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La Santa Trinidad

La Santa Trinidad fue una campaña de rol jugada en el Club de Rol Thalarion de Valencia entre los años 2000 y 2012. Este libro reúne en 514 páginas pseudonoveladas los resúmenes de las trepidantes sesiones de juego de las dos últimas temporadas.

Los Seabreeze
Una campaña de CdHyF

"Los Seabreeze" es la crónica de la campaña de rol del mismo nombre jugada en el Club de Rol Thalarion de Valencia. Reúne en 176 páginas pseudonoveladas los avatares de la Casa Seabreeze, situada en una pequeña isla del Mar de las Tormentas y destinada a la consecución de grandes logros.

viernes, 27 de septiembre de 2019

Aredia Reloaded
[Campaña Rolemaster]
Temporada 3 - Capítulo 5

La Revolución de Dársuma
A bordo del Empíreo, el capitán Suras, la navegante Egrenia y la propia Yuria condujeron con seguridad al grupo compuesto por una veintena de personas a través de la frontera con el Imperio Vestalense, la marca de Arnualles, el Gran Estuario del Káikar, el propio Imperio del Káikar y las extensas praderas de las Tierras Libres hasta llegar a la vista de Dársuma, la capital del distrito de Darsia, uno de los seis "países" del homónimamente llamado Pacto de los Seis.

A instancias de Symeon buscaron un lugar seguro donde descender, a unos treinta kilómetros al este de la ciudad, dirección desde la que ellos llegaban. El errante localizó una especie de corona de colinas entre las que se encontrarían a buen resguardo. Daradoth confió a continuación el búho de ónice a Suras, con instrucciones de alejarse hasta la estribación más septentrional del los montes Dratios, que se encontraban a unos cien kilómetros más al este. Debería estar alerta para acudir urgentemente al punto que le indicaran en cuanto recibiera la orden de recogerlos.

Así, a resguardo y arrullados por una fina lluvia pasaron la noche Galad, Symeon, Daradoth, Yuria, Taheem, Faewald, y los ástaros Dûnethar y Cirantor. Por la mañana emprendieron el camino a pie hacia Dársuma, la populosa ciudad que por lo que habían visto la noche anterior, se extendía a lo largo de muchos kilómetros sobre el delta del caudaloso río Essel.

El Pacto de los Seis
Kilómetros y kilómetros de granjas y tierras de cultivo se extendían ante los ojos de los compañeros, a los que pronto llamó la atención la evidente ausencia de trabajadores en la cosecha otoñal. Aquí y acullá podían ver figuras aisladas, casi todas ellas mujeres o ancianos.

Pasado el ecuador del camino remontaron una loma y no tuvieron más remedio que detenerse. Allá a lo lejos, en un nivel más bajo, se podía divisar ya el mar, el enorme delta y la ciudad, y desde esta se alzaban al cielo una multitud de columnas de humo. Se miraron, preocupados. Aquel humo no había estado allí cuando habían sobrevolado la zona el anochecer del día anterior. Se habían mantenido a una altura segura, como siempre, pero algo así no les habría pasado desapercibido. Decidieron acercarse a preguntar a la primera mujer que vieron cercana realizando sus tareas en un maizal. Dûnethar, Galad y Symeon se acercaron a ella, y el ástaro llevó el peso de la conversación, dado su mayor dominio del idioma lândalo. Symeon y Galad pronto notaron que la mujer se mostraba hostil ante el recio oficial del pacto, y el paladín poseía los suficientes conocimientos del idioma para notar que Dûnethar dejaba translucir un deje despectivo hacia ella. A los pocos instantes de conversación, la mujer espetó algo y se alejó, dejando al ástaro con la palabra en la boca.

Consternado, Dûnethar les comentó que al parecer, había estallado una revolución en la ciudad, y posiblemente en otros puntos del Pacto. La mujer había dicho que "pasó lo que tenía que pasar, mi señor, el pueblo por fin se ha levantado contra vuestra estirpe". Acto seguido, tuvo una breve conversación en la que al grupo le quedó bastante claro que en el Pacto, la raza de los ástaros ocupaba una posición más alta que aquellos que ellos llamaban los "mestizos" o los "comunes". Las palabras de Dûnethar o de Cirantor no dejaban traslucir exactamente rencor o desprecio al describir aquella situación; simplemente, así era como debían ser las cosas según ellos, al menos dentro de las fronteras del Pacto. El caso es que todos los hombres capaces de empuñar un arma habían dejado sus herramientas y oficios y habían acudido a Dársuma a participar en la revolución. Aquello era sin duda un imprevisto sumamente peligroso para el futuro de Aredia. Decidieron continuar camino.

Pasados un par de kilómetros divisaron por primera vez un grupo de gente, reunida en la puerta principal de una casa cercana al camino. Daradoth se acercó con precaución, ocultándose entre el maíz y permaneciendo a una distancia considerable. El grupo estaba formado por una mujer, un niño, una pareja de ancianos, y cuatro hombres armados con tres hachas y una espada; todos se encontraban cariacontecidos alrededor del cuerpo sin vida de otro hombre, al que la mujer y el niño lloraban desconsolados. Los hombres armados intentaban reconfortarlos, sin éxito. A todas luces, una víctima del conflicto que debía de haber asolado la ciudad la noche anterior.

Cuando Daradoth vio cómo un grupo numeroso de hombres se acercaba por el camino desde la ciudad, decidió volver con sus compañeros, y todos ellos se mostraron de acuerdo en volver a la corona de colinas. Convocaron allí al Empíreo y tras descansar de la caminata por la noche, sobrevolarían al amanecer la ciudad para poder reconocer el terreno con seguridad. Y así lo hicieron; con el despuntar del alba remontaron el vuelo y en poco más de media hora ya sobrevolaban la ciudad.

Lo primero que pudieron ver (desde una altura tremenda, como siempre con Daradoth mirando a través del catalejo ercestre) fue una agrupación enorme de gente acampada alrededor de la posada que presidía la entrada a la ciudad desde el camino que habían recorrido el día anterior. Otra multitud se congregaba en la que parecía la plaza central, y grupos parecidos se apostaban en las entradas del norte y el noroeste. La lluvia que había caído toda la noche y que continuaba a aquella hora había apagado los fuegos y había disipado el humo, pero Daradoth pudo ver los restos de los destrozos que en varios barrios habían dejado los enfrentamientos.

En el puerto había dos barcos de guerra: uno de ellos estaba humeando y el otro se encontraba inmóvil. Dentro de la ciudadela en la parte alta de la ciudad había un pequeño contingente, que parecía haberse encerrado, pero que a ojos de Yuria era a todas luces exiguo para defender aquella fortificación. Decidieron descender sin perder más tiempo, ya sin importarles las miradas indiscretas. Pocos segundos más tarde la figura del dirigible bajaba sobre el patio de armas, donde varios ballesteros habían tomado posiciones, prevenidos contra posibles enemigos. Con una sábana haciendo las veces de bandera blanca y con Dûnethar presentando al grupo como aliado, pocos minutos más tarde eran recibidos por un militar que se presentó como el general Ardamâth. Dûnethar y Cirantor se cuadraron ante él, presentándose como capitanes del distrito de Galmia. A continuación presentaron al resto del grupo como valiosos aliados, y mencionaron la carta que traían desde Svelên destinada al rey Anerâk. Tras una mirada apreciativa del general, este les invitó a acompañarle al interior del palacio.

Media hora después eran recibidos por su majestad en la austera Sala del Trono. Después de la pompa y el boato de la corte Sermia, aquello a duras penas parecía una sede real, pero pronto dejaron atrás estos pensamientos para centrarse en los asuntos importantes. Tras las habituales expresiones de sorpresa y halago por la honra que suponía la presencia de un elfo de Doranna, lo primero que hicieron fue entregar la carta de Phâlzigar al rey Anerâk. A medida que la fue leyendo, este se mostró más y más consternado, pues como les explicó después, prácticamente todo el ejército había tenido que partir hacia el norte para participar en la inminente guerra contra el Cónclave, y como habían podido apreciar los pocos que quedaban apenas bastaban para contener a la turba levantisca.

Eso les llevó al asunto de la rebelión. Por lo que les explicó Ardamâth, los "comunes" y los "mestizos" reclamaban derechos que era imposible concederles, como la plena ciudadanía y la equiparación de impuestos con los ástaros; ello había llevado a aquella "chusma" ingrata a intentar conseguir los derechos por la fuerza. Pero lo que habían hecho la noche anterior no era algo que se pudiera conseguir sin un mínimo de organización y conocimientos de logística; y quizá también algo de dinero. Por eso, les transmitió sus sospechas de que la plebe no se encontraba sola en aquel asunto, tenían el convencimiento de que había gente del káikar infiltrada coordinándolos, y además debían de tener apoyos de algunos nobles y terratenientes. Y el más sospechoso de todos ellos era sin duda un tal lord Ginathân. Este era un duque acaudalado de alto rango que algunos meses antes había mostrado su intención de casarse con ¡una errante! Symeon rebulló, algo incómodo, pues había ocultado su verdadera condición para evitar problemas. El caso es que el Consejo de Pureza de Darsia había prohibido expresamente aquel matrimonio (más tarde les explicarían que el Consejo de Pureza velaba por la preservación de la pureza de la sangre ástara, y que los matrimonios con "comunes" estaban prohibidos, mucho más con aquellos llamados errantes), y el loco de Ginathân había hecho caso omiso de la prohibición. Al parecer, había perdido la cabeza por aquella mujer y había llevado a cabo el matrimonio asumiendo las consecuencias: su destitución, despojo de bienes y exilio. Pero muy oportunamente antes de que se hubiera dictado la sentencia había estallado aquella revolución... tenían serias sospechas de que había colaborado en su consecución.

La situación era desesperada, y el rey pidió a Daradoth (asumiendo que era el líder del grupo dada su raza) que utilizaran aquel maravilloso ingenio volador que habían traído para alertar a la última columna del ejército que había partido hacía una semana escasa de que volvieran a Dársuma para poder controlar la situación. El grupo aceptó ayudar al monarca del Pacto, pues aunque algunos de ellos no comulgaban con las ideas de aquella sociedad, era la única forma que veían de que el Cónclave y la Sombra no tomaran ventaja en el norte. Así que esa misma noche partieron bajo una fina lluvia en busca del ejército más rezagado. En media jornada llegaban a la vista de la columna que avanzaba por la calzada hacia el norte. Tras entregar la carta que les había dado el rey, el comandante se puso al frente de la mitad de su contingente y emprendió el camino hacia el sur, a marcha forzada.

Una vez conseguido aquel objetivo, el grupo decidió dirigirse hacia la casa solariega del tal lord Ginathân e investigar un poco los alrededores para ver si podían confirmar las sospechas de los páctiros. Lo primero que les llamó la atención y puso los ojos de Symeon como platos fue ver que una caravana de errantes acampaba en los aledaños de la casa fortificada. Al este de la casa se alzaba una población de tamaño considerable, y una pequeña multitud se concentraba en los alrededores. Por otro lado, había un tráfico continuado de jinetes que iban y venían desde el complejo en diferentes direcciones.

Descendieron a una distancia prudencial, y Symeon y Galad se acercaron por la parte de la caravana de errantes. En el camino vieron cómo grupos de guardias y de soldados (varios de ellos de raza ástara) se encontraban adiestrando a civiles en combate y tiro con ballesta; aquel hecho, unido al continuo trasiego de jinetes, dejaba pocas dudas de la implicación de Ginathân en los hechos violentos de la capital.

La caravana era bastante numerosa: la componían más de una cincuentena de carromatos pintados con los vivos colores habituales de los Buscadores, y Symeon, reconfortado por la presencia de sus congéneres, no tardó en presentarse a varios de ellos. Las mujeres les sonrieron cálidamente y no tardaron en ofrecerles pasteles y bollos calientes, que Galad intentó aceptar más de una vez, pero tuvo que rechazar a instancias de Symeon, que murmuró que "debían mantenerse alertas"; ahora que lo mencionaba, Galad notó que se encontraba un poco distinto, algo mareado y eufórico. Continuó rechazando pasteles, a su pesar.

Pocos minutos después, Symeon y Galad eran presentados al afable anciano pastor de la caravana, que se presentó como Zavran. Este, junto con otros cuantos ancianos, les invitó a un riquísimo tabaco fumado en pipa (que mareó un poco al paladín) y no tardó en confirmarles que efectivamente, lord Ginathân se había casado con una mujer de su caravana, bella y candorosa, llamada Somara.

 —De lo único que me arrepiento de todo esto —dijo el anciano, mirando al cielo—, es de esos diez muchachos que han dejado la caravana para servir en las filas de la guardia de Ginathân.

Symeon se atragantó con el  humo del tabaco y tosió profusamente. Expresó su sorpresa por la noticia, pero no pudo sino empatizar con aquellos diez chicos; tiempos difíciles se acercaban, y el pacifismo extremo de los errantes no parecía ser la mejor opción para afrontarlos. Prefirió cambiar de tema, y preguntó a Zavran si se habían incorporado a su caravana errantes procedentes del Imperio Vestalense; para su sorpresa, el anciano contestó afirmativamente. 

Inquieto por visitar a los errantes procedentes de vestalia, Symeon recomendó a los ancianos que se plantearan seriamente alejarse de allí para evitar el derramamiento de su sangre y acabó la conversación un poco precipitadamente. Tras preguntar a Zavran dónde podía encontrar a los errantes recientemente incorporados, se dirigió hacia los carromatos que este le indicó, seguido por Galad.

El corazón de Symeon dio un vuelco cuando entre un grupo de muchachos, reconoció un rostro familiar. Aquella que se encontraba organizando a los críos era ¡su hermana pequeña, Violetha! Corrió hacia ella, con lágrimas en los ojos. Violetha se giró, mirando a aquel extraño bronceado y con elegantes ropajes, y su boca rió y sus ojos se desbordaron cuando reconoció a su hermano y lo abrazó. Largo tiempo volteó Symeon a su hermana, levantándola con un fuerte abrazo, mientras ella hacía llover besos en su rostro. Galad miraba alrededor con media sonrisa, pues un grupo de gente contemplaba la escena, curiosa y alegre a su vez.

Una vez calmados, Symeon se preocupó por la cicatriz que su hermana lucía en el rostro, y ella le explicó que la había sufrido mientras huía de la masacre. Galad les dio espacio, y más tarde Symeon le transmitió su deseo de quedarse allí aquella noche; debía llevarse a su hermana de allí, y lo intentaría mientras ponían en común sus historias. El paladín volvió al campamento para no preocupar a sus compañeros, y la mañana siguiente bajo una fuerte lluvia, Symeon aparecía también allí, acompañado de Violetha, a la que presentó sin tardanza, y que cautivó a todos con su sonrisa y su dulzura.

Se refugiaron de la lluvia en la cabina del dirigible, donde deberían decidir qué hacer a continuación...

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