La Ascensión
—Aun así —continuó Neraen—, tenéis que comprender que hace milenios que la Ascensión no se realiza, y solo unos pocos de nosotros conocemos los pasos a realizar. El problema es que se necesitan al menos once hidkas para llevar a cabo la ceremonia, y tendremos que dedicar un par de jornadas a adiestrar a los más inexpertos.
Acto seguido, el grupo fue alojado en un anexo de la casa de una de las familias de la villa, con la recomendación de que se mantuvieran lo más tranquilos y discretos posible. Cuanto menos interactuaran con los habitantes, mejor, pues los elementos extraños podrían provocar inquietud, y los hidkas necesitaban un ambiente tranquilo y comtemplativo por su propia naturaleza.
Durante dos días, el grupo se dedicó a la lectura y a la meditación, en un descanso muy agradecido por todos ellos. Yuria por fin comprendrió lo suficiente de la escritura del cántico como para poder leer el diario del alquimista, y Daradoth y Symeon continuaron con sus respectivas lecturas.
Symeon, por su parte, en una de las ocasiones en que los hidkas les trajeron algo de comer, intentó averiguar si los hidkas conocían el "Camino de Vuelta" que buscaba su pueblo, pero por desgracia, como ya era la norma, no pudieron ayudarlo.
—Quizá, por ventura, sepáis dónde podría obtener información sobre el Camino —preguntó Symeon sin mucha esperanza.
—No, joven buscador, me temo que no... quizá en Tinthassir podrían ayudaros, hay muchos eruditos elfos allí.
—Gracias, maese hidka, mil gracias, algún día viajaré a la Ciudad de Plata para seguir buscando.
Tras el primer día de tranquilidad y entorno idílico, algunos pensamientos peligrosos empezaron a anidar en las mentes de Symeon, Darion y Garakh. "Este sería un buen lugar para quedarse", pensó el errante, que se sorprendió a sí mismo por tal divagación. Intentó desechar la idea, pero sin conseguirlo del todo.
El segundo día transcurrió sin ningún hecho reseñable, y la mañana del tercero hicieron acto de presencia los miembros del consejo Alynyth, Neraen e Ithessa.
—Queremos informaros de que el ritual se llevará a cabo finalmente mañana —anunció Alynyth con el ritmo pausado habitual de los hidkas.
—¿Hay algún modo en que podamos ayudaros? —inquirió Galad.
—De eso precisamente queríamos hablaros. Tiempo ha, estas ceremonias se desarrollaban en compañía de elfos y centauros que hacían las veces de guardianes, tanto en el mundo de vigilia como en el mundo onírico. Digamos que, para tener más seguridad, debe haber personas presentes que no estén tan... conectadas... con la urdimbre de la realidad. Por expresarlo con palabras simples.
—Los hidkas oficiantes —intervino Neraen— estarán tan abstraídos por los poderes desatados, que no serán capaces de defenderse de cualquier amenaza o imprevisto. No queda más remedio que vosotros ejerzáis ese rol de guardianes. Es una simple precaución, pero no está de más.
—Pero... ¿nos podéis dar alguna pista más sobre qué hacer? —preguntaron Yuria y Daradoth casi al unísono.
—No, imposible... puede pasar cualquier cosa. Cireltar, Neraen y yo somos de los pocos que alguna vez intervinieron en alguna Ascensión en el pasado, y sabemos que eso requerirá de toda nuestra atención, y quizá también de toda nuestra fuerza vital, pero estamos dispuestos a hacer este sacrificio, por Aredia y la Luz.
Cuando Alynyth acabó de decir estas palabras, de repente unas fuertes náuseas se apoderaron del grupo al completo, y la casa que los acogía desapareció. Alynyth y Neraen se mostraron confundidos durante un momento, pero enseguida se giraron hacia Ithessa.
—Detente, Ithessa —Neraen trataba de no perder la calma en sus palabras—. Ya basta.
El suelo empezó a temblar. Y se volvieron del revés. Algo tiró de ellos hacia atrás, hizo explotar sus globos oculares y los desolló. Yuria también notó estas sensaciones, aunque reducidas hasta un extremo soportable; el talismán parecía palpitar en su cuello.
