Viaje a Eryn'Mauthrän
—Quiera Emmán que no los haya —se santiguó Galad.
Y así, dejaron atrás las islas Ganrith y se adentraron en el mar. Poco antes del final de la primera jornada, Daradoth pudo avistar el descomunal monte Erentárna, sobre el que se alzaba la fortaleza de Nímbalos, la capital de la Corona del Erentárna.
Por la noche, Symeon amenizó la velada con canciones e historias para subir la moral, con mucho éxito. Cuando acabó, Ethëilë le tomó el relevo entonando varias baladas élficas. El impacto de la voz y la belleza de la etérea doncella élfica fue mayúsculo y muy profundo en la audiencia, que la escuchó conmovida. "Nassaröth bendito, nunca la había oído cantar, ¡qué sublime gozo!", pensó Daradoth, más enamorado de ella que nunca.
El clima primaveral permitió que la segunda jornada de viaje transcurriera sin incidentes hasta que llegaron a ver a lo lejos las primeras islas que custodiaban los accesos a Doranna. Yuria decidió que a partir de entonces viajarían a la máxima cota posible, aunque eso redujera su velocidad de viaje.
Por la tarde, Daradoth consiguió hacer un aparte con Ilwenn, la (ex)hermana del Llanto que, según Ethëilë, era capaz de tener visiones sobre el destino de las personas.
—Saludos, hermana —dijo el elfo—. Como ya sabéis, no soy amigo de andarme con rodeos, así que lo expondré sin más: ha llegado a mis oídos vuestra habilidad, y me gustaría conocer más sobre ella.
—¿Y qué sabéis de mi... habilidad, exactamente? —respondió ella, incómoda.
—Sé que tenéis el don de percibir imágenes sobre el destino de la gente.
Tras unos segundos de silencio, mirando muy fijamente a Daradoth, Ilwenn continuó:
—No sé si llamarlo don o maldición, mi señor, pero sí, así es.
—¿Lo podéis ver a voluntad?
—Me temo que no.
—¿Y habéis visto algo de alguien a bordo de esta nave que nos pueda ser útil en nuestra misión?
—Creo que no, pero aunque lo hubiera visto, no sé si os lo diría, pues... cuando revelo lo que percibo, parece que las cosas se tuercen, y todo sale como no debería.
—Está bien, pero si en algún momento veis algo preocupante o que relacione a alguno con la sombra, os rogaría que me avisarais.
—De acuerdo, así lo haré.
Pocos minutos después, Daradoth pudo ver cómo Ilwenn y Arëlen discutían en voz baja acaloradamente, alejadas en el castillo de popa. Prefirió no intervenir.
Caída la noche, la tripulación pidió de nuevo las actuaciones divertidas de Symeon y emocionantes de Ethëilë, y por supuesto les fueron concedidas sus peticiones. Esas veladas estaban siendo un bálsamo para la actitud y la moral de todos.
La tercera jornada también estuvo marcada por la ausencia de nubes y la necesidad de viajar a muy alta cota. Yuria y Suras intentaron mantener el ritmo de marcha, pero fue imposible.
El cuarto día llegaron a la costa, y atravesaron las llanuras del reino de Hennerël.
—Hace unos días que quiero advertiros de algo en lo referente a los hidkas —dijo Eraitan al grupo en un momento dado—. Aparte de su aspecto visible, que ya impacta de por sí, con los poquísimos que conocí en los tiempos antiguos, sé que su comportamiento puede ser extraño, e incluso hostil. Hay que tener mucho tacto con ellos.
—Pero... ¿no es posible que os reconozcan a vos y os respeten por quien sois? —preguntó Daradoth.
—No lo creo. Los pocos hidkas que alguna vez salieron de Doranna, no han vuelto vivos.
—¿Algún consejo? —preguntó Galad.
—Sed amables y tened todo el tacto y educación del mundo. Los hidkas son criaturas de Luz, y debemos confiar en que vean que nosotros también lo somos.
