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La Santa Trinidad

La Santa Trinidad fue una campaña de rol jugada en el Club de Rol Thalarion de Valencia entre los años 2000 y 2012. Este libro reúne en 514 páginas pseudonoveladas los resúmenes de las trepidantes sesiones de juego de las dos últimas temporadas.

Los Seabreeze
Una campaña de CdHyF

"Los Seabreeze" es la crónica de la campaña de rol del mismo nombre jugada en el Club de Rol Thalarion de Valencia. Reúne en 176 páginas pseudonoveladas los avatares de la Casa Seabreeze, situada en una pequeña isla del Mar de las Tormentas y destinada a la consecución de grandes logros.

jueves, 22 de diciembre de 2022

Entre Luz y Sombra
[Campaña Rolemaster]
Temporada 3 - Capítulo 33

La Ascensión

—Aun así —continuó Neraen—, tenéis que comprender que hace milenios que la Ascensión no se realiza, y solo unos pocos de nosotros conocemos los pasos a realizar. El problema es que se necesitan al menos once hidkas para llevar a cabo la ceremonia, y tendremos que dedicar un par de jornadas a adiestrar a los más inexpertos.

Acto seguido, el grupo fue alojado en un anexo de la casa de una de las familias de la villa, con la recomendación de que se mantuvieran lo más tranquilos y discretos posible. Cuanto menos interactuaran con los habitantes, mejor, pues los elementos extraños podrían provocar inquietud, y los hidkas necesitaban un ambiente tranquilo y comtemplativo por su propia naturaleza.

Durante dos días, el grupo se dedicó a la lectura y a la meditación, en un descanso muy agradecido por todos ellos. Yuria por fin comprendrió lo suficiente de la escritura del cántico como para poder leer el diario del alquimista, y Daradoth y Symeon continuaron con sus  respectivas lecturas.

Symeon, por su parte, en una de las ocasiones en que los hidkas les trajeron algo de comer, intentó averiguar si los hidkas conocían el "Camino de Vuelta" que buscaba su pueblo, pero por desgracia, como ya era la norma, no pudieron ayudarlo.

—Quizá, por ventura, sepáis dónde podría obtener información sobre el Camino —preguntó Symeon sin mucha esperanza.

—No, joven buscador, me temo que no... quizá en Tinthassir podrían ayudaros, hay muchos eruditos elfos allí.

—Gracias, maese hidka, mil gracias, algún día viajaré a la Ciudad de Plata para seguir buscando.

Tras el primer día de tranquilidad y entorno idílico, algunos pensamientos peligrosos empezaron a anidar en las mentes de Symeon, Darion y Garakh. "Este sería un buen lugar para quedarse", pensó el errante, que se sorprendió a sí mismo por tal divagación. Intentó desechar la idea, pero sin conseguirlo del todo.

El segundo día transcurrió sin ningún hecho reseñable, y la mañana del tercero hicieron acto de presencia los miembros del consejo Alynyth, Neraen e Ithessa.

—Queremos informaros de que el ritual se llevará a cabo finalmente mañana —anunció Alynyth con el ritmo pausado habitual de los hidkas.

—¿Hay algún modo en que podamos ayudaros? —inquirió Galad.

—De eso precisamente queríamos hablaros. Tiempo ha, estas ceremonias se desarrollaban en compañía de elfos y centauros que hacían las veces de guardianes, tanto en el mundo de vigilia como en el mundo onírico. Digamos que, para tener más seguridad, debe haber personas presentes que no estén tan... conectadas... con la urdimbre de la realidad. Por expresarlo con palabras simples.

—Los hidkas oficiantes —intervino Neraen— estarán tan abstraídos por los poderes desatados, que no serán capaces de defenderse de cualquier amenaza o imprevisto. No queda más remedio que vosotros ejerzáis ese rol de guardianes. Es una simple precaución, pero no está de más.

—Pero... ¿nos podéis dar alguna pista más sobre qué hacer? —preguntaron Yuria y Daradoth casi al unísono.

—No, imposible... puede pasar cualquier cosa. Cireltar, Neraen y yo somos de los pocos que alguna vez intervinieron en alguna Ascensión en el pasado, y sabemos que eso requerirá de toda nuestra atención, y quizá también de toda nuestra fuerza vital, pero estamos dispuestos a hacer este sacrificio, por Aredia y la Luz.

Cuando Alynyth acabó de decir estas palabras, de repente unas fuertes náuseas se apoderaron del grupo al completo, y la casa que los acogía desapareció. Alynyth y Neraen se mostraron confundidos durante un momento, pero enseguida se giraron hacia Ithessa.

—Detente, Ithessa —Neraen trataba de no perder la calma en sus palabras—. Ya basta.

El suelo empezó a temblar. Y se volvieron del revés. Algo tiró de ellos hacia atrás, hizo explotar sus globos oculares y los desolló. Yuria también notó estas sensaciones, aunque reducidas hasta un extremo soportable; el talismán parecía palpitar en su cuello.

Al parecer, al escuchar las palabras de Alynyth, Ithessa había perdido la calma que los hidkas pugnaban por conservar a toda costa, y su pérdida de control estaba sacudiendo la existencia a su alrededor.

—¡Detente! —exclamó Alynyth, que se abalanzó sobre su compañera.

El aire empezó a arder. Galad intentó llegar a Emmán, Symeon inentó refugiarse en su laberinto interior, y Daradoth... Daradoth solo pudo pensar en que aquello era el final.

Yuria evaluó el entorno, y siguió inmediatamente a la hidka, arrancando el talismán de su cuello y empuñándolo. Con un salto, lo puso en contacto con la piel de Ithessa.

La ercestre sintió que el pánico se apoderaba de ella cuando la hidka no pareció verse afectada en absoluto por el contacto con el objeto, y se giró hacia ella. Solo un gesto bastó para que Yuria sintiera un fuerte impacto en su abdomen, que la lanzó decenas de metros hacia atrás. Con un esfuerzo supremo, consiguió conservar el talismán en su mano, pero sintió como si sus tripas fueran a salirse por la boca.

Al menos el aire había dejado de arder, y los efectos se habían atenuado.

Pero la relativa calma duró poco. Mientras Alynyth y Neraen trataban de calmar a Ithessa, esta hacía que el suelo se abriera a sus pies, abriendo grietas que se extendieron a su alrededor.

Yuria se levantó a duras penas. Arakariann, Eraitan y Daradoth estaban a punto de caer en sendas fisuras. Corrió hacia Daradoth, y agarró su mano, arrastrándolo.

De repente, de la nada, aparecieron más hidkas, e Ithessa cayó inconsciente. Rápidamente, atendieron al grupo, que tardaría varias horas en recuperarse lo suficiente para recibir la visita de Cireltar:

—Ahora entenderéis por qué os solicitamos que mantuvierais la máxima discreción y tranquilidad posible. Espero que nos perdonéis por lo que ha pasado, pero a veces las cosas escapan a nuestro control. No se lo tengáis en cuenta a Ithessa, por favor; es joven, y la perspectiva de perder la vida en el ritual preocuparía a cualquiera.

Aceptaron las disculpas, y reposaron hasta el día siguiente, recuperando el daño que habían sufrido.

Por la noche, cuando ya se encontraban lo suficientemente recuperados, llegó de nuevo Alynyth. Les informó de que había surgido un imprevisto: una delegación de elfos se estaba acercando por el camino hacia allí, suponían que de parte de algún rey para intentar ganarse el favor de los hidkas.

—Después de lo que ha pasado, os imaginaréis que es mejor evitar cualquier encuentro entre ellos y nosotros. Llegarán a las inmediaciones mañana por la tarde. Tendremos que dejar el ritual para pasado mañana, cuando se hayan marchado. ¿Podríais ayudarnos?

—¿Sabéis de parte de quién vienen? —preguntó Symeon.

—Supongo que, como los últimos enviados, serán diplomáticos del rey Aldarien de Lasar.

"Maldición, el padre de Ethëilë", pensó Daradoth, que intercambió una mirada con su amada, presente, como siempre cerca de él. El elfo empezó a plantear inconvenientes, pues no quería que lo reconocieran ni a él ni a Eraitan en Doranna, y mucho menos si la delegación era de sirvientes del rey Aldarien. 

—Si eso es lo que os preocupa, os puedo asegurar que vuestro aspecto físico no será un problema —aseguró Alynyth—.  Lo alteraremos sin ningún problema.

Ante esta afirmación, no tuvieron más remedio que aceptar, y poco después del mediodía, Galad, Symeon, Faewald y Taheem acudían camuflados con aspecto de errantes al encuentro de la comitiva. Daradoth y Yuria prefirieron no acudir al encuentro, confiando en sus compañeros.

Cuando llegaron a su encuentro, más o menos a un par de kilómetros de la "ciudad" hidka, vieron que la delegación había dejado más atrás los carros con suministros y los sirvientes, y hacia ellos se acercaban siete personas. Un elfo montado a caballo (que avanzaba con dificultad) y otros seis a pie, vestidos de uniforme, luciendo orgullosos el blasón del cisne y la estrella de Aldarien. Uno de ellos incluso portaba un estandarte.

El elfo a caballo, a todas luces el enviado de Aldarien, los miró con un leve deje de desprecio y a la vez de curiosidad. Se detuvo.

—¿Qué queréis de nosotros, buscadores? Tenemos algo de prisa.

Symeon se adelantó:

—Que la paz os acompañe siempre y vuestro corazón nunca se quebrante. ¿Habéis encontrado por ventura el camino de vuelta?

—Me temo que no, buscador —contestó con impaciencia—. ¿Qué deseáis de nosotros? Debemos continuar raudos.

—Muy a mi pesar debo anunciaros que los hidkas se encuentran indispuestos, y nos envían para deciros que no podrán recibiros.

—¿¿Indispuestos?? ¿Qué quiere decir este irrespeto? Quiero ver a lord Cireltar, ahora.

—Lo sentimos, pero no podemos movernos del camino.

—¿Acaso sabéis quién soy? —sus acompañantes se pusieron visiblemente tensos—. Soy Erannion, hijo de Avauldir, tercer nacido, senescal del rey Aldarien de Lasar. ¿Creéis que podéis faltarme al respeto e impedirme el paso?

—No es una falta de respeto, mi señor —intervino Galad, sus rasgos cambiados lo justo para parecer un errante. "Así que este sería vuestro aspecto", pensó Symeon, que no pudo sino sonreír por dentro—. Simplemente, lord Cireltar os pide que volváis en unos días, pues han tenido algunos problemas que pueden poner en peligro vuestra seguridad. Ya sabéis que los hidkas son... extraordinarios. Solo os pedimos que respetéis su voluntad.

La gran capacidad de persuasión y diplomacia de Galad surtió efecto.

—Muy bien —se resignó Erannion al final—. Sé que los hidkas son difíciles. Volveremos en unos días. Pero... ¿y vosotros? ¿Habéis llegado aquí con vuestra caravana?

—No, mi señor —contestó Symeon, adoptando un gesto grave—. Huimos del marasmo del sur, en el Imperio Vestalense, y finalmente hemos llegado a estas tierras.

Erannion se mostró satisfecho con la explicación, y ordenó volver a su campamento. Al volver, Cireltar les mostró una gran gratitud por su intervención.

