Restaurando a Ackerman. Rebecca Clarkson en Rockefeller Plaza.
Por la tarde, con Tomaso ya de vuelta, se dirigieron a la iglesia de su primo Dominic para afrontar la "restauración" del congresista Ackerman. Habían decidido llamar así al proceso, puesto que, a ojos de Patrick, era como si el aura del afectado por la posesión se restaurara. Se desplazaron allí con las tres monjas, con Margaret, los Vástagos de Mitra, Jonathan, Samantha y el propio Ackerman, y una vez que Tomaso le hubo explicado al diácono (que también se quedó presente durante la ceremonia) quién era y qué pretendían, las hermanas prepararon toda la parafernalia, con las velas y demás. Acto seguido, comenzaron los rezos.
El rito duró un par de horas, más o menos igual que en el caso de Jonathan, y Ackerman hizo lo mismo que el agente, relatando lo que sentía en cada momento. Mientras Theo Moss realizaba rondas en el exterior, Tomaso rezaba fervorosamente y canalizaba el poder divino de forma parecida a lo que había sucedido en la ocasión anterior; acabó agotado y con las hermanas sosteniéndole de nuevo para que no se diera de bruces en el suelo. No obstante, no fue un éxito absoluto; Patrick todavía podía ver las máculas en el aura de Ackerman.
—Mmmh... Tomaso no parece haberlo conseguido del todo —dijo, mientras sus iris se tornaban de aquel color grisáceo que indicaba su percepción de las auras—. Ha mejorado bastante, eso sí, diría que ha llegado a un nivel de deterioro parecido al que tenía Jonathan antes de la ceremonia o —se miró los brazos— al que tengo yo mismo.
—Bueno, algo es algo —dijo Derek, posando su mano en el hombro al congresista—. Seguramente podrá restaurarte del todo en una segunda sesión.
—No tengo ninguna duda —respondió Ackerman con una sonrisa—. La verdad es que es...
Philip no pudo acabar la frase, porque en ese momento tanto él como Patrick tuvieron una sensación
extraña, como si algo resbaladizo, pegajoso y muy frío les tocara la
nuca y resbalara hacia abajo. Se sintieron confundidos unos segundos,
pero la fuerza de voluntad y el aura restaurada del congresista
parecieron suficientes para que él resistiera aquel intento de posesión.
No así Patrick, cuyos ojos se tornaron oscuros durante unos segundos. "¡No puede ser!", pensó Derek mirando alrededor, "¿están aquí de nuevo? ¡Mierda!". Patrick no parecía reponerse del trance como Ackerman, y su rostro fue mudando en una mueca de desesperación, sumamente inquietante combinada con sus ojos negros. "¡Tengo que hacer algo, tengo que hacer algo!", se gritó a sí mismo Derek, desesperado. De súbito, se le ocurrió. De alguna manera, proyectó su habilidad —esa que le permitía ocultar al grupo de detecciones no deseadas— hacia Patrick. Sintió el tacto viscoso y frío de la entidad desconocida, y la empujó con su voluntad. Y tuvo éxito. De alguna forma protegió a Patrick; el profesor suspiró y sus ojos volvieron a la normalidad, aliviados. Ambos se miraron.
Sin embargo, no les dio tiempo a decir nada; la puerta frontal de la iglesia se abrió violentamente y todos miraron hacia allí, sobresaltados, para ver cómo irrumpían tres intrusos, envueltos en sombras que giraban vertiginosamente a su alrededor. "Mierda", pensó Patrick cuando vio entrar atropelladamente al templo a la que había sido su esposa, Helen, escoltada por otros dos demonios desconocidos.
Derek reaccionó rápidamente, demostrando su entrenamiento como director:
—¡Vamos! ¡Vamos! ¡Por allí! —exclamó, señalando la salida de la nave de la izquierda, y haciendo que las monjas pasaran rápidamente, ayudando a Tomaso.
Evans y Patrick fueron los que más tardaron en reaccionar, los más cercanos a Helen y los otros dos demonios, uno de los cuales trepaba al techo y se refugiaba en sus sombras.
Y cuando las hermanas parecían a punto de ponerse a salvo, por delante de Derek, Sigrid y los demás, una vidriera estalló en lo alto, rociando de cristales a todos, que tuvieron que protegerse. Desde arriba, a la luz de las velas, vieron cómo una figura envuelta en sombras sólidas descendía hasta el suelo a una velocidad endiablada. Las sombras se movían lo suficiente como para que a los pocos segundos reconocieran el rostro de Paolo, el hemano de Tomaso, que se alzó en el suelo ante ellos.
