¿El Fin?Llegados a Haster, el padre Ibrahim volvió a insistir ante Ayreon sobre las posibilidades que creía que el Grial albergaba y que estaban infrautilizando. Decidieron reunirse en ese mismo momento junto con Demetrius en el altar de la capilla del palacio, junto con todos los paladines, excepto tres que quedaron vigilando la puerta y otros dos que velaban a Petágoras. Demetrius, Ayreon e Ibrahim se sentaron alrededor del altar, realizando respectivas introspecciones e intentando ahondar en el origen de los poderes del objeto sagrado. Tras un primer intento fallido, Demetrius fue el único que, con un hilillo de poder, tuvo éxito en comenzar a proyectar su esencia al interior del Cáliz. La violencia del rapto casi parte el ser del bardo en dos. Se hundió en la oscuridad, en una oscuridad infinita y eterna, que lo abrumó. Comenzó a viajar, o a hacer algo parecido a navegar, en aquella oscuridad indescriptible, que en cualquier momento amenazaba con anular su existencia.
Mientras tanto, en el mundo real, una perturbación en el Mundo Onírico puso en guardia a Ayreon y los paladines. Algunos de estos últimos comenzaron a caer, desmadejados, sin causa aparente. En la capilla se materializaron varios de los elfos oscuros llamados Puñales de la Sombra, asesinos inconmensurables que dejaban a los Susurros de Creá a la altura de niños imberbes comparados con ellos. El propio Ayreon sintió el mordisco de un Puñal arañando su costado. El escándalo y la perturbación no pasaron desapercibidos en el exterior: a los pocos instantes, Leyon, Ezhabel y unos cuantos centauros irrumpían en la escena. La semielfa repartía muerte moviéndose con la ligereza del viento, y Leyon acabó con la sombra de la estancia haciendo uso de la Daga de Luz. Sin duda, Trelteran estaba cerca, o lo había estado. Los centauros situaron salvaguardas del mejor modo que pudieron y se estableció una multitud alrededor de Demetrius, que seguía en trance.
La Vicisitud rodeaba a Demetrius. Estaba fuera del tiempo, fuera del espacio, fuera de cualquier dimensión, pero a su alrededor, en la oscuridad, podía percibir toda la existencia, todo aquello que era, fue o podría ser.
Demetrius se tambaleaba, a punto de desvanecerse. Ayreon intentó canalizar algo de poder hacia él, y éste fue absorbido en el acto, recuperando al bardo de su debilidad. De inmediato se enlazaron los paladines para proveer de poder a Demetrius, y Leyon convocó a todo aquel que pudiera esgrimir el Poder a la capilla, para colaborar en el proceso. Hicieron acto de presencia los Clérigos de Terwaranya, los Rastreadores del Silenciado, los centauros y algunos más; y finalmente, trajeron a Petágoras, desde el que los Rastreadores canalizaron poder al bardo.
Su viaje se prolongó durante siglos, durante milenios, durante eras. La oscuridad no tenía fin, y la Vicisitud quedó por fin atrás; o arriba, o abajo, no sabía muy bien dónde. Se asomó al borde de un abismo metafísico insondable, y el abismo le devolvió la mirada. Le flaquearon las fuerzas, y le pareció caer, pero de alguna parte le llegaban nuevas energías, como si alguien le ofreciera su hombro y él se apoyara y después de caer se levantara de nuevo. ¡Y cómo caía! Cada desfallecimiento era como una pequeña muerte, una muerte que duraba eones, pero siempre notaba ese pequeño empujón que le permitía seguir más allá, un poco más alla, mucho más allá. Había salido de toda influencia, de todo cuanto existía. ¿Existía él entonces? ¿Existía algo? Un hilillo de contacto le llegaba desde mucho más atrás, aquello que le permitía seguir. Cayó de nuevo, y entonces oyó una voz, un suave murmullo que recordaba de otra vida: era el muchacho, Petágoras. O más bien su conciencia, o su yo astral o su poder encarnado... no sabía definirlo, pero lo que es cierto es que le ayudó. Lo levantó una vez más, y juntos retomaron el camino de nuevo, hacia la fría oscuridad. Cruzaron abismos de tiempo y espacio insondables para mentes menos capaces. Demetrius enloqueció, pues no había verbo mejor para describir lo que le sucedía. Aun así, siguió junto a Petágoras. Éste le preguntó si sería capaz de volver en caso de que fracasaran en lo que fuera que estuvieran haciendo. Demetrius, percibiendo una infinitesimal parte de la presencia del Grial más allá del universo, afirmó. Y por fin, ambos cayeron. No fue una caída hacia abajo. Todo lo que Demetrius podría describir es que fue una caída "hacia fuera". Y una luz que era una mezcla de Luz y Sombra, una combinación de Creación y Destrucción, los engulló.