El día siguiente salieron temprano, y los hidkas los condujeron hacia el interior del valle, donde llegaron a una loma bañada por la luz del sol. En lo alto había una explanada en forma circular con una especie de atril de piedra en el centro donde Cireltar depositó el Orbe de Curassil. El aura del sitio tenía algo... no sabían explicarlo, pero los movía a una actitud reverencial. "Esto debió de ser tallado, o creado, hace milenios, las rocas son antiguas, antiquísimas", pensó Yuria.

Cireltar y otros diez hidkas tomaron posiciones en un círculo alrededor del objeto. Varios hidkas más tomaron posiciones más informales, y Daradoth, Symeon, Yuria, Faewald, Taheem, Eraitan, Galad, Darion, Garâkh  y Avriênne se situaron en el exterior, alertas.

Sin muchos preámbulos, los once hidkas oficiantes abrieron su tercer ojo, y la Ascensión comenzó. El grupo notó solo un leve cosquilleo como señal de que algo estaba pasando. Tras un par de horas, sacaron las tiras de carne seca para comer ojo avizor. A esas alturas, los hidkas ya mostraban señales de tensión en su cuello, y sus frentes se encontraban perladas de sudor. Un par de horas después, uno de los hidkas del círculo externo cayó inconsciente. Faewald y Arakariann lo apartaron y lo colocaron bien. El resto de hidkas se encontraban en un punto de concentración máxima, en absoluto silencio, sin gestos ni cánticos, solo con el sudor en sus frentes, sus ojos centrales abiertos y mirando al infinito.

Un copo de nieve cayó en el hombro de Daradoth. "¿Qué es esto?", pensó. Había nubes, pero el tiempo era primaveral. Todos se miraron, algunos recogiendo copos en sus manos. Pocos segundos después, se sorprendieron cuando una enorme bandada de estorninos comenzó a describir círculos sobre los oficiantes del ritual, en un pequeño escándalo de batir de alas y canto. A los pocos segundos, la totalidad de los pájaros cayeron desplomados. Cubrieron sus rostros para evitar los impactos, pero todo lo que llegó a ellos fue una lluvia de plumas. Algunos hidkas rechinaban ya los dientes. Dos se tambalearon, y otro cayó. Su corazón no latía. "Maldición", pensó Galad, que se dirigió rápidamente hacia él.

Al entrar en el círculo de piedra, Galad se congeló. La luz de Emmán lo recibió en su seno, era fuerte allí. Estuvo tentado de dejarse consumir por ella, pero su voluntad era fuerte. A duras penas, consiguió arrastrar al hidka fuera del círculo, pero poco pudo hacer por él.

Mientras Galad se agachaba sobre el hidka inerte, las pequeñas piedras de toda la loma empezaron a levantarse del suelo. Symeon miró muy preocupado a su alrededor, esgrimiendo su cayado de madera de Aglannävyr e intercambiando miradas con Faewald, Daradoth y Yuria. "¿Estarán perdiendo el control?", pensó aterrado. "Oh, Luz, no quiero pasar otra vez por lo que sucedió anteayer".

De repente, Symeon se encontró atrapado en un lugar cerrado. No tuvo que caminar mucho para darse cuenta de que el lugar era un laberinto.

Daradoth estaba sentado en un trono. Una pequeña multitud se encontraba reunida, adulándolo. A su lado se encontraba su reina, Ethëilë, bellísima.

Galad se puso de pie. Su entorno era totalmente blanco. Se erguía sobre un suelo invisible, y un hombre de mediana edad, de pelo largo y rizado, con los ojos de un azul profundo poderosísimo se encontraba junto a él. Alrededor de ellos, una hueste de arcángeles armados se acercaba, amenazante.

Yuria tripulaba un barco a merced de la tempestad. Su tía y su padre se encontraban amarrados en el mascarón de proa. Gritaban. La ercestre comprendió que ambos dependían de su pericia navegando para no morir ahogados o destrozados por alguna roca o arrecife.

Transcurrió un lapso de tiempo indeterminado, que se hizo eterno para todos. Symeon buscó una salida del laberinto mientras bestias enormes que no podía ver rugían en los alrededores. Galad tuvo que luchar para proteger a Emmán del ataque de los arcángeles, que lo hirieron varias veces. Yuria gritó, lloró y rugió maldiciones mientras inentaba apartar el barco de las rocas y superar la tempestad. Daradoth vio por el rabillo del ojo cómo Ethëilë, con lágrimas en los ojos, sacaba una daga e intentaba asesinarlo. La esquivó por poco, mientras los nobles reunidos sacaban sus armas y se abalanzaban sobre el trono gritando "¡muerte al tirano!"; él mismo tuvo que sacar su espada y defenderse, desgarrado por la traición de su amada y de varios de sus amigos más cercanos.

Tras una travesía devastadora, con todos sus músculos atravesados por dagas invisibles y con su estómago revelándose, Yuria consiguió salir de la marejada y los relámpagos. Y una voz familiar resonó a lo lejos, en un faro que apareció de repente en el horizonte. 

—¡Yuria, Yuria! —era Symeon.

Yuria dirigió el barco hacia el faro, y el agotamiento la venció; cayó sobre el timón, exhausta. La nave se estrelló contra el faro. Symeon, que había conseguido salir del laberinto, vio cómo el galeón se abalanzaba sobre él. Daradoth, con todo el dolor de su corazón, con el brazo entumecido y el suelo resbaladizo por la sangre, acabó con el último de sus traidores. Y Galad dio su último golpe letal con Églaras, que aniquiló a tres arcángeles; Emmán lo empujó a continuación, y se sintió caer.

En el círculo estaban todos ellos. Totalmente agotados y consumidos. Yuria lloraba, Symeon tenía la mirada nublada, Galad una sensación de pérdida que hizo asomar lágrimas a sus ojos, y Daradoth miraba su mano asesina, pensando en que lo que había vivido igual le había gustado demasiado, sintiéndose atormentado por ello. Darion, Avriênne, Garâkh y Eraitan los miraban preocupados; Faewald y Taheem estaban en un estado parecido al del grupo.

Al menos tres hidkas se encontraban en el suelo, alguno de ellos sin vida. El resto resollaba, con el sudor resbalando hasta sus barbillas.

—¿Qué ha pasado? ¿Por qué no reaccionabais? —interrogó Cireltar. Ninguno pudo contestar.


lunes, 28 de noviembre de 2022

Entre Luz y Sombra
[Campaña Rolemaster]
Temporada 3 - Capítulo 32

Viaje a Eryn'Mauthrän

—Según mis cálculos, el viaje nos llevará cuatro jornadas si no hay imprevistos —dijo Yuria.

—Quiera Emmán que no los haya —se santiguó Galad.

Y así, dejaron atrás las islas Ganrith y se adentraron en el mar. Poco antes del final de la primera jornada, Daradoth pudo avistar el descomunal monte Erentárna, sobre el que se alzaba la fortaleza de Nímbalos, la capital de la Corona del Erentárna.

Por la noche, Symeon amenizó la velada con canciones e historias para subir la moral, con mucho éxito. Cuando acabó, Ethëilë le tomó el relevo entonando varias baladas élficas. El impacto de la voz y la belleza de la etérea doncella élfica fue mayúsculo y muy profundo en la audiencia, que la escuchó conmovida. "Nassaröth bendito, nunca la había oído cantar, ¡qué sublime gozo!", pensó Daradoth, más enamorado de ella que nunca.

El clima primaveral permitió que la segunda jornada de viaje transcurriera sin incidentes hasta que llegaron a ver a lo lejos las primeras islas que custodiaban los accesos a Doranna. Yuria decidió que a partir de entonces viajarían a la máxima cota posible, aunque eso redujera su velocidad de viaje.

Por la tarde, Daradoth consiguió hacer un aparte con Ilwenn, la (ex)hermana del Llanto que, según Ethëilë, era capaz de tener visiones sobre el destino de las personas.

—Saludos, hermana —dijo el elfo—. Como ya sabéis, no soy amigo de andarme con rodeos, así que lo expondré sin más: ha llegado a mis oídos vuestra habilidad, y me gustaría conocer más sobre ella.

—¿Y qué sabéis de mi... habilidad, exactamente? —respondió ella, incómoda.

—Sé que tenéis el don de percibir imágenes sobre el destino de la gente.

Tras unos segundos de silencio, mirando muy fijamente a Daradoth, Ilwenn continuó:

—No sé si llamarlo don o maldición, mi señor, pero sí, así es.

—¿Lo podéis ver a voluntad?

—Me temo que no.

—¿Y habéis visto algo de alguien a bordo de esta nave que nos pueda ser útil en nuestra misión?

—Creo que no, pero aunque lo hubiera visto, no sé si os lo diría, pues... cuando revelo lo que percibo, parece que las cosas se tuercen, y todo sale como no debería.

—Está bien, pero si en algún momento veis algo preocupante o que relacione a alguno con la sombra, os rogaría que me avisarais.

—De acuerdo, así lo haré.

Pocos minutos después, Daradoth pudo ver cómo Ilwenn y Arëlen discutían en voz baja acaloradamente, alejadas en el castillo de popa. Prefirió no intervenir.

Caída la noche, la tripulación pidió de nuevo las actuaciones divertidas de Symeon y emocionantes de Ethëilë, y por supuesto les fueron concedidas sus peticiones. Esas veladas estaban siendo un bálsamo para la actitud y la moral de todos.

La tercera jornada también estuvo marcada por la ausencia de nubes y la necesidad de viajar a muy alta cota. Yuria y Suras intentaron mantener el ritmo de marcha, pero fue imposible.

El cuarto día llegaron a la costa, y atravesaron las llanuras del reino de Hennerël. 

—Hace unos días que quiero advertiros de algo en lo referente a los hidkas —dijo Eraitan al grupo en un momento dado—. Aparte de su aspecto visible, que ya impacta de por sí, con los poquísimos que conocí en los tiempos antiguos, sé que su comportamiento puede ser extraño, e incluso hostil. Hay que tener mucho tacto con ellos.

—Pero... ¿no es posible que os reconozcan a vos y os respeten por quien sois? —preguntó Daradoth.

—No lo creo. Los pocos hidkas que alguna vez salieron de Doranna, no han vuelto vivos.

—¿Algún consejo? —preguntó Galad.

—Sed amables y tened todo el tacto y educación del mundo. Los hidkas son criaturas de Luz, y debemos confiar en que vean que nosotros también lo somos.

Con gran esfuerzo por su parte, Yuria consiguió que el viaje no se retrasara demasiado debido a la navegación a gran altura. Poco después del mediodía divisaban la sobrecogedora imagen de la cordillera Matram. Los montes Matram limitaban Doranna por el norte y constituían una barrera impenetrable, con multitud de picos de entre once y doce mil metros de altura. A medida que se acercaban, el vértigo de lo enorme se apoderó de algunos de ellos, antes de que se acostumbraran a su presencia. Al atardecer, decidieron que pasarían esa noche en tierra por fin, aprovechando el abrigo de las primeras estribaciones de la cordillera.

Symeon entró al mundo onírico y viajó para intentar divisar el lugar donde en teoría se alzaba Eryn'Mauthrän, la ciudad hidka. Tras un tiempo indeterminado de viaje sin pausa, durante el que percibió la presencia de varios centauros en el terreno, por fin divisó lo que debía de ser la ciudad en el mundo de vigilia. A lo largo de una estribación avistó una gran ciudad con edificios muy modernos, fortificados, casi inexpugnables, que brillaban con un halo casi dorado, y que despedían un calor reconfortante. Varias figuras empezaron a materializarse no muy lejos de él, así que decidió salir al mundo de vigilia. Ya despierto, confirmó a sus compañeros que la localización que habían calculado era correcta.

El día siguiente remontaron vuelo de nuevo y se dirigieron al noreste, hacia donde Symeon había confirmado que se encontraba la ciudad. Desde lo alto, descubrieron una calzada, o más bien un simple camino, que se dirigía en la dirección que les interesaba. Lo siguieron en su trazada aérea, que realizaban a una altura cada vez más baja para aprovechar la cobertura de los bosques y colinas.

Finalmente, decidieron descender cerca del camino en un punto que debía de encontrarse a unos diez kilómetros de la ciudad. Desde donde se encontraban no habían visto ningún edificio enorme como los que había descrito Symeon en el mundo onírico, así que optaron por la prudencia y dejar el Empíreo a resguardo. Así lo hicieron, con el grupo haciéndose acompañar de Eraitan, Arakariann, Ethëilë, Darion, Garâkh y Avriênne, ante el regocijo de estos últimos. A sugerencia del príncipe élfico, tanto el Orbe de Curassil como la redoma que albergaba el alma de Ecthërienn se quedaron en el dirigible, para evitar al máximo llevar sombra con ellos.

—Tranquilos, estarán a buen resguardo —les aseguró Taheem—. Vosotros tened mucho cuidado.

—Si en dos días no sabéis nada de nosotros —dijo Yuria a Suras—, intentad salir de Doranna y llevar a todos de vuelta con lady Ilaith.

Tras una breve marcha por prados y campos poco accidentados, llegaron al camino que habían localizado desde las alturas. Solo hizo falta que recorrieran unos pocos metros para que Symeon y Galad se dieran cuenta de algo. El paladín se agachó junto a unas marcas.

—Mirad esto —dijo, llamando la atención del resto—; son huellas de cascos de caballos. No tendrán ni dos semanas. Y van en ambos sentidos.

—Y estas —señaló Symeon otras marcas menos visibles— son de carromato, aunque sí que parecen más antiguas. Pero aun así no lo serán mucho, porque la nieve y el agua las habrían borrado ya.

—¿Cuáles son las más recientes? —preguntó Yuria.

—Yo diría que las de los cascos de caballos que van hacia el sur, al contrario que nosotros —contestó Galad.

—Sí, yo también lo creo —corroboró Symeon.

Yuria se encogió de hombros, y después de elucubrar algunas posibilidades sobre por qué hacía tan poco había pasado una comitiva de caballos por un camino tan poco cuidado, continuaron la marcha por el camino, siempre ascendiendo.

Al cabo de un rato, comenzaron a oír los sonidos de animales: vacas, perros y ovejas. Tras rodear una elevación, vieron que el camino ascendía suavemente hacia un conjunto de cerros y colinas donde se levantaban lo que parecían varias aldeas, muy juntas unas de otras. Lo primero que les llamó la atencion fue la peculiar arquitectura de las construcciones. "Desde luego, no parecen erigidas por manos humanas", pensó Yuria. Y así era. Algunos de los edificios (aparentemente, en su mayoría simples casas familiares) parecían haber sido hechos brotar de las rocas, mientras que otros eran árboles sobrecrecidos, fusionados y alterados de formas claramente sobrenaturales. Sin embargo, no tenían la apariencia simple que cabría esperar de unos edificios creados de tal modo, sino que todos ellos estaban ricamente adornados, en un estilo que recordaba muy vagamente al de los elfos, pero que en general era totalmente diferente. Arcos, volutas, columnas, columnatas, frisos, bajorrelieves, molduras, acanaladuras... la decoración y la belleza de hasta el último de los edificios era abrumadora. A través del catalejo que le permitía ver los detalles, Yuria contenía el aliento. "Y todo ello sin señales de herramienta alguna... portentoso". La extraordinaria belleza (¿o sería mejor decir "extrañeza"?) en unas construcciones por lo demás humildes, era pasmosa. 

Las granjas (o eso suponían que eran) que se encontraban más cerca que las aldeas mostraban exactamente las mismas características, y los campos de cultivo se veían extraordinariamente cuidados. "Estos cultivos... tomates... frutas... esto no debería crecer a esta altura, y con este clima", pensó Daradoth. 

Sin embargo, no tuvieron tiempo de compartir sus ideas, porque enseguida vieron cómo tres figuras se acercaban hacia ellos por el camino. No iban deprisa. Eran altos, quizá más que la media élfica, una mujer y dos hombres de piel azulada y sin un atisbo de pelo. Al acercarse, algunos de ellos no pudieron sentir un leve escalofrío; los colmillos de aquellos extraños seres estaban recrecidos, más desarrollados de lo habitual, su piel dejaba intuir los capilares, y sus iris, brillantes, eran todos de colores extraños: dorado, violeta y carmesí. Y lo más extraño de todo: lucían todos un tercer ojo en el centro de sus frentes, que por el momento llevaban cerrado. Sus maneras eran pausadas, muy tranquilas, lo que quizá hizo que el grupo se pusiera incluso más nervioso. 

—Alto, forasteros —dijo al fin el primero de ellos, alzando una mano. Su voz no era menos extraña que su aspecto, con un deje polifónico que la hacía extraña y a la vez bellísima. Todos se miraron, extañados; cada uno de ellos había comprendido a la perfección lo que decía el hidka. Todos excepto Yuria, que se detuvo, pero no pudo comprender nada por el momento—. Ya les hemos contestado a vuestros señores que no queremos tener nada que ver en sus asuntos. Marchaos prontamente por donde habéis venido, o arrepentíos —su mano se convirtió en un puño, en contraste con la tranquilidad de su discurso; "parece que estén bajo los efectos de alguna droga", pensó Yuria, que no entendió nada pero que se dio cuenta de la lentitud con la que arrastraban las palabras.

Daradoth intentó hablar, pero ningún sonido salió de sus labios. Al verlo, Galad lo intentó, y esta vez sí que se le escuchó:

—Disculpad nuestra intromisión, pero no venimos de parte de ningún señor.

—Somos enviados de la Luz, y necesitamos vuestra ayuda —intervino Symeon.

Tras unos incómodos segundos de silencio, el hidka que les había hablado abrió de repente su tercer ojo. Algunos en el grupo no pudieron evitar un aspaviento por la sorpresa. A continuación, sometió a todos ellos a un escrutinio intenso.

—Ya hace siglos que pagamos nuestro precio —dijo finalmente.

—Sois nuestra última esperanza de detener a la Sombra que está azotando de nuevo Aredia —ahora sí que se escuchó a Daradoth, que se apresuró a acabar su alocución—. Hace unas jornadas entramos en los Santuarios de Essel y rescatamos el Orbe de Curassil. El arcángel Athnariel parece haber sido contaminado por Sombra, y necesitamos que lo recuperes para la causa de la Luz. —Más silencio; Daradoth decidió apostillar:— La herida que es posible que ya hayáis notado en mi muslo fue causada allí, con una Kothmor.

—No os pedimos intervención personal —añadió Galad, educadísimamente—, solo consejo y ayuda. Sois los únicos con el conocimiento y el poder necesarios. Hemos recorrido innumerables leguas y pasado por las peores pesadillas para finalmente llegar aquí.

Una de las mujeres tomó la palabra, su voz aún más extraña y bella que la del primero:

—¿Por qué es tan importante ese objeto?

—Los insectos malditos, los Erakäunyr, han vuelto y están atacando desde el norte. El Alto Príncipe lord Eraitan, aquí presente, puede dar fe de que lo que digo es cierto —si Daradoth esperaba algún tipo de reacción en los hidkas al revelar la identidad del príncipe, se llevó una decepción—. Él ya se enfrentó a ellos en el pasado, y solo podremos vencerles con el Orbe.

—Si no recuperamos el poder de Athnariel, toda Aredia perecerá —corroboró Eraitan con tono grave—, y con ella, Doranna también.

Acto seguido, a requerimiento de los hidkas, el Empíreo les trajo el Orbe y la redoma discretamente. Poco después se encontraban reunidos en una de las casas de mayor tamaño con una representación de media docena de hidkas. Al frente de ellos, se presentó Cireltar, el herrero que se podría llamar "líder" de la "ciudad". "La verdad es que es increíble que gente tan poderosa y tan por encima de la realidad tenga una vida tan... sencilla... mundana. ¿Herreros, carpinteros, granjeros, panaderos? No es lo que esperaría de seres así. Y ni una sola arma. Me recuerdan demasiado a mi pueblo... ¿y si...?", pensó Symeon, pero decidió dejar sus elucubraciones para más tarde, cuando los seis hidkas que se sentaban frente a ellos abrieron al unísono su tercer ojo para escudriñar el Orbe, que Galad había dejado en el centro de la mesa.

Al cabo de unos segundos, uno de ellos pareció distraerse y desviar su mirada hacia arriba, perdiéndola en el infinito. Tanto, que otros dos hidkas tuvieron que llevárselo fuera de la vista.

Por fin, los miembros del consejo cerraron sus ojos frontales.

—Efectivamente, este Orbe es la manifestación de un arcángel, supongo que, como decís, Athnariel, y está prácticamente consumido por Sombra.

—Como os decíamos —dijo Symeon—, estuvo milenios expuesto a su influencia; los Santuarios de Essel son ahora un bastión de Sombra. Hay cosas horribles allí.

—Entonces... ¿nos pedís que realicemos la Ascensión con él? —inquirió Cireltar.

—Queremos liberarlo de su prisión de Sombra, no sabemos cómo.

Al cabo de unos instantes, extrañamente coordinados, todos los hidkas se pusieron en pie, unos a un lado, otros a otro, y se dirigieron al grupo:

—Acompañadnos, por favor.

Se dirigieron sin prisa hacia el corazón de los asentamientos hidkas, entrando de lleno en su vida social. Los seres azulados eran pocos en número, y la visión de niños era sumamente rara. Aun así, pudieron ver alguno. Se dirigieron hacia lo más parecido a un templo, o quizá una casa comunal, que habían visto en el lugar. Allí reunieron a la totalidad del consejo de la ciudad, y Cireltar dio la palabra a un tal Neraen.

—Es realmente chocante que hayáis acudido a nosotros en tiempos tan comprometidos. En los últimos meses hemos recibido más visitas pidiendo nuestra ayuda que en los diez últimos siglos.

—Pero, como ya os hemos dicho... —empezó Daradoth.

—Sí, Cireltar ya nos ha asegurado que no transmitís palabras de ningún noble dorannio.

—Así es, solo queremos detener a los Erakäunyr, de nuevo a las órdenes de Sombra.

Los hidkas se miraron.

—El problema es —continuó Cireltar, mirando a sus congéneres— que deberíamos llevar a cabo el ritual de Ascensión. No existe, según mis conocimientos, ninguna otra forma de expulsar la Sombra de un ser viviente. Pues como supongo que todos sabréis, el Orbe no es un mero objeto, sino un arcángel. Y el proceso es largo, costoso, y peligroso; seguramente ocasionará que alguno de nosotros dejemos la vida en el intento, y no sabemos si podemos permitirnos algo así.

—Por supuesto —intervino Symeon—, la decisión es vuestra, pero si no conseguimos recuperar a Athnariel, posiblemente cientos de miles de vidas arédicas se perderán.

—¿Hay alguna forma de que podamos ayudar a realizar el ritual? —preguntó Galad.

—Sí, creo que la hay —contestó Neraen—. Contadnos con todo lujo de detalles e, insisto cuando digo con todo lujo de detalles, por qué necesitáis este orbe, cómo lo habéis conseguido, y de qué forma puede su uso cambiar el mundo. Necesitamos que lo hagáis con calma; cualquier nimio pormenor, por superfluo que os pueda parecer, puede ser vital. Y cada uno de vosotros deberá darnos su versión.

Cuando el grupo se mostró totalmente de acuerdo, los hidkas abrieron sus ojos frontales, y aguardaron a escuchar sus historias. Y así lo hicieron, contando todas sus peripecias desde su viaje al Vigía hasta que habían llegado allí. Tanto Galad, como Symeon, Yuria, Daradoth, Eraitan, Faewald (que se había incorporado a la comitiva) y Arakariann narrarían sus experiencias, alegrías, traumas y gestas. Durante una jornada entera se turnaron para comer y dormir mientras relataban toda la historia. Daradoth se mostró especialmente prolijo en su narración. Pero Eraitan, el quinto narrador, no pudo completar su historia, al revivir el trauma de su cautiverio y muerte, y tuvo que salir de la casa en un estallido de furia. 

Poco después, los hidkas cerraban sus terceros ojos.

—Me temo que deberemos reiniciar el proceso en otro momento —dijo Cireltar.

El grupo se retiró a los alojamientos que se les habían asignado, algunos de ellos frustrados, pero comprendiendo la reacción de Eraitan. No en vano, había llegado a morir y habían tenido que usar la Tannagaeth, la extraordinaria flor de resurrección.

En una rápida visita al mundo onírico, Symeon pudo ver que varios hidkas se encontraban presentes en él, en actitud de meditación y perfectamente perfilados y definidos. Al acercarse a alguno de ellos, este abrió su tercer ojo y le preguntó por sus intenciones. "Así que se mueven perfectamente en el mundo onírico. Y seguramente en alguna otra dimensión, si no en todas... interesante".

La mañana siguiente, Eraitan se disculpó por lo que había ocurrido, y todos lo tranquilizaron. Pero insistieron en que debería contarlo para ganar el favor de los hidkas.

Unas horas después procedieron a narrar de nuevo sus historias, y esta vez Eraitan pudo aguantar hasta el final. Y por suerte también Faewald y Arakariann, que también habían pasado por sendas experiencias traumáticas. Esta vez, el proceso se alargó un par de días. En un momento dado, mientras Eraitan contaba su historia con una riqueza extraordinaria, uno de los hidkas cayó sobre la mesa desmayado. Dos de sus congéneres que se encontraban al fondo se acercaron, tranquilizaron al grupo (instándoles a continuar la historia) y se lo llevaron. Aún cayó inconsciente otro de ellos cuando Faewald narraba su historia en último lugar de forma sorprendentemente excelsa, detallando su propio infierno personal y el cambio que se había obrado dentro de él.

Cuando Faewald finalizó y por fin todos los vívidos recuerdos se desvanecieron otra vez en la memoria de los miembros del grupo, los hidkas cerraron sus ojos frontales, y Cireltar anunció:

—Está bien. Lo haremos.


miércoles, 16 de noviembre de 2022

Entre Luz y Sombra
[Campaña Rolemaster]
Temporada 3 - Capítulo 31

El Cónclave de los Capitanes

—Con nuestro transporte volador, el Empíreo, podríamos traer aquí a los demás capitanes en un plazo breve —aseguró Symeon a la capitana Tirië, mirando a Yuria.

—Sí —confirmó la ercestre—, nosotros nos encargaremos de reunirlos, si os parece bien, mi señora.

—Por supuesto, por supuesto, encargaré los preparativos del cónclave, y yo misma os acompañaré para que no haya ningún problema.

Aunque Eraitan y Faewald expresaron sus reservas acerca de prolongar su estancia en las islas, el grupo permaneció firme en su decisión. En un breve intervalo de tiempo, el Empíreo remontaría el vuelo con la tripulación mínima, cinco marineros y Yuria, con Daradoth y con la capitana Tirië y sus dos oficiales. Darion, Garâkh y Avriênne, los voluntarios del Vigía que les acompañaban en el viaje, expresaron su insatisfacción ante las repetidas veces que el grupo los dejaba atrás, pero Galad no tardó en convencerlos de que era necesario y que, además, volverían a lo sumo en un par de días. Daradoth se despidió tiernamente de Ethëilë y abordó el Empíreo.

Durante la travesía, Daradoth preguntó a la capitana Tirië acerca de las anomalías en la Esencia que provocaban aquellas insólitas explosiones.

—Como supongo que habréis notado —le dijo—, el volcán es una especie de nodo donde la Esencia se arremolina y se potencia. No soy ninguna experta en historia antigua, pero hay muchas habladurías al respecto. Se dice que alguien manipuló ese nodo de Esencia de forma inconsciente y se escapó a su control; muchos estudiosos suponen que pudo ser obra de los elfos antiguos, o incluso de los kaloriones, o quizá de los titanes, que habitaron las islas en tiempos remotos.

—¿Y por qué el volcán es más virulento desde hace unos pocos siglos?

—Creo que nadie podrá responderos a esa pregunta. Supongo que habrá teorías, pero nadie nos ha dado ninguna certeza.

—¿Nadie se ha acercado a la boca del volcán para investigar más de cerca?

Tirië negó con la cabeza.

—Nadie que luego haya vuelto —dijo—. Aparte de lo extenso y escarpado que es, la Esencia provoca en sus alturas un maelstrom sobrenatural que hace imposible alcanzar la boca, ni siquiera las inmediaciones. Supongo que ya notaréis sus efectos...

Efectivamente, desde hacía unos minutos, el dirigible daba sacudidas y bandazos que forzaban a la tripulación a sujetarse de las jarcias; algunos de ellos se encontraban ya mareados. Daradoth miró a popa; el rostro de Yuria estaba tenso y perlado de gotas de sudor. "Parece que la travesía va a ser más complicada de lo previsto", pensó. Allá arriba, las nubes

Así fue, Yuria tuvo que mantener una ruta elíptica alrededor del volcán, evitando que las corrientes los llevaran hacia el interior, lo que la tuvo en tensión toda la travesía e hizo que sus músculos se quejaran de dolor.

—Lo sorprendente —continuó la conversación Daradoth— es esa presencia continua de sombra que detecto desde que llegué a la isla...

—En eso no puedo ayudaros, entre nosotros no hay nadie capaz de sentir la sombra de esa manera. Había oído hablar de gente con esa capacidad, pero nunca había conocido ninguno, es en verdad extraordinaria. ¿Puedo preguntaros qué sentís?

—Bueno... es como una comezón en la espalda, a veces en el cuello... no sabría definirlo muy bien, pero sé que está ahí.

Tirië se encogió de hombros, sin saber qué más decir.

En rápida sucesión visitaron las otras tres murallas de los airunndälyr. Las fortalezas se hallaban en un cuadrado perfecto alrededor del volcán, cada una en un punto cardinal opuesto. Los mensajes que había enviado Tirië con los pájaros apenas habían preparado al resto de guarniciones para la llegada del Empíreo.En cada fortaleza tuvieron que proceder a las mismas presentaciones y explicaciones, levantando las mismas expresiones de incredulidad al relatar su experiencia en los Santuarios de Essel.

Finalmente, completaron el circuito alrededor del volcán y volvieron con la capitana Angrëth y los capitanes Enfarionn e Ilderian. Este último presentaba un aspecto extremadamente curtido, con multitud de cicatrices, una de ellas cruzándole un ojo que había perdido hacía tiempo. Cada uno de los capitanes fue acompañado por sus dos Consejeros más importantes. Los Consejeros eran el cuerpo de estudiosos de los airunndälyr, los más cultos entre ellos. Confiaban en que alguno de ellos tuviera los conocimientos suficientes como para ayudarles a recuperar el Orbe de Curassil. Una cosa que les llamó la atención fue que los dos Consejeros de Enfarionn lucían sendas barbas en sus rostros. Por el momento, solamente habían conocido a un elfo con pelo en el rostro, el líder del Vigía, Irainos. "Algún día trataré de averiguar por qué algunos de los elfos desarrollan esa característica", pensó Yuria.

Precisamente fue uno de esos Consejeros barbados, el llamado Malior, quien aportó algo de esperanza al grupo cuando, ya reunidos todos con carácter de emergencia en la Sala Mayor de la Muralla de Tirië, y expuestas las razones de la presencia allí de los extranjeros llegados en el dirigible, anunció:

—Lo que voy a decir es una idea algo peregrina, entendedme bien; pero pienso que quizá podríamos hacer uso de nuestras habilidades para contener la Esencia de manera que podríamos enfocarla hacia el Orbe. Es posible que eso potenciara la fuerza vital de Athnariel y su Luz, y con eso pudiera expulsar la sombra que lo ha infestado. Creo que es una posibilidad.

—No suena mal —dijo Daradoth.

—Demasiados "quizá" y "es posible" para mi gusto —sentenció Symeon, una vez que Arakariann acabó de traducir las palabras del Malior—, pero no lo podemos descartar.

—La otra posibilidad que tenemos —continuó Daradoth—, y que nos propuso alguien que no viene al caso, es acudir a los hidkas. ¿Por ventura no sabréis de qué forma ellos podrían ayudarnos?

—Sinceramente, no —dijo uno de los Consejeros—. Los hidkas tienen una conexión con... con la realidad, supongo... que escapa a la comprensión del resto de razas.

—Siendo así, ¿tenéis idea de cuánto tiempo os podría llevar preparar la ceremonia?

—Pues.. habría que realizarla en uno de los nodos menores de la montaña, claro... y habría que decidir cuántos de nosotros tendrían que contener... y cuántos enfocar... y cómo tratar el Orbe para...

Dejando a los Consejeros para discutir los detalles y convocando otra reunión para la mañana siguiente, el grupo se retiró a descansar. Yuria, sobre todo, estaba destrozada por el esfuerzo que le había supuesto guiar el Empíreo durante la travesía.

Mientras Daradoth se encontraba compartiendo unos momentos de intimidad con Ethëilë, Arëlen, otra de las hermanas del llanto que les habían pedido viajar con ellos, se acercó e hizo un aparte con el elfo. Tras expresarle su profundo agradecimiento por haber accedido a sacarlas de allí, añadió:

—Disculpad mis palabras, mi señor Daradoth... sé que no es habitual la franqueza entre los Primeros Nacidos, pero... dado vuestra... historia, creo que seréis comprensivo. ¿Pensáis viajar a Doranna?

—Pues, no a corto plazo... ¿por qué lo preguntáis?

—No... es que... tenía la sensación de que pensabais volver en breve. Ethëilë me ha contado vuestra historia, y quiero que sepáis que contáis con todas mis simpatías.

—¿Sobre qué? ¿A qué os referíais?

—A vuestro amor y a vuestra desventurada historia, claro, ¿a qué, si no? —sonrió.

—Por supuesto —sonrió Daradoth a su vez, comprendiendo más o menos las intenciones de su contertulia.

—Tenéis que entender que, veros con lord Eraitan —"vaya, vaya, así que lo ha reconocido", pensó Daradoth—, pues... me haya sorprendido. Y me planteó ciertas... expectativas. Más cuando vos parecéis ser quien lo guía, y no él a vos. No me malinterpretéis, por favor.

—Eso es decir mucho, Eraitan nos acompaña en nuestro viaje, no es que le pueda...

—Eso mismo —lo interrumpió Arëlen—. Vos viajáis y él os acompaña. A eso me refiero. Y da esa sensación.

—No sé dónde queréis llegar a parar.

—Solo eso, en que tenéis todas mis simpatías... en todos los aspectos —lo miró de medio lado—. Y si necesitáis una reclamación, o quizá un título para... afianzar vuestra posición, o... bueno, ya me entendéis.

El corazón de Daradoth se aceleró. Pero tenía que tener cuidado; estaba seguro de que Ethëilë no le había contado nada sobre sus aspiraciones políticas, y Arëlen lo había tenido que deducir por sí misma. Extremadamente perspicaz.

—Tenéis mi agradecimiento —"Nassaroth bendito, espero que no se note demasiado mi anhelo"—. Si me ofrecéis eso, es porque debéis de tener buenas influencias... ¿quién sois? Contestad sin rodeos, pues.

Arëlen pensó mucho sus palabras. "¿Acaso se arrepiente?"

—Muy bien, creo que la recompensa compensa el riesgo con creces. Os voy a decir mi nombre, uno que no he pronunciado desde hace varios siglos. Mi nombre es Arëlieth. La reina Arëlieth.

¡La reina Arëlieth Saënathir, la esposa del rey Dagaeroth de Harithann! A Daradoth, dado lo pésimo estudiante de historia que había sido, le sorprendía recordar aquel dato.

—Veo por vuestra expresión que conocéis mi historia —dijo ella—. Sí, caí en desgracia a instancias de lady Angrid, acusada de envenenar a mi esposo, que Rokoras lo tenga en su gloria, y mi reino, Harithann, fue después dividido en dos: Rechelorn y Harganath. Maldita sea por toda la eternidad.

—Pensaba que habíais muerto poco después de vuestro marido, y por eso había estallado el problema sucesorio.

—Pues aquí me tenéis, y os aseguro que cualquier acusación fue falsa.

Daradoth comenzó a hacer una reverencia, reconociendo en su interlocutora a una reina.

—No hagáis eso, ni se os ocurra —le urgió ella—. Como os decía, básicamente fui víctima de una trampa. Mi familia, el Consejo, y aquel maldito Mediador me dieron a elegir entre la muerte o un exilio eterno de recogimiento. Todos creyeron que envenené al rey.

—Siento mucho vuestro destino.

—Quiero que sepáis que me ha costado mucho decidirme a revelaros esto. Estoy quebrantando el Juramento sagrado de Renacimiento diciéndoos esto, pero mi ansia de venganza es mucho mayor que cualquier temor que pueda sentir. Ni siquiera la muerte me detendrá.

Tras unos segundos de silencio, Daradoth continuó:

—Quiero agradeceros vuestra confianza, lady Arëlieth, y aseguraros que no será traicionada. Sin embargo, aunque coincido en vos con que Doranna necesita un cambio profundo y no está bien dirigida, Eraitan no tiene nada que ver con ninguna de mis... aspiraciones.

—Así que me confirmáis que las tenéis. —Daradoth afirmó con la cabeza—. Me alegra oír eso. Juntos podremos acabar, primero con esa serpiente de Angrid, y después quién sabe. Si necesitáis abolengo o una reclamación, estoy dispuesta a ofrecerme a vos en esponsales.

—Pero...

—No pretendo sustituir a Ethëilë, esto sería una mera alianza política hasta conseguir nuestras metas. Tenemos mucho que ganar.

—Dejadme pensar en ello. Ahora mismo el mundo entero depende de nosotros...

—He esperado ocho siglos. No me importa esperar unos cuantos meses, o años, más.

Daradoth se despidió de "Arëlen" sintiéndose embriagado. Parecía que el Universo conspiraba para facilitarle las cosas. Pero de momento, decidió aplazar tal asunto hasta que pudieran resolver el asunto de los insectos demoníacos. Pero no pudo ocultar el contenido de la conversación a su amada Ethëilë, que se mostró interesada por lo que habían hablado. Daradoth se lo contó, preocupado porque parecía que se había dado cuenta de lo que pretendía.

—Ten cuidado, Daradoth —le dijo su amada—. Ya sabes cómo son las intrigas de Doranna. Muy peligrosas.

—Lo tendré, pierde cuidado, amor —le contestó—. Lo que realmente me preocupa es que haya podido darse cuenta de mis anhelos más internos, por mucho que intento ocultarlos.

Ethëilë pensó durante unos instantes.

—Bueno, no te preocupes tanto. Yo diría que en eso, la hermana Ilwenn ha tenido algo que ver... sé que ve cosas cuando mira a la gente, que a veces puede llegar a interpretar. Es una especie de vidente. Seguramente ha sido ella la que le ha dado las pistas necesarias para llegar a esa conclusión.

—Vaya... una sorpresa tras otra.

—Sí. Ten cuidado, solo pido eso.

—Claro que sí —Daradoth no pudo evitar estrecharla entre sus brazos y besarla.

Al día siguiente se volvió a reunir el cónclave de capitanes para discutir sobre sus asuntos internos y de nuevo sobre el proceso que haría falta para recuperar a Athnariel. El grupo desconectó de las conversaciones extremadamente técnicas (o quizá sería mejor decir esotéricas) porque era imposible seguir las divagaciones de los Consejeros. De vez en cuando interrumpían las diatribas para preguntarles por ciertos detalles, como que el arcángel pudiera sentirse atacado o que el poder implicado pusiera en peligro a alguno de ellos. Lo que parecía claro es que necesitarían al menos 80 airunndälyr para realizar el proceso, y este debería ser llevado a cabo en un lugar con la suficiente concentración de Esencia. Alguien propuso algo llamado "la cumbre de Sikthar". Finalmente, Daradoth fue quien hizo la pregunta más definitoria:

—Si el proceso saliera mal, ¿qué podría pasar? ¿Se podría dañar el Orbe?

—No lo creo —respondió uno de los Consejeros.

—Pues yo creo que no es descartable —rebatió Malior.

Esto cambiaba las cosas. No podían arriesgarse a que el Orbe sufriera algún daño o incluso fuera destruido.

—Destruir el orbe —contestó otro consejero—, sería el equivalente a matar a Athnariel. Y nunca he oído que se pueda matar a un arcángel.

—¿Qué pensáis, Eraitan? —susurró Daradoth al príncipe.

—Normalmente no me arriesgaría a dejarlo en manos de esta gente, pero es cierto que parece imposible que un arcángel pueda morir por efectos terrenales, así que quizá valga la pena intentarlo.

Decidieron que llevarían a cabo la "ceremonia" para recuperar a Athnariel. Los airunndälyr estimaban que les llevaría aproximadamente cinco días la preparación, el traslado y la ejecución. Se pusieron manos a la obra.

Sin embargo, Galad prefirió asegurarse. Esa noche, pidió la inspiración de Emmán al respecto del proceso de "purificación" de los airunndälyr, sin mucha esperanza de que su dios contestara. Pero sí que lo hizo.

Volaba sobre un gran valle, que se encontraba en la vasta falda del volcán. Fumarolas de azufre expulsaban su vapor aquí y allá. Una loma dominaba la escena, en cuya ladera había esculpida una efigie, irreconocible por los siglos de desgaste y temblores. La cumbre de Sikthar. En la cima de la loma, docenas y docenas de figuras encapuchadas con túnicas blancas, brillando con una luz cegadora y formando filas concéntricas, orando en voz alta. En el centro de la multitud una figura humanoide enorme, encogida en cuclillas y con unas formidables alas replegadas alrededor de su cuerpo, parecía sufrir indeciblemente. Los sentidos de Galad vibraban debido al poder desatado a su alrededor, y su cuerpo ausente se quejaba del esfuerzo al que las brutales corrientes de aire, y quizá de algo más, lo estaban sometiendo. La multitud encapuchada extendió las palmas de sus manos hacia Athnariel ("pues, ¿quién más podría ser?") y Galad perdió la visión por un momento. Al instante, la tierra empezó a temblar, y los oficiantes comenzaron a perder pie. Grietas enormes se abrieron en la falda de la montaña, engullendo a varios de los encapuchados, que por doquier caían inconscientes. Una enorme explosión sacudió al arcángel, que en una cascada de energía salió despedido hacia arriba, hasta que se perdió en lo alto. La loma acabó de hundirse del todo en las profundidades de la tierra, mientras los encapuchados que quedaban conscientes gritaban aterrorizados.

Galad corrió a reunir a sus compañeros. Les contó con todo lujo de detalles el sueño inspirado por Emmán.

—No me parece buena idea seguir con esto —anunció.

—Pero —objetó Symeon— a mí  me parece un sueño muy simbólico, por lo que nos cuentas, Athnariel es liberado, aunque a un coste muy alto.

—Creo que no nos podemos permitir pagar ese coste —dijo Daradoth.

—Yo tampoco —coincidió Yuria—. Si esta gente es tan importante para mantener la Esencia controlada, podemos poner en peligro a toda Aredia si hacemos que salgan mal parados en el proceso.

—Por mi parte, confío plenamente en los sueños que me inspira mi señor Emmán, creo que ya nos ha ayudado en muchas ocasiones y nunca nos ha decepcionado —zanjó Galad.

No tardaron en transmitir sus temores a los capitanes, haciendo énfasis en la fiabilidad de la inspiración que Emmán ya había proporcionado a Galad en repetidas ocasiones. Así que estos se mostraron conformes cuando el grupo decidió no llevar a cabo la ceremonia y en su lugar recurrir a la opción de los hidkas.

Así que, tras despedirse de Tirië y el resto de los capitanes y agradecerles encarecidamente su ayuda (y dejando abierta la posibilidad de volver si los hidkas resultaban no ser la solución), procedieron a pertrechar el Empíreo y a preparar el viaje.

—Tras evaluar todas las opciones —anunció Yuria—, creo que lo mejor será sobrevolar el mar Mirgaer, entrar sobre los llanos de Arandel y llegar a Eryn'Mauthrän. Así evitaremos las zonas más pobladas.

—Sea, pues. Adelante.

Doranna


viernes, 14 de octubre de 2022

Entre Luz y Sombra
[Campaña Rolemaster]
Temporada 3 - Capítulo 30

Los Airunndälyr y el Volcán Eranyn

La pérdida de la visión fue más severa en unos que en otros. Yuria observaba a su alrededor, comprendiendo que algo sucedía, y viendo corroborados sus pensamientos por las pequeñas descargas que el talismán dejaba notar en su cuello. Las luces por todas partes aumentaron su intensidad durante un momento, así como las sombras. Galad notó cómo el punto en un rincón de su mente que era Emmán, se borraba y algo le quemaba por dentro; cayó inconsciente. Daradoth, por su parte, notó cómo el poder vital de todo lo que se encontraba a su alrededor se potenciaba y saturaba sus sentidos, abrasando su consciencia; cayó inconsciente también. Al lado de Yuria, Symeon también notó el calor, cómo todos los poros de su cuerpo ardían, cómo las luces se hacían más potentes y cómo todo se tornaba más definido justo antes de perder la visión y tambalearse aturdido, agarrado a su cayado. Arakariann también cayó inconsciente, y Taheem y Faewald sufrieron lo mismo que Symeon. Un par de clérigos que los acompañaban también cayeron inconscientes. 

Curassilendhë, el Santuario de Oltar

Pocos segundos después, se empezó a oír escándalo en otros puntos del edificio. Curiosa, Yuria se asomó al vestíbulo principal, donde la escena era caótica; todo el mundo había sido afectado de una u otra forma. Se aseguró de que Symeon quedara tranquilo apoyado en la pared y a continuación irrumpió en el despacho del abad Iroliann, donde se encontraban Galad, Daradoth y Eraitan. El príncipe élfico se encontraba sin visión pero estoico. Yuria habló para tranquilizarlos.

Unos minutos más tarde, Symeon, Eraitan, Taheem y Faewald recuperaban la suficiente visión para poder desenvolverse. Se unieron a Yuria para ayudar en lo que pudieron a los clérigos, secretarios, novicios y demás. Según les explicaron estos, no era la primera vez que ocurría algo así, pero en esta ocasión se había sentido con mucha más fuerza que en cualquier otra.

—Los Airunndälyr deben de haber sido superados —Eraitan tradujo las palabras del secretario del abad.

—¿Cómo? ¿De quién habláis? —preguntó Symeon.

—Son... cómo decirlo... los "guardianes de la montaña". En fin... yo sé que allí en el volcán pasa algo, pero creo que es mejor que sea el abad quien os lo explique, lo hará mucho mejor que yo...

—Pero, ¿cada cuánto ocurre esto? ¿Y desde cuándo?

—No sabemos desde cuándo, hace mucho tiempo, desde los días antiguos. Y... no sé, quizá cada año, o quizá menos.

El grupo fue trasladado a uno de los edificios de alojamiento de los peregrinos y viajeros, donde Galad, Daradoth y Arakariann recuperaron la consciencia tras un largo tiempo. Allí pusieron en común sus experiencias antes de aquella extraña "explosión", y tras preguntar a Eraitan, este confirmó que nunca había vivido algo así.

—Lo que me parece sumamente extraño —dijo el príncipe— es que sea lo que sea lo que ha pasado, ha afectado a la totalidad de los presentes en el complejo. Excepto a Yuria, claro.

—Sí, y el secretario nos habló de... de unos... Airunndälyr... que al parecer se encargan de vigilar el volcán.

—De hecho —confirmó Daradoth—, Airunndälyr significa "los guardianes del volcán".

A través del búho, Daradoth pudo hablar con el resto de la compañía que había quedado en el Empíreo, preocupado por Ethëilë. Por suerte, aunque sí que habían sido afectados por sensaciones parecidas al grupo, no habían lamentado ningún efecto grave. Ethëilë se había quedado algo mareada, y las otras dos Hermanas del Llanto, Ilwenn y Arëlen, habían quedado inconscientes un par de horas.

Poco después se dirigían de nuevo al despacho del abad. El edificio de oficinas estaba a rebosar de gente que también quería verlo. No obstante, al mostrar a los novicios el orbe de Curassil y con la insistencia de Eraitan y Daradoth, fueron conducidos de inmediato a presencia del abad ante miradas suspicaces y sorprendidas de todos los elfos reunidos. Daradoth pudo identificar bastantes elfos (por sus maneras, por su forma de hablar...) de alto abolengo. «No esperaba encontrar tantos primeros nacidos aquí», pensó, «interesante».

El secretario les hizo esperar ante la puerta del despacho, alegando que el abad Iroliann se encontraba manteniendo una reunión importante en esos momentos.

Al cabo de pocos minutos se abrió la puerta, dejando paso a aquellos que se habían encontrado reunidos con el abad. Daradoth apretó los dientes al verlos. "Maldición", pensó, "¿cuáles eran las posibilidades de encontrar aquí a Fërangar y a su padre, lord Authengar?". Los dos nobles iban acompañados de un par de otros elfos que, aunque desarmados, saltaba a la vista que ejercían de sus guardianes. Daradoth se aprovechó de la corpulencia de Galad para girarse y pasar desapercibido (lo mejor que pudo, pues Galad, Yuria, Symeon e incluso Eraitan llamaban bastante la atención).

—¡Lord Daradoth, pueden pasar! —la voz del secretario. «¡Maldita sea!», dijo para sus adentros Daradoth, poniendo los ojos en blanco. No le hizo falta mirar para notar cómo la mirada de su antiguo rival se clavaba en él.

—Apresuraos —susurró. El resto le siguió rápidamente, comprendiendo tácitamente lo que sucedía.

Ya en el despacho, Daradoth planteó a Iroliann su problema: le enseñó el Orbe de Curassil envuelto en sombras, y le interrogó acerca de las posibilidades que existieran para recuperar su Luz. El abad expresó varias veces su sorpresa, y su incredulidad cuando el grupo le reveló que habían entrado en los Santuarios de Essel y habían sobrevivido. Pero la vehemente narración de Daradoth y la corroboración por parte de Eraitan (que mencionó la existencia de una vía de acceso al Erebo en el centro de los Santuarios) y los demás lo sacó de dudas. De hecho, le enseñaron algunos fragmentos del "Cristal de Soraliënn", como lo llamó el abad. Este, durante unos segundos solo pudo balbucear. Pero pronto pidió que le dejaran el Orbe de Curassil. Daradoth se lo alargó.

Iroliann permaneció concentrado unos segundos, al cabo de los cuales soltó el objeto de forma brusca. No había podido atravesar la capa de Sombras en la que se había sumergido.

—Ya os había dicho —dijo Daradoth— que la Sombra lo había infestado. Solo con mucho esfuerzo y poder conseguimos contactar con Athnariel, que sigue imbuido ahí, en alguna parte.

—Extraordinario, extraordinario...

—La propia Luz fue la que ayudó a estos héroes —añadió Eraitan, ante los ojos profundamente abiertos del abad.

—Es cierto que gozamos de la gracia de los avatares y de Luz durante cierto tiempo —zanjó Daradoth—, solo gracias a eso pudimos sobrevivir.

Tras unos segundos, el abad continuó:

—Ruego disculpéis mi ignorancia, pero realmente no tengo ni idea de quién podría ayudaros en las islas... lo siento.

—¿Y qué nos podéis decir de esos... Airunndälyr? —Daradoth tradujo las palabras de Symeon al cántico.

—Bueno... los Airunndälyr... —dudó durante unos instantes—... ellos se encargan desde tiempos inmemoriales de preservar la integridad del mundo tal y como lo conocemos.

Según les explicó el abad, en la antigüedad pasó algo que hizo que el volcán Eranyn se convirtiera en un foco de origen de "explosiones de Esencia" (la fuerza vital que anima a todos los seres vivos). Estuvo inactivo durante mucho tiempo, hasta hace pocos siglos. Y últimamente, la frecuencia de los eventos había ido en aumento. Pero la del día anterior había sido la más potente con diferencia.

Al preguntarle por la invasión que estaba ocurriendo en el norte, el abad se mostró también sorprendido, las noticias no habían llegado hasta allí todavía. El abad también mostró su preocupación por el Santuario de Ammarië, que se encontraba muy cerca del volcán, y les informó de que los Airunndälyr se distribuían en cuatro sedes distribuidas por las faldas del monte. Una de ellas era el trasunto de fortaleza blanca que habían visto al acercarse con el dirigible.

Symeon, por su parte, sugirió que los Santuarios deberían recurrir a la ayuda de Doranna. Hacía unos minutos habían salido unos nobles elfos que quizá pudieran llevar las noticias de la invasión.

—Sí, sí, no es una mala idea —dijo el abad—. Además, lord Authengar tiene una gran influencia ante el Alto Rey, el señor Natarin.

—Y su hijo es el causante de mi desgracia —dijo a su vez Daradoth, pero esta vez en estigio para que solo sus compañeros lo pudieran entender. 

Así las cosas, el abad insistió para que fueran ellos los que transmitieran la noticia, pero el grupo prefirió no hacerlo.

—Respecto al Orbe —dijo el abad—. Creo que vuestra mejor opción son los hidkas. Hace siglos conocí a uno de ellos, Aeldrel, pero ni siquiera sé si seguirá vivo. Una gente extraña. 

—¿Y no creéis que quizá los Airunndälyr podrían ayudarnos? 

—Que yo sepa no, pero quién sabe.

Y se marcharon, dispuestos a hacer una visita al complejo de los Airunndälyr.

En el exterior, se encontraron con que Fërangar y su padre seguían en el pasillo, esperando a que salieran. Se dirigieron a Daradoth, interesándose por sus extrañas compañías con un deje burlón, aunque a la vez incómodo; el joven elfo había atravesado por mucho últimamente y su aspecto era muy distinto, incluso algo intimidante. El deje burlón duró hasta que entre los presentes, se fijaron en Eraitan. Fërangar calló, y Authengar puso una mano en su hombro.

—Daradoth —susurró el padre—. ¿Ese es...?

—Me temo que tenemos que marcharnos —cortó Daradoth. Authengar se adelantó, tras unos segundos de silencio. Y se inclinó:

—Mi señor Eraitan, ¿sois vos realmente?

Eraitan lo miró muy seriamente.

—Es posible, pero no me habéis visto.

—De acuerdo —contestó Authengar, que se apartó e instó a su hijo a hacer lo mismo. Daradoth, para su sorpresa, pudo sentir sus miradas clavadas en él, y no en Eraitan. El grupo se marchó.

En sus aposentos decidieron en firme acudir al fortín de los Aurinndälyr, y Daradoth, pensando mejor lo que le habían dicho al abad, decidió visitar a lord Authengar con una compañía más reducida para informarle de la invasión que estaba teniendo lugar en el norte de las islas. Un sirviente les permitió el acceso a él, a Galad, a Symeon y a Yuria. Los nobles mostraban un rostro serio y distante.

Daradoth les informó acerca de la invasión y les dio todos los detalles que habían obtenido sobre los conquistadores.

—Se hacen llamar ilvos —contestó Authengar, para sopresa de Daradoth—, y vienen del este, del otro lado del océano Argivio, de tierras desconocidas. Tomaron tierra al este de Galaria, y uno de los motivos de nuestro viaje era averiguar todo lo que pudiéramos sobre ello. Nuestra presencia aquí es estrictamente personal. Vuestra información nos vendrá muy bien, gracias por ello.

—De nada, es lo único que quería deciros, para ayudar a nuestra gente —Daradoth hizo el gesto de marcharse.

—Y... ¿cómo progresa vuestra búsqueda?

—Se ha complicado mucho por otras razones, pero tengo algo de información. Los kaloriones están involucrados en lo que está ocurriendo. La Sombra está más activa que nunca, y muy presente.

Authengar se mostró consternado, pero afirmó con la cabeza.

—¿Y qué hacéis en estas islas, si se puede preguntar? —añadió Fërangar—. No habréis venido a ver a quien... vos y yo sabemos, ¿verdad?

Daradoth lo ignoró, abriendo la puerta.

—Un momento más, Daradoth —dijo Authengar, posando su mano sobre el hombro del joven.  Le habló en voz baja—: No sé por qué ordalías y tribulaciones habréis pasado; estáis muy cambiado, pero creo que para mejor. Percibo en vos una resolución que me fascina y me preocupa a la vez... —bajó aún más la voz—; ¿no estaréis pensando en volver a Doranna... con lord Eraitan? 

—No sé qué estáis insinuando —Daradoth no bajó la voz.

—Tened cuidado, es un consejo sincero.

