una legión se aproximaba hacia allí por la calzada de Arlaria. Descendieron y dejando en el dirigible a la tripulación, a Somara y a los maestros de la esgrima, llegaron a la población que se extendía al sur de la fortaleza por la misma calzada, que atravesaba el bosque.
Al pie de la muralla entablaron conversación con unos guardias (que como era habitual mostraron su sorpresa ante la presencia de un elfo de Doranna), preguntándoles por la situacion, y pocos minutos después llegaba un jinete ataviado con algún tipo de distintivo real. Los guardias le increparon, y a pesar de su fuerte acento Galad pudo entender casi toda la conversación:
—Mensajero, ¿traes noticias del sur? ¿Llegarán pronto las cuatro legiones? —el jinete aminoró el paso del caballo y miró gravemente al guardia.
—Me temo que desde el sur solamente llega una legión, sargento. Una revolución ha estallado allí, y parece que es tan grave que las tropas habrán de dedicarse a sofocarla antes de poder ayudarnos en el frente.
A continuación, el mensajero espoleó su montura y se dirigió al interior del castillo. El guardia soltó un improperio que Galad no consiguió entender. Por suerte, cuando pidieron paso libre y encontrarse con el general al mando, la presencia de Daradoth bastó para que los guardias accedieran y los condujeran a su presencia.
Ya cayendo la tarde, se encontraron con el general en la Sala de Guerra, donde toda la cúpula de la fortaleza acudió ante el reclamo de conocer a un elfo dorannio. Aquello resultaba ya fastidioso hasta para el henchido ego de Daradoth, que despachó las presentaciones de forma algo brusca. Acto seguido, presentando al elfo como un "observador", preguntaron por la situación en el frente. La información era descorazonadora, pues varias fortalezas se encontraban bajo asedio, y las tropas del Cónclave habían llegado hasta el propio río. Como una rúbrica a aquella información, Daradoth y Symeon empezaron a oír en el exterior una plétora de aullidos. Poco más tarde todos los presentes los escuchaban, en un silencio preocupado. Según les explicaron, hacía varias noches que sucedía aquello; los bosques de la ribera norte del río debían de haber sido tomados ya por la Sombra, que había traído lobos consigo. Varias de las partidas de exploradores no habían vuelto, de hecho.
—Eso no son aullidos de lobos normales ni por asomo —dijo Yuria, con gesto sombrío. Su experiencia como exploradora en el ejército ercestre la había hecho encontrarse con lobos árticos muchísimas veces, y aquellos aullidos eran mucho más profundos y graves.
—Así es —dijo el maestro de perreras, asintiendo—, ya había advertido que se trata de algo más grande y poderoso. Quizá huargos de la antigüedad, que el Enemigo ha conseguido conservar, o incluso algo peor.
Todos los presentes se miraron, genuinamente preocupados, algunos presa de escalofríos provocados por los espeluznantes aullidos.
—El caso —suspiró el general Egaldâth— es que esperábamos tres o cuatro legiones para proteger con solvencia la ribera del río, pero debido a los acontecimientos en el sur, de los que solo nos han llegado rumores, a corto plazo solo llegará una. Esperemos que la ayuda del Vigía sea suficiente en el ínterin.
Aprovechando la mencion al Vigía, el grupo preguntó al general dónde podrían encontrar a sus líderes. Egaldâth afirmó que más al este, en el bosque que se extendía entre el río y la fortaleza de Tirëlen, tenían muchos pueblos y puestos de guardia, pero que si lo que querían era encontrarse con la cúpula de su hermandad, lo mejor era que remontaran el curso del río hasta el llamado Valle del Exilio, donde el Vigía tenía su "sede central", por decirlo de alguna forma.
Pocas horas después, tras desear suerte al general y sus oficiales, partieron para dirigirse hacia el valle. Su partida se vio demorada durante un par de horas cuando Daradoth llamó la atención del resto del grupo sobre un punto en el cielo, que unos minutos más tarde identificó como una criatura voladora. Estaba demasiado distante para identificarla, pero el elfo aseguraba que no se trataba de uno de aquellos cuervos enormes llamados corvax, sino de algo distinto. Así que decidieron esperar hasta que la diminuta silueta hubo desaparecido hacia el norte, y partieron hacia el oeste.
Afortunadamente, el clima los respetó y tuvieron un viaje tranquilo remontando el curso del Meltuan. Sobrevolaron varias poblaciones y fortalezas, y un segundo puente tan enorme como el que partía de Meltuamân, y una jornada después llegaban a las primeras estribaciones de las Ádracen. Con las indicaciones del general no tardaron en identificar el lugar donde se encontraba el Valle del Exilio, protegido de miradas indiscretas desde el nivel del suelo por unas tupidas arboledas. Vieron cómo el valle estaba excelentemente protegido por varias torres que se alzaban en las elevaciones estratégicas.
Decidieron apostar el todo por el todo y descender en las colinas del sur, en un punto muerto; el capitán Suras dirigió el Empíreo con mano diestra y el grupo bajó rápidamente; el dirigible se elevaba de nuevo en un tiempo récord, pero los que quedaron en tierra pudieron ver cómo se acercaban desde la parte superior y de la parte inferior de la colina sendos grupos de elfos armados que corrían como el rayo. Varios de ellos no tardaron en rodearlos y apuntarles con sus largos arcos. Levantaron las manos, y Daradoth tomó la palabra, hablando en idioma irthion:
—¡Paz, hermanos del Vigía! ¡No debéis temer nada de nosotros! ¡Mi nombre es Daradoth Ithaulgir, y vengo de Doranna para hablar de un asunto de extrema urgencia!
Varias voces se alzaron entre las líneas de elfos, y a pesar del fuerte acento, Daradoth consiguió entender algunas palabras ("traidores", "cobardes"...). Giró la cabeza y miró a sus compañeros de medio lado, diciendo:
—Ammarië nos guarde... parece que los elfos de Doranna no son bienvenidos aquí...
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