Viejos Conocidos
Trazaron círculos cada vez más amplios con el Empíreo en busca de la caravana. Taheem observaba con ansia, anhelante, tratando de encontrarla a toda costa.
—Lo más seguro es que se desplazaran hacia el río, buscando la cobertura de los bosques —dijo Yuria—. Lo intentaremos hacia el sureste, Taheem.
—Muy bien, confío en ti más que en nadie —contestó, sincero, el vestalense.
—Aun así, si pudiéramos obtener ayuda por medios menos... convencionales —Yuria miró a Galad y a Symeon—, no nos vendría nada mal.
Galad pensó durante unos segundos, y por fin, dijo:
—Creo que podré contar con Norafel en esto.
—Adelante entonces, no podemos perder esta oportunidad; seguramente no volveremos nunca por aquí.
El paladín desenfundó a Eglaras con un siseo y el habitual sonido suave de fanfarrias celestiales. Como también era habitual, las luces a su alrededor parecieron intensificarse, y las sombras atenuarse. Traslúcidas alas de luz aparecieron en la espalda de Galad, que al instante sintió como un torrente imparable la presencia del arcángel. Pidió mentalmente su ayuda para canalizar el poder de Emmán y permitirle encontrar a Sharëd y los demás. «Podemos hacerlo de otra manera. Mira», le transmitió Norafel. Y así lo hizo Galad, observando a su alrededor. Un entramado vibrante lo rodeaba, con una infinidad de partículas compuestas por una mezcla de luz, sonido y esencias que habrían hecho trizas a una mente normal sin la ayuda de un ser divino. Vio cómo de Taheem se desprendían varias hebras en una frecuencia determinada, que no supo entender del todo, pero que reconoció que podrían llevarlo a su objetivo. Pero había Sombra en ellas. Tiró de varias, que se rompieron y se reanudaron, pero la Sombra se desprendió de ellas. Otras hebras se rasgaron en cascada, y luego otras. «Tengo que acabar con ella. No hay sitio para Sombra aquí».
El resto del grupo se sobresaltó cuando Ilwenn, la elfa dotada de visiones, cayó redonda al suelo y a su alrededor, dos de las jarcias que unían el casco al globo se empezaron a deshilachar de forma extraña y espectacular.
—Maldición Galad, contrólalo —increpó Yuria.
—¡Detenlo! —exclamó también Daradoth.
—Tranquilos, está todo bien —la voz con varias frecuencias tonales de Galad les hizo sentir un escalofrío.
Yuria notaba algo extraño a su alrededor. Tardó breves instantes en darse cuenta de qué era. «Maldita sea, mira esas montañas, estamos por lo menos un kilómetro más bajos de lo que estábamos hace un segundo». Apretó el puño alrededor de su talismán, arrancándolo y empezando a moverse hacia Galad.
El resto no tardó mucho más en darse cuenta de la pérdida de altura, y como Yuria, comenzaron a acercarse al paladín. Este, sobreponiéndose al flujo de poder que lo embriagaba, consiguió imponer un pensamiento: «No es el momento de hacer esto. Basta». Se concentró. «Mi señor Emmán, concédeme tu gracia». Una presencia tomó forma en su conciencia; esperó unos instantes para asegurarse de recordarla, y con un esfuerzo visible, envainó la espada, devolviendo los alrededores a la normalidad y acallando los coros divinos. Yuria se encontraba ya a pocos centímetros de él.
—Lo tengo, Taheem. Tengo a Sharëd. Está a unos cuarenta kilómetros en aquella dirección —dijo Galad, señalando hacia el este, hacia los bosques fluviales.
—Fantástico. Gracias, gracias Galad.
—Dáselas a Emmán.
Yuria, ya más calmada, dio las órdenes pertinentes y el Empíreo voló con rumbo firme en la dirección que les había indicado su amigo.
Mientras tanto, Daradoth se acercó a Ilwenn, junto con Ethëilë y Arëlieth. La elfa recuperó la consciencia en pocos segundos.
—¿Estáis bien, Ilwenn? —inquirió.
—Sí... sí, creo que sí —parecía confundida; miró a su alrededor, posando su vista sucesivamente en todos cuanto la rodeaban, y con un gesto mezcla de preocupación y de sonrisa, añadió en voz baja, mirando a Daradoth y a la reina—: No... no veo... nada.
«Ha perdido su don de videncia», pensó el elfo. «¿Qué has hecho, Galad? ¿O debería decir Norafel?».
—Será mejor que os retiréis a descansar, os acompañaré —Daradoth la ayudó a levantarse y a caminar hacia su camarote. Arëlieth y Ethëilë los acompañaron. También Arakariann.
En el interior, Ilwenn pudo hablar con libertad. Una medida más psicológica que otra cosa, pues nadie a bordo, excepto Yuria, podría entenderlos hablando en cántico.
—Ya no tengo ninguna visión, Arëlieth. Nada. Me siento... liberada.
—Me alegro por vos, Ilwenn —dijo Daradoth. Aunque también es un inconveniente.
—¿Creéis que Galad ha tenido que ver algo en esto? —preguntó Ethëilë.
—No estoy seguro, pero es lo único que tiene sentido. También está el asunto del cambio de altitud repentina.
—No puedo dejar de recordar —dijo Ilwenn— la visión que tengo... que tenía... sobre Galad y esa espada.
—Sí, os aseguro que estamos alerta. Descansad ahora.
En cubierta, Yuria comentó la pérdida de altura repentina y el extraño deshilado de las cuerdas con Galad y Symeon. El paladín no les pudo dar ninguna explicación, más allá de que era posible que hubiera tocado algunas hebras de la Vicisitud.
Alrededor de media hora después, Arakariann se acercó a Daradoth, que observaba apoyado en la regala de proa. Hablaba en Anridan.
—Mi señor, ¿qué estamos haciendo exactamente viajando por esta zona? —preguntó.
—Tratamos de encontrar a unos viejos amigos, entre ellos el hermano de Taheem.
—Ya veo. No entendía bien lo que estaba pasando, debido al idioma.
—Lo entiendo.
—Sabéis que soy muy discreto, y pocas veces transmito mis preocupaciones. Pero me preocupa esa espada que esgrime Galad. Y creo que Garakh y Avriênne opinan lo mismo.
—¿Qué has notado, Arakariann?
—No sé, cada vez que la empuña parece henchido de poder, demasiado para que un mortal pueda controlarlo.
—Pero Eraitan también esgrimía un poder parecido.
—Ni por asomo tanto como Galad. ¿No lo notáis cuando lo embarga? Es... sobrecogedor.
«Claro, Arakariann también utiliza el poder de los avatares, por eso lo nota», pensó Daradoth.
—Te entiendo, Arakariann, la verdad es que yo no tengo tu percepción para eso. Y para tu tranquilidad, te diré que todos tenemos un ojo puesto muy fijamente en Galad, por si acaso.
—La verdad es que sí me tranquiliza. Creo que hemos de tener cuidado con esa espada.
—Lo tendremos. No te preocupes.
—Respecto a todo lo demás... quiero que sepáis que tenéis mi apoyo absoluto. Si viajáis a Doranna a reclamar lo que os corresponde por derecho —Daradoth estuvo a punto de enarcar una ceja y abrir mucho los ojos, pero se contuvo—, os acompañaré en todo. Y creo que deberíais hacerlo, seríais el mejor de los reyes.
—Te lo agradezco. —Daradoth pensó durante unos instantes—: ¿Crees que el Vigía me apoyaría?
—¿Si se pondría de parte de un campeón de la mismísima Luz? Por supuesto.
«Veremos qué pasa realmente cuando llegue el momento».
Tras una hora de navegación, Symeon por fin señaló algo y llamó la atención de los demás. En un pequeño claro, bien a resguardo de miradas a nivel de suelo, se podían ver un par de carromatos. Cuando Daradoth y los demás se fijaron, pudieron ver varios carromatos más escondidos alrededor.
—Ahí están, por fin —Symeon sonrió a Taheem, que tenía los ojos húmedos.