Mientras preparaban las cosas para marcharse ya hacia el Empíreo, volvieron a sentir un temblor de tierra. Como les había dicho el abad, los temblores en la isla eran muy habituales, y eso no les preocupó, pero se dispusieron a sufrir una nueva "explosión". Afortunadamente, no llegó.

En cuestión de cuatro horas (mantuvieron al Empíreo lejos de los asentamientos, a los que se acercaban a pie desde una distancia prudencial) llegaban a las puertas del complejo de los guardianes del volcán. Como ya habían visto desde el aire, la única fortificación presente era una especie de muralla que formaba una parábola hacia el interior de la montaña. La muralla tenía al menos una decena de metros de grosor (más en la base, pues conforme bajaba se ensanchaba) y albergaba varias torres y bastiones. Más acá de la muralla se alzaban varios edificios, formando una pequeña villa. El tráfico no era intenso, pero se alcanzaban a ver varios carromatos que iban y venían del asentamiento.

Ninguna muralla ni puerta les impidió la entrada a la aldea. Pero al acceder a ella, pudieron notar una sensación extraña, como si las cosas se vieran más definidas y la luz fuera más... sólida. La Esencia era fuerte allí.

Al cabo de poco más de un minuto, un par de elfos ataviados con unas vestiduras blancas inmaculadas se acercaron a ellos rápidamente, dándoles una bienvenida algo brusca. Eran dos Airunndälyr.

—Venimos desde Curassilendhë en busca de ayuda —anunció Daradoth—. El abad Iroliann nos indicó que quizá podríamos encontrarla entre los guardianes del volcán.

Los dos elfos expresaron sus reservas al no haber recibido noticias del grupo mientras se dirigían hacia allí. Daradoth les explicó que habían llegado a bordo de un ingenio volador (que pudo mostrarles a lo lejos gracias a la comunicación a través del búho de ónice), y que necesitaban erradicar la Sombra de un antiguo artefacto. Les enseñó el Orbe.

—¿Es tan importante como dais a entender? —preguntaron.

—Es el Orbe de Curassil. Athnariel mismo está imbuido en él. Y necesitamos purificarlo y librarlo de la infección de Sombra que, como veis, es muy evidente. 

Los guardianes se miraron, y finalmente los invitaron a seguirles:

—Os llevaremos ante la capitana Tirië.

En una de las salas al pie de la muralla los recibió la capitana. Tirië era alta y nervuda, fuerte y adusta. Lucía dos antiguas cicatrices visibles en el rostro y otra en el dorso de la mano, algo muy raro en la raza élfica. Vestía de un blanco inmaculado, igual que sus subordinados, con adornos en un amarillo deslumbrante. La acompañaban otras dos guardianas que también tenían cicatrices visibles; los rostros y la forma de caminar de las tres dejaban traslucir un gran cansancio.

—Buenos días —dijo la capitana—. Me informan de que acudís a nosotros con una petición harto extraña, forasteros. Normalmente no recibiría a visitantes llegados en circunstancias tan peculiares, pues por otra parte está estrictamente prohibido venir aquí sin invitación, pero a decir verdad, mi curiosidad es enorme.

Galad sacó el orbe de su capa.

—Este —explicó Daradoth— es el Orbe de Curassil. Infectado por la Sombra después de milenios perdido en los Santuarios de Essel. Necesitamos purificarlo y recuperar a Athnariel para la Luz.

La capitana y sus guardias se miraron, totalmente sorprendidas. El grupo les relató brevemente su odisea en los Santuarios y con eso parecieron ganarse definitivamente su respeto.

—Quizá podríamos plantearlo ante el Consejo de Oficiales, personalmente no sabría cómo hacer lo que requerís.

—Y, si no es indiscreción —Arakariann tradujo las palabras de Symeon—... el abad nos dijo que protegíais el mundo de esta montaña desde tiempos antiguos, y hace un par de jornadas hubo una gran explosión que nos afectó sobremanera, ¿sabéis qué las provoca?

—Son explosiones de pura Esencia, de fuerza vital, que parecen proceder del volcán. Este monte es un nexo de Corrientes de Esencia, y algo, no sé qué, pasó hace milenios que provocó que estallaran de vez en cuando. Pero ahora están yendo a peor, y el esfuerzo físico que nos requiere para controlarlo es cada vez mayor. La última pudimos contenerla a duras penas, y nos costó varias bajas —bajó la vista, suspirando—.

Daradoth también preguntó por la Sombra que sentía desde que habían sobrevolado la isla. La capitana le confirmó que sabían de su presencia por otras fuentes, aunque los airunndälyr no eran capaces de sentirla por sí mismos.

También les informaron de la invasión del norte. 

—Eson son malas noticias, en verdad. Espero que no lleguen hasta aquí. Si dejáramos de custodiar el volcán, seguramente toda Aredia acabaría finalmente pereciendo debido a las explosiones.

Ante la perspectiva de que el Consejo de Oficiales no se podría reunir antes de una semana (dos días si utilizaban el Empíreo para reunirlos) y las fuertes dudas de que pudieran hacer cualquier cosa, Daradoth se dirigió a sus compañeros:

—Creo que nuestro tiempo aquí ha llegado a su fin, deberíamos acudir a los hidkas.

—Sí, hemos perdido demasiado tiempo —coincidió Symeon—.  Aunque un par de días más tampoco supondrían una diferencia demasiado grande...

—Yo considero que vale la pena esperar y reunir a los capitanes —dijo Galad.

—Sí —afirmó Yuria—, y no podemos ignorar tan fácilmente el asunto del volcán...

 

 


miércoles, 28 de septiembre de 2022

Entre Luz y Sombra
[Campaña Rolemaster]
Temporada 3 - Capítulo 29

Las Hermanas del Llanto. Curassilendhë (el Gran Santuario de Oltar)

Daradoth recibió con un regocijo infinito a Ethëilë en sus brazos. "Su calor, su olor... ah, ¿cómo podría olvidarlo? Es embriagador", pensó. No obstante, recuperó la compostura en pocos momentos, percibiendo la mirada de la madre superiora clavada en ellos. Daradoth no pudo olvidar que su corazón se había encogido al ver a los invasores tan cerca del convento de su amada.

—¿Sabéis quiénes son los invasores, y por qué están precisamente aquí?

—No... no sabemos —contestó la princesa; "aunque supongo que ahora ya solo es una monja", rumió Daradoth—. Aquí estamos muy aisladas; simplemente, hace un par de días empezaron a llegar los guardias huyendo de los enemigos.

—Lo mejor sería que hablarais con el capitán Maihalän —añadió la superiora.

Daradoth asintió a sus palabras, ausente, y cogió la mano de su amada. La miró a los ojos:

—¿Crees que estás segura aquí?

—No, por desgracia, creo que no.

Siguió una breve conversación en la que Daradoth preguntó a Ehëilë por su padre, y en la que esta expresó su sentimiento de culpa por lo que hicieron. Finalmente, Daradoth se giró hacia la madre superiora, la hermana Sorelyn:

—Tendremos que retomar esta conversación más adelante, hermana... las circunstancias obligan. Ahora, reunámonos con los demás.

Galad, que había seguido tratando a los heridos, intentó sacar el máximo posible de información sobre la situación conversando con los pocos elfos que chapurreaban el lândalo. Por lo que pudo entender, había sido todo muy rápido, con una gran flota saliendo de la niebla, cuyos marinos parecían elfos extraños, y que también atacaban desde el aire montando extrañas bestias. Los incursores aéreos no habían sido muchos, pero no estaban preparados para ellos y habían desequilibrado la balanza rápidamente.

 

Islas Ganrith

Poco después se reunían todos de nuevo, y Daradoth presentó a la dama Ethëilë a sus amigos. Ella se quedó mirando durante unos segundos a Eraitan, quien intentaba pasar desapercibido sin mucho éxito. Pero no dijo nada.

Tras unas corteses palabras, se reunieron con el capitán Maihalän y sus dos lugartenientes, siempre sorprendidos de tratar con un grupo tan variopinto.

—Sé que somos un grupo harto extraño —dijo Daradoth, en cántico—. Venimos del lejano norte de Aredia, en misión encomendada por el Vigía para combatir a Sombra. Estamos aquí para intentar encontrar algún medio que nos ayude a limpiar la Sombra de un artefacto necesario para la lucha.

Maihalän permaneció callado unos segundos, con una de sus cejas enarcada y su mirada yendo de unos a otros.

—Yo más bien diría —dijo cuando acertó a hablar— que sois un grupo variopinto en exceso. Un Primer Nacido —se inclinó levemente—... mis respetos... un errante... una humana con ropajes extrañísimos... en fin, ¿puedo preguntar de qué objeto estáis hablando? ¿Lo podría ver?

Le enseñaron el orbe.

—Es un objeto muy antiguo, utilizado por el brazo de Curassil —anunció Daradoth.

—No dudéis de su palabra —la voz de Eraitan sobresaltó al capitán—. Yo mismo lo presencié durante las Guerras de la Hechicería; es cierto.

Los tres guardias se mostraron desconcertados.

—Realmente no sé si podemos ofreceros mucha ayuda, dada la situación en la que nos encontráis. Nunca fuimos un reino poderoso, sino un lugar de retiro espiritual, pero esto... esto ha sido brutal. Invasores que hablan algo que recuerda al cántico, barcos enormes, criaturas voladoras... 

—Sin duda. Por supuesto, intentaremos ayudaros en lo que podamos, pero la misión que os he referido tiene toda la preferencia ahora, pues los Erakäunyr han vuelto y están arrasando el norte. Necesitamos encontrar a alguien (o algo) que nos ayude.

—Creo que la hermana Sorelyn os podrá ayudar mejor que yo.

La madre superiora les indicó una relación de los santuarios más importantes en las islas, haciendo hincapié en los de Oltar y Rokoras por sugerencia de Galad. Además, se mostraron de acuerdo en que tenían que evacuar el convento; era una locura permanecer allí.

—Supongo que la arzobispa Illisëth ya debe de haber enviado a alguien a Doranna en busca de ayuda. Quizá ella pudiera ayudaros también. Normalmente, reside en Ariamenn, pero en estos momentos debe de encontrarse en Carathros, al sur.

Cuando los guardias se retiraron para dar órdenes y organizar la evacuación, Daradoth aprovechó para hacer un aparte con la hermana Sorelyn. En un lugar apartado de los jardines, el elfo le pidió con vehemencia que permitiera a Ethëilë acompañarlo a él y el resto del grupo. Al principio, la madre superiora se mostró muy reticente:

—Nuestros votos aquí son sagrados y, si no eternos, válidos por siglos. Si Ultë estima que ha llegado nuestro momento final, tendremos que afrontarlo.

Pero Daradoth empleó toda su presencia para convencerla de la necesidad de la evacuación, y apeló a su amor por Ethëilë con el corazón en la mano. Sus palabras conmovieron a la monja, que se retiró, visiblemente atormentada:

—Dejadme que lo piense, voy a retirarme y a rezar a nuestro señor Ultë.

Mientras tanto, Yuria, que había notado cómo la situación le venía excesivamente grande al capitán Maihalän, pidió ayuda a Arakariann para traducir sus palabras. Así, se dirigió al capitán y le ofreció su ayuda. Aunque el elfo se mostró reticente al principio, la firmeza de Yuria se impuso, y Arakariann tradujo una retahíla de consejos militares y logísticos lo mejor que pudo. El capitán agradeció su ayuda.

Poco más tarde, el capitán y uno de sus oficiales se reunían de nuevo con el grupo.