Tras casi un día entero de canalización sólo quedaba un puñado de Rastreadores enlazando a Petágoras con Demetrius. Los demás seguían buscando alternativas para proporcionar el poder necesario al bardo, desesperados, cuando finalmente éste despertó. Rebulló en su asiento balbuceando: "El Creador, El Creador, era ...". Volvió en sí, agotado. Una voz desde el otro extremo de la sala sacó a todos del estupor: "pero... ¿dónde estoy?"; Petágoras había despertado también, de nuevo el muchacho que otrora habían conocido. Los que quedaban en pie prorrumpieron en exclamaciones de júbilo.
Al cabo de una hora más, durante la que tanto Demetrius como Petágoras se encontraron confundidos y sin reaccionar, por fin ambos se recuperaron. Demetrius les contó cómo había llegado hasta el Instante Primordial, hasta el Creador, en lo que le parecía un lapso de tiempo de incontables vidas. El caso es que, confirmando las sospechas de Ibrahim, ahora estaba convencido de que a través del Grial podían canalizar las energías del propio Creador, lo que sin duda les sería de gran utilidad en el enfrentamiento que se avecinaba.
Ezhabel, Ayreon y Leyon se reunieron en Dánara con lord Nyatar, el rey de Ercestria, para dialogar sobre el secuestro del hijo de éste. El rey, sentado en el Trono del Águila, estaba profundamente abatido, pero sus ojos mostraban una resolución total. A los pocos instantes apareció también en el Salón una figura delgada y alta, un tal lord Evner, que no era sino el emisario de la Sombra, que esperaba contestación por parte de Nyatar. Ese mismo día era el último que le daban para responder. Tras quedarse a solas con el rey, con sinceras palabras el grupo le convenció de que no podía hipotecar el futuro del continente entero y de la Luz por el secuestro de una sola persona. Era duro, pero era así. Nyatar lo pensó unos momentos, pero al parecer su resolución estaba tomada desde hacía tiempo. Hizo comparecer a lord Evner y, tras hacer que lo desnudaran, se dispuso a propinarle varios latigazos. No pudo hacerlo, sin embargo. Lord Evner era en realidad un apóstol y haciendo uso de su poder asesinó a varios guardias y pudo escapar. Esa era su respuesta, pues. Ercestria iría a la guerra en las filas de la Luz. Todos abrazaron a lord Nyatar, dándole ánimos y afirmando que hacía lo correcto. No obstante, a los pocos minutos Ayreon hacía acto de presencia, ¡acompañado del príncipe Aryatar! Según explicó el paladín, el dragarcano lo había teleportado directamente a los calabozos de Emmolnir, donde se encontraba el príncipe, y entre ambos lo habían sacado de allí. Por desgracia, Heratassë había caído víctima de su furia y aunque los pudo teleportar de vuelta, él mismo se había quedado en Emmolnir. El reencuentro entre padre e hijo fue muy emotivo, y todos los presentes virtieron lágrimas de alegría. Poco después el rey se encontraba enfundado en su armadura de combate y el ejército de Ercestria partía hacia Haster.
Por la noche, Ezhabel soñó. En un bosque verde esmeralda, o verde mar, no estaba muy segura, la niña Ezhabel corría despreocupada. Poco a poco, la oscuridad fue abatiéndose, y una figura vestida totalmente de negro y con el pelo blanco apareció ante ella. Le tendió la mano. Ezhabel llevaba un anillo colgado del cuello, lo pudo notar ahora que le quemaba insoportablemente. A pesar del terror que le inspiraba, la semielfa le dio la mano al desconocido; el anillo dejó de arder. El hombre, de ojos rojos y nariz aguileña, sonrió maliciosamente. En ese momento, un resplandor verde y un grito lo inundó todo: "¡NOOOOOOOOOOOO!". El dolor se hizo insoportable mientras una mujer joven, verde como el mar, se abalanzaba sobre el desconocido y arrancaba el anillo que Ezhabel llevaba colgado. El dolor se hizo insoportable. Insoportable. Ezhabel quedó inconsciente.
