El Complejo Central. Descubiertos.
La esfera de protección de Galad se percibía casi físicamente, una especie de barrera cristalina, etérea, flotando al borde de su visión y amortiguando tanto los susurros como los tañidos de las campanas (que se habían detenido hacía unos segundos). Sin embargo, los estentóreos gritos de Eraitan/Dirnadel no eran amortiguados en absoluto, y cada uno de ellos se sentía conmovido hasta las entrañas por el sufrimiento que transmitían. Daradoth dudó unos segundos, pero finalmente renunció a separarse del grupo y continuaron su camino como pudieron, cual almas en pena, con los gritos resonando en sus oídos.
Las ramas iban siendo más delgadas e irregulares, lo que provocó que algunos componentes del grupo resbalaran en varias ocasiones. Por suerte nada fue más allá que unos pequeños sobresaltos.
Al cabo de un rato, los gritos dejaron de oírse de repente. El grupo se detuvo. Y de pronto, un rugido gutural y sobrenatural se alzó desde el suelo:
—¡¡Ruarrrrrrrggggghhhhhhhhhhhhhhh!! ¡¡Azîn elarrath kathros-zirralkân!! ¡¡Kathros-zirralkân, Daradoth!! ¡¡Raghatâsh akurnitekal elarrathor Galad eka Symeon eka Yuria Meristhenos-gadh!! ¡¡Kothêghtar Valaukamash....
Todos se miraron, confundidos. Habían escuchado sus nombres en un rugido demoníaco.
—Está hablando en Raghaukar, la que algunos llaman Lengua Negra —anunció Symeon, haciéndose oír sobre el pavoroso rugido.
Al oír esto, Galad entonó una breve oración, reclamando el poder de Emmán para ayudarle a entender la lengua de sus enemigos. Emmán le concedió el don, y al punto traducía los horripilantes bramidos:
—Dicen... engendros de la Luz... Daradoth, Galad, salid de donde estáis o moriréis condenando vuestras almas... Yuria, Symeon... entregaos, o nos llevaremos al elfo... lo someteremos a los peores tormentos que podáis imaginar... sufrirá, y lo convertiremos... Salid, Daradoth... o lo convertiremos en una criatura de Sombra... salid y entregaos....
Poco después, los rugidos cesaban, y volvieron a escucharse los gritos de agonía de Eraitan. En un esfuerzo supremo de voluntad, el príncipe elfo, o más bien el arcángel que lo poseía, alcanzó a gritar en cántico:
—¡¡¡No salgáis, ni se os ocurra!!! ¡Os matarán! ¡Tenéis que seguir! ¡¡Seguiddaaaaaah aaaAAARRRRGGGHHH!!
Arakariann, con lágrimas en los ojos, dijo:
—Tenemos que rescatarlo, ¡no podemos dejarlo así Daradoth!
El resto del grupo, incluyendo a Daradoth, se mostró de acuerdo en que era poco menos que un suicidio bajar a intentar el rescate del príncipe.
—Pero —insistió Arakariann—... ¿no deberíamos al menos intentar ver qué le están haciendo? Igual se nos ocurre algo.
—Podría hacerlo —acordó Daradoth, también con los ojos vidriosos—, pero más allá de ver, no creo que podamos hacer gran cosa. Además, lo importante es cumplir nuestra misión, demasiada gente depende de nosotros. Toda Aredia, de hecho. Hay que parar a esos Erakäunyr a toda costa. De momento, sigamos adelante —puso una mano en el hombro de Arakarian—; con suerte, podré ver qué pasa con Igrëithonn cuando giremos un poco por el ramaje.
Continuaron, sin poder evitar sentirse culpables, algunos de ellos con el sufrimiento reflejado en sus rostros. Durante el camino, ahora se alternaban los aullidos de agonía con los rugidos amenazantes. No obstante, al cabo de un tiempo, tras superar un nudo de la rama, esta dio un giro a la derecha para situarse alineada hacia el complejo central, y el follaje permitió a Daradoth (gracias a su visión en la oscuridad) visualizar la escena allá abajo.
En la explanada que se extendía desde uno de los campanarios de la muralla hasta el Aglannävyr, más allá de la multitud congregada a la entrada del santuario (que los dos colosos de metal seguían golpeando sin descanso), dos enormes demonios del Palio miraban hacia el árbol. Ambos agarraban unas formidables cadenas que mantenían alrededor del cuerpo de Eraitan... "¿o quizá de Dirnadel?", pensó Daradoth, pues el físico del príncipe había sido alterado: era más grande, sus ojos brillaban con un fulgor dorado, y su piel era blanca como el mármol. Las cadenas refulgían con un resplandor ígneo que parecía infligir graves quemaduras al prisionero, que se retorcía de dolor. El resplandor parecía ser provocado por los propios demonios, ya que sus propias manos estaban envueltas en él, y cuando parecían apretar con más fuerza, se hacía más potente.
"Ammarië bendita, tiene que estar sufriendo muchísimo", pensó Daradoth, apretando los dientes. El resto del grupo lo miró, preocupado por la tensión que transmitía.
En un momento dado, los dos demonios se miraron y hablaron entre sí. Y al cabo de unos pocos segundos, la cadena restalló al rojo blanco, arrancando un último grito que se diría que rompió la garganta de Eraitan, que cayó inconsciente. Apagando el fulgor de la cadena, los demonios comenzaron a arrastrar sin miramientos al príncipe élfico hacia la colina, más allá del complejo central, hacia donde se encontraba la oscuridad que ni la visión de Daradoth podía penetrar...
—Se están llevando a Eraitan —advirtió al resto del grupo, con la voz temblorosa por la impresión que le había provocado el último grito del príncipe—. Se lo llevan más allá de la muralla, hacia la oscuridad insondable del otro lado.
Arakariann bajó la cabeza, apesadumbrado. Pero no dijo nada, consciente de la imposibilidad de la situacion. Tanto él como Daradoth elevaron una pequeña oración a los avatares por el alma de Eraitan, y tras ello, recomponiéndose, continuaron su camino.
Pero poco después empezaron de nuevo los problemas. Precedido por una conocida descarga en el cuello de Yuria, un potentísimo tañir de campanas les sacudió, mucho más que los que habían sentido hasta el momento. Primero el impacto, y luego una oleada de frío intenso, hizo que el corazón de Daradoth se encogiera y sintiera un fuerte dolor de cabeza, como si el cerebro se le congelara durante unos momentos. Cayó inconsciente. Faewald, Arakariann, Taheem y Galad fueron afectados en una menor medida, no llegaron a caer inconscientes, pero durante unos minutos estuvieron afectados por náuseas y una fuerte jaqueca.
Las siguientes campanadas no fueron tan potentes, y además Galad invocó la bendición de Emmán para proteger al grupo. Ambos factores permitieron que nadie más fuera afectado, y pudieron continuar su camino llevando a cuestas a su compañero elfo. Agotados y acosados por los susurros continuaron como pudieron.
En su inconsciencia, Daradoth volvió a oír la voz del desconocido que había escuchado varias noches antes. "¿Hola?... ¿qué pasa?... estás perdiendo tu Luz. No pierdas la Luz, consérvala, es lo más preciado que hay, y la necesito, la necesito...".
Finalmente, Daradoth despertó pasados unos minutos. Todo el mundo se interesó por su estado, pero más allá de un fuerte dolor de cabeza que remitiría al cabo de un rato, no pudieron apreciar ningún cambio en él. El elfo no sabía explicar muy bien cómo le había afectado la campanada:
—Solo noto que hay algo distinto en mi interior. Nada grave, pero diferente. Eso sí, mientras estaba inconsciente ha vuelto la voz que me habla cuando duermo, y ha dicho que estoy perdiendo mi Luz... ¿alguna idea de qué quiere decir?
—Sí —afirmó Symeon, inspirado por Ninaith—. Casi todo en la Vicisitud se compone de una parte de Luz y una parte de Sombra, y es posible que la parte de Sombra se haya hecho más fuerte en ti.
—¿Y es posible que haya seres que se alimenten de esa parte de Luz? —Preguntó Daradoth—. Porque esa voz me ha dicho que la necesita...
—Es posible —respondió el errante, pensativo—. Sí, claro que es posible.
—Uf —resopló Galad, con el ceño fruncido por la concentración que le exigía la esfera de protección—. Si las campanadas tienen ese efecto, mejor démonos prisa.
Así que, sin más dilación, se pusieron de nuevo en marcha, con los susurros y las campanadas acallados por el poder que el paladín canalizaba.
Al cabo de un rato, Daradoth anunció:
—Vale, hemos llegado al cruce de ramas. La rama que se acerca hacia el complejo central está a unos veinticinco metros por debajo de nosotros.
Empalmando las dos cuerdas que les quedaban, consiguieron bajar sin más dificultades a la otra rama, y justo cuando descolgaban la cuerda para recuperarla una nueva campanada de gran potencia les afectó. Faewald y Galad fueron afectados, aunque sin llegar a caer en la inconsciencia. Fue Arakariann esta vez quien fue conmovido en su ser interno por el sobrenatural tañido, con un efecto parecido al que había sufrido antes Daradoth.
A pesar de todo continuaron su camino, asistidos por Yuria, cuyo talismán la seguía protegiendo de todo daño.
Al cabo de unos minutos de camino por la nueva rama, Symeon se detuvo de repente.
—Mirad esto —susurró, señalando algo—. Una espina.
—Sí, y ahora que me fijo, la rama está cambiando de color, se está haciendo más oscura —dijo Daradoth.
—Debemos de estar alejándonos de la influencia del santuario, o del tronco —supuso Yuria.
—Otra cosa de la que debemos tener cuidado —apostilló Galad, con la voz ronca por el cansancio.
Efectivamente, a medida que fueron avanzando, fueron apareciendo espinas en la rama, cada vez más grandes y retorcidas. La rama estaba convirtiéndose en algo parecido a lo que eran los demás Aglannävyr que habían visto. Presentaba bordes afilados y retorcidos, la corteza resbaladiza y quebradiza, y el avance se iba haciendo cada vez más penoso. De hecho, Yuria sufrió un resbalón que hizo que se clavara una de las espinas de la rama; la herida no fue grave, pero sintió como si la punta le inyectara un poco de frío en su interior. Se quedó un poco aterida, pero pronto se recuperó, asistida por Taheem y Symeon.
Por suerte, ya en ausencia de follaje, Daradoth anunció:
—Estamos cerca, casi estamos. Vamos, un último esfuerzo.
—Ojalá fuera el último —respondió Galad, respirando pesadamente—, pero me temo que esto está lejos de acabar...
Al cabo de unos minutos, Daradoth los increpó. Habían llegado al punto óptimo para bajar.
—Estamos justo encima de una de las torres campanario —anunció—. Tenemos que bajar ya, no habrá nada más cercano. En las murallas hay vigías, pero ellas son enormes y ellos pocos, creo que podremos bajar sin que nos vean, parecen todos mirar hacia el Aglannävyr.
—Aprovechemos ahora que han cesado de tañir las campanas —instó Yuria.
Campanario en la Sombra de Essel |
Empezaron a preparar el descenso hacia el tejado de la torre, aprovechando hasta el último centímetro de cuerda y ramas. En un momento dado, a Daradoth le pareció ver movimiento por el rabillo del ojo.
—¡Quietos! —exclamó entre susurros—. ¡Agachaos y apagad la luz, viene algo!
Un enjambre de seres parecidos a murciélagos pero con una envergadura de al menos metro y medio apareció desde el otro lado del Aglannävyr, revoloteando por un área más o menos grande. El resto del grupo escuchó el aleteo, pero no pudo ver nada más. Afortunadamente, la bandada parecía estar peinando las ramas del enorme árbol y se desvió hacia otro punto, perdiéndose de la vista y el oído.
Esperaron de nuevo hasta que la zona estuvo despejada de vigías, y fue Daradoth quien, utilizando sus habilidades sobrenaturales, bajó con un salto. Caminando fácilmente por la pared inclinada y después por la vertical, se asomó al interior del campanario. No había nadie. Avisó al resto del grupo y todos comenzaron el descenso, que aunque Yuria instaba a hacerlo lo más rápidamente posible, fue mucho más lento y penoso de lo que había sido el del elfo. Afortunadamente no hubo más campanadas, y los sururros estaban en su mayoría acallados por la protección de Galad; el sonido más fuerte que se escuchaba era el de los colosos de armadura arremetiendo todavía contra el Santuario de Oltar.
No fueron lo suficientemente rápidos. Cuando se encontraban todavía sobre el tejado de la torre, una nueva campanada les sacudió. Galad sintió cómo un impacto presionaba contra la esfera de protección que mantenía, y a continuación sintieron el frío. Pero esta vez resistieron mucho mejor, y no tuvieron que lamentar ninguna pérdida de consciencia.
Pocos minutos después, aparecieron de nuevo los seres voladores; afortunadamente, Daradoth dio la voz de alarma a tiempo de nuevo, y consiguieron pasar desapercibidos (en teoría, al menos).
Finalmente, Symeon y Daradoth accedieron al habitáculo de la campana, nerviosos. Un tañido allí sería la perdición para ellos. Instaron al resto a que se dieran prisa. Pero en ese momento, unos rugidos se alzaron desde el suelo. Daradoth se asomó para poder ver.
—¡Maldición! —profirió el elfo—. No sé cómo, pero nos han descubierto. ¡Un demonio está dirigiendo a los muertos y a los engendros hacia aquí! ¡Vamos, corred! —exclamó, levantando la vista hasta sus compañeros todavía colgados de la cuerda.
Un par de resbalones sin más consecuencia fue lo único que les retrasó un poco. Una vez todos dentro, corrieron hacia la escalera que empezaba a descender justo debajo de la campana. Se precipitaron hacia abajo, llegando en pocos momentos al nivel del suelo. Una puerta bastante grande parecía dar acceso al interior del complejo. Galad lanzó su oración para detectar enemigos cercanos, y percibió la zona despejada.
—No hay enemigos cerca —dijo—. Abrámosla.
Empujando entre todos, consiguieron abrir la puerta. Galad, Faewald y Daradoth resbalaron durante el proceso, agotados. No sabían cuánto tiempo llevaban sin dormir ni comer, pero no podían detenerse ahora. Daradoth se asomó, siendo como siempre el único que podía ver más allá de unos pocos metros. Vio que todas las construcciones a la vista estaban bastante deterioradas, pero se fijó en una que le pareció un poco más segura: unos antiguos establos al pie de la muralla, a la izquierda.
Algo se movió cerca, aleteando. Daradoth retrocedió dejando que el enjambre de criaturas voladoras pasara de largo de nuevo. En cuanto dejaron de escucharse, salieron y corrieron hacia los establos, con las luces mortecinas habituales. Atravesaron el edificio esquivando los escombros como pudieron y salieron por el otro lado, intentando desviarse lo máximo posible hasta la construcción central, la de la torre octogonal. Entraron en un edificio de utilidad ya olvidada cuando oyeron los rugidos de los demonios que accedían a través de la muralla.
Salieron a una calle donde una antigua fuente había reventado y de la que manaba un líquido que ya distaba de ser agua pura. La calle daba acceso a una pequeña plaza, llena de estatuas en estado ruinoso. Superaron un montón de trozos de esculturas, y enseguida Daradoth se detuvo. Sintió un escalofrío.
—Hay dos figuras pálidas al otro lado de la plaza —informó a sus compañeros, desenvainando su espada—. Y nos han visto.
Aterrado, el elfo vio cómo las dos figuras extendían un brazo hacia ellos. Reaccionó, invocando el poder de Nassaröth. Alzó su propio brazo, y un rayo de luz descendió sobre uno de ellos, incapacitándolo. Pero, por desgracia, el segundo pudo actuar. Daradoth sintió cómo algo se deslizaba en su mente...
—¡¡¿Pero, qué infiernos...?!! —exclamó Galad, cuando Daradoth salió corriendo de repente hacia delante, perdiéndose pronto en la oscuridad.
Symeon se sobrepuso a la sorpresa, y comprendiendo en un instante lo que había pasado, corrió rápidamente detrás de su amigo.