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La Santa Trinidad

La Santa Trinidad fue una campaña de rol jugada en el Club de Rol Thalarion de Valencia entre los años 2000 y 2012. Este libro reúne en 514 páginas pseudonoveladas los resúmenes de las trepidantes sesiones de juego de las dos últimas temporadas.

Los Seabreeze
Una campaña de CdHyF

"Los Seabreeze" es la crónica de la campaña de rol del mismo nombre jugada en el Club de Rol Thalarion de Valencia. Reúne en 176 páginas pseudonoveladas los avatares de la Casa Seabreeze, situada en una pequeña isla del Mar de las Tormentas y destinada a la consecución de grandes logros.

miércoles, 28 de septiembre de 2022

Entre Luz y Sombra
[Campaña Rolemaster]
Temporada 3 - Capítulo 29

Las Hermanas del Llanto. Curassilendhë (el Gran Santuario de Oltar)

Daradoth recibió con un regocijo infinito a Ethëilë en sus brazos. "Su calor, su olor... ah, ¿cómo podría olvidarlo? Es embriagador", pensó. No obstante, recuperó la compostura en pocos momentos, percibiendo la mirada de la madre superiora clavada en ellos. Daradoth no pudo olvidar que su corazón se había encogido al ver a los invasores tan cerca del convento de su amada.

—¿Sabéis quiénes son los invasores, y por qué están precisamente aquí?

—No... no sabemos —contestó la princesa; "aunque supongo que ahora ya solo es una monja", rumió Daradoth—. Aquí estamos muy aisladas; simplemente, hace un par de días empezaron a llegar los guardias huyendo de los enemigos.

—Lo mejor sería que hablarais con el capitán Maihalän —añadió la superiora.

Daradoth asintió a sus palabras, ausente, y cogió la mano de su amada. La miró a los ojos:

—¿Crees que estás segura aquí?

—No, por desgracia, creo que no.

Siguió una breve conversación en la que Daradoth preguntó a Ehëilë por su padre, y en la que esta expresó su sentimiento de culpa por lo que hicieron. Finalmente, Daradoth se giró hacia la madre superiora, la hermana Sorelyn:

—Tendremos que retomar esta conversación más adelante, hermana... las circunstancias obligan. Ahora, reunámonos con los demás.

Galad, que había seguido tratando a los heridos, intentó sacar el máximo posible de información sobre la situación conversando con los pocos elfos que chapurreaban el lândalo. Por lo que pudo entender, había sido todo muy rápido, con una gran flota saliendo de la niebla, cuyos marinos parecían elfos extraños, y que también atacaban desde el aire montando extrañas bestias. Los incursores aéreos no habían sido muchos, pero no estaban preparados para ellos y habían desequilibrado la balanza rápidamente.

 

Islas Ganrith

Poco después se reunían todos de nuevo, y Daradoth presentó a la dama Ethëilë a sus amigos. Ella se quedó mirando durante unos segundos a Eraitan, quien intentaba pasar desapercibido sin mucho éxito. Pero no dijo nada.

Tras unas corteses palabras, se reunieron con el capitán Maihalän y sus dos lugartenientes, siempre sorprendidos de tratar con un grupo tan variopinto.

—Sé que somos un grupo harto extraño —dijo Daradoth, en cántico—. Venimos del lejano norte de Aredia, en misión encomendada por el Vigía para combatir a Sombra. Estamos aquí para intentar encontrar algún medio que nos ayude a limpiar la Sombra de un artefacto necesario para la lucha.

Maihalän permaneció callado unos segundos, con una de sus cejas enarcada y su mirada yendo de unos a otros.

—Yo más bien diría —dijo cuando acertó a hablar— que sois un grupo variopinto en exceso. Un Primer Nacido —se inclinó levemente—... mis respetos... un errante... una humana con ropajes extrañísimos... en fin, ¿puedo preguntar de qué objeto estáis hablando? ¿Lo podría ver?

Le enseñaron el orbe.

—Es un objeto muy antiguo, utilizado por el brazo de Curassil —anunció Daradoth.

—No dudéis de su palabra —la voz de Eraitan sobresaltó al capitán—. Yo mismo lo presencié durante las Guerras de la Hechicería; es cierto.

Los tres guardias se mostraron desconcertados.

—Realmente no sé si podemos ofreceros mucha ayuda, dada la situación en la que nos encontráis. Nunca fuimos un reino poderoso, sino un lugar de retiro espiritual, pero esto... esto ha sido brutal. Invasores que hablan algo que recuerda al cántico, barcos enormes, criaturas voladoras... 

—Sin duda. Por supuesto, intentaremos ayudaros en lo que podamos, pero la misión que os he referido tiene toda la preferencia ahora, pues los Erakäunyr han vuelto y están arrasando el norte. Necesitamos encontrar a alguien (o algo) que nos ayude.

—Creo que la hermana Sorelyn os podrá ayudar mejor que yo.

La madre superiora les indicó una relación de los santuarios más importantes en las islas, haciendo hincapié en los de Oltar y Rokoras por sugerencia de Galad. Además, se mostraron de acuerdo en que tenían que evacuar el convento; era una locura permanecer allí.

—Supongo que la arzobispa Illisëth ya debe de haber enviado a alguien a Doranna en busca de ayuda. Quizá ella pudiera ayudaros también. Normalmente, reside en Ariamenn, pero en estos momentos debe de encontrarse en Carathros, al sur.

Cuando los guardias se retiraron para dar órdenes y organizar la evacuación, Daradoth aprovechó para hacer un aparte con la hermana Sorelyn. En un lugar apartado de los jardines, el elfo le pidió con vehemencia que permitiera a Ethëilë acompañarlo a él y el resto del grupo. Al principio, la madre superiora se mostró muy reticente:

—Nuestros votos aquí son sagrados y, si no eternos, válidos por siglos. Si Ultë estima que ha llegado nuestro momento final, tendremos que afrontarlo.

Pero Daradoth empleó toda su presencia para convencerla de la necesidad de la evacuación, y apeló a su amor por Ethëilë con el corazón en la mano. Sus palabras conmovieron a la monja, que se retiró, visiblemente atormentada:

—Dejadme que lo piense, voy a retirarme y a rezar a nuestro señor Ultë.

Mientras tanto, Yuria, que había notado cómo la situación le venía excesivamente grande al capitán Maihalän, pidió ayuda a Arakariann para traducir sus palabras. Así, se dirigió al capitán y le ofreció su ayuda. Aunque el elfo se mostró reticente al principio, la firmeza de Yuria se impuso, y Arakariann tradujo una retahíla de consejos militares y logísticos lo mejor que pudo. El capitán agradeció su ayuda.

Poco más tarde, el capitán y uno de sus oficiales se reunían de nuevo con el grupo.

—Siguiendo las instrucciones de vuestra compañera, he apostado guardias en un perímetro más lejano. Como ya os podéis imaginar, esta posición es indefendible. Además de la falta de fortificación, somos muy pocos, y deberíamos reunirnos con más grupos de exiliados; el problema es que tengo tres guardias que no podrían afrontar un viaje de evacuación por sus heridas, y no vamos a dejarlos atrás.

—Podríamos transportarlos nosotros —se ofreció de inmediato Daradoth.

—Os lo agradeceríamos de corazón —contestó el capitán, llevando sus dedos índice y corazón a la frente—. El otro problema son las hermanas, a las que deberíamos desalojar. La mejor opción es dirigirnos a la aldea más cercana al sur, al otro lado de las montañas que se levantan tras el convento.

Así lo acordaron, y el grupo se retiró a descansar un rato, pues estaban agotados, mientras los elfos preparaban la partida y convencían a las monjas para partir. 

Antes de retirarse, Ethëilë preguntó a Daradoth si había tenido algo de éxito en la misión por la que había partido de Doranna, y si quizá había tenido noticias de su madre. Este le respondió con negativas, pero afirmó tener pistas sólidas sobre su paradero, relatándole el episodio que había acontecido en Rheynald por el que la duquesa Rhyanys de Gwedden había sido secuestrada por un kalorion, seguramente Trelteran "el aguilucho". La gravedad de las palabras de Daradoth, su tono y sus revelaciones conmovieron a la dama, que se dio cuenta de cuánto había cambiado y madurado su amado. Lo abrazó, con lágrimas en los ojos.

—Y además —añadió Daradoth—, creo que Natarin no lo está haciendo corretamente con el liderazgo de los elfos.

—Estás diciendo cosas peligrosas, Daradoth —se separó de él levemente, algo preocuada. Bajó la voz—: Por mucho que esté de acuerdo. De todas maneras, qué más da, estoy condenada aquí de por vida.

—Eso puede que no sea así, ya he hablado con la superiora.

Se besaron.

En el mundo onírico, Symeon viajó para ver si en la mansión de Ginathân y en Tarkal estaba todo bien. Tras comprobarlo, viajó hasta las ciudades de las Ganrith que habían sido tomadas por los enemigos. Se sorprendió cuando vio mucho más claramente de lo que imaginaba los barcos de los invasores. La ciudad de Saeriath, en sí, aparecía envuelta en una especie de "tormenta onírica" que dificultaba su visión. Volvió rápidamente, sin acercarse demasiado.

Un poco antes del amanecer, alguien llamó a los aposentos del grupo. Fueron convocados a la sala comunal por uno de los guardias, donde se encontraba un grupo de elfos y de monjas. El capitán cedió la palabra a uno de sus hombres.

—Siguiendo las instrucciones del capitán —comenzó—, ampliamos el radio de las patrullas —el capitán asintió hacia Yuria, en un leve gesto de agradecimiento—. Gracias a eso hemos podido detectar a tiempo la aproximación del enemigo: una compañía de aproximadamente un centenar y medio de efectivos parece dirigirse hacia aquí. Están batiendo los caminos.

—¿Los acompañan seres voladores? —preguntó Daradoth, mientras Arakariann traducía como podía al resto del grupo.

—Afortunadamente, parece que no, Ammarië sea loada. Pero su comandante sí monta una bestia extraña y brutal, que va a pie.

—Debemos proceder a la evacuación, ¡ya! —ordenó el capitán, dando por terminada la reunión.

Todo el mundo se puso a organizar la partida. Algunas monjas se mostraron reacias, pero por fin se avinieron a razones. Y la madre superiora se encontró con Daradoth. Habló con evidente pesar, suspirando y dirigiéndose a un grupo de monjas que la acompañaba:

—No puedo ser la responsable de la muerte de treinta almas tan puras y luminosas. Yo me quedaré aquí, pero dadas tan extraordinarias circunstancias, la que quiera es libre de marcharse.

Las palabras de la superiora provocaron reacciones enfrentadas entre las monjas. Pero afortunadamente, después de una intensa conversación, Daradoth consiguió convencerla para marcharse y, por ende, al resto de las presentes.

Ante la imposibilidad de utilizar el camino de Saeriath, los evacuados que marcharan a pie (los heridos graves se marcharían a bordo del Empíreo) tendrían que usar un antiguo sendero que atravesaba las montañas (cuya existencia fue revelada por la hermana encargada del mantenimiento del complejo), para llegar a la aldea más cercana hacia el sur.

En cuestión de una hora y media se encontraron listos. Yuria pilotaría el dirigible con los heridos y los suministros, y el resto del grupo acompañaría a los guardias y las hermanas en su caminata.

Durante el camino, Symeon compartió con sus compañeros lo que había visto en el mundo onírico, y lo extraño que le había parecido todo. Quizá los enemigos tenían en sus filas gente capaz en las habilidades de los sueños.

Las conversaciones no tardaron en menguar y desaparecer ante la dureza que adquirió el vericueto, cuya pendiente fue in crescendo de forma dramática. Pasado el mediodía, superaron el punto más alto y entraron en un gran valle cubierto de bosques. En ese momento, el Empíreo sobrevolaba la aldea de Dorilenn, hacia donde se dirigía la comitiva, al otro lado del valle, donde descendieron a los heridos y esperaron la llegada del resto.

El día siguiente, entrada la mañana, el resto llegó sin mayores dificultades a la aldea. Allí, procedieron a despedirse de las hermanas y de los guardias, deseándoles suerte en el resto de su periplo, pues deberían dirigirse por sus propios medios hacia las ciudades del sur de la isla. La misión que había llevado allí al grupo era demasiado importante y debían seguir su camino.

Varias de las monjas, visto que se llevaban a Ethëilë con ellos, pidieron también ir con ellos a bordo del dirigible; la mayoría de peticiones fueron denegadas sin mayor dificultad, pero dos de las hermanas se mostraron especialmente insistentes. Las hermanas Arëlen e Ilwenn, a ojos de Daradoth claramente elfas de alto abolengo, fueron aceptadas a bordo del Empíreo. De momento se mostraron bastante reclusivas, pero Daradoth no pudo evitar pensar que tal vez cuando consiguiera desvelar sus secretos o su procedencia, le serían muy útiles en sus aspiraciones secretas.

Con provisiones suficientes para diez jornadas, Yuria dirigió al Empíreo en la ruta más recta posible hacia el santuario de Oltar que Sorelyn les había marcado en el mapa.

El siguiente amanecer ya pudieron avistar el gran volcán dormido que presidía la isla Eranyn. Una gran montaña con vertientes que se prolongaban hasta las costas de la isla y que determinaba dramáticamente toda su orografía.

Poco después de empezar a sobrevolar los abruptos bosques de la isla avistaron a estribor, al suroeste, un gran complejo construido con un material blanco que brillaba a la luz del sol. Parecía un castillo, aunque sin llegar a serlo del todo, pero según las indicaciones de Sorelyn no era el santuario que buscaban, así que continuaron camino, acercándose más hacia las estribaciones del volcán.

En un momento dado, acercándose hacia la parte sur del monte, el vello de la nuca de Daradoth se erizó y el espacio entre sus homóplatos empezó a picar. "La misma sensación que en Rheynald y Creä...", pensó, apretando inconscientemente el bauprés de proa cuando se dio cuenta de que esa no era la única sensación que percibía. El ya familiar escalofrío en su columna, el que le prevenía de la presencia de Sombra en los alrededores, llegó también. Y no se fue. Durante las siguientes horas, la sensación sería continua, incluso provocándole fatiga mental y física. Compartió la sensación con sus amigos, pero poco pudieron hacer al respecto.

Una hora y media después, llegaban por fin a la vista del Gran Santuario de Curassil, el santuario más importante dedicado a Oltar en las Ganrith. El complejo era enorme, a la orilla de un cristalino lago de montaña, blanco brillante, extendiéndose sobre varias colinas y con estructuras formadas por espejos a semejanza de lo que habían visto en los santuarios de Essel.

Descendieron al sur, y se dirigieron caminando hacia el gran santuario por un camino que se notaba bastante transitado. De hecho, se cruzaron con lo que parecían varios peregrinos en un sentido y en otro. Peregrinos que, dado lo variopinto del grupo, los miraban sumamente extrañados.

Atravesaron un pórtico parecido al que habían atravesado al llegar al convento de las Hermanas del Llanto. Pero este pórtico era mucho más grande que aquel. Daradoth sintió cierto alivio al atravesarlo, pues el "escalofrío de Sombra" que recorría su espina dorsal casi desapareció; aun así, no lo hizo del todo. No tardaron en llegar a un segundo portalón, donde dos monjes con túnicas blancas y plateadas, con la estrella de Curassil bordada, los recibieron con expresión de extrañeza.

—¿Venís a honrar a Oltar, hijos? —dijeron en un peculiar y musical dialecto del cántico.

—Sí, por supuesto, padre —respondió Daradoth.

—Entonces, arrodillaos y recibid la bendición de Curassil —dijo uno de ellos, mostrándoles una estrella hecha de plata. "O quizá otro metal", pensó Symeon, "los reflejos de la luz en ella parecen...vivos".

El clérigo fue de uno en uno posando la estrella en sus frentes. Galad percibió la familiar sensación del poder canalizado hacia su cuerpo.

—Sois libres de entrar y honrar a nuestra señora de la luz.

Y así lo hicieron, llegando al esplendoroso entorno del complejo. Con bastante gente en visita de peregrinaje.

—¿Sabéis qué nos han hecho ahí detrás, mi señor? —preguntó Daradoth a Eraitan.

—Supongo que comprueban que no seamos criaturas de Sombra —respondió el príncipe, lacónicamente.

Se dirigieron al mayor edificio de todos los que se podían ver, el templo de culto principal. Se trataba de una magnífica y enorme catedral construida en mármol y piedra resplandeciente, cuya magnitud les sobrecogió. Al fondo de la nave principal, una enorme estatua de unos treinta metros de alto, con el pelo largo hasta casi los pies, una lanza en una mano y un orbe en la otra, observaba a todo el que entraba por la bellísimamente decorada puerta principal. La luz en el interior parecía bailar, y todo era... vibrante. Galad podía sentir el poder a su alrededor, y Yuria no pudo evitar sentirse admirada por aquella obra de ingeniería (¿o magia?).

Preguntaron por el abad, y les indicaron el edificio en el que se encontraban sus despachos. Allí, los recibió el secretario del abad, que parecía sumamente atareado.

—Lo siento, pero el abad se encuentra extremadamente ocupado preparando la ceremonia de mañana. La exaltación de Curassil, que os recomiendo que la presenciéis, es esplendorosa.

—Me temo que debo insistir, es un asunto muy urgente.

Finalmente, consiguieron que el abad recibiera en su despacho a unos pocos (Daradoth, Galad y Eraitan). Como les habían dicho, se encontraba atareadísimo.

—No sé si conocéis la situación en el continente ahora mismo, señoría, pero la Sombra...

El suelo tembló levemente. Se sorprendieron, pero el abad no parecía preocupado, así que se relajaron un poco hasta que el temblor pasó.

—No os preocupéis, esto es normal en la is...

De repente, una oleada de algo desconocido, una sensación extraña, como si los hubieran sumergido en agua hirviendo, los invadió, aturdiéndolos y dejándolos sin vista durante unos segundos.


jueves, 15 de septiembre de 2022

Entre Luz y Sombra
[Campaña Rolemaster]
Temporada 3 - Capítulo 28

Viaje a las Islas Ganrith

De súbito, Galad recordó algo.

—Daradoth, deberíamos enseñar al Consejo la pequeña redoma que llevas en el dobladillo...

—Es cierto —contestó el elfo, con un gesto de reconocimiento—, mil disculpas mis señores, casi se nos olvida mostraros esto.

Sacando la redoma de los pliegues de sus ropas, la colocó sobre la mesa. Al tocarla, la familiar vocecilla volvió a resonar en su mente (aunque mucho más tranquila, sin reclamar calor y luz), y permaneció absorto unos segundos. Entendiendo lo que pasaba, Symeon lo instó, con la esperanza de hacerlo reaccionar:

—¿Daradoth?

Daradoth pareció volver en sí, agitando levemente la cabeza, y continuó su movimiento; la redoma quedó en el centro de la mesa.

—En el complejo central de los Santuarios —relató— encontré el cadáver de Ecthërienn, el antiguo portador del Orbe, bastante bien conservado. A juzgar por lo que vi, un clérigo de la Sombra acabó con él, atrapando su alma en esta redoma. El caso es que parece que es capaz de comunicarse con el exterior, proyectando pensamientos. De hecho —finalizó, con un escalofrío—, en varias ocasiones ha estado a punto de controlar mi mente, quebrando mi voluntad.

El Consejo permaneció en silencio unos momentos, observándose, sin poder ocultar la extrañeza en sus rostros.

—Eso que comentáis es harto extraño —dijo Neäderoth, uno de los dos monjes de alto rango presentes en el Consejo—. Un alma no debería ser capaz de utilizar capacidades mentales, y menos después de haber sufrido una absolución oscura como parece ser el caso.

—Según lo que conocemos nosotros sí —añadió Annagräenn—; pero tened en cuenta que eso ocurrió hace milenios, y Sombra puede haber afectado las almas y los poderes de sus secuaces.

—Ecthërienn fue uno de los mayores valedores de la Luz —intervino Eraitan, ya totalmente erguido con el porte de un Alto Príncipe, aunque con el rostro tenso por su lucha interna con  Dirnadel—, y aprecié mucho su compañía en los tiempos oscuros de las Grandes Guerras. No sería una cosa menor poder recuperar su presencia y su saber. De hecho, no sé si seríamos capaces de utilizar el poder del Orbe sin él.

—¿Pero no haría falta un cuerpo para ello? —interrumpió Symeon—. ¿Sacrificaríais un alma para ello? ¿O quizá bastaría con un recién fallecido?

—Eso sería un problema, desde luego —contestó Irainos—. Tendremos que meditar sobre ello detenidamente.

—En cualquier caso, todo pasa por recuperar a Athnariel y sacarlo de la Sombra —continuó el príncipe Eraitan—. Y debemos decidir cómo hacerlo, cuanto antes.

—Si no os importa, llevaremos la redoma con nosotros, por si se presenta la oportunidad de recuperar la consciencia de Ecthërienn —dijo Symeon, añadiendo en voz baja:— Teniendo en cuenta que puede haber sido afectado profundamente por Sombra. —Alzó la voz de nuevo:— Y debemos tener claro cuáles son las prioridades del Adversario, y por qué ha dejado de atacar mediante los Erakäunyr.

—Por lo que nos habéis relatado —contestó Annagräenn—, si Sombra tuvo que materializar a esos brutales colosos desde el propio Erebo, el poder que tuvo que utilizar debió de ser tal, que los Erakäunyr debieron de quedar exhaustos enseguida. Otra cosa por la que felicitaros. No obstante, no creo que tarden mucho en volver a aparecer.

Pasaron a discutir las alternativas: acudir a Doranna en busca de los hidkas o viajar a las islas Ganrith para ver si podrían ayudarlos en algún santuario. Como siempre, ante la mención de las Ganrith, Daradoth sintió su corazón acelerarse, recordando a su amada, Ethëilë. Su elección estaba clara desde el principio. 

El Consejo les previno de que, en caso de que viajaran a Doranna, los hidkas eran una raza muy reclusiva que apenas había salido de aquella región salvo en contadas excepciones, salvo para luchar contra Sombra, como una raza pura de Luz que eran. Sus costumbres eran extrañas, y, aunque no eran gente agresiva, su "especial consciencia de la realidad" y su "posición en el orden de las cosas" los inducía a no querer interactuar demasiado con el resto del mundo. Euryvëthil, por su parte, insistió de nuevo en la posibilidad de obtener ayuda en los Santuarios Ganrith, ya que le constaba que algunos de ellos se aproximaban al poder que habían tenido los clérigos de Essel; en algunos templos, la presencia de los Avatares era bastante cercana. Sin embargo, hacía siglos que no visitaba las islas, y no sabía en qué situación podían encontrarse.

Finalmente, dada la relativa cercanía de las Ganrith a Doranna y la mayor dificiltad de acceso a la "Nación Perdida", el grupo decidió acudir allí en busca de algún Santuario que les pudiera ayudar. El fuero interno de Daradoth se inundó de regocijo, ante la perspectiva de poder reunirse con Ethëilë (o, simplemente, verla).

Mientras el Vigía aprovisionaba el dirigible, el grupo se aseó y se acomodó en sus aposentos. Decidieron en firme viajar a las Ganrith primero, dada la condicion de exiliado de Daradoth y la opinión contraria a presentarse en Doranna anunciando a Eraitan. Además, Daradoth aprovechó para explicar los detalles de su condición de exiliado, que el grupo ya conocía. Su amor por la princesa Ethëilë y su romance secreto derivaron en la desgracia para el joven elfo, que solo se salvó de un castigo mayor por la intervencion de su padre, lord Aradroth Ithaulgir, Chambelán y Primer Consejero del rey Aldarien (padre de Ethëilë). El castigo fue su reclutamiento forzoso en el nuevo cuerpo de Buscadores (eldhramyr) que se encargaría de buscar en el exterior a los elfos que recientemente habían desaparecido por toda Doranna, y el exilio, que solo podría violar en caso de tener novedades sobre su misión. 

Estas revelaciones hicieron que Symeon y Faewald expresaran algunas reservas a la hora de dirigirse a las Islas, pues temían que una posible visita de Daradoth a las Hermanas del Llanto, en cuyo complejo se encontraba recluida Ethëilë, tuviera como efecto algún imprevisto que pusiera en peligro la misión. Faewald y Taheem volvieron a insistir en el retorno a Esthalia para reunirse con el marqués de Strawen y solucionar el asunto de la Daga Negra, pero de nuevo la sugerencia fue rechazada ante las urgencias presentes y finalmente se decidió realizar el viaje a las Ganrith.

Por la noche, Symeon, debido a asuntos que habían surgido durante la larga conversación, viajó a través del mundo onírico hasta Tarkal, para comprobar en la medida de lo posible cómo se encontraba la situación allí. No parecía haber grandes cambios, aunque las luces que correspondían a los enclaves donde se encontraban los paladines de Emmán y Ammarië se entrelazaban y en ocasiones chocaban brevemente. "Bueno, ya sabemos que no se llevan especialmente bien", pensó Symeon. La presencia verdemar de Nirintalath era un pequeño faro a lo lejos, pero consiguió evitar la tentación de acercarse. Desde Tarkal se dirigió a la casa de Phâlzigar, donde comprobó que Somara no había cambiado de sitio el joyero que le había indicado; la propia Somara destacaba como una luz brillante donde sobre la cama difuminada. Tras unos segundos de contemplación, retornó y durmió un profundo y reparador sueño.

El día siguiente, con el dirigible debidamente pertrechado, la compañía se dispuso a partir sin demasiados preámbulos hacia el sureste. Pero se encontraron con una sorpresa al salir de la "posada" donde se encontraban alojados. Una multitud se había congregado en la explanada de la entrada, compuesta por elfos, enanos y humanos. Todos ellos eran jóvenes que exrpesaron su deseo de acompañar al grupo en sus aventuras. Las voces se alzaban por doquier, pidiendo acompañarles por la Gloria de la Luz. "¡Mi señor Daradoth, por favor! ¡Mi señor Galad! ¡Por favor, Symeon, lady Yuria! ¡Llevadnos con vosotros!", se oía por todas partes. El Consejo inentó aplacar los ánimos, pero ante la fuerte y clamorosa insistencia, finalmente decidieron que sería bueno para "aumentar la moral".

Se habló incluso de organizar un torneo, pero la falta de tiempo lo descartó. Se decidió incorporar a un representante de cada raza; así, el arquero elfo Darion, el clérigo y curandero enano Garâkh y la exploradora ástara Avriênne se unieron a la compañía. A mediodía, el Empíreo remontaba el vuelo y se alejaba del Valle del Exilio.

 —Según mis cálculos —dijo Yuria, una vez a bordo—, si todo va bien, la travesía debería llevarnos unas catorce jornadas.

El viaje les llevó a través de las Tierras Altas de Árlaran, donde se encontraba Arlaria, la capital de facto del Pacto; después atravesaron los extensos pastos de Dahl, el mar interior de Essel (desde donde, en lontananza, podían ver tras los inmensos bosques la mancha de Sombra donde habían estado apenas unos días antes), las Vastas Praderas de Ercestria, la región de Drayss (a lo lejos brillaba, orgullosa, la Torre Emmolnir), la península norte de Tramartos, el océano Argivio y, por fin, la vista de las Islas Ganrith en una mañana de la primavera.

La travesía hasta las Islas Ganrith

Las inclemencias meteorológicas (los últimos coletazos del invierno) hicieron que el viaje se prolongase cuatro jornadas más de lo previsto. A pesar de que, debido a una repentina tormenta, perdieron a uno de los soldados tarkalitas de la tripulación (quedando esta reducida a cinco marinos y cuatro soldados), la increíble pericia de Yuria pilotando el artefacto volador (y, en menor medida, la del capitán Suras) evitó que sufrieran unas pérdidas mucho mayores. Debido a la misma tormenta el dirigible tuvo que ser reparado, cosa que llevaron a cabo con gran eficiencia, pero que les causó más retraso sobre lo previsto.

Al cabo de dieciocho días avistaban la primera de las grandes islas que componían el archipiélago de las Ganrith. Siguiendo las sugerencias de Eraitan, emplearon una jornada más para dirigirse hacia la mayor de las islas, y a la costa norte de esta.

Cerca del mediodía, con el ambiente despejado, mientras Daradoth descansaba del estudio del grimorio que había encontrado en Essel, no pudo dejar de fijarse en algo peculiar en el horizonte. Se acercó a Yuria.

—¿Tienes tu luengalente, Yuria? —así llamaban al catalejo ercestre—. Ven, comprobemos si ves lo mismo que yo.

El Empíreo viajaba muy rápido. En el breve intervalo que transcurrió entre que Yuria dejó el timòn a Suras y Daradoth y ella se acercaron a la proa, el elfo ya vislumbraba claramente lo que antes había sospechado. 

—Sí, una flota. Y grande —confirmó Yuria mirando por el anteojo. Efectivamente, una gran flota de barcos similares a los élficos, aunque más grandes (del tamaño de galeones ercestres), con velas cuadradas y espolones con forma de cabeza de león se desplegaba en semicírulo ante una importante población de la costa—. Están bloqueando aquella villa, o quizá se disponen a atacar —sentenció la ercestre, plegando el artefacto. "Maldición", pensó Daradoth, "¿por qué no podemos tener ni una búsqueda tranquila?".

—Esto cambia nuestros planes —sugirió Symeon, que se había acercado a ellos junto con el resto del grupo, curiosos.

—¿Qué es aquello?  —interrumpió Galad, de repente, señalando un pequeño punto en el cielo.

A través del catalejo, Yuria lo vio. Y tambíen Daradoth.

—Por el millón de estrellas —dijo el elfo—. Es algo parecido a un dragón, más pequeño, y montado por un jinete con una armadura...

—Sí, bastante extraña —confirmó Yuria—. Tenemos que virar rápido. ¡Suras, todo a estribor! —urgió al capitán.

Tras encontrar corrientes favorables y virar con la ayuda de los artefactos enanos, se dirigieron hacia el interior de la isla, cosa que les vendría bien también para aprovisionarse de agua y comida.

Entre los bosques, no tardaron en encontrar la primera construcción: un complejo monacal de edificios y pequeños torreones blancos, claramente de estilo élfico. A medida que se acercaron vieron que el lugar tenía signos de decaimiento. Allí fueron recibidos por una media docena de monjes, que los percibieron como una amenaza. Uno de ellos incluso lanzó un hechizo ígneo de advertencia. No obstante, tras presentarse Daradoth y Arakariann, su actitud se relajó y aunque permanecieron siempre algo tirantes, conversaron sin problemas. Pero cuando Daradoth les interrogó acerca de alguna posibilidad de ayuda con el Orbe, no supieron darle ninguna pista más que enviarlo en busca de otros santuarios en el norte.