El día siguiente, en la Sala de Guerra de palacio, tuvo lugar el concilio donde se reunieron todos los dirigentes y comandantes de las razas y naciones implicadas. Lady Ezhabel no había despertado, y el encuentro se celebró sin ella. Leyon y los demás se transmitieron su preocupación, pero siguieron adelante. Allí estaban Treltarion, Urmazan, Angrid, Enthalior, Aldarien, Cargalan, Carontar, Tarlen, Enfalath y Rughar por los elfos; Ar'Kathir, Ar'Thuran, Koevhos y Rhaomen por los hidkas; Arixareas, Doros, Adens y Arixos por los Rastreadores; Zordâm y Zôrom por los enanos; Rûmtor, Nyatar, Randor, Agiran, Dorlen, Ylma, Aglanâth y el resto de nobles por los humanos; todos los Brazos, Carios y los targios, Ibrahim, Banallêth, Eltahim, Petágoras, Heratassë y Elsakar. Durante la reunión se acordó el plan que seguirían: hacer uso de los portales para teleportarse cerca de Emmolnir, levantar una espesa niebla y atacar aprovechando la posible debilidad de Selene. Petágoras intentaría eliminar el nodo de Poder de la Torre, para evitar que la Sombra pudiera usarlo.
Ayreon, algunos centauros, los Susurros y Ordreith intentaron rescatar a Ezhabel desde el Mundo Onírico en Dánara. Pero no había ni rastro de ella, así que finalmente desistieron. Dejarían el cuerpo de la semielfa en retaguardia, en el campamento base cuando atacaran Emmolnir.
El gran día había llegado por fin. El día de la inflexión. A partir de entonces la Luz restablecería el equilibrio o la Sombra se haría suprema, y todo dependía del ejército acampado a las afueras de Haster y de sus comandantes. Los portales fueron abiertos, y el ejército no tardó más que unas horas en atravesarlos. Mientras las huestes marchaban a la batalla, los sirvientes quedaron detrás instalando un campamento por si la batalla se demoraba en el tiempo. Era magnífico ver a los miles y miles de soldados de la Luz formar interminables filas que se movían perfectamente coordinadas, en silencio mientras los Rastreadores levantaban una capa de brumas que los escondería momentáneamente de sus enemigos. El amanecer estaba a punto de despuntar cuando las tropas cambiaron a formación de combate.
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La batalla de Emmolnir |
Las tropas de la Sombra acampaban alrededor de Emmolnir, siempre alerta. Pero la niebla los ocultó bien. Cuando las unidades estuvieron en posición, los Rastreadores telépatas informaron a Leyon, y éste hizo un simple gesto. Demetrius dio la señal, con un potentísimo bramido. El resto de bardos, distribuidos entre las tropas, comenzaron a cantar canciones de guerra y muerte. Los pelos de los comandantes se erizaron cuando las tropas rompieron a cantar también en varios idiomas distintos. Las voces se elevaban en el amanecer con ecos de sangre y muerte. Los Rastreadores levantaron la niebla, y se produjeron las cargas a lo largo de un frente de varios kilómetros. Las tropas de la Sombra, eficientes tras meses de combates, se aprestaron a defenderse. El estrépito fue ensordecedor, y la violencia se desató sobre el campo de batalla, Emmolnir. Los cañones ercestres comenzaron a abatir tropas enemigas. Los paladines se enlazaron y repartieron muerte por doquier. Los arcistas targios y los Rastreadores del Silenciado descargaban fuego y luz sobre los enemigos. En el centro, ilvos, hidkas y anfiroth cargaron con ímpetu. A la izquierda, elfos, Alas Grises e Iluminados, junto con los vestalenses y los Príncipes comerciantes. A la derecha, el grueso de tropas humanas, con la tropa imperial, las fuerzas ercestres, los caballeros esthalios, los Arcángeles, corsarios, los orgullosos caballeros del grupo del Vyrd, las Aves de Presa y los erenios. Los Susurros de Creá y los Soñadores centauros se encargarían del conflicto onírico. Pero Trelteran no apareció, y sin él los Susurros y centauros impusieron su ley fácilmente.