Con gran esfuerzo por su parte, Yuria consiguió que el viaje no se retrasara demasiado debido a la navegación a gran altura. Poco después del mediodía divisaban la sobrecogedora imagen de la cordillera Matram. Los montes Matram limitaban Doranna por el norte y constituían una barrera impenetrable, con multitud de picos de entre once y doce mil metros de altura. A medida que se acercaban, el vértigo de lo enorme se apoderó de algunos de ellos, antes de que se acostumbraran a su presencia. Al atardecer, decidieron que pasarían esa noche en tierra por fin, aprovechando el abrigo de las primeras estribaciones de la cordillera.
Symeon entró al mundo onírico y viajó para intentar divisar el lugar donde en teoría se alzaba Eryn'Mauthrän, la ciudad hidka. Tras un tiempo indeterminado de viaje sin pausa, durante el que percibió la presencia de varios centauros en el terreno, por fin divisó lo que debía de ser la ciudad en el mundo de vigilia. A lo largo de una estribación avistó una gran ciudad con edificios muy modernos, fortificados, casi inexpugnables, que brillaban con un halo casi dorado, y que despedían un calor reconfortante. Varias figuras empezaron a materializarse no muy lejos de él, así que decidió salir al mundo de vigilia. Ya despierto, confirmó a sus compañeros que la localización que habían calculado era correcta.
El día siguiente remontaron vuelo de nuevo y se dirigieron al noreste, hacia donde Symeon había confirmado que se encontraba la ciudad. Desde lo alto, descubrieron una calzada, o más bien un simple camino, que se dirigía en la dirección que les interesaba. Lo siguieron en su trazada aérea, que realizaban a una altura cada vez más baja para aprovechar la cobertura de los bosques y colinas.
Finalmente, decidieron descender cerca del camino en un punto que debía de encontrarse a unos diez kilómetros de la ciudad. Desde donde se encontraban no habían visto ningún edificio enorme como los que había descrito Symeon en el mundo onírico, así que optaron por la prudencia y dejar el Empíreo a resguardo. Así lo hicieron, con el grupo haciéndose acompañar de Eraitan, Arakariann, Ethëilë, Darion, Garâkh y Avriênne, ante el regocijo de estos últimos. A sugerencia del príncipe élfico, tanto el Orbe de Curassil como la redoma que albergaba el alma de Ecthërienn se quedaron en el dirigible, para evitar al máximo llevar sombra con ellos.
—Tranquilos, estarán a buen resguardo —les aseguró Taheem—. Vosotros tened mucho cuidado.
—Si en dos días no sabéis nada de nosotros —dijo Yuria a Suras—, intentad salir de Doranna y llevar a todos de vuelta con lady Ilaith.
Tras una breve marcha por prados y campos poco accidentados, llegaron al camino que habían localizado desde las alturas. Solo hizo falta que recorrieran unos pocos metros para que Symeon y Galad se dieran cuenta de algo. El paladín se agachó junto a unas marcas.
—Mirad esto —dijo, llamando la atención del resto—; son huellas de cascos de caballos. No tendrán ni dos semanas. Y van en ambos sentidos.
—Y estas —señaló Symeon otras marcas menos visibles— son de carromato, aunque sí que parecen más antiguas. Pero aun así no lo serán mucho, porque la nieve y el agua las habrían borrado ya.
—¿Cuáles son las más recientes? —preguntó Yuria.
—Yo diría que las de los cascos de caballos que van hacia el sur, al contrario que nosotros —contestó Galad.
—Sí, yo también lo creo —corroboró Symeon.
Yuria se encogió de hombros, y después de elucubrar algunas posibilidades sobre por qué hacía tan poco había pasado una comitiva de caballos por un camino tan poco cuidado, continuaron la marcha por el camino, siempre ascendiendo.
