Pasaron la noche escondidos en el granero, pero decidieron cambiar de ubicación cuando por la mañana oyeron bullicio de niños y adultos que trabajaban en la recogida de la cosecha. Antes de que llegara el atardecer, se trasladaron discretamente hasta la granja quemada que Daradoth había visto previamente. La granja ya parecía de por sí un escondite perfecto, pero aún lo fue más cuando Symeon descubrió una bodega intacta bajo los escombros, protegida por una discreta puerta que se levantaba mediante una argolla.
Antes del descubrimiento de la bodega, la aguda vista de Daradoth y la lente de Yuria les permitieron avistar a lo lejos, hacia el sureste, una visión preocupante: cuatro de los monstruosos Corvax sobrevolaban una nube de polvo (que habría pasado desapercibida de no ser por la lente) que sin duda debía de pertenecer a un ejército en movimiento. La situación empeoraba por momentos.
Por la noche, Daradoth decidió acercarse a Sar’Sajari en solitario, haciendo uso de sus especiales habilidades de infiltración, para pasar el Evra’in’Doharr —el muro fronterizo— y avisar a los ejércitos del Pacto de los Seis de la amenaza que se les aproximaba desde el sur. No tuvo demasiadas dificultades en conseguir su objetivo, y tras una caminata de veinte kilómetros a la velocidad endiablada de la que era capaz el ligero elfo, llegaba por fin a la vista de una fortaleza, de la que más tarde le informarían de su nombre: Êmerik.
La reticencia inicial de los vigilantes (que no parecían estar muy alerta) se convirtió en asombro y más tarde en respeto al reconocer la raza de Daradoth una vez que hizo acto de presencia un oficial capaz de defenderse en anridän, el idioma común élfico. No tardaron en conducirlo a presencia del capitán Anâthadre. Se reunieron con el castellano Zenarâk, que era el que hablaba un anridän más fluido, y con el maestro de armas Nilbanâth, que mantuvo una actitud menos respetuosa hacia Daradoth que sus compañeros; no llegó a ser escandalosa, pero el elfo notó su falta de deferencia. Este expresó su preocupación por la aparente falta de efectivos en la guarnición de la fortaleza, aunque comprendía que era difícil mantener un cuerpo numeroso tras décadas de paz, pero la respuesta de Anâthadre le sorprendió, por inesperada: gran parte de los efectivos de la Región habían sido reclamados por los generales del Pacto para hacer frente a una amenaza en el lejano norte; el capitán no conocía más detalles. A continuación, Daradoth pasó a hacer referencia al pequeño contingente procedente de la Corona del Erentärna con el que se había encontrado en el Imperio Vestalense, con la esperanza de que hubieran pasado hacia el sur por alguna otra parte que no fuera la Quebrada y su grupo pudiera encontrar tal alternativa. Sin embargo, Anâthadre le confirmó que efectivamente lord Amâldur había pasado por allí hacía un par de meses de paso hacia el sur en misión diplomática. Pero ni el capitán de la fortaleza ni los miembros de su consejo dejaron entrever en ningún momento que supieran que con los ástaros de Amâldur viajaban también varios elfos y una centaura. Seguramente habrían pasado discretamente, sin salir de los vagones. Por fin, Daradoth pasó a tratar el motivo principal de su presencia allí: la amenaza vestalense. Después de referirse someramente a los acontecimientos de Creä alrededor del Ra’Akharah Habló a los páctiros de los dos ejércitos que se encontraban al borde de la frontera, de los enormes pájaros con espolones comandados por los extraños extranjeros, de los Susurros de Creá y su capacidad de entrar en los sueños y afectar a la gente desde ellos; el capitán rebulló preocupado, pero mostró sus manos en un gesto de impotencia, aunque acordó que enviaría mensajeros hacia el norte para avisar al Consejo Regional al despuntar el alba.
Entre tanto, Symeon también decidió acercarse a Sar’Sajari en solitario para evaluar más a fondo las posibilidades del grupo de traspasar la frontera. Se le erizó el vello de la nuca cuando al acercarse a cierta distancia de la fortaleza pudo escuchar un coro de voces que entonaban cánticos y oraciones. Un ritual se estaba llevando a cabo dentro del bastión principal, y en cuestión de minutos una especie de remolino de nubes oscuras y relampagueantes se concentraba en la vertical del complejo, tapando el cielo estrellado. Este mismo remolino de nubes y rayos era contemplado en ese momento con preocupación por Daradoth desde las almenas de Êmerik.
Symeon no pudo resistirlo. Haciendo gala de su extraordinaria habilidad y capacidades de latrocinio, trepó a lo alto de uno de los muros exteriores y entre las sombras pudo atisbar de forma parcial el patio de armas del bastión principal, donde se habían erigido varias piras con la forma de estrella de once puntas que ya habían visto en su viaje hacia el norte. Los gritos de la gente que estaba siendo quemada viva en ellas le encogieron el corazón, mientras los cánticos se tornaban ensordecedores y por encima de ellos, varios clérigos del Fuego Purificador imploraban a Vestän que acogiera en su seno a aquellos pecadores que lo habían traicionado. Los ribetes de llamas de sus túnicas brillaban con un fulgor extraño, sin duda de índole sobrenatural. De vez en cuando, el errante podía avistar a un paladín de Vestän que arengaba al público congregado, que parecía enardecerse cada vez que el paladín se dirigía a ellos. Se respiraba el poder en el ambiente.
— Te veo. TE ESTOY VIENDO —las poderosas palabras que resonaron en la mente de Symeon lo aturdieron y nublaron su visión.
Al instante comprendió lo que pasaba: alguien se comunicaba con él desde el Mundo Onírico; si era así, lo mejor sería huir. Trastabilló como pudo hasta el borde del muro y se dejó caer, acosado por la atronadora voz. Por el rabillo del ojo pudo ver deslizarse una sombra descendiendo del muro: un Susurro de Creä. Con el corazón escapándosele del pecho, corrió con toda su alma, apenas notando el tobillo que se había lesionado al caer de la muralla. Por fortuna, su rapidez no le falló esta vez, y consiguió despistar al vestalense. Al amanecer volvía a la bodeja de la granja donde sus compañeros esperaban preocupados, y tras recibir una rudimentaria cura por parte de Galad se derrumbó agotado y presa de un intenso dolor en el tobillo.
El día siguiente, Yuria, Galad y Taheem aprovecharon para acercarse a una distancia prudencial del ejército que viajaba bajo los Corvax, que ya se habían adelantado a la columna y llegado a Sar’Sajari. Lo que vieron les dejó de piedra: enormes elefantes y extraños animales con cuernos en el hocico acompañaban a un contingente de rasgos variopintos donde destacaban muchos soldados de piel negra, procedentes de las selvas y desiertos del lejano sur.
Por la noche volvió Daradoth, que les informó del magro resultado de su viaje. Desde luego, no le había parecido que los páctiros estuvieran preparados para rechazar lo que sus compañeros le contaron que se estaba aproximando por el sureste, ni siquiera para rechazar al contingente del badir.
Al acercarse cerca del mediodía a Sar’Sajari, vieron que la puerta principal del Evra’in’Doharr se encontraba abierta. El ejército del badir se encontraba ya acampado dentro del complejo y una parte de él parecía haber pasado hacia el norte. Al atardecer se confirmarían sus sospechas al regresar una columna de doscientos jinetes con una delegación de páctiros con los ojos vendados (pero no prisioneros) entre los que Daradoth reconoció al capitán Anâthadre. Viendo que las batidas habían relajado su vigilancia, decidieron pasar la noche en el lugar donde se encontraban, desde donde tendrían alguna oportunidad de ver o percibir cualquier novedad que se produjera en la fortaleza. Unas horas después, la delegación diplomática del Pacto se marchaba de nuevo hacia el norte escoltada por un grupo de jinetes. Poco después, establecieron los turnos de guardia pertinentes y descansaron.