Mientras el flanco izquierdo hacía retroceder a la Sombra gracias a los targios y los dragones, el centro aguantaba a duras penas y el flanco derecho estaba a punto de derrumbarse resistiendo lo peor del envite debido al peso de los trolls y los gigantescos mamuts que llegaron apenas una hora de empezado el combate. En ese momento, un terrible temblor de tierra y el desplazamiento de una colina, anunciaron lo que todos temían: la hidra ancestral de Trelteran hacía su aparición. Con rugidos que hacían sangrar los oídos y pasos que hacían retumbar el mundo, el flanco derecho se rompió, replegándose.
Una columna de Sombra había aparecido en Emmolnir, desde la que se propagaba una oscuridad maligna y una voz que hablaba en las mentes de todos los presentes, compitiendo para superar a los bardos de Demetrius y carcomer la moral de las tropas de la Luz. Las huestes de la Sombra arremetieron con redoblado ímpetu. Los ilvos aguantaron bien, como siempre. Los elfos contraatacaron y los hidkas blandieron sus largos espadones para sembrar la destrucción entre sus enemigos. Los enanos se vieron arrollados por los enormes mamuts y las filas de drakken que esgrimían hachas astadas, pero sus filas aguantaron firmes gracias a Willas Stalyr, en cuya mano Igrilainn era una centella de muerte y alegría. Los anfiroth sufrieron fuertes bajas a manos de los orientales y de varios apóstoles que hacían a la tierra abrirse a sus pies. Y para desesperación de los capitanes de la Luz, de la columna de oscuridad sobre Emmolnir, comenzaron a aparecer incontables cantidades de demonios y seres extraños, en un flujo que no parecía tener fin. El cielo, que hasta entonces había sido propiedad de los dragones losiares, de los Señores de las Bestias ilvos y de la Guardia de Águilas del Erentárna al mando de lord Rûmtor imponiéndose a los dragones y engendros de la Sombra, ahora estaba en disputa.
Entonces, alguien alzó un brazo señalando hacia el este. Leyon se giró, y apenas pudo creer lo que veía: varias escuadras de enormes barcos que surcaban los cielos se aproximaban al campo de batalla y comenzaban a disparar sus proyectiles flamígeros sobre las unidades de la Sombra. "Es Cirandil" —dijo alguien. Por fin se desvelaba el secreto de dónde se había metido el prometido de Ezhabel. Había construido al menos una cincuentena de barcos voladores en un tiempo récord, y ahora cambiaba las tornas del combate en el cielo de Emmolnir. Manteniendo las distancias con la hidra ancestral, los barcos voladores hicieron retroceder a los dragones de la Sombra, dando un respiro a las águilas. Pero el flanco derecho se había roto, y corrían el riesgo de ser rodeados por los gigantescos mamuts.
Ezhabel despertó en su sueño, un sueño verdemar de dolor absoluto, que ya no podía herirla. El Dolor era suyo para hacer con él lo que quisiera, incluso plegarlo a sus deseos. Su pelo se había teñido de verde, sus ojos también, y su piel era blanca como la luna, con capilares púrpuras y visibles a través. Era Ezhabel o Nirintalath, o ambas a la vez; sonrió. Y despertó. El fragor del combate resonaba a lo lejos, a pocos kilómetros. Salio de la tienda donde dos sirvientes la miraban, atónitos. El personal de apoyo presente en el campamento se estremecía de dolor a su paso. Eso le causaba placer, no podía evitarlo, para horror de la parte de ella que era Ezhabel. Corrió hacia el sonido.
Un zumbido anunció la llegada de la semielfa al campo de batalla, espada en mano. Aunque el arma ya no servía de mucho, pues ella misma era la que canalizaba el poder a través del objeto. Corrió hacia donde había visto que las tropas de la Luz huían, el flanco derecho. Y allí desató el infierno. El dolor se apoderó de todos, y la mayoría de los que le rodeaban iba derrumbándose entre espasmos o directos a la inconsciencia. Heratassë también apareció por la derecha, y levantó muros de fuego ante los enemigos. Todo ello dio tiempo para que el flanco derecho se recompusiera bajo el influjo de las canciones bárdicas y el coraje de Robeld de Baun y se lanzara de nuevo al combate. La columna de sombras sobre Emmolnir pareció disminuir cuando Petágoras consiguió por fin anular el nodo de poder bajo la torre, pero tal ilusión duró sólo unos instantes, pues volvió a aumentar en segundos. Sin embargo, Selene todavía no había hecho su aparición.