Al cabo de un rato, comenzaron a oír los sonidos de animales: vacas, perros y ovejas. Tras rodear una elevación, vieron que el camino ascendía suavemente hacia un conjunto de cerros y colinas donde se levantaban lo que parecían varias aldeas, muy juntas unas de otras. Lo primero que les llamó la atencion fue la peculiar arquitectura de las construcciones. "Desde luego, no parecen erigidas por manos humanas", pensó Yuria. Y así era. Algunos de los edificios (aparentemente, en su mayoría simples casas familiares) parecían haber sido hechos brotar de las rocas, mientras que otros eran árboles sobrecrecidos, fusionados y alterados de formas claramente sobrenaturales. Sin embargo, no tenían la apariencia simple que cabría esperar de unos edificios creados de tal modo, sino que todos ellos estaban ricamente adornados, en un estilo que recordaba muy vagamente al de los elfos, pero que en general era totalmente diferente. Arcos, volutas, columnas, columnatas, frisos, bajorrelieves, molduras, acanaladuras... la decoración y la belleza de hasta el último de los edificios era abrumadora. A través del catalejo que le permitía ver los detalles, Yuria contenía el aliento. "Y todo ello sin señales de herramienta alguna... portentoso". La extraordinaria belleza (¿o sería mejor decir "extrañeza"?) en unas construcciones por lo demás humildes, era pasmosa.
Las granjas (o eso suponían que eran) que se encontraban más cerca que las aldeas mostraban exactamente las mismas características, y los campos de cultivo se veían extraordinariamente cuidados. "Estos cultivos... tomates... frutas... esto no debería crecer a esta altura, y con este clima", pensó Daradoth.
Sin embargo, no tuvieron tiempo de compartir sus ideas, porque enseguida vieron cómo tres figuras se acercaban hacia ellos por el camino. No iban deprisa. Eran altos, quizá más que la media élfica, una mujer y dos hombres de piel azulada y sin un atisbo de pelo. Al acercarse, algunos de ellos no pudieron sentir un leve escalofrío; los colmillos de aquellos extraños seres estaban recrecidos, más desarrollados de lo habitual, su piel dejaba intuir los capilares, y sus iris, brillantes, eran todos de colores extraños: dorado, violeta y carmesí. Y lo más extraño de todo: lucían todos un tercer ojo en el centro de sus frentes, que por el momento llevaban cerrado. Sus maneras eran pausadas, muy tranquilas, lo que quizá hizo que el grupo se pusiera incluso más nervioso.
—Alto, forasteros —dijo al fin el primero de ellos, alzando una mano. Su voz no era menos extraña que su aspecto, con un deje polifónico que la hacía extraña y a la vez bellísima. Todos se miraron, extañados; cada uno de ellos había comprendido a la perfección lo que decía el hidka. Todos excepto Yuria, que se detuvo, pero no pudo comprender nada por el momento—. Ya les hemos contestado a vuestros señores que no queremos tener nada que ver en sus asuntos. Marchaos prontamente por donde habéis venido, o arrepentíos —su mano se convirtió en un puño, en contraste con la tranquilidad de su discurso; "parece que estén bajo los efectos de alguna droga", pensó Yuria, que no entendió nada pero que se dio cuenta de la lentitud con la que arrastraban las palabras.
Daradoth intentó hablar, pero ningún sonido salió de sus labios. Al verlo, Galad lo intentó, y esta vez sí que se le escuchó:
—Disculpad nuestra intromisión, pero no venimos de parte de ningún señor.
—Somos enviados de la Luz, y necesitamos vuestra ayuda —intervino Symeon.
Tras unos incómodos segundos de silencio, el hidka que les había hablado abrió de repente su tercer ojo. Algunos en el grupo no pudieron evitar un aspaviento por la sorpresa. A continuación, sometió a todos ellos a un escrutinio intenso.
—Ya hace siglos que pagamos nuestro precio —dijo finalmente.
—Sois nuestra última esperanza de detener a la Sombra que está azotando de nuevo Aredia —ahora sí que se escuchó a Daradoth, que se apresuró a acabar su alocución—. Hace unas jornadas entramos en los Santuarios de Essel y rescatamos el Orbe de Curassil. El arcángel Athnariel parece haber sido contaminado por Sombra, y necesitamos que lo recuperes para la causa de la Luz. —Más silencio; Daradoth decidió apostillar:— La herida que es posible que ya hayáis notado en mi muslo fue causada allí, con una Kothmor.
