Eudorya Athalen de Nïmthos |
Galad atravesaba los jardines de la mansión del Shaikh dirigiéndose a su habitual asignación de guardia de los huéspedes Príncipes Comerciantes, mientras estos se encontraban inmersos en una conversación relativamente acalorada, sostenida en su propio idioma. Bajo unas enredaderas, protegiéndose del calor, se habían reunido Progeryon, Eudorya y Déor de Ladris, junto con algunos sirvientes. Los conocimientos de estigio del paladín le permitieron entender algunos fragmentos sueltos de la discusión que le resultaron sumamente interesantes: de la boca de un acalorado Progeryon salían las palabras “alta tración” y “no debemos”, “honor y deber”; a Déor se le notaba cada vez más alterado, mirando contínuamente alrededor y contestando al joven príncipe de una forma algo brusca; Eudorya ejercía sin duda de intermediaria entre los dos, intentando calmar los ánimos e instándoles continuamente a bajar la voz. La conversación acabó cuando otro de los Príncipes, Knatos de Armir, se acercó al grupo. Todo pasó a ser más distendido y, finalmente el grupo se disolvió; Eudorya hizo ademán de acercarse a Galad, pero pareció pensárselo mejor y dando media vuelta se alejó en dirección contraria.
Más tarde, en la posada, se reunía el grupo al completo ante el lecho de Symeon, donde éste se agitaba inquieto y sufriendo contenidamente. Galad intentó ayudarle: tocando la mano del errante inconsciente canalizó hacia él un Aura de Protección. Lo siguiente no lo esperaba: una oleada de retroceso en forma de frío intenso invadió al paladín, que se mareó, sintiendo que algo iba tremendamente mal; el dolor de cabeza le provocó una mueca de dolor; pero al instante, la sensación cambió de manera que Galad no podría explicarlo más tarde, una sensación mucho más placentera y de seguridad, que lo confudió pero a la vez tranquilizó.
A medida que transcurría la tarde, Symeon fue presa de unos espasmos cada vez más incontrolados y bruscos. A Yuria y Daradoth sólo se les ocurrió ir al circo en busca de Serena, la Errante; en el pasado, otra Errante, Azalea, había podido ayudar a Symeon en un trance parecido, y no sabían si aquello era común a todas ellas; ante la falta de una alternativa mejor, se desplazaron a la gran explanada donde el circo estaba levantando su carpa y se reunieron con Serena. Pero esta se aterró cuando le sugirieron salir del recinto para cruzar media ciudad vestalense. Según les contó la muchacha, el camino hasta Creá había sido muy duro; tanto los dos enanos como maese Meravor habían sido acusados de brujería por un inquisidor, y mucha gente los había tratado como tales desde entonces. Así las cosas, Serena no entendía por qué Meravor había seguido insistiendo en marchar hacia Creá y meterse en el ojo del huracán. Pero aunque algunos miembros de la troupe habían planteado su incomodidad, Meravor gozaba de un gran ascendiente ante todos ellos y los había convencido de acudir a Creá, donde llevarían a cabo “la mejor función de su vida”. Yuria preguntó a la chica dónde se encontraban los enanos entonces, y esta le respondió que no tenía ni idea; pero a todas luces, estaba mintiendo. Decidieron no insistir más y en lugar de sacar a la errante del recinto, traerían a Symeon lo más discretamente que pudieran, al atardecer.
Serena la huérfana |
Cuando estaban preparándolo todo para llevar a Symeon al circo, éste se incorporó de un salto, chorreando de sudor y con un fuerte alarido que puso a todos en guardia. Cuando Yuria acudió a ayudarle, el errante le propinó un violento empellón que la lanzó contra la pared, mientras él caía hacia atrás y quedaba tumbado, agotado y sin resuello. Durmió toda la noche.
Por la mañana, la memoria sobre lo que había sucedido en el Mundo Onírico era esquiva para el Errante, que sólo pudo balbucear leves impresiones de lo que le había sucedido en su inconsciencia, y mencionar algo acerca de unas figuras sombrías comandadas por una silueta irreconocible que parecía tener siempre una fuerte luz detrás. Con el paso de las horas, Symeon iría recobrando la memoria de lo que había sucedido, y compartiría la experiencia con el grupo (aunque estos no sabrían si se guardaba algo para sí). Varias figuras lo habían hecho prisionero y había conseguido escapar con la ayuda de un desconocido. No obstante, la actitud del Errante parecía haber cambiado desde que despertara: se mostraba más agresivo y algunos comentarios impropios del pacifismo de los errantes sembraron la duda en el grupo.
Más tarde, Yuria y Symeon, acompañados por Daradoth con un hechizo de ocultación, se dirigían al circo para intentar encontrarse con los enanos. Antes, Symeon pudo hablar con Serena, que se alegró sobremanera de verla (al contrario que Symeon, que parecía relativamente frío y distante). La muchacha le contó de nuevo los problemas que habían tenido por el camino, y veladamente le reveló en qué carromato se encontraban los enanos, que evidentemente seguían en el circo. Y aún siguieron hablando algo más, con la sugerencia de Serena de que ella y Symeon podrían incorporarse a alguna caravana de Buscadores cuando todo aquello pasara; Daradoth se sobresaltó cuando escuchó la respuesta de Symeon: lejos de mostrarse anhelante y feliz de que la muchacha le propusiera aquello, el Errante contestó con escuetos monosílabos y pasó a explicar por qué creía que su pueblo había estado equivocado hasta entonces, y que quizá deberían usar medios menos pacíficos para resolver los problemas; habría que reunir a su pueblo y definitivamente “cambiar las cosas”; Daradoth se quedó petrificado por la forma de hablar de su amigo; realmente le había ocurrido algo que lo había cambiado profundamente.