Por el flanco izquierdo surgieron las hordas de los jinetes de Semathâl y los salvajes varlaghs, y con una embestida brutal acometieron contra los Iluminados, que rompieron sus filas casi al instante. Por suerte, los vestalenses y parte del contingente élfico se apercibió de la situación y se aprestó para el choque, que fue de nuevo brutal. Los Maestros de la Insidia vestalenses causaron estragos entre los enemigos, así como los Maestros de la Esgrima elfos, pero el número de las tropas sureñas era tan enorme, que poco se resintieron y siguieron con la presión, hasta que el contingente de la Luz tuvo que retroceder poco a poco. Los centauros cargaron al centro, dándoles un descanso vital a los anfiroth. Lord Ergialaranindal era un titán entre las filas ilvas, con su Guardia Carmesí al frente, y no flaquearon un solo instante. Rugiendo y cantando, los ilvos fueron los que más enemigos mataron ese día.
Tal era la situación cuando llegó la noche, y con ella los innumerables contingentes de orcos surgidos de ninguna parte y los Puñales de la Sombra, Inquisidores y los Adeptos del Dolor, del Pesar y la Lujuria. También hizo su aparición Audal, el nieto de Natarin, Brazo de Phôedus y Korvegâr, y otra figura que reconocieron como lord Vairon, con una espada de Sombra que no podía sino ser el Arcángel de Norafel. Leyon se adelantó con la Daga de Luz y se opuso a ellos, pero Audal era demasiado poderoso, y comenzó a segar centenares de vidas con Ugrôth, que restallaba en su mano y hacía saltar como peleles a aquellos que alcanzaba. Los Brazos de la Luz se congregaron a su alrededor y estalló un conflicto entre ellos en varias realidades. Pero la Sombra era fuerte ahora, y la Hidra Ancestral traía la muerte, y los adeptos del Dolor eran diestros con sus agieles, y la columna de Sombra ahora crecía sobre Emmolnir. Hasta que por fin, una voz tronó sobre el campo de batalla:
—¡La Luz perecerá hoy! ¡No tengáis piedad! ¡ACABAD CON TODOS ELLOS! —tronó una mezcla de voces de Selene y Trelteran, mientras un frío intenso azotaba el campo de batalla y hacía caer a muchos en el ejército de la Luz. Este último retrocedía cada vez más, abrumado por el número de enemigos y la oscuridad. Sólo los ilvos y los hidkas seguían cantando mientras mataban. Incluso los bardos habían enmudecido. Los pocos kaloriones que quedaban, Murakh, Carsícores y Adrazôr, se materializaron ante lord Ergialaranindal y su Guardia Carmesí con sus apóstoles y los apóstoles de Trelteran restantes. La kregora de las armas y las joyas de los ilvos les protegió hasta cierto punto, pero no pudo evitar que muchos de ellos cayeran víctimas del inmenso poder que los comandantes de la Sombra canalizaban. Por primera vez desde que había empezado el combate, los ilvos vacilaron e incluso retrocedieron ante el empuje de los enemigos. Por suerte, Heratassë apareció de la nada y cargó contra Carsícores irradiando una fuerza física tremenda.
La manifestación clara de Selene era el momento que habían estado esperando. Demetrius le hizo un gesto a Ibrahim, y éste sacó el Grial. El bardo se proyectó en el objeto y conectando con las fuerzas ancestrales que representaba, extrajo todo el poder que pudo, lanzándolo contra Selene. Ahora lo veía claramente: el enorme hilo de Korvegâr tocando el hilo infinítamente más pequeño de Selene. Con un esfuerzo titánico, intentó cercenarlos; el intento casi acaba con él, pero no tuvo éxito. Los separó. Pudo hacerlo. La columna de sombras desapareció. El hilo de Selene era ahora insignificante para él, así que lo cortó. Sintió una perturbación que de nuevo casi acaba con él, así que decidió no intentar cercenar el hilo de Korvegâr, sino sólo replegarlo en la Vicisitud y enviarlo lejos, todo lo lejos que pudo. El esfuerzo le pasó factura y cayó inconsciente, no sin antes gritar a los bardos que volvieran a cantar. Así lo hicieron. La columna de oscuridad había desaparecido, y con ella el flujo de demonios. Los clérigos de Ammarië, que habían estado leyendo ininterrumpidamente el libro de Aringill, completaron su lectura. Los demonios fueron fulminados allí donde se encontraban. La batalla en el aire cayó definitivamente del bando de la Luz. Pero la situación no era buena en tierra, con las hordas de Semathâl, los Varlagh y los orientales rodeando al contingente central. Y la maldita Hidra Ancestral, que era imparable. El enorme monstruo se había acercado irresistiblemente al centro de las tropas de la Luz, y ahora amenazaba a los ilvos, que estaban a punto de romper sus filas. Sólo el coraje de lord Ergialaranindal y su guardia, y los bardos que rugían sin cesar sus canciones de muerte y bravura los mantenían unidos. Los elfos y los hidkas, disciplinados y asumiendo que era la hora de la muerte, reemplazaban a los ilvos que caían en primera línea y sembraban muerte en sus flancos, mientras todos y cada uno de ellos cantaba y aullaba hasta la extenuación, invadidos por el furor de la violencia.