Se dirigieron de nuevo hacia el norte, y en la costa avistaron una pequeña ciudad, pero el puerto estaba ocupado por el mismo tipo de barcos que habían visto unas horas antes. Algunas humaredas denotaban recientes combates. Se desviaron de nuevo, dirigiéndose hacia el este siguiendo más o menos los caminos. A unos 70 kilómetros avistaron otro complejo, aparentemente mejor conservado que el anterior. Esta vez descendieron del dirigible a una distancia prudencial y se acercaron a pie.

Al acercarse, en el camino, atravesaron una especie de puerta ceremonial. Los elfos informaron al resto de que se trataba de un Istahil, una especie de portal ceremonial que daba acceso a un recinto sagrado.

—Pero este —dijo Daradoth— debe de ser extremadamente antiguo. El estilo no corresponde a nada que haya visto en Doranna... o en Essel, por cierto.

No tardaron en ver a las primeras personas. Un poco más hacia arriba (el camino ascendía hasta el complejo), seis elfos ataviados con armadura les avistaron. Uno empezó a golpear algo parecido a un tambor, y dos se alejaron rápidamente. Los que quedaron cargaron sus ballestas y les increparon en cántico para que se detuvieran. Sus armaduras estaban golpeadas, sus ropas rasgadas y lucían algunas manchas de sangres seca: habían luchado hacía muy poco.

Mientras explicaban el motivo de su presencia allí a voz en grito, aparecieron algunos guardias más, entre ellos uno que parecía un oficial. Permitieron que se acercara uno de ellos, desarmado. Daradoth se acercó, alejándose del alcance auditivo del grupo.

—Bienhallados, mis señores —dijo—. No somos invasores, no tenemos nada que ver con ellos. Venimos del lejano norte de Aredia en busca de ayuda contra la Sombra. Necesitamos algún clérigo que nos ayude a liberar de la corrupción un objeto.

Mientras tanto, había hecho acto de presencia más gente, entre ellos una elfa de aspecto maduro, ataviada con los hábitos propios de las monjas recluidas. Ponía su mano derecha compulsivamente sobre su pecho. El corazón de Daradoth dio un vuelco.

—Hermana, ¿no será este por una gran ventura el convento de de las Hermanas del Llanto?

—Sí, así es —respondió ella tras dudar unos instantes.

Ignorando los rezongos de los guardias y los intentos de interrumpir la conversación, Daradoth prosiguió.

—¿Se encuentra aquí —tragó saliva, emocionado—... por la gracia de la Luz... la hermana Ethëilë?

—¿Quién lo pregunta?

—Daradoth Ithaulgir.

La superiora pensó unos segundos.

—Si no me equivoco... ¿vos sois la razón de que esté aquí?

—Sí —suspiró—. No pretendo verla, sólo deseo saber que está bien. Y si podéis, decirle que mi amor sigue intacto.

La gran sinceridad en las palabras del elfo conmovió a la monja vestida de negro (cosa muy rara en los elfos). 

—Dejadlos pasar, gallardos guerreros —dijo, y Daradoth encabezó la marcha seguido por sus compañeros. En el convento debía de haber una cincuentena de guardias, que seguramente habían huido de la ciudad.

Llegaron a los jardines, donde se sentaron a tomar un poco de agua. Galad ofreció su ayuda para los guardias heridos,  que aceptaron de buen grado. Pocos minutos despues, la superiora volvió a por Daradoth, invitándolo a acompañarla. 

Lo guió hasta una de las carpas donde se trataba a los heridos. Un par de monjas cuidaban a uno de los guardias. Una de ellas se dio la vuelta.

"Está tan bella como siempre", pensó Daradoth, que no pudo evitar sentir lágrimas asomando a sus ojos y cómo su estómago se revolvía. El corazón le iba a explotar. 

Ella lo miró, absolutamente sorprendida, y por un instante desvió la vista hacia la superiora.

—Sí hija, está bien —dijo esta—. Puedes hablar.

—Daradoth... ¿eres realmente tú?

—S... sí, mi señora... mi estrella... mi amor —la voz se le quebró. "¿Acaso parezco idiota?".

Ethëilë no pudo evitarlo. Transgrediendo todas las normas se echó en sus brazos, y lo abrazó cálidamente. Lloraron.