Daradoth hizo un aparte con Symeon cuando éste se despidió de Serena. Le reveló que lo encontraba demasiado cambiado como para ser un hecho normal, ante lo que Symeon no reaccionó bien y acabó con el intercambio bruscamente.
De vuelta a la posada, Symeon buscó a Galad para que lo confesara, como ya había hecho en el pasado con Aldur. Amparado por el secreto de confesión, el Errante contó al paladín cómo sentía estar traicionando a su pueblo al mostrarse más receptivo hacia las armas y la violencia, y al creer que todos los errantes deberían alzarse en armas; ahora creía en aquello sin duda y eso era lo que más lo aterraba.
Poco después, Fajeema hacía acto de aparición en la posada buscando a Yuria; la vestalense pretendía que todo volviera a la normalidad entre ellas, después del asunto de la tela varlagh. Yuria aceptó sus disculpas y retomaron la rutina de las visitas a los baños y la mezquita.
Después tuvo lugar la reunión que tenían pendiente entre el grupo, el Shaikh y la delegación ercestre. La reunión discurrió de una forma muy abstrusa, muy difícil. Después de que su petición fuera rechazada por los ercestres y la mujer del gobernador, el grupo pretendía que fuera lord Esmahäd quien les proporcionara las doscientas monedas de oro que solicitaba el antiguo compañero de Taheem, Ishfahän. Por supuesto, el shaikh necesitaba garantías, pues esa cantidad era una pequeña fortuna de la que no podía desprenderse así como así; cuando oyó al grupo mencionar un posible objeto de poder que el Ra’Akarah podía pretender conseguir al llegar a Creá, el gobernador pidió que le proporcionaran tal objeto a cambio. A esto, claro, el grupo se negaba, con lo que la conversación llegó varias veces a un punto muerto del que no creían que podrían salir.
Pero finalmente se llegó a un acuerdo, con la ayuda de la mediación ercestre; el grupo al completo tendría la ayuda del shaikh porque aceptaron realizar el juramento formal (especialmente vinculante en el caso del paladín). Juraron que intentarían por todos los medios a su alcance, fuera o no fuera el verdadero Ra’Akarah el individuo que se acercaba a Creá, impedir su llegada al poder (matándolo, desenmascarándolo o como fuera). Protegían así los intereses del shaikh y el desequilibrio en Aredia, todo en uno. No era el acuerdo más ventajoso que se podía obtener, pero era un acuerdo.
Mientras sus compañeros asistían a la reunión con los ercestres y el gobernador, Daradoth se había quedado en el Palacio Arzobispal; evitaría así que el shaikh lo relacionara con los demás, por si acaso. Pidió una audiencia con el Sumo Vicario y le fue concedida. El elfo tenía una petición que hacer: deseaba acceder a la parte prohibida de los Museos de los Santuarios. El Sumo Vicario se negó en primera instancia, preguntándole qué esperaba encontrar allí, pero ante la insistencia de Daradoth transigió; el día siguiente, el Cardenal Misdahäd le acompañaría en su acceso a los Museos, pero previamente, Daradoth debería jurar formalmente que no desvelaría a nadie nada de lo que allí pudiera ver. El elfo consiguió evitar a tiempo que una sonrisa asomara en su rostro.
Con la sensación agridulce del acuerdo alcanzado con el shaikh, se dirigieron ya de noche al circo, donde los artistas se encontraban preparando sus respectivas funciones. Sin demasiados problemas pudieron acceder al recinto interior y llegar al carromato de Narak y Zandûr. Tras saludarse fríamente, Zandûr presentó su artilugio a Yuria. Se trataba de una especie de farolillo que, con el pensamiento adecuado, lanzaba una lengua de fuego por uno de sus extremos; con eso Yuria podría calentar el aire de su globo. Como había prometido, proporcionó una copia de los planos al enano, y a continuación este pasó a explicarle a la ercestre cómo usar el aparato. Sin embargo, Yuria no fue capaz de sacar ni la más mísera llama del artefacto; no así Daradoth o Galad, que con suma facilidad lo hicieron arder. Por más que lo intentó, Yuria no fue capaz de hacerlo funcionar, lo que acrecentó aún más las sospechas del grupo de que algo en Yuria impedía la canalización del poder en su persona. Aún así, dándoles las gracias, Yuria guardó el pequeño aparato y la conversación derivó a los problemas que la troupe había tenido en su periplo hacia Creá; los enanos confirmaron las palabras de Serena y la extrañeza que les causaba que Meravor hubiera insistido en viajar hasta allí. Comentaron entonces las extrañas habilidades de Meravor, su verdadera naturaleza y sus posibles intenciones al ir hasta Creá, pero los enanos no pudieron confirmar nada.
Ya reunidos, Yuria decidió revelar sus cartas y confirmar algo que había venido sospechando desde la ceremonia de circuncision de Daradoth. Se quitó el colgante que le había regalado su tía Orestia e hizo la prueba de sacar fuego del artilugio de Zandûr; efectivamente, allí estaba: una llama firme y potente. Se puso el colgante de nuevo y fue incapaz de sacar ni el más mínimo rescoldo; los demás se miraron, extrañados. A petición de Galad, Yuria le dejó el colgante, y todos se precipitaron a ayudar al paladín cuando éste se desplomó inconsciente por los efectos de la joya. Más tarde les explicaría que había sido como si su ser se volcara al colgante hasta dejarlo agotado.
Después de un silencio meditabundo, todos coincidieron en que aquel objeto debía, de alguna manera, absorber el poder de su alrededor y anularlo; era algo que ni siquiera sabían que pudiera existir, pero quizá también algo que podía ayudarlos en lo que estaba por venir…