—Siguiendo las instrucciones de vuestra compañera, he apostado guardias en un perímetro más lejano. Como ya os podéis imaginar, esta posición es indefendible. Además de la falta de fortificación, somos muy pocos, y deberíamos reunirnos con más grupos de exiliados; el problema es que tengo tres guardias que no podrían afrontar un viaje de evacuación por sus heridas, y no vamos a dejarlos atrás.

—Podríamos transportarlos nosotros —se ofreció de inmediato Daradoth.

—Os lo agradeceríamos de corazón —contestó el capitán, llevando sus dedos índice y corazón a la frente—. El otro problema son las hermanas, a las que deberíamos desalojar. La mejor opción es dirigirnos a la aldea más cercana al sur, al otro lado de las montañas que se levantan tras el convento.

Así lo acordaron, y el grupo se retiró a descansar un rato, pues estaban agotados, mientras los elfos preparaban la partida y convencían a las monjas para partir. 

Antes de retirarse, Ethëilë preguntó a Daradoth si había tenido algo de éxito en la misión por la que había partido de Doranna, y si quizá había tenido noticias de su madre. Este le respondió con negativas, pero afirmó tener pistas sólidas sobre su paradero, relatándole el episodio que había acontecido en Rheynald por el que la duquesa Rhyanys de Gwedden había sido secuestrada por un kalorion, seguramente Trelteran "el aguilucho". La gravedad de las palabras de Daradoth, su tono y sus revelaciones conmovieron a la dama, que se dio cuenta de cuánto había cambiado y madurado su amado. Lo abrazó, con lágrimas en los ojos.

—Y además —añadió Daradoth—, creo que Natarin no lo está haciendo corretamente con el liderazgo de los elfos.

—Estás diciendo cosas peligrosas, Daradoth —se separó de él levemente, algo preocuada. Bajó la voz—: Por mucho que esté de acuerdo. De todas maneras, qué más da, estoy condenada aquí de por vida.

—Eso puede que no sea así, ya he hablado con la superiora.

Se besaron.

En el mundo onírico, Symeon viajó para ver si en la mansión de Ginathân y en Tarkal estaba todo bien. Tras comprobarlo, viajó hasta las ciudades de las Ganrith que habían sido tomadas por los enemigos. Se sorprendió cuando vio mucho más claramente de lo que imaginaba los barcos de los invasores. La ciudad de Saeriath, en sí, aparecía envuelta en una especie de "tormenta onírica" que dificultaba su visión. Volvió rápidamente, sin acercarse demasiado.

Un poco antes del amanecer, alguien llamó a los aposentos del grupo. Fueron convocados a la sala comunal por uno de los guardias, donde se encontraba un grupo de elfos y de monjas. El capitán cedió la palabra a uno de sus hombres.

—Siguiendo las instrucciones del capitán —comenzó—, ampliamos el radio de las patrullas —el capitán asintió hacia Yuria, en un leve gesto de agradecimiento—. Gracias a eso hemos podido detectar a tiempo la aproximación del enemigo: una compañía de aproximadamente un centenar y medio de efectivos parece dirigirse hacia aquí. Están batiendo los caminos.

—¿Los acompañan seres voladores? —preguntó Daradoth, mientras Arakariann traducía como podía al resto del grupo.

—Afortunadamente, parece que no, Ammarië sea loada. Pero su comandante sí monta una bestia extraña y brutal, que va a pie.

—Debemos proceder a la evacuación, ¡ya! —ordenó el capitán, dando por terminada la reunión.

Todo el mundo se puso a organizar la partida. Algunas monjas se mostraron reacias, pero por fin se avinieron a razones. Y la madre superiora se encontró con Daradoth. Habló con evidente pesar, suspirando y dirigiéndose a un grupo de monjas que la acompañaba:

—No puedo ser la responsable de la muerte de treinta almas tan puras y luminosas. Yo me quedaré aquí, pero dadas tan extraordinarias circunstancias, la que quiera es libre de marcharse.

Las palabras de la superiora provocaron reacciones enfrentadas entre las monjas. Pero afortunadamente, después de una intensa conversación, Daradoth consiguió convencerla para marcharse y, por ende, al resto de las presentes.

Ante la imposibilidad de utilizar el camino de Saeriath, los evacuados que marcharan a pie (los heridos graves se marcharían a bordo del Empíreo) tendrían que usar un antiguo sendero que atravesaba las montañas (cuya existencia fue revelada por la hermana encargada del mantenimiento del complejo), para llegar a la aldea más cercana hacia el sur.

En cuestión de una hora y media se encontraron listos. Yuria pilotaría el dirigible con los heridos y los suministros, y el resto del grupo acompañaría a los guardias y las hermanas en su caminata.

Durante el camino, Symeon compartió con sus compañeros lo que había visto en el mundo onírico, y lo extraño que le había parecido todo. Quizá los enemigos tenían en sus filas gente capaz en las habilidades de los sueños.

Las conversaciones no tardaron en menguar y desaparecer ante la dureza que adquirió el vericueto, cuya pendiente fue in crescendo de forma dramática. Pasado el mediodía, superaron el punto más alto y entraron en un gran valle cubierto de bosques. En ese momento, el Empíreo sobrevolaba la aldea de Dorilenn, hacia donde se dirigía la comitiva, al otro lado del valle, donde descendieron a los heridos y esperaron la llegada del resto.

El día siguiente, entrada la mañana, el resto llegó sin mayores dificultades a la aldea. Allí, procedieron a despedirse de las hermanas y de los guardias, deseándoles suerte en el resto de su periplo, pues deberían dirigirse por sus propios medios hacia las ciudades del sur de la isla. La misión que había llevado allí al grupo era demasiado importante y debían seguir su camino.

Varias de las monjas, visto que se llevaban a Ethëilë con ellos, pidieron también ir con ellos a bordo del dirigible; la mayoría de peticiones fueron denegadas sin mayor dificultad, pero dos de las hermanas se mostraron especialmente insistentes. Las hermanas Arëlen e Ilwenn, a ojos de Daradoth claramente elfas de alto abolengo, fueron aceptadas a bordo del Empíreo. De momento se mostraron bastante reclusivas, pero Daradoth no pudo evitar pensar que tal vez cuando consiguiera desvelar sus secretos o su procedencia, le serían muy útiles en sus aspiraciones secretas.

Con provisiones suficientes para diez jornadas, Yuria dirigió al Empíreo en la ruta más recta posible hacia el santuario de Oltar que Sorelyn les había marcado en el mapa.

El siguiente amanecer ya pudieron avistar el gran volcán dormido que presidía la isla Eranyn. Una gran montaña con vertientes que se prolongaban hasta las costas de la isla y que determinaba dramáticamente toda su orografía.

Poco después de empezar a sobrevolar los abruptos bosques de la isla avistaron a estribor, al suroeste, un gran complejo construido con un material blanco que brillaba a la luz del sol. Parecía un castillo, aunque sin llegar a serlo del todo, pero según las indicaciones de Sorelyn no era el santuario que buscaban, así que continuaron camino, acercándose más hacia las estribaciones del volcán.

En un momento dado, acercándose hacia la parte sur del monte, el vello de la nuca de Daradoth se erizó y el espacio entre sus homóplatos empezó a picar. "La misma sensación que en Rheynald y Creä...", pensó, apretando inconscientemente el bauprés de proa cuando se dio cuenta de que esa no era la única sensación que percibía. El ya familiar escalofrío en su columna, el que le prevenía de la presencia de Sombra en los alrededores, llegó también. Y no se fue. Durante las siguientes horas, la sensación sería continua, incluso provocándole fatiga mental y física. Compartió la sensación con sus amigos, pero poco pudieron hacer al respecto.

Una hora y media después, llegaban por fin a la vista del Gran Santuario de Curassil, el santuario más importante dedicado a Oltar en las Ganrith. El complejo era enorme, a la orilla de un cristalino lago de montaña, blanco brillante, extendiéndose sobre varias colinas y con estructuras formadas por espejos a semejanza de lo que habían visto en los santuarios de Essel.

Descendieron al sur, y se dirigieron caminando hacia el gran santuario por un camino que se notaba bastante transitado. De hecho, se cruzaron con lo que parecían varios peregrinos en un sentido y en otro. Peregrinos que, dado lo variopinto del grupo, los miraban sumamente extrañados.

Atravesaron un pórtico parecido al que habían atravesado al llegar al convento de las Hermanas del Llanto. Pero este pórtico era mucho más grande que aquel. Daradoth sintió cierto alivio al atravesarlo, pues el "escalofrío de Sombra" que recorría su espina dorsal casi desapareció; aun así, no lo hizo del todo. No tardaron en llegar a un segundo portalón, donde dos monjes con túnicas blancas y plateadas, con la estrella de Curassil bordada, los recibieron con expresión de extrañeza.

—¿Venís a honrar a Oltar, hijos? —dijeron en un peculiar y musical dialecto del cántico.

—Sí, por supuesto, padre —respondió Daradoth.

—Entonces, arrodillaos y recibid la bendición de Curassil —dijo uno de ellos, mostrándoles una estrella hecha de plata. "O quizá otro metal", pensó Symeon, "los reflejos de la luz en ella parecen...vivos".

El clérigo fue de uno en uno posando la estrella en sus frentes. Galad percibió la familiar sensación del poder canalizado hacia su cuerpo.

—Sois libres de entrar y honrar a nuestra señora de la luz.

Y así lo hicieron, llegando al esplendoroso entorno del complejo. Con bastante gente en visita de peregrinaje.

—¿Sabéis qué nos han hecho ahí detrás, mi señor? —preguntó Daradoth a Eraitan.

—Supongo que comprueban que no seamos criaturas de Sombra —respondió el príncipe, lacónicamente.

Se dirigieron al mayor edificio de todos los que se podían ver, el templo de culto principal. Se trataba de una magnífica y enorme catedral construida en mármol y piedra resplandeciente, cuya magnitud les sobrecogió. Al fondo de la nave principal, una enorme estatua de unos treinta metros de alto, con el pelo largo hasta casi los pies, una lanza en una mano y un orbe en la otra, observaba a todo el que entraba por la bellísimamente decorada puerta principal. La luz en el interior parecía bailar, y todo era... vibrante. Galad podía sentir el poder a su alrededor, y Yuria no pudo evitar sentirse admirada por aquella obra de ingeniería (¿o magia?).

Preguntaron por el abad, y les indicaron el edificio en el que se encontraban sus despachos. Allí, los recibió el secretario del abad, que parecía sumamente atareado.

—Lo siento, pero el abad se encuentra extremadamente ocupado preparando la ceremonia de mañana. La exaltación de Curassil, que os recomiendo que la presenciéis, es esplendorosa.

—Me temo que debo insistir, es un asunto muy urgente.

Finalmente, consiguieron que el abad recibiera en su despacho a unos pocos (Daradoth, Galad y Eraitan). Como les habían dicho, se encontraba atareadísimo.

—No sé si conocéis la situación en el continente ahora mismo, señoría, pero la Sombra...

El suelo tembló levemente. Se sorprendieron, pero el abad no parecía preocupado, así que se relajaron un poco hasta que el temblor pasó.

—No os preocupéis, esto es normal en la is...

De repente, una oleada de algo desconocido, una sensación extraña, como si los hubieran sumergido en agua hirviendo, los invadió, aturdiéndolos y dejándolos sin vista durante unos segundos.