Entonces, un bramido que en realidad era una voz se oyó, clara y límpida, en todo el campo de batalla:
—Por vuestros crímenes y maquinaciones, por haberos atrevido a alterar el propio Tapiz, sois considerados...¡CULPABLES! —aquellos que le conocían, identificaron claramente la voz de Daxar Emaryll—. ¡¡Y nuestro veredicto es que la Sombra sobre Aredia debe ser erradicada y devuelta a Krismerian!!
Entre el humo que ahora invadía el campo de batalla, varias decenas de figuras se materializaron ante los ilvos y elfos de la vanguardia central. Todas y cada una de ellas con el brillo de una balanza de oro soldada a la muñeca. El grupo ya había visto a los Mediadores luchar en alguna otra ocasión, pero aun así se sorprendieron de sus capacidades marciales. Luchaban con una eficiencia absolutamente impresionante, con movimientos difíciles de seguir a simple vista. Los kaloriones y apóstoles, sorprendidos, no tardaron en encontrar la muerte o en abandonar la lucha para marcharse la Luz sabe dónde. Los ilvos y los elfos rieron, y después lloraron, y por último gritaron cuando se lanzaron de nuevo hacia delante, con un ímpetu abrumador que rompió a los elfos oscuros, a los orcos, a las hordas de Semathâl... la sangre les hacía resbalar, y se metía en sus ojos y les impedía ver, pero seguían matando, y matando, y matando...
Desde su posición y con la ayuda de los poderes de un bardo, Leyon rugió órdenes. Los targios se habían liberado de la presión de los demonios y debían atacar con todo lo que tuvieran a la hidra ancestral. También ordenó a Cirandil que lanzara toda la potencia de los navíos voladores contra el monstruo. Ayreon y los pocos paladines que quedaban en pie se unieron a los archimagos en el empeño, canalizando todo su poder hacia el gigantesco animal. Pronto no quedó ni un solo paladín consciente, y los targios se vaciaron. El propio aire pareció arder alrededor de la hidra, que no tardó en respirar fuego y en rugir de dolor. Los barcos voladores acertaban en los ojos de la bestia con sus proyectiles flamígeros, una y otra vez. Los archimagos empezaron a caer de rodillas, sin aliento, vomitando y cayendo inconscientes. Pero pronto se levantaban de nuevo y seguían haciendo arder el aire alrededor del monstruo. El calor alrededor era insoportable, y por fin, la hidra, tras algunos débiles rugidos cayó. La enorme mole se llevó a muchos soldados en la caída, tanto de la Luz como de la Sombra, hasta que quedó quieta. Durante unos segundos, el silencio se hizo en el campo de batalla. Pero los bardos pronto reaccionaron y siguieron con sus cánticos.
Leyon pudo oir rugidos de júbilo cuando los ilvos, hidkas y elfos del centro se encontraron con los elfos, los Alas Grises y el contingente vestalense de la izquierda. Y de nuevo cuando se encontraron con los enanos y los anfiroth que habían quedado aislados al frente de lady Valemen entre un mar de orcos y trolls. Éstos retrocedían ahora que sus comandantes parecían haber desaparecido. Sólo quedaban como cabezas visibles de la Sombra los Brazos Oscuros, Audal y Vairon. Lady Valemen, Leyon y un exhausto Ayreon corrieron a reunirse con el resto de Brazos que ya se estaban enfrentando a ellos. Audal parecía intocable, pero una vez juntos todos los Brazos de la Luz, éstos parecieron renovarse. Tôrkom, el martillo de Eudes esgrimido por Robeld de Baun, impactó de lleno en la nuca de Audal. Éste se limitó a tambalearse. A continuación miró a su alrededor y giró sobre sí mismo con un molinete que desequilibró a cuantos se encontraban a su alrededor. Eso le permitió ganar tiempo para iniciar una precipitada huida seguido por Vairon, a quien Willas y lady Valemen habían malherido, perdiéndose entre el espeso humo y la oscuridad. A lo lejos, los hidkas se habían encontrado ya con las filas de orientales y sus mamuts, y los Señores de las Bestias ilvos y los dragones losiares atacaban ahora a las grandes bestias. Pronto, todo el contingente de la Luz se unió en una alocada persecución cuando los orientales decidieron no resistir más. Los cuernos sonaron, y los bardos, agotados, fueron silenciándose. Sus voces eran sustituidas por los gritos de muerte y pánico, y por los gritos y cánticos del ejército de la Luz que, aunque agotado, perseguía al enemigo por doquier y le daba muerte con armas de filos embotados y mellados.
El nuevo amanecer llegó, y con él la huida de los últimos contingentes de la Sombra. Rugidos de victoria se fueron propagando por todo el campo de batalla, cuya hierba estaba pegajosa y teñida de sangre roja y negra. Los cuernos sonaron, anunciando la derrota de la Sombra, y los bardos entonaron canciones que hacían reventar los corazones de alegría por la victoria y de tristeza por los compañeros caídos. El sol salió, más bello que nunca aquella mañana, e hizo brillar la sangre derramada. El aire de la mañana traía cantos de pájaros y se llevaba el hedor de los engendros de la Sombra. La Luz había cambiado las tornas, y la reconquista de Aredia era ya un hecho.
Cuando, una vez recuperados, los comandantes buscaron el cuerpo de Selene, no pudieron encontrar nada. Si realmente Demetrius había cortado su hilo en la Vicisitud, era posible que hubiera borrado todo rastro de su existencia. No obstante, ellos seguían recordándola, así que algún rastro quedaba. La Torre Emmolnir había quedado totalmente arrasada, y el Nodo de Poder anulado; Ayreon decidió que los paladines tendrían que trasladar su sede, quizá más cerca de Haster, y quizá descubrieran algún otro nodo. De Petágoras no había ni rastro. La tristeza los invadió, y elevaron unas oraciones por el muchacho, sin cuya ayuda -involuntaria o no- no habrían podido ganar aquella batalla.
Ezhabel (o quizá Nirintalath) se había adentrado profundamente entre las filas enemigas, y miles de cadáveres la rodeaban, caídos como si una, o varias, ondas expansivas hubieran surgido desde ella. Una vez en la retaguardia de la Sombra, Nirintalath había desatado todo su poder. Ahora se encontraba de pie, mirando al cielo, con los ojos cerrados, en actitud meditabunda y con una ligera sonrisa. O quizá era un rictus de dolor. Cuando reaccionó y se giró a mirarlos, sus ojos eran completamente verdeazulados como el mar más profundo, y aunque al principio no pareció reconocerlos, su actitud se relajó y dijo algunas palabras ininteligibles pero amistosas. A partir de ese momento los siguió en silencio.
Una sombra se apoderó del corazón de Demetrius cuando se hizo evidente que tampoco encontrarían a Azalea, su amada Azalea, madre de dos de sus hijos. Tardó en admitirlo, pero fue inevitable. Y Heratassë tampoco apareció por ningún lado. Si es que no había muerto, el dragarcano debía de haberse marchado, quizá para reunirse con sus hermanos en Ashakann, la fortaleza de los Mediadores. Éstos se despidieron formalmente, pero con un destello de gratitud en sus ojos, y reanudaron sus tareas normales como Jueces de Aredia a partir de entonces.
La batalla había sido extremadamente violenta y el poder desatado había causado infinidad de bajas en ambos bandos. Por suerte la Luz se había impuesto y era la menos perjudicada, pero aun así todos sus contingentes habían perdido miles de soldados. Al menos se contabilizaron quince mil bajas. E infinidad de heridos. Entre los muertos o desaparecidos se encontraba el rey Nyatar y el príncipe Aryatar de Ercestria, lord Enthalior, Cargalan, Carontar, el hidka Ar'Thuran, los ilvos Argimentur y Tulkastarno, algunos de los Rastreadores, lady Merhinhirah de los centauros, algunos targios y paladines, lady Maraith y lord Dorlen. En cuanto se hizo el recuento, una emocionante ceremonia llorando la pérdida de tantas vidas fue llevada a cabo por Ayreon y un envejecido Demetrius. El bardo había intentado cortar el hilo de un Dios y eso parecía haberle pasado algo de factura. A partir de entonces, no dejaría de sentir un dolor sordo en su pecho y en sus articulaciones, y casi todas las noches tendría pesadillas que luego no recordaría. El dolor por la pérdida de Azalea tampoco lo abandonaría nunca.
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Tres meses después tuvo lugar un gran llys en Haster. Leyon, cuya apariencia era realmente impresionante con la Corona Dalmazar en su cabeza y el Cetro Trivadar reforjado por Zôrom en su mano, recibió al pueblo y se celebró una grandísima ceremonia para celebrar la victoria de la Luz sobre la Sombra, la Reconquista de Aredia y un lamento por los caídos. El día siguiente se vivió una emocionante ceremonia bárdica en el centro del mar Krûsde, y la isla Evned surgía a la superficie. La isla sagrada de los wydd, los bardos, se encontraba de nuevo en el mundo. El Imperio estaba completo al fin. La visión de la maravillosa isla conmovió a todos, que lloraron y rieron a partes iguales. Los líderes de todas las razas se reunieron con Leyon, Ayreon y Demetrius, incluyendo a lord Treltarion, que era ahora el rey supremo de los elfos, pues Ezhabel no quiso disputarle la corona y provocar más enfrentamientos. Se estableció una alianza firme entre todos los reinos y se estableció a los ilvos en una parte de los enormes prados al sur de los Bosques Esselios. Leyon prometió que pronto partirían para ayudar a Ergialaranindal en la reconquista de la Primacía, cuando todo estuviera pacificado en Aredia, y el monarca ilvo cogió sus dos manos en un gesto que para su gente era de amistad eterna. Los anfiroth también fueron asentados en tierras que hantes habían sido de la Confederación Corsaria. Los losiares se incorporaron al Imperio bajo el mando de Elsakar, que era ahora el Senescal del Norte. Los paladines comenzaron la construcción de una nueva Emmolnir en un nuevo emplazamiento, con la ayuda de Zôrom y los arquitectos enanos.
Ezhabel se resistía, pero sabía que era imposible retener más tiempo a Nirintalath. El ansia de sufrimiento del espíritu la volvería loca, o acabaría matando a alguien; así que cedió a la sugerencia de Eltahim. Según afirmaba la Targia, podría guiar al Espíritu de Dolor a su dimensión abriendo un Pozo Dimensional y cayendo por él. El Dolor era una dimensión mortal para cualquiera, excepto para Eltahim, acostumbrada a tales viajes. Ezhabel se retiró a lo más profundo de la umbría de los bosques esselios para despedirse de Nirintalath. Durante dos días enteros compartió pensamientos con el Espíritu de Dolor, despidiéndose y haciéndose a la idea. Después, retornó a Haster. El proceso fue frustrantemente rápido: una pequeña danza de Eltahim y a continuación su ser se partía en dos, cayendo Nirintalath por un agujero dimensional singularmente profundo. Ezhabel lanzó silenciosamente un grito de despedida, mientras Dailomentar y Cirandil tocaban sus hombros. Poco después Eltahim aparecía en un lugar diferente entre las sombras del gran salón, e informaba de que Nirintalath había vuelto a su lugar por fin. La semielfa lloró en silencio entre Dailomentar y Cirandil.
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Un envejecido y más que centenario lord Leyon Irwar mira a aquellos que se inclinan sobre su lecho, donde pasa sus últimas horas en este mundo. Ahí está el viejo padre Ayreon, y Ezhabel, a la que no se ve muy frecuentemente. Demetrius murió hace pocos años, pero ahí está el hijo que tuvo con Loryn, Bertrand, que es ahora el Amdawydd, y los propios hijos de Leyon con Terwaranya, el príncipe heredero Vartan y la hermosa Reyne, y Ergialaranindal y Elsakar y Adens, que apenas oye ni ve ya. Y Terwaranya, joven como el primer día