Por la mañana y a la luz del sueño inspirado por Emmán, Galad no pudo evitar exponer sus serias dudas respecto a la búsqueda del orbe de Curassil. A toda la oscuridad y visiones que había presenciado había que sumar sus propias sensaciones, pues el sueño no era solamente una representación visual; todavía sentía frío en su interior, un frío que había helado su alma durante su ensoñación, y un sentimiento apocalíptico que sacudía su temple.
Durante largo rato discutieron sobre las reservas del paladín y su mejor curso de acción, pero poco podían hacer; según les aseguraban Igrëithonn y Erythyonn, el Pacto caería en cuestión de meses si no detenían a aquellos enjambres, y toda Aredia le seguiría poco después. Así que para todos estaba claro que tendrían que acompañar al elfo en su búsqueda, al menos en la primera etapa, transportándolo a bordo del Empíreo. En un momento dado, alguien mencionó la posibilidad de que el orbe pudiera ser usado solamente por el Brazo de Oltar y no fueran capaces de desatar su poder, resultando la toda búsqueda en un fiasco. Daradoth sacó entonces a colación a Somara, cuyas habilidades sobrenaturales le hacían sospechar que podía tener el favor de algún avatar, quizá incluso del mismísimo Oltar.
Así que Symeon buscó a Somara y la incorporó a la reunión. Cuando le explicaron la situación, sus sospechas y la posibilidad de que ella fuera la única que pudiera ayudarles a utilizar el orbe, su rostro, sincero siempre, transmitió su sorpresa y su angustia interior ante tal responsabilidad. No obstante, aunque (una vez asimiladas las revelaciones) no se opuso a ayudar al grupo con todas sus fuerzas, sí que pidió encarecidamente que la devolvieran a su hogar. Su vientre ya mostraba los síntomas de su embarazo, y anhelaba volver a ver a su familia y su marido. Yuria aceptó calcular un desvío de tres días en la trayectoria del dirigible, que sería suficiente para hacer descender a Somara en su mansión (si es que seguía en pie). La búsqueda planteaba muchísimos interrogantes y no era seguro que acabara bien para nadie, así que lo mejor sería dejar a Somara a salvo en Arbanôr a la espera de los acontecimientos.
El día siguiente, el Empíreo recibía a bordo al grupo, a Igrëithonn, a Talítharonn (el elfo capaz de predecir y controlar limitadamente el clima), a Somara y sus dos guardianes, y a los montaraces Arakariann y Ginnerionn. Además, cargaron un par de mulas y provisiones para dos meses. Más al norte recogieron a Neâderoth, uno de los monjes capaces de proyectar como arma ofensiva el aura de los talismanes de nulificación y, como Igrëithonn, uno de los pocos que había puesto pie en los Santuarios en los tiempos antiguos.
Poniendo rumbo al sur sin más incidentes (Talítharonn se mostró fundamental para evitar las grandes tormentas), llegaban en menos de dos semanas a Arbanôr y la mansión de Ginathân, aparentemente tranquila, donde dejaron a Somara. Según les informaron allí, la situación en Dársuma era bastante complicada, puesto que aunque Ginathân había conseguido tomar el control, los líderes de la plebe se encontraban enfrentados a él y le estaban poniendo en serios aprietos. Todo ello ante las tropas del Káikar, que podían decidir inclinar la balanza hacia un lado o hacia otro. Daradoth se despidió de Somara recomendándole que huyera hacia el norte si la situación se torcía, y sosteniendo su mirada largo tiempo.
Varios días después, más de mil kilómetros hacia el este, el Empíreo sobrevolaba el Gran Bosque de Essel.
Tras poco más de una jornada, al anochecer, Daradoth inspeccionaba el entorno en la proa. El viento invernal era frío, pero su naturaleza élfica lo encontraba más bien confortable. No obstante, no pudo reprimir un escalofrío cuando, urdidos entre los silbidos que el Gregal provocaba en las aletas del casco, llegaron hasta sus oídos unos susurros. Miró a lo lejos, asiendo con fuerza la regala, y aguzó el oído, pero los susurros debían de ser transportados desde muy lejos, pues no eran más que una promesa sugerida entre los zumbidos, siempre al límite de la audición. Un poco más atrás, Igrëithonn también se puso alerta, mirando hacia el horizonte en la oscuridad de la noche, y anunció:
—Debemos detenernos aquí. Continuaremos a pie.
Y así lo hicieron. Cuando Yuria y el capitán Suras descubrieron un lugar adecuado, descendieron todos ellos y bajaron las mulas. De momento, el bosque no daba ninguna señal de la presencia de la Sombra, excepto por los levísimos susurros que solo los elfos parecían capaces de captar de momento. Para sorpresa de sus compañeros, Igrëithonn expresó su temor ante la ordalía que tenían ante sí, y por un momento todos temieron que hubiera perdido la cabeza cuando expresó sin ambages sus reservas a seguir el camino. Llegó incluso a sugerir que en lugar de continuar aquel sinsentido, deberían acudir a Doranna para pedir ayuda a los más sabios y poderosos de los recluidos allí.
Afortunadamente, la aparente enajenación de Igrëithonn no duró mucho, y pronto todos coincidían en que era demasiado tarde para volver atrás, había demasiadas cosas en juego como para retroceder. En breve tiempo habían establecido un campamento para pasar la noche y el Empíreo partía hacia el oeste para esperar en un sitio seguro las órdenes del grupo a través del búho de ébano.
Symeon entró al Mundo Onírico al poco rato, bajo el habitual hechizo protector de Galad. Lo primero que le llamó la atención y que le puso los pelos de punta era que todo parecía más oscuro de lo habitual. Las siluetas de los árboles eran negras como la noche y lucían las ramas desnudas, afiladas como cuchillas. En un rincón veía una pequeña llama que apenas iluminaba, y que debía de corresponder a su fogata del campamento; era la primera vez que veía que uno de sus fuegos tenía representación onírica, y aunque podía imaginar su significado, prefirió no pensarlo mucho; la llama era pequeña y titilante, languideciendo en la oscuridad del entorno. Abrió mucho los ojos (o lo pretendió) cuando, ante la pequeña lumbre, vio una figura dorada acurrucada, intentando conseguir algo de calor. Las alas de su espalda no dejaban duda sobre su identidad: sin duda debía tratarse de Dirnadel, el arcángel de Eryontar. El errante se encogió cuando la figura se levantó y dirigió hacia él las manchas doradas que eran sus ojos.
—Debéis retroceder si no queréis morir todos, errante —dijo con una voz estremecedora.
—Mi señor —contestó Symeon, tras tragar saliva—, entiendo lo que queréis decir, y lo comparto, pero si queremos tener una oportunidad de que Aredia se libre del yugo de la Sombra, debemos continuar y aceptar los sacrificios que sean necesarios.
Dirnadel lo miró fijamente, como taladrándolo, durante unos insoportables segundos. Y continuó:
—Entonces, maese buscador, si queréis tener alguna posibilidad, debéis convencer a Eraitan —usó el verdadero nombre del príncipe— de que me libere.
Con la promesa de intentarlo, Symeon abandonó el mundo onírico exhalando un suspiro de alivio. El día siguiente todos se mostraron preocupados por lo que el errante les contó, pero juzgaron que era demasiado pronto para intentar convencer al elfo de lo que había recomendado el arcángel. De hecho, ni siquiera estaban seguros de que fuera una buena idea en ningún momento. Así que después de un frugal desayuno, comenzaron su camino a través de la espesura. Se dirigieron hacia el noreste, en busca de uno de los antiguos caminos; Igrëithonn confiaba en que se conservara lo suficiente como para ayudarles a encontrar los Santuarios.
Arakariann y Ginnerionn, los montaraces, se perdieron entre la espesura para vigilar los alrededores mientras el resto avanzaba con las mulas. El bosque, antiguo y colosal, era tupido, y en la penumbra avanzaron bastantes kilómetros entre el canto de los pájaros y el sonido del viento en el follaje. Agotados por la dura marcha, buscaron un sitio para acampar y pasar la noche. En el Mundo Onírico, Symeon vio que todo era básicamente igual que el día anterior, quizá los árboles tenían un aspecto algo más amenazador, pero eso era todo.
El segundo día de viaje transcurrió en una penumbra cada vez más profunda hasta que por fin, los montaraces reconocieron lo que en tiempos antiguos debía de haber sido un camino. Para el grupo, nada evidenciaba que por allí hubiera pasado una vía, pero los elfos se mostraban convencidos y su rumbo giró hacia el noroeste, siguiendo el supuesto vericueto en la medida de lo posible. Igrëithonn no dejaba de susurrar para sí mismo, canturreando en esa lucha interna a la que ya se estaban acostumbrando.
A media tarde, las mulas se negaron a continuar el camino, y por más que insistieron en hacerlas caminar, los animales permanecieron inmóviles. No tuvieron más remedio que descargarlas y repartir en distintos fardos el equipo y las provisiones, que llevarían a partir de entonces a cuestas. Esa noche en el Mundo Onírico Symeon ya percibió un cambio: sombras amenazantes siempre al límite de su campo de visión lo pusieron nervioso, y la representación onírica de la hoguera del campamento se redujo a la mínima expresión. Desde arriba, unos ojos brillanes lo observaban, parecidos a los de un búho, pero sin cuerpo que los acompañara. Los árboles mostraban directamente cuchillas en sus ramas, y cuando sintió que algo le punzaba la espalda se volvió. ¿Era su imaginación, o hace un momento allí no había habido ningún árbol? Decidió salir rápidamente al mundo de vigilia, pues si hasta los propios árboles eran capaces de atacarle, no creía ser capaz de sobrevivir mucho tiempo.
La tercera jornada de camino discurrió con el grupo ya casi en completo silencio, con el ánimo bajo y la quietud alterada solamente por los susurros de Igrëithonn. A media mañana de la cuarta jornada la oscuridad acabó envolviéndolos por completo, una oscuridad densa, como una niebla que se tragara la luz. Encendieron antorchas, pero estas pronto se revelaron inútiles; aunque eran capaces de ver el fuego, la llama no alumbraba más allá. Igrëithonn hizo uso de su gema de Luz para alumbrar el entorno, y esto sí que funcionó, aunque peor que en una oscuridad normal. Galad probó también a utilizar su colgante para iluminar, y a pesar de resultar en una iluminación más tenue que la gema de Luz, tambíen funcionó. Con esas dos únicas fuentes de luminosidad debería el grupo viajar a partir de entonces. Los cantos de los pájaros y el susurro del viento en las ramas habían desaparecido por completo; el frío iba en aumento, y el ambiente se hacía cada vez más opresivo. Y todos los elfos ya eran capaces de escuchar con claridad los susurros que venían del norte, susurros que gemían, gritaban y hablaban en un lenguaje desconocido. Los humanos comenzaron a escucharlos al final del día, o lo que suponían que era el final del día, pues ya no tenían ninguna luz natural con la que orientarse, y a partir de entonces solo podrían suponer en qué momento del día se encontraban; el ánimo de la comitiva se ensombreció aún un poco más.
Esa noche, como siempre, los elfos se estructuraron en dos turnos de guardia, alrededor de la luz que emitía la joya de Igrëithonn. Las guardias transcurrieron con mucha tensión, porque pronto se empezaron a oir multitud de ruidos en el límite de la visión de orígenes desconocidos; nunca avistaron nada, fuera animal o ser extraño, pero los sonidos hicieron que los nervios de los elfos se crisparan.
Por la mañana (lo que suponían que era la mañana), no tardaron en darse cuenta de que el hechicero del clima, Talítharonn, había desaparecido durante la noche. Y a pesar de los esfuerzos que los montaraces y el resto del grupo hicieron para encontrar su rastro, este se difuminó transcurridos unos pocos metros. Eso sí, según los rastreadores, parecía claro que se había marchado precipitadamente y por voluntad propia. Compungidos, continuaron el camino agobiados por los continuos susurros que llegaban ya desde todas partes; durante gran parte del tiempo, todos trataban de tapar sus oídos para protegerse de ellos.
En un momento dado de la jornada, Taheem se quedó mirando fijamente hacia las copas de los árboles. "¡Se mueve! ¡¡Se mueve!!", gritó. Al punto, hizo ademán de salir corriendo. Afortunadamente, Symeon y Galad reaccionaron con celeridad y consiguieron detenerle. Daradoth se giró alarmado ante lo que ocurría y un dolor punzante le llegó desde la pantorrilla; había sido alcanzado por una flecha desde la oscuridad, que le había atravesado de parte a parte la pierna. Segundos después, Neâderoth soltaba un gemido al ser alcanzado por otro proyectil en la espalda.
Todos desenfundaron las armas (excepto Galad y Symeon, ocupados en retener a Taheem) y de repente, dos figuras aparecieron desde la oscuridad profiriendo risotadas dementes. En el pasado debían de haber sido elfos, pero la Sombra había causado estragos en ellos: sus rostros estaban lívidos, sus dientes afilados, los ojos oscurecidos y su pelo níveo; ponían los pelos de punta. Se abalanzaron sobre Neâderoth, que a duras penas conseguía mantenerse en pie, y sobre Yuria. La ercestre cayó bajo los embates de uno de los enemigos armado con cimitarra y daga, y el elfo sufrió la brutal amputación de una pierna antes de que sus compañeros pudieran hacer nada por evitarlo. Igrëithonn, Faewald, Daradoth —cojeando— y los demás consiguieron dar cuenta de los atacantes, no sin dificultades por el entorno hostil, y aunque Galad pudo tratar después las heridas de Yuria, no pudieron hacer nada por salvar la vida de Neâderoth. La pierna de Daradoth también presentaba mal aspecto, y su curación completa quedaba más allá de las capacidades sanadoras de Galad, pero estas bastaron para reducir la gravedad de la herida y con los vendajes adecuados, conseguir que su amigo pudiera volver a caminar, aunque renqueante. Mientras el elfo era atendido, invocó su capacidad de ver en la oscuridad, y sorprendentemente esta se demostró efectiva; alcanzó a ver una figura correr rápidamente entre la vegetación, pero no pudo distinguir nada más.
El encuentro los había dejado maltrechos y a algunos de ellos (como Galad) agotados, así que decidieron pasar la noche allí mismo con los elfos que quedaban estableciendo un perímetro de vigilancia. Ya habían perdido a dos miembros del grupo, y por suerte habían podido evitar la pérdida de Taheem. "¡Y ni siquiera hemos llegado todavía a los Santuarios!", pensó en voz alta Yuria.
Así que Symeon buscó a Somara y la incorporó a la reunión. Cuando le explicaron la situación, sus sospechas y la posibilidad de que ella fuera la única que pudiera ayudarles a utilizar el orbe, su rostro, sincero siempre, transmitió su sorpresa y su angustia interior ante tal responsabilidad. No obstante, aunque (una vez asimiladas las revelaciones) no se opuso a ayudar al grupo con todas sus fuerzas, sí que pidió encarecidamente que la devolvieran a su hogar. Su vientre ya mostraba los síntomas de su embarazo, y anhelaba volver a ver a su familia y su marido. Yuria aceptó calcular un desvío de tres días en la trayectoria del dirigible, que sería suficiente para hacer descender a Somara en su mansión (si es que seguía en pie). La búsqueda planteaba muchísimos interrogantes y no era seguro que acabara bien para nadie, así que lo mejor sería dejar a Somara a salvo en Arbanôr a la espera de los acontecimientos.
El día siguiente, el Empíreo recibía a bordo al grupo, a Igrëithonn, a Talítharonn (el elfo capaz de predecir y controlar limitadamente el clima), a Somara y sus dos guardianes, y a los montaraces Arakariann y Ginnerionn. Además, cargaron un par de mulas y provisiones para dos meses. Más al norte recogieron a Neâderoth, uno de los monjes capaces de proyectar como arma ofensiva el aura de los talismanes de nulificación y, como Igrëithonn, uno de los pocos que había puesto pie en los Santuarios en los tiempos antiguos.