Symeon despertó sobresaltado por una increpación: “¡AHORA! ¡RÁPIDO!” —la voz de la soñadora centaura se propagaba como una ola por todo el Mundo Onírico. Symeon contempló sus brazos cambiantes: se encontraba en el mundo de los sueños. Se acercó rápidamente hacia la fortaleza, mientras varias decenas de una especie de centellas plateadas hacía lo mismo: centauros que habían venido a ayudar a su señora, sin duda. La gente de la fortaleza empezaba a materializarse de repente en el Mundo Onírico y eran abatidos por las figuras plateadas. Symeon miraba a su alrededor, extasiado por lo que veía. Sin duda, era testigo de un acontecimiento extraordinario. El errante se acercó hacia la presencia de la centaura, pero una de las siluetas plateadas se lo impidió y, de hecho, le atacó; por suerte consiguió despertarse a tiempo de evitar su -más que posible- destino fatal.
Se apresuró a despertar a aquellos de sus compañeros que se encontraban durmiendo, y con las mínimas palabras les contó lo que estaba sucediendo. En ese momento repararon en los leves sonidos que les llegaban de la fortaleza: gritos y caos. En pocos minutos varias hogueras se habían encendido para iluminar el complejo y se notaba una intensa actividad.
Gracias a sus grandes capacidades, Symeon fue capaz de volver a dormir en pocos segundos y acercarse de nuevo al bastión principal, aunque de una manera mucho más lenta debido al embotamiento de su mente; tras unos momentos que le parecieron años, llegó al patio de armas, donde el centauro lo había tomado por enemigo y atacado. Mientras trataba de orientarse para acercarse a la centaura, una presencia abrumadora le impactó. Un hombre y una mujer hacían acto de presencia en el patio de armas, apenas preocupados por las estelas plateadas que iban de aquí para allá. Sus siluetas estaban perfectamente definidas, lo que denotaba un control de sus habilidades mucho mayor que las suyas propias. La mujer era bellísima, la más bella que Symeon hubiera visto jamás, con una larga melena azabache, unos ojos violeta y unos labios carnosos que en otras circunstancias le habrían quitado el sentido. El hombre era harina de otro costal; por la descripción que Daradoth les había dado en el pasado, lo reconoció al instante: sus ojos rojos, su pelo blanco y su nariz aguileña lo identificaban: Trelteran, el kalorion que se había llevado de Rheynald a la duquesa Rhianys. La mujer pronto se convirtió en una sombra grisácea que arrasaba con las figuras plateadas que encontraba a su paso, y Trelteran desapareció sin más.
El resto del grupo se había acercado a la fortaleza (cargando con el cuerpo dormido de Symeon), y en ese momento, Galad y Daradoth tuvieron una sensación extraña, que se superponía a la sensación ominosa que toda la fortaleza emanaba desde que se había perpetrado el salvaje ritual de las piras. Sin que el grupo lo supiera, Trelteran se había materializado en el mundo real, pues el velo entre mundos había sido debilitado por la ceremonia, y le fue entregada la lady centaura. Cuando el kalorion volvió a materalizarse en el Mundo Onírico, giró su mirada hacia donde se encontraba Symeon, aunque sin conseguir verlo; el errante decidió despertar al punto.
—¡Vamos! ¡Es ahora o nunca! —gritó alguno de ellos.
Efectivamente, el caos que imperaba en la fortaleza y la puerta del muro abierta ofrecían una oportunidad que no volvería a presentarse. Daradoth decidió que la empresa de rescatar a los elfos prisioneros no tenía ninguna esperanza de llegar a buen término, así que guió al grupo por el camino más seguro que él ya había seguido. Tuvieron además la fortuna de encontrar un carro volcado del que habían caído ropas de soldados y se apresuraron a vestirlas. Alguien gritó desde los muros increpándolos, y Galad respondió en un perfecto vestalense cualquier excusa que se le ocurrió. Se alejaron sin más contratiempos, a toda velocidad y ayudándose los unos a los otros. Por fin habían salido del Imperio.
Poco después avistaban hogueras y a su calor el ejército de varios centenares que rodeaba Êmerik. Por suerte, la fortaleza del Pacto se alzaba sobre un promontorio alrededor del cual el desfiladero se ensanchaba de forma ostensible, así que deberían ser capaces de rodear al contingente amparándose en las sombras de la noche.