—No os pedimos intervención personal —añadió Galad, educadísimamente—, solo consejo y ayuda. Sois los únicos con el conocimiento y el poder necesarios. Hemos recorrido innumerables leguas y pasado por las peores pesadillas para finalmente llegar aquí.
Una de las mujeres tomó la palabra, su voz aún más extraña y bella que la del primero:
—¿Por qué es tan importante ese objeto?
—Los insectos malditos, los Erakäunyr, han vuelto y están atacando desde el norte. El Alto Príncipe lord Eraitan, aquí presente, puede dar fe de que lo que digo es cierto —si Daradoth esperaba algún tipo de reacción en los hidkas al revelar la identidad del príncipe, se llevó una decepción—. Él ya se enfrentó a ellos en el pasado, y solo podremos vencerles con el Orbe.
—Si no recuperamos el poder de Athnariel, toda Aredia perecerá —corroboró Eraitan con tono grave—, y con ella, Doranna también.
Acto seguido, a requerimiento de los hidkas, el Empíreo les trajo el Orbe y la redoma discretamente. Poco después se encontraban reunidos en una de las casas de mayor tamaño con una representación de media docena de hidkas. Al frente de ellos, se presentó Cireltar, el herrero que se podría llamar "líder" de la "ciudad". "La verdad es que es increíble que gente tan poderosa y tan por encima de la realidad tenga una vida tan... sencilla... mundana. ¿Herreros, carpinteros, granjeros, panaderos? No es lo que esperaría de seres así. Y ni una sola arma. Me recuerdan demasiado a mi pueblo... ¿y si...?", pensó Symeon, pero decidió dejar sus elucubraciones para más tarde, cuando los seis hidkas que se sentaban frente a ellos abrieron al unísono su tercer ojo para escudriñar el Orbe, que Galad había dejado en el centro de la mesa.
Al cabo de unos segundos, uno de ellos pareció distraerse y desviar su mirada hacia arriba, perdiéndola en el infinito. Tanto, que otros dos hidkas tuvieron que llevárselo fuera de la vista.
Por fin, los miembros del consejo cerraron sus ojos frontales.
—Efectivamente, este Orbe es la manifestación de un arcángel, supongo que, como decís, Athnariel, y está prácticamente consumido por Sombra.
—Como os decíamos —dijo Symeon—, estuvo milenios expuesto a su influencia; los Santuarios de Essel son ahora un bastión de Sombra. Hay cosas horribles allí.
—Entonces... ¿nos pedís que realicemos la Ascensión con él? —inquirió Cireltar.
—Queremos liberarlo de su prisión de Sombra, no sabemos cómo.
Al cabo de unos instantes, extrañamente coordinados, todos los hidkas se pusieron en pie, unos a un lado, otros a otro, y se dirigieron al grupo:
—Acompañadnos, por favor.
Se dirigieron sin prisa hacia el corazón de los asentamientos hidkas, entrando de lleno en su vida social. Los seres azulados eran pocos en número, y la visión de niños era sumamente rara. Aun así, pudieron ver alguno. Se dirigieron hacia lo más parecido a un templo, o quizá una casa comunal, que habían visto en el lugar. Allí reunieron a la totalidad del consejo de la ciudad, y Cireltar dio la palabra a un tal Neraen.
—Es realmente chocante que hayáis acudido a nosotros en tiempos tan comprometidos. En los últimos meses hemos recibido más visitas pidiendo nuestra ayuda que en los diez últimos siglos.
—Pero, como ya os hemos dicho... —empezó Daradoth.
—Sí, Cireltar ya nos ha asegurado que no transmitís palabras de ningún noble dorannio.
—Así es, solo queremos detener a los Erakäunyr, de nuevo a las órdenes de Sombra.
Los hidkas se miraron.
—El problema es —continuó Cireltar, mirando a sus congéneres— que deberíamos llevar a cabo el ritual de Ascensión. No existe, según mis conocimientos, ninguna otra forma de expulsar la Sombra de un ser viviente. Pues como supongo que todos sabréis, el Orbe no es un mero objeto, sino un arcángel. Y el proceso es largo, costoso, y peligroso; seguramente ocasionará que alguno de nosotros dejemos la vida en el intento, y no sabemos si podemos permitirnos algo así.
—Por supuesto —intervino Symeon—, la decisión es vuestra, pero si no conseguimos recuperar a Athnariel, posiblemente cientos de miles de vidas arédicas se perderán.
—¿Hay alguna forma de que podamos ayudar a realizar el ritual? —preguntó Galad.
—Sí, creo que la hay —contestó Neraen—. Contadnos con todo lujo de detalles e, insisto cuando digo con todo lujo de detalles, por qué necesitáis este orbe, cómo lo habéis conseguido, y de qué forma puede su uso cambiar el mundo. Necesitamos que lo hagáis con calma; cualquier nimio pormenor, por superfluo que os pueda parecer, puede ser vital. Y cada uno de vosotros deberá darnos su versión.
Cuando el grupo se mostró totalmente de acuerdo, los hidkas abrieron sus ojos frontales, y aguardaron a escuchar sus historias. Y así lo hicieron, contando todas sus peripecias desde su viaje al Vigía hasta que habían llegado allí. Tanto Galad, como Symeon, Yuria, Daradoth, Eraitan, Faewald (que se había incorporado a la comitiva) y Arakariann narrarían sus experiencias, alegrías, traumas y gestas. Durante una jornada entera se turnaron para comer y dormir mientras relataban toda la historia. Daradoth se mostró especialmente prolijo en su narración. Pero Eraitan, el quinto narrador, no pudo completar su historia, al revivir el trauma de su cautiverio y muerte, y tuvo que salir de la casa en un estallido de furia.
Poco después, los hidkas cerraban sus terceros ojos.
—Me temo que deberemos reiniciar el proceso en otro momento —dijo Cireltar.
El grupo se retiró a los alojamientos que se les habían asignado, algunos de ellos frustrados, pero comprendiendo la reacción de Eraitan. No en vano, había llegado a morir y habían tenido que usar la Tannagaeth, la extraordinaria flor de resurrección.
En una rápida visita al mundo onírico, Symeon pudo ver que varios hidkas se encontraban presentes en él, en actitud de meditación y perfectamente perfilados y definidos. Al acercarse a alguno de ellos, este abrió su tercer ojo y le preguntó por sus intenciones. "Así que se mueven perfectamente en el mundo onírico. Y seguramente en alguna otra dimensión, si no en todas... interesante".
La mañana siguiente, Eraitan se disculpó por lo que había ocurrido, y todos lo tranquilizaron. Pero insistieron en que debería contarlo para ganar el favor de los hidkas.
Unas horas después procedieron a narrar de nuevo sus historias, y esta vez Eraitan pudo aguantar hasta el final. Y por suerte también Faewald y Arakariann, que también habían pasado por sendas experiencias traumáticas. Esta vez, el proceso se alargó un par de días. En un momento dado, mientras Eraitan contaba su historia con una riqueza extraordinaria, uno de los hidkas cayó sobre la mesa desmayado. Dos de sus congéneres que se encontraban al fondo se acercaron, tranquilizaron al grupo (instándoles a continuar la historia) y se lo llevaron. Aún cayó inconsciente otro de ellos cuando Faewald narraba su historia en último lugar de forma sorprendentemente excelsa, detallando su propio infierno personal y el cambio que se había obrado dentro de él.
Cuando Faewald finalizó y por fin todos los vívidos recuerdos se desvanecieron otra vez en la memoria de los miembros del grupo, los hidkas cerraron sus ojos frontales, y Cireltar anunció:
—Está bien. Lo haremos.