—¡Cuidado Philip! —gritó Sigrid, señalando algo en el suelo detrás del altar. Detrás de ellos, unas sombras sobrenaturales se extendían desde el ábside de la iglesia, avanzando lenta pero inexorablemente, formando una especie de zarcillos que los buscaban. Ackerman se movió, evitándolos. Mientras tanto, la anticuaria corrió hacia la pila de agua bautismal donde se hizo con un crucifijo. "Joder, no se me ocurre otra cosa", pensó, "a ver si con esto les puedo herir de alguna manera".
Mientras tanto, Frank Evans y Patrick, con la ayuda de Moss, que se había precipitado a través de la puerta frontal poco después de la irrupción de los intrusos, consiguieron retener a los tres demonios. Evans sacó sus dos pistolas y sus balas y las de Moss parecieron afectar a la mujer de Patrick, que este había retenido gracias a sus habilidades de alteración de la realidad, y al tercero de los demonios. Pero aunque el tercer demonio sí fue bastante afectado por las balas, Helen se recuperó en pocos segundos. Evans pasó una de sus armas a Patrick y extendió el brazo libre hacia ella, que ya saltaba varios metros sobre los bancos de la iglesia; justo a tiempo, la esposa de Patrick pareció chocar y ser empujada por una barrera invisible mientras su rostro se deformaba en una mueca infernal. Pocos segundos después, el engendro que había trepado al techo de la iglesia se lanzaba sobre Patrick, que aunque descerrajó un par de tiros con el arma de Evans, esta no pareció tener la misma efectividad en las manos del profesor, y poco pudo hacer para evitar el inmenso dolor que sintió cuando el demonio le golpeó brutalmente. Además, dos nuevas figuras accedieron al templo tras los pasos de Moss, que descerrajó varios tiros en su dirección.
Al contrario que las armas de los Vástagos de Mitra, las balas de Derek, Jonathan, Margaret y los demás no parecían afectar en absoluto a Paolo, que lanzó a Jonathan contra una columna. Sigrid intentó afectarle con el crucifijo que había conseguido y con agua bendita, pero no tuvo éxito en ninguno de sus intentos.
Una vez en el exterior, corrieron renqueantes hacia los coches. Antes de llegar, hizo acto de aparición una nueva figura de sombras, que aunque planteó algunos problemas a unos agotados Vástagos de Mitra, fue finalmente repelida. Por fin, montaron en los vehículos y condujeron rápidamente de vuelta a la CCSA. Allí trataron a los heridos y descansaron como pudieron por la noche.
Por la mañana, volvieron a reunirse. Ackerman expuso sus reservas acerca del viaje al extranjero después de lo vivido la noche pasada, pero ya era una discusión manida para la que no había vuelta atrás. Patrick preguntó a los Hijos de Mitra acerca del daño que sus armas infligían a los demonios, y según le explicaron, se trataba de un ritual al que sometían a sus armas y su munición, pero que por lo visto solo funcionaba con un Vástago auténtico y con fe firme en su dios.
Mientras el resto hablaba, Tomaso y Sally buscaban en los canales de noticias. Visto lo que había pasado en la iglesia de San Patricio, el italiano estaba acongojado por la posibilidad de que los demonios hubieran destruido la iglesia de Dominic. Pero parecía que no era así; ninguna noticia se hacía eco de la destrucción de ninguna iglesia en Nueva York. Tomaso suspiró aliviado.
—¡¿Eh?! —los sorprendió Sally—. ¿Qué es esto? ¡Mirad!
En varias televisiones, y en la radio también, había conexiones con periodistas desplazados a Rockefeller Plaza. Todos describían la perturbadora escena que se estaba produciendo: en diferentes puntos de la plaza, tres mujeres habían tomado como rehenes a otras tres personas, gritando y rodeadas por la policía, que las conminaba a dejar las armas con las que amenazaban a los retenidos.
—Oye —dijo Patrick, conmocionado por lo que veía, cuando las cámaras enfocaron a las distintas secuestradoras—, ¿no son las tres iguales?
—Sí, tío —contestó Tomaso—, ¿y no son muy parecidas a la mujer de Grand Central? ¿La que gritó tu nombre?
—Sí, sí, Rebecca Clarkson, la recuerdo bien —añadió a su vez Sigrid—. En aquella ocasión solo un móvil pudo enfocarle la cara, pero sin duda estas tres son igualitas a ella, y en esta ocasión no hay desenfoque...
De vez en cuando, las mujeres parecían gritar algo de forma irregular, y cuando uno de los equipos de televisión se acercó a una de ellas, el grupo oyó claramente sus gritos, y sus palabras les dejaron helados:
—¡Patrick! ¡Patrick! ¡¡Recuerda Tunguska!!
La misma frase era repetida a pleno pulmón por las tres mujeres en intervalos regulares, de repente y sin venir a cuento, como si algo las compeliera a gritarlo involuntariamente.
Durante unos quince minutos estuvieron mirando la televisión y oyendo la radio, con la policía cada vez más cerca de las mujeres, varios helicópteros volando en círculos y cada vez más periodistas y curiosos concentrados en la zona. Tomaso empezó a grabar.
—Bueno, ¿qué hacemos? —dijo al fin Derek—. ¿Nos vamos a quedar mirando? ¿Por qué no estamos en marcha todavía?
—No creo que... —empezó Patrick, que no pudo acabar la frase. Una de las mujeres había disparado en la cabeza al rehén que retenía y la multitud reunida gritó aterrorizada.
Y de repente, la imagen de la televisión se cortó y apareció una nube de estática; en la radio, el sonido fue cortado por un pitido agudo que hizo que tuvieran que taparse los oídos. Tanto los medios visuales como los sonoros volvieron a sus conexiones en el estudio, y pidieron disculpas por haber perdido la conexión con la plaza.
—¿Qué diablos ha sido eso? —preguntó Derek—.
—Buf, es todo muy raro —respondió Sigrid—. Tunguska... y siempre llaman a Patrick... —bajó la voz, para que no la oyera nadie aparte de sus amigos—. ¿Creéis que tiene que ver algo con el cambio de realidad?
—¿Y por qué, por todos los cielos, había tres Rebeccas esta vez? —añadió Tomaso.
Todos volvieron sus miradas hacia Patrick, que los miró a su vez, encogiéndose de hombros, impotente.
—Sinceramente, no tengo ni idea, pero sí que parece que el cambio de realidad tiene algo que ver... Tunguska... Henry Clarkson estuvo allí con nosotros... Y también Paolo... Y Dan Simmons, que nos ayudó... —la voz del profesor era cada vez más baja.
—Estás divagando, Patrick —lo interrumpió Derek—. ¡Mirad!
En la televisión ya se había recuperado la conexión con Rockefeller Plaza.
—¿Cómo está la pista de hielo hoy por ahí, Tiffany? —preguntaba el presentador del informativo.
—Pues la verdad es que no hay mucha gente, Tom —contestaba la reportera—; es raro en esta época del año, pero la gente se está haciendo la remolona para venir a patinar.
Todos se miraron. En la plaza no había ni rastro de policía, multitud, sanitarios, rehenes o Rebeccas Clarkson. Unas pocas personas patinaban en la pista de hielo y los transeúntes parecían abstraídos en sus asuntos con total tranquilidad. Y los reporteros desplazados al lugar eran diferentes de los que habían visto antes del disparo y el corte de conexión.
—¿Qué demonios pasa? —espetó Derek. Patrick negó con la cabeza.
Ni en la televisión ni en la radio parecía que nadie recordara lo que había sucedido unos minutos antes. Lo que es más, en la CCSA nadie parecía recordar nada, ni siquiera Sally o los Vástagos de Mitra. Pero ellos cuatro lo recordaban claramente. No lo comprendían, pero tratarían de hacerlo.
—Desde luego, todo apunta a que somos conscientes por lo que pasó en Tunguska —dijo Sigrid.
—Eh, yo estaba grabando todo —recordó Tomaso—. Vamos a reproducirlo.
Tomaso puso el vídeo a reproducir, pero visionarlo fue imposible; un mensaje de "archivo corrupto" apareció todas las veces que lo intentó. Patrick incluso trató de reparar el vídeo con sus habilidades de alteración del continuo, pero cuando percibió el espacio en disco ocupado por el archivo, detectó una superficie en blanco, como un agujero en el tejido de la realidad; era como si el contenido del archivo nunca hubiera existido.
—Nunca me había pasado esto —dijo, más que nada para sus adentros, Patrick—. Es como si nunca hubiera existido, como si se hubiera borrado este preciso trozo de realidad.
—Algún tipo de influencia de la tal Rebecca Clarkson —afirmó Sigrid—. Debemos tener mucho cuidado con ella.
Poco después, Ackerman convocaba a una nueva reunión al grupo y a todos los que viajarían con ellos a Reino Unido. El extraño episodio de Rebecca Clarkson no fue mencionado. En su lugar, el congresista volvió a expresar sus reservas a que el gupo se marchara del país en ese preciso momento, pero solo de modo testimonial, pues sabía que no podría convencerlos dada la supuesta importancia del libro que querían encontrar.
—En fin, no sé si será de mucha ayuda —dijo Ackerman—, pero tomad esto —les alargó un papel que había escrito mientras hablaba—. No sé ni siquiera si se encontrará en estos momentos en Reino Unido o si será receptivo, pero son los datos de contacto de sir John Wesley Atkinson, antiguo embajador de Reino Unido en EEUU, y Vástago de Mitra con rango de Persa.
—Muchas gracias, Philip —agradeció Derek, cogiendo el papel.
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