—Espero que estén todos bien —deseó el vestalense.
Los carromatos estaban claramente decolorados para camuflarse mejor. Descendieron a una cota más baja, y ya pudieron ver los signos del campamento; un arroyo corría en la cercanía, y la caza debía de ser abundante.
Mientras descendían, Daradoth notó algo.
—Mirad allí —dijo—. ¿Veis aquello?
A duras penas, y con la ayuda de la lente ercestre, el grupo pudo ver lo que los ojos de elfo de Daradoth avistaban: dos corvax cruzaban a varios kilómetros de distancia, al otro lado del gran río, de sur a norte. Afortunadamente, no parecieron apercibirse de su presencia, y continuaron su camino velozmente, sin ningún signo de que los hubieran visto. Todos respiraron aliviados, y continuaron el descenso.
—Nos alejaremos un par de kilómetros del campamento, de esa manera no los asustaremos ni los delataremos —dijo Yuria—. El Horizonte se quedará a la máxima altura posible, como hasta ahora.
Tras descender a tierra, el grupo se dirigió hacia el campamento errante, sin ningún problema gracias a las habilidades de Arakariann. En poco más de quince minutos llegaban a las inmediaciones del claro, y sin poder resistirlo más, Taheem exclamó:
—¡Sharëd! ¡Soy Taheem! ¡Dakhad! ¡Erahen! ¡Sharëd! ¿Estáis ahí?
Pocos segundos después, alguien gritaba de vuelta en vestalense con fuerte acento minorio:
—¡Taheem! ¿Eres tú?
Tres muchachos aparecieron, que Symeon recordó. Tres buscadores. Pero ya no iban vestidos como tales, y empuñaban hachas. «No puedo culparles», pensó Symeon, apesadumbrado. Los muchachos estallaron de alegría al reconocer a Taheem y a Symeon, y corrieron hacia ellos, con lágrimas asomando a sus ojos. Los abrazaron.
—¡Creíamos que ya no volveríais nunca! ¡Gracias al Camino!
Una voz grave se oyó de repente:
—¿Taheem? ¡Taheem, hermano!
Era Sharëd, algo cambiado y con un par de cicatrices más, pero era él. Con una amplia sonrisa, se acercó y se fundió en un abrazo con su hermano.
—Gracias a Vestán que nos habéis encontrado. Vamos, vamos, el resto se alegrarán de veros.
Mientras caminaban hacia el interior del campamento, Sharëd los puso en antecedentes:
—Como supongo que habréis visto, nos fue imposible permanecer en el sitio donde nos separamos. La situación en el imperio parece ser caótica, y las caravanas de suministros empezaron a escasear. Pero, decidme, ¿cómo nos habéis encontrado? ¿Cómo habéis llegado hasta aquí?
—Te parecerá increíble hermano —le dijo Taheem—. Pero disponemos de un ingenio volador diseñado por Yuria que nos lleva rápida y discretamente a todas partes.
La gente ya se había apercibido de su llegada, y los saludaba. Los muchachos que se habían encontrado con ellos al principio iban informando al resto. Symeon preguntó a Sharëd:
—¿Valeryan todavía está vivo?
—¿Eh? Sí, sí, está vivo, por supuesto. Debe de estar en el carromato con el hermano Aldur.
Al oír ese nombre, Symeon abrió mucho los ojos y sintió un escalofrío. Miró a Yuria y a Daradoth, que fruncieron sus ceños, extrañados.
—¿El hermano Aldur está aquí?
—Sí, es un paladín de Emmán (de un tamaño desmesurado, por cierto), que llegó a la caravana hace un par de meses. ¿Lo conocéis?
—Por supuesto, vino con Valeryan y conmigo desde Esthalia. La última vez que lo vi fue durante una "tormenta negra", como las llamaba Fajjeem. Por favor, llévanos hasta él.
Posponiendo el resto de encuentros, caminaron tras Sharëd, que los condujo a uno de los muchos carromatos desgastados que componían el campamento.
En el interior del carruaje, en un jergón, se encontraba Valeryan tumbado, todavía en estado comatoso. A su lado, arrodillado y rezando con las manos entrelazadas, la enorme figura de Aldur Astherion, susurrando sus oraciones. Iba vestido con una simple túnica blanca, sin ningún adorno; se giró al oír que abrían la puerta. Su rostro transmitía beatitud y calma; una ligera expresión de sorpresa acudió a él.
—Amigos míos, cómo me alegra veros de nuevo —su voz, su actitud en general, era de una calma plena.
«Ha cambiado», pensó Symeon. «Ha perdido pelo, y la mayoría del que queda es gris, además de la barba. Pero el cambio va más allá; no sé en qué exactamente, pero ha cambiado». Entró al carromato, para ver a su amigo Valeryan. Estaba más delgado y desmejorado, pero allí estaba. «Te he echado de menos, amigo».
—Os noto muy cambiados —apuntó Aldur.
—Tú también lo estás, Aldur —contestó Faewald, que siguió a Symeon al interior.
—Pero mucho peor que vosotros, estoy seguro —sonrió—. Supongo que querréis presentar vuestros respetos a Valeryan. Intentamos que mejore, pero de momento no lo conseguimos. Por suerte, gracias a nuestro señor Emmán, sigue con vida.
Aldur salió al exterior, donde se reunió con Galad, Daradoth y Yuria. Reconoció a su hermano paladín de los tiempos de la torre Emmolnir, y lo saludó con calidez. También lo observó con interés durante unos segundos, y sonrió.
Tras la presentación y los saludos, Galad entró al carromato para ver si podía ayudar a Valeryan. Mientras lo observaba, Sharëd habló:
—Las tormentas de sombra continuaron durante unas semanas después de marcharos, pero llegó un momento en que desaparecieron. Creemos que su desaparición coincidió con la muerte del supuesto Ra'Akarah. Aunque no sabemos cuánta verdad hay en los rumores.
—Puedo decirte que fuimos nosotros los que provocamos su caída, así que sí, hay mucha verdad en ellos —dijo Taheem, provocando la sorpresa de Sharëd y todos los integrantes del campamento presentes. Ya habían llegado varios de los errantes.
Galad salió del carromato, sin haber podido hacer mucho por el noble esthalio.
—Aldur, ¿has intentado ayudarle? ¿Sabes qué mal puede aquejarlo?
—Sí, claro que sí, lo he intentado, pero no sé qué lo aflige. Solo he podido mantenerlo con vida con la ayuda de nuestro señor. —Paseó la mirada por Galad—. Y veo que Emmán te ha escogido como su Brazo. Enhorabuena, es un honor estar en tu presencia.
Galad dudó durante unos segundos. A él le había costado no poco reconocer a Églaras por lo que era, pero Aldur parecía haberla reconocido prácticamente al instante. «¿O quizá es que ve algo más allá de la esapada? Mejor será descartar tales pensamientos».
Acto seguido, sin poder postergarlo más, se reunieron con el resto de la caravana, con Fajjeem, que se alegró sobremanera de ver a Symeon convertido en un Sapiente de pleno derecho, y con el anciano Aravros (cuyos vendajes habían sido sustituidos por cicatrices y que no se alegró menos de ver a Symeon), Mirabel, Nínive, Lauvos, y los demás miembros del consejo errante. Intercambiaron rápidamente saludos y experiencias, y pronto se encontraron reunidos en el claro central compartiendo un cuenco de carne de venado con algo parecido a patatas.
—Sois menos de los que dejamos hace casi un año —notó Symeon.
—Así es —contestó Nínive—. Pasamos una época terrible tras la muerte de ese profeta. Oleadas de refugiados, soldados y bandidos hicieron imposible sostener aquella posición. Gauthos y los otros muchachos empuñaron armas contra ellos, para nuestro gran pesar —la voz de Nínive pareció fallar.
—Y como veis, quedamos apenas unos ochenta —continuó Fajjeem, con voz cansada—. Dakhad y los demás hicieron todo lo que pudieron para proteger a todo el mundo, pero finalmente tuvimos que escondernos aquí. Perdimos a muchos, entre ellos varios muchachos —se oyeron algunos llantos—. Tardasteis tanto que no creíamos que nos fuerais a encontrar, pero aquí estáis, gracias a Vest... —se interrumpió.
—No os preocupéis, Fajjeem, no os avergoncéis de vuestra fe —dijo Symeon—. Sabemos que no todos los vestalenses son iguales, y aquí no tenéis enemigos.
—Por supuesto que no —secundó Aravros.
El erudito asintió con la cabeza, agradecido.
Una vez terminada la comida, Symeon se dirigió a Aldur:
—Todavía no he agradecido tu intervención para salvar mi vida. ¿Cómo lo hiciste, Aldur? ¿Cómo entraste al mundo onírico?
—Sinceramente —contestó Aldur tras pensarlo unos segundos— no lo sé, Symeon. Rogué a Emmán para que me diera el poder necesario y lo noté quemarme por dentro. No sé qué pasó, pero ese ente me hizo algo que me provocó un frío y un miedo atroz, y que no sé cómo, Emmán se manifestó en mí y me liberó. Después del frío y el miedo vino el fuego, un ardor que pareció arrancarme las entrañas. Después, desperté en el desierto, y tras caminar no sé cuánto tiempo, a punto de desplomarme, encontré la caravana. Loado sea Emmán.
»Pero sí que recuerdo algo —continúo Aldur—. Mientras esa luz me quemaba, solo podía escuchar una cosa: "ayúdale, ayúdale, ayúdale", parecía repetir.
—¿Y piensas que se refería a Valeryan?
—Pensaba que sí, pero he cambiado de parecer cuando he visto a Galad esta tarde. Creo que en realidad se refería a él. No preguntéis cómo lo sé, pero lo siento así.
Unos momentos después, Yuria anunció:
—Después del placer de esta comida y de vuestra compañía, os traigo por fin buenas noticias; como algunos de vosotros ya sabréis, os hemos podido encontrar gracias a dos ingenios voladores de mi invención. Uno de ellos es lo suficientemente grande para transportaros a todos fuera del Imperio y de estos desiertos. Así que os pido que preparéis rápidamente vuestro equipaje para que podamos ponernos en marcha al amanecer.
Varios vítores se alzaron en las gargantas de los presentes.
—Hablo por todos cuando os digo "muchas gracias" —dijo Mirabel con lágrimas en los ojos—. Sois como ángeles en medio de la oscuridad. Muchas gracias a todos. ¡Gracias al Camino!
—¡Gracias al Camino! —corearon muchos de los errantes, no todos. Algunos lloraban.
—¡Hurra! ¡Hurra! —gritaron los vestalenses.
—Por desgracia, algunos de los nuestros se han perdido por el Camino y han renunciado a encontrar el retorno —se lamentó Daevros—. Han quitado vidas, y eso va en contra de todo lo que creemos.
Symeon se levantó. Con su banda élfica de luz y el bastón de madera de Aglannävyr, había dejado de ser un simple buscador hacía mucho tiempo. Todos lo miraron con respeto y un punto de admiración. Galad y los demás pudieron sentir el tirón sobrenatural que a veces se acentuaba a su alrededor.
—Quiero dejar claro que no dudo de nuestras creencias, ni de la búsqueda del camino de retorno. Pero he visto cosas que últimamente me han cambiado, como han cambiado a muchos de nuestros muchachos. —Los jóvenes errantes portadores de hachas lo miraban extasiados—. Quizá haya más de una forma de encontrar el camino de vuelta, o quizá haya más de un camino, puede haber otro que sea diferente. —La diadema refulgía, y el bastón se movía, vivo—. Aquellos que no puedan ya encontrar el camino de vuelta, podrán acompañarme si lo desean. —Se giró hacia el consejo, y añadió—: Si se lo permitís, por supuesto.
—Por supuesto que se lo permitiremos, por supuesto —contestó Lauvos. Todos miraban a Symeon fijamente, con un respeto reverencial.
Una docena de muchachos y muchachas errantes alzaron sus hachas. Uno de ellos exclamó:
—¡Mi nombre es Stanos, mi señor Symeon, y aquí y ahora os juro fidelidad eterna!
Symeon se giró, confundido.
—No me refería a...
—¡Mi nombre es Zareon, mi señor, y también os la juro! —lo interrumpió otro.
—¡Mi nombre es Syrina, mi señor, y tenéis la mía también!
Uno a uno, los errantes dijeron su nombre, sin más interrupciones. El tirón metafísico era evidente a ojos del grupo.
Pasado el episodio, y ya entrada la noche, Galad se dirigió junto con Aldur y Symeon al carromato de Valeryan para ver si con el poder de Églaras podía hacer algo para mejorar su estado. Una vez ante el jergón, Galad puso su mano sobre el puño de la espada, e invocó el poder del arcángel. Como siempre, un torrente de presencia y poder lo embargó, torrente que él intentó contener para usar una mínima fracción. Pero entonces, su visión cambió. Volvió a ver el entramado de hebras compuestas de vibración y sonido que ya había experimentado en el Empíreo. Entre la inmensidad de su propia explosión de hebras de Vicisitud y de Symeon pudo ver las de Aldur, y también las de Valeryan. Las de este último tenían una vibración... un sonido... vibranido... extraños. Le costó unos momentos entender lo que pasaba. Los filamentos del ser de Valeryan estaban imbricados —a falta de una palabra mejor— con finísimos hilos de Sombra, apenas perceptibles, pero que parecían estrangular los filamentos de existencia. «Podemos curarlo». ¿Eran esos pensamientos de Norafel, o suyos propios? No estaba seguro. Pero empezó a proyectar su voluntad sobre las hebras y a arrancar las más finas y oscuras de las principales.
Symeon observaba a Galad, preocupado. Hacía al menos quince minutos que miraba a Valeryan fijamente, y apenas se movía o hacía un gesto. Aldur esperaba, rezando silenciosamente. De pronto, la luz iluminó la estancia a través de los ventanucos. En el exterior se había hecho de día. Instantes más tarde, volvió a caer la noche. Y en un parpadeo, el carromato desapareció. Desde el exterior, Yuria vio cómo Galad, Symeon, Aldur y Valeryan parecían flotar en el aire, mientras algo tiraba de ella hacia el paladín.
Aldur parecía tranquilo, no se había sorprendido en absoluto. Miró a Symeon, calmado.
—Lo conseguirá —dijo con una leve sonrisa.
«Puede, pero a mí me preocupan otras cosas», pensó el errante. Como respondiendo a sus pensamientos, muchísimos árboles a su alrededor desaparecieron, y el claro se hizo muchísimo más grande.
Galad estaba sorprendido de lo sencillo que era separar la sombra de los filamentos de existencia, saltaba de uno a otro a la velocidad del pensamiento, deshilvanando las infinitesimales hebras. Deshilvanaba y cortaba. Deshilvanaba y cortaba. A veces cortaba de más, pero no importaba.
El suelo empezó a temblar bajo los pies de Yuria y Faewald, y el viento empezó a soplar con fuerza, pero solo en ciertos puntos. Yuria corrió hacia el grupo, y Symeon tocó a Galad en el hombro, instándolo a parar.
—No, dejadlo, lo conseguirá —increpó Aldur, poniendo su mano sobre el brazo de Symeon—. Sé que lo conseguirá.
Yuria llegó como un rayo. Empuñó su talismán y tocó la espalda de Galad, que cayó inconsciente al instante. Dejaron de levitar, posándose pesadamente en el suelo, y Symeon y Aldur consiguieron sujetar al paladín inerte.
—No deberías haberlo hecho —Aldur reprendió a Yuria—; iba a curar a Valeryan, lo habría conseguido.
—Pero, ¿a qué precio? —respondió ella—. Quizá no hubiéramos podido pagarlo. Tiene que controlar ese poder antes de poder ayudar a nadie.
—Emmán no habría dejado que sucediera nada malo, estoy seguro.
—Bueno, preferí asegurarme. Llevémoslo a descansar.
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