Poniendo rumbo al sur sin más incidentes (Talítharonn se mostró fundamental para evitar las grandes tormentas), llegaban en menos de dos semanas a Arbanôr y la mansión de Ginathân, aparentemente tranquila, donde dejaron a Somara. Según les informaron allí, la situación en Dársuma era bastante complicada, puesto que aunque Ginathân había conseguido tomar el control, los líderes de la plebe se encontraban enfrentados a él y le estaban poniendo en serios aprietos. Todo ello ante las tropas del Káikar, que podían decidir inclinar la balanza hacia un lado o hacia otro. Daradoth se despidió de Somara recomendándole que huyera hacia el norte si la situación se torcía, y sosteniendo su mirada largo tiempo.
Varios días después, más de mil kilómetros hacia el este, el Empíreo sobrevolaba el Gran Bosque de Essel.
Tras poco más de una jornada, al anochecer, Daradoth inspeccionaba el entorno en la proa. El viento invernal era frío, pero su naturaleza élfica lo encontraba más bien confortable. No obstante, no pudo reprimir un escalofrío cuando, urdidos entre los silbidos que el Gregal provocaba en las aletas del casco, llegaron hasta sus oídos unos susurros. Miró a lo lejos, asiendo con fuerza la regala, y aguzó el oído, pero los susurros debían de ser transportados desde muy lejos, pues no eran más que una promesa sugerida entre los zumbidos, siempre al límite de la audición. Un poco más atrás, Igrëithonn también se puso alerta, mirando hacia el horizonte en la oscuridad de la noche, y anunció:
—Debemos detenernos aquí. Continuaremos a pie.
Y así lo hicieron. Cuando Yuria y el capitán Suras descubrieron un lugar adecuado, descendieron todos ellos y bajaron las mulas. De momento, el bosque no daba ninguna señal de la presencia de la Sombra, excepto por los levísimos susurros que solo los elfos parecían capaces de captar de momento. Para sorpresa de sus compañeros, Igrëithonn expresó su temor ante la ordalía que tenían ante sí, y por un momento todos temieron que hubiera perdido la cabeza cuando expresó sin ambages sus reservas a seguir el camino. Llegó incluso a sugerir que en lugar de continuar aquel sinsentido, deberían acudir a Doranna para pedir ayuda a los más sabios y poderosos de los recluidos allí.
Afortunadamente, la aparente enajenación de Igrëithonn no duró mucho, y pronto todos coincidían en que era demasiado tarde para volver atrás, había demasiadas cosas en juego como para retroceder. En breve tiempo habían establecido un campamento para pasar la noche y el Empíreo partía hacia el oeste para esperar en un sitio seguro las órdenes del grupo a través del búho de ébano.
Symeon entró al Mundo Onírico al poco rato, bajo el habitual hechizo protector de Galad. Lo primero que le llamó la atención y que le puso los pelos de punta era que todo parecía más oscuro de lo habitual. Las siluetas de los árboles eran negras como la noche y lucían las ramas desnudas, afiladas como cuchillas. En un rincón veía una pequeña llama que apenas iluminaba, y que debía de corresponder a su fogata del campamento; era la primera vez que veía que uno de sus fuegos tenía representación onírica, y aunque podía imaginar su significado, prefirió no pensarlo mucho; la llama era pequeña y titilante, languideciendo en la oscuridad del entorno. Abrió mucho los ojos (o lo pretendió) cuando, ante la pequeña lumbre, vio una figura dorada acurrucada, intentando conseguir algo de calor. Las alas de su espalda no dejaban duda sobre su identidad: sin duda debía tratarse de Dirnadel, el arcángel de Eryontar. El errante se encogió cuando la figura se levantó y dirigió hacia él las manchas doradas que eran sus ojos.
—Debéis retroceder si no queréis morir todos, errante —dijo con una voz estremecedora.
—Mi señor —contestó Symeon, tras tragar saliva—, entiendo lo que queréis decir, y lo comparto, pero si queremos tener una oportunidad de que Aredia se libre del yugo de la Sombra, debemos continuar y aceptar los sacrificios que sean necesarios.
Dirnadel lo miró fijamente, como taladrándolo, durante unos insoportables segundos. Y continuó:
—Entonces, maese buscador, si queréis tener alguna posibilidad, debéis convencer a Eraitan —usó el verdadero nombre del príncipe— de que me libere.
La Sombra en los bosques esselios |
Con la promesa de intentarlo, Symeon abandonó el mundo onírico exhalando un suspiro de alivio. El día siguiente todos se mostraron preocupados por lo que el errante les contó, pero juzgaron que era demasiado pronto para intentar convencer al elfo de lo que había recomendado el arcángel. De hecho, ni siquiera estaban seguros de que fuera una buena idea en ningún momento. Así que después de un frugal desayuno, comenzaron su camino a través de la espesura. Se dirigieron hacia el noreste, en busca de uno de los antiguos caminos; Igrëithonn confiaba en que se conservara lo suficiente como para ayudarles a encontrar los Santuarios.
Arakariann y Ginnerionn, los montaraces, se perdieron entre la espesura para vigilar los alrededores mientras el resto avanzaba con las mulas. El bosque, antiguo y colosal, era tupido, y en la penumbra avanzaron bastantes kilómetros entre el canto de los pájaros y el sonido del viento en el follaje. Agotados por la dura marcha, buscaron un sitio para acampar y pasar la noche. En el Mundo Onírico, Symeon vio que todo era básicamente igual que el día anterior, quizá los árboles tenían un aspecto algo más amenazador, pero eso era todo.
El segundo día de viaje transcurrió en una penumbra cada vez más profunda hasta que por fin, los montaraces reconocieron lo que en tiempos antiguos debía de haber sido un camino. Para el grupo, nada evidenciaba que por allí hubiera pasado una vía, pero los elfos se mostraban convencidos y su rumbo giró hacia el noroeste, siguiendo el supuesto vericueto en la medida de lo posible. Igrëithonn no dejaba de susurrar para sí mismo, canturreando en esa lucha interna a la que ya se estaban acostumbrando.
A media tarde, las mulas se negaron a continuar el camino, y por más que insistieron en hacerlas caminar, los animales permanecieron inmóviles. No tuvieron más remedio que descargarlas y repartir en distintos fardos el equipo y las provisiones, que llevarían a partir de entonces a cuestas. Esa noche en el Mundo Onírico Symeon ya percibió un cambio: sombras amenazantes siempre al límite de su campo de visión lo pusieron nervioso, y la representación onírica de la hoguera del campamento se redujo a la mínima expresión. Desde arriba, unos ojos brillanes lo observaban, parecidos a los de un búho, pero sin cuerpo que los acompañara. Los árboles mostraban directamente cuchillas en sus ramas, y cuando sintió que algo le punzaba la espalda se volvió. ¿Era su imaginación, o hace un momento allí no había habido ningún árbol? Decidió salir rápidamente al mundo de vigilia, pues si hasta los propios árboles eran capaces de atacarle, no creía ser capaz de sobrevivir mucho tiempo.
La tercera jornada de camino discurrió con el grupo ya casi en completo silencio, con el ánimo bajo y la quietud alterada solamente por los susurros de Igrëithonn. A media mañana de la cuarta jornada la oscuridad acabó envolviéndolos por completo, una oscuridad densa, como una niebla que se tragara la luz. Encendieron antorchas, pero estas pronto se revelaron inútiles; aunque eran capaces de ver el fuego, la llama no alumbraba más allá. Igrëithonn hizo uso de su gema de Luz para alumbrar el entorno, y esto sí que funcionó, aunque peor que en una oscuridad normal. Galad probó también a utilizar su colgante para iluminar, y a pesar de resultar en una iluminación más tenue que la gema de Luz, tambíen funcionó. Con esas dos únicas fuentes de luminosidad debería el grupo viajar a partir de entonces. Los cantos de los pájaros y el susurro del viento en las ramas habían desaparecido por completo; el frío iba en aumento, y el ambiente se hacía cada vez más opresivo. Y todos los elfos ya eran capaces de escuchar con claridad los susurros que venían del norte, susurros que gemían, gritaban y hablaban en un lenguaje desconocido. Los humanos comenzaron a escucharlos al final del día, o lo que suponían que era el final del día, pues ya no tenían ninguna luz natural con la que orientarse, y a partir de entonces solo podrían suponer en qué momento del día se encontraban; el ánimo de la comitiva se ensombreció aún un poco más.
Esa noche, como siempre, los elfos se estructuraron en dos turnos de guardia, alrededor de la luz que emitía la joya de Igrëithonn. Las guardias transcurrieron con mucha tensión, porque pronto se empezaron a oir multitud de ruidos en el límite de la visión de orígenes desconocidos; nunca avistaron nada, fuera animal o ser extraño, pero los sonidos hicieron que los nervios de los elfos se crisparan.
Por la mañana (lo que suponían que era la mañana), no tardaron en darse cuenta de que el hechicero del clima, Talítharonn, había desaparecido durante la noche. Y a pesar de los esfuerzos que los montaraces y el resto del grupo hicieron para encontrar su rastro, este se difuminó transcurridos unos pocos metros. Eso sí, según los rastreadores, parecía claro que se había marchado precipitadamente y por voluntad propia. Compungidos, continuaron el camino agobiados por los continuos susurros que llegaban ya desde todas partes; durante gran parte del tiempo, todos trataban de tapar sus oídos para protegerse de ellos.
En un momento dado de la jornada, Taheem se quedó mirando fijamente hacia las copas de los árboles. "¡Se mueve! ¡¡Se mueve!!", gritó. Al punto, hizo ademán de salir corriendo. Afortunadamente, Symeon y Galad reaccionaron con celeridad y consiguieron detenerle. Daradoth se giró alarmado ante lo que ocurría y un dolor punzante le llegó desde la pantorrilla; había sido alcanzado por una flecha desde la oscuridad, que le había atravesado de parte a parte la pierna. Segundos después, Neâderoth soltaba un gemido al ser alcanzado por otro proyectil en la espalda.
Todos desenfundaron las armas (excepto Galad y Symeon, ocupados en retener a Taheem) y de repente, dos figuras aparecieron desde la oscuridad profiriendo risotadas dementes. En el pasado debían de haber sido elfos, pero la Sombra había causado estragos en ellos: sus rostros estaban lívidos, sus dientes afilados, los ojos oscurecidos y su pelo níveo; ponían los pelos de punta. Se abalanzaron sobre Neâderoth, que a duras penas conseguía mantenerse en pie, y sobre Yuria. La ercestre cayó bajo los embates de uno de los enemigos armado con cimitarra y daga, y el elfo sufrió la brutal amputación de una pierna antes de que sus compañeros pudieran hacer nada por evitarlo. Igrëithonn, Faewald, Daradoth —cojeando— y los demás consiguieron dar cuenta de los atacantes, no sin dificultades por el entorno hostil, y aunque Galad pudo tratar después las heridas de Yuria, no pudieron hacer nada por salvar la vida de Neâderoth. La pierna de Daradoth también presentaba mal aspecto, y su curación completa quedaba más allá de las capacidades sanadoras de Galad, pero estas bastaron para reducir la gravedad de la herida y con los vendajes adecuados, conseguir que su amigo pudiera volver a caminar, aunque renqueante. Mientras el elfo era atendido, invocó su capacidad de ver en la oscuridad, y sorprendentemente esta se demostró efectiva; alcanzó a ver una figura correr rápidamente entre la vegetación, pero no pudo distinguir nada más.
El encuentro los había dejado maltrechos y a algunos de ellos (como Galad) agotados, así que decidieron pasar la noche allí mismo con los elfos que quedaban estableciendo un perímetro de vigilancia. Ya habían perdido a dos miembros del grupo, y por suerte habían podido evitar la pérdida de Taheem. "¡Y ni siquiera hemos llegado todavía a los Santuarios!", pensó en voz alta Yuria.
No hay comentarios:
Publicar un comentario