Al parecer, al escuchar las palabras de Alynyth, Ithessa había perdido la calma que los hidkas pugnaban por conservar a toda costa, y su pérdida de control estaba sacudiendo la existencia a su alrededor.
—¡Detente! —exclamó Alynyth, que se abalanzó sobre su compañera.
El aire empezó a arder. Galad intentó llegar a Emmán, Symeon inentó refugiarse en su laberinto interior, y Daradoth... Daradoth solo pudo pensar en que aquello era el final.
Yuria evaluó el entorno, y siguió inmediatamente a la hidka, arrancando el talismán de su cuello y empuñándolo. Con un salto, lo puso en contacto con la piel de Ithessa.
La ercestre sintió que el pánico se apoderaba de ella cuando la hidka no pareció verse afectada en absoluto por el contacto con el objeto, y se giró hacia ella. Solo un gesto bastó para que Yuria sintiera un fuerte impacto en su abdomen, que la lanzó decenas de metros hacia atrás. Con un esfuerzo supremo, consiguió conservar el talismán en su mano, pero sintió como si sus tripas fueran a salirse por la boca.
Al menos el aire había dejado de arder, y los efectos se habían atenuado.
Pero la relativa calma duró poco. Mientras Alynyth y Neraen trataban de calmar a Ithessa, esta hacía que el suelo se abriera a sus pies, abriendo grietas que se extendieron a su alrededor.
Yuria se levantó a duras penas. Arakariann, Eraitan y Daradoth estaban a punto de caer en sendas fisuras. Corrió hacia Daradoth, y agarró su mano, arrastrándolo.
De repente, de la nada, aparecieron más hidkas, e Ithessa cayó inconsciente. Rápidamente, atendieron al grupo, que tardaría varias horas en recuperarse lo suficiente para recibir la visita de Cireltar:
—Ahora entenderéis por qué os solicitamos que mantuvierais la máxima discreción y tranquilidad posible. Espero que nos perdonéis por lo que ha pasado, pero a veces las cosas escapan a nuestro control. No se lo tengáis en cuenta a Ithessa, por favor; es joven, y la perspectiva de perder la vida en el ritual preocuparía a cualquiera.
Aceptaron las disculpas, y reposaron hasta el día siguiente, recuperando el daño que habían sufrido.
Por la noche, cuando ya se encontraban lo suficientemente recuperados, llegó de nuevo Alynyth. Les informó de que había surgido un imprevisto: una delegación de elfos se estaba acercando por el camino hacia allí, suponían que de parte de algún rey para intentar ganarse el favor de los hidkas.
—Después de lo que ha pasado, os imaginaréis que es mejor evitar cualquier encuentro entre ellos y nosotros. Llegarán a las inmediaciones mañana por la tarde. Tendremos que dejar el ritual para pasado mañana, cuando se hayan marchado. ¿Podríais ayudarnos?
—¿Sabéis de parte de quién vienen? —preguntó Symeon.
—Supongo que, como los últimos enviados, serán diplomáticos del rey Aldarien de Lasar.
"Maldición, el padre de Ethëilë", pensó Daradoth, que intercambió una mirada con su amada, presente, como siempre cerca de él. El elfo empezó a plantear inconvenientes, pues no quería que lo reconocieran ni a él ni a Eraitan en Doranna, y mucho menos si la delegación era de sirvientes del rey Aldarien.
—Si eso es lo que os preocupa, os puedo asegurar que vuestro aspecto físico no será un problema —aseguró Alynyth—. Lo alteraremos sin ningún problema.
Ante esta afirmación, no tuvieron más remedio que aceptar, y poco después del mediodía, Galad, Symeon, Faewald y Taheem acudían camuflados con aspecto de errantes al encuentro de la comitiva. Daradoth y Yuria prefirieron no acudir al encuentro, confiando en sus compañeros.
Cuando llegaron a su encuentro, más o menos a un par de kilómetros de la "ciudad" hidka, vieron que la delegación había dejado más atrás los carros con suministros y los sirvientes, y hacia ellos se acercaban siete personas. Un elfo montado a caballo (que avanzaba con dificultad) y otros seis a pie, vestidos de uniforme, luciendo orgullosos el blasón del cisne y la estrella de Aldarien. Uno de ellos incluso portaba un estandarte.
El elfo a caballo, a todas luces el enviado de Aldarien, los miró con un leve deje de desprecio y a la vez de curiosidad. Se detuvo.
—¿Qué queréis de nosotros, buscadores? Tenemos algo de prisa.
Symeon se adelantó:
—Que la paz os acompañe siempre y vuestro corazón nunca se quebrante. ¿Habéis encontrado por ventura el camino de vuelta?
—Me temo que no, buscador —contestó con impaciencia—. ¿Qué deseáis de nosotros? Debemos continuar raudos.
—Muy a mi pesar debo anunciaros que los hidkas se encuentran indispuestos, y nos envían para deciros que no podrán recibiros.
—¿¿Indispuestos?? ¿Qué quiere decir este irrespeto? Quiero ver a lord Cireltar, ahora.
—Lo sentimos, pero no podemos movernos del camino.
—¿Acaso
sabéis quién soy? —sus acompañantes se pusieron visiblemente tensos—.
Soy Erannion, hijo de Avauldir, tercer nacido, senescal del rey Aldarien
de Lasar. ¿Creéis que podéis faltarme al respeto e impedirme el paso?
—No es una falta de respeto, mi señor —intervino Galad, sus rasgos cambiados lo justo para parecer un errante. "Así que este sería vuestro aspecto", pensó Symeon, que no pudo sino sonreír por dentro—. Simplemente, lord Cireltar os pide que volváis en unos días, pues han tenido algunos problemas que pueden poner en peligro vuestra seguridad. Ya sabéis que los hidkas son... extraordinarios. Solo os pedimos que respetéis su voluntad.
La gran capacidad de persuasión y diplomacia de Galad surtió efecto.
—Muy bien —se resignó Erannion al final—. Sé que los hidkas son difíciles. Volveremos en unos días. Pero... ¿y vosotros? ¿Habéis llegado aquí con vuestra caravana?
—No, mi señor —contestó Symeon, adoptando un gesto grave—. Huimos del marasmo del sur, en el Imperio Vestalense, y finalmente hemos llegado a estas tierras.
Erannion se mostró satisfecho con la explicación, y ordenó volver a su campamento. Al volver, Cireltar les mostró una gran gratitud por su intervención.
El día siguiente salieron temprano, y los hidkas los condujeron hacia el interior del valle, donde llegaron a una loma bañada por la luz del sol. En lo alto había una explanada en forma circular con una especie de atril de piedra en el centro donde Cireltar depositó el Orbe de Curassil. El aura del sitio tenía algo... no sabían explicarlo, pero los movía a una actitud reverencial. "Esto debió de ser tallado, o creado, hace milenios, las rocas son antiguas, antiquísimas", pensó Yuria.
Cireltar y otros diez hidkas tomaron posiciones en un círculo alrededor del objeto. Varios hidkas más tomaron posiciones más informales, y Daradoth, Symeon, Yuria, Faewald, Taheem, Eraitan, Galad, Darion, Garâkh y Avriênne se situaron en el exterior, alertas.
Sin muchos preámbulos, los once hidkas oficiantes abrieron su tercer ojo, y la Ascensión comenzó. El grupo notó solo un leve cosquilleo como señal de que algo estaba pasando. Tras un par de horas, sacaron las tiras de carne seca para comer ojo avizor. A esas alturas, los hidkas ya mostraban señales de tensión en su cuello, y sus frentes se encontraban perladas de sudor. Un par de horas después, uno de los hidkas del círculo externo cayó inconsciente. Faewald y Arakariann lo apartaron y lo colocaron bien. El resto de hidkas se encontraban en un punto de concentración máxima, en absoluto silencio, sin gestos ni cánticos, solo con el sudor en sus frentes, sus ojos centrales abiertos y mirando al infinito.
Un copo de nieve cayó en el hombro de Daradoth. "¿Qué es esto?", pensó. Había nubes, pero el tiempo era primaveral. Todos se miraron, algunos recogiendo copos en sus manos. Pocos segundos después, se sorprendieron cuando una enorme bandada de estorninos comenzó a describir círculos sobre los oficiantes del ritual, en un pequeño escándalo de batir de alas y canto. A los pocos segundos, la totalidad de los pájaros cayeron desplomados. Cubrieron sus rostros para evitar los impactos, pero todo lo que llegó a ellos fue una lluvia de plumas. Algunos hidkas rechinaban ya los dientes. Dos se tambalearon, y otro cayó. Su corazón no latía. "Maldición", pensó Galad, que se dirigió rápidamente hacia él.
Al entrar en el círculo de piedra, Galad se congeló. La luz de Emmán lo recibió en su seno, era fuerte allí. Estuvo tentado de dejarse consumir por ella, pero su voluntad era fuerte. A duras penas, consiguió arrastrar al hidka fuera del círculo, pero poco pudo hacer por él.
Mientras Galad se agachaba sobre el hidka inerte, las pequeñas piedras de toda la loma empezaron a levantarse del suelo. Symeon miró muy preocupado a su alrededor, esgrimiendo su cayado de madera de Aglannävyr e intercambiando miradas con Faewald, Daradoth y Yuria. "¿Estarán perdiendo el control?", pensó aterrado. "Oh, Luz, no quiero pasar otra vez por lo que sucedió anteayer".
De repente, Symeon se encontró atrapado en un lugar cerrado. No tuvo que caminar mucho para darse cuenta de que el lugar era un laberinto.
Daradoth estaba sentado en un trono. Una pequeña multitud se encontraba reunida, adulándolo. A su lado se encontraba su reina, Ethëilë, bellísima.
Galad se puso de pie. Su entorno era totalmente blanco. Se erguía sobre un suelo invisible, y un hombre de mediana edad, de pelo largo y rizado, con los ojos de un azul profundo poderosísimo se encontraba junto a él. Alrededor de ellos, una hueste de arcángeles armados se acercaba, amenazante.
Yuria tripulaba un barco a merced de la tempestad. Su tía y su padre se encontraban amarrados en el mascarón de proa. Gritaban. La ercestre comprendió que ambos dependían de su pericia navegando para no morir ahogados o destrozados por alguna roca o arrecife.
Transcurrió un lapso de tiempo indeterminado, que se hizo eterno para todos. Symeon buscó una salida del laberinto mientras bestias enormes que no podía ver rugían en los alrededores. Galad tuvo que luchar para proteger a Emmán del ataque de los arcángeles, que lo hirieron varias veces. Yuria gritó, lloró y rugió maldiciones mientras inentaba apartar el barco de las rocas y superar la tempestad. Daradoth vio por el rabillo del ojo cómo Ethëilë, con lágrimas en los ojos, sacaba una daga e intentaba asesinarlo. La esquivó por poco, mientras los nobles reunidos sacaban sus armas y se abalanzaban sobre el trono gritando "¡muerte al tirano!"; él mismo tuvo que sacar su espada y defenderse, desgarrado por la traición de su amada y de varios de sus amigos más cercanos.
Tras una travesía devastadora, con todos sus músculos atravesados por dagas invisibles y con su estómago revelándose, Yuria consiguió salir de la marejada y los relámpagos. Y una voz familiar resonó a lo lejos, en un faro que apareció de repente en el horizonte.
—¡Yuria, Yuria! —era Symeon.
Yuria dirigió el barco hacia el faro, y el agotamiento la venció; cayó sobre el timón, exhausta. La nave se estrelló contra el faro. Symeon, que había conseguido salir del laberinto, vio cómo el galeón se abalanzaba sobre él. Daradoth, con todo el dolor de su corazón, con el brazo entumecido y el suelo resbaladizo por la sangre, acabó con el último de sus traidores. Y Galad dio su último golpe letal con Églaras, que aniquiló a tres arcángeles; Emmán lo empujó a continuación, y se sintió caer.
En el círculo estaban todos ellos. Totalmente agotados y consumidos. Yuria lloraba, Symeon tenía la mirada nublada, Galad una sensación de pérdida que hizo asomar lágrimas a sus ojos, y Daradoth miraba su mano asesina, pensando en que lo que había vivido igual le había gustado demasiado, sintiéndose atormentado por ello. Darion, Avriênne, Garâkh y Eraitan los miraban preocupados; Faewald y Taheem estaban en un estado parecido al del grupo.
Al menos tres hidkas se encontraban en el suelo, alguno de ellos sin vida. El resto resollaba, con el sudor resbalando hasta sus barbillas.
—¿Qué ha pasado? ¿Por qué no reaccionabais? —interrogó Cireltar. Ninguno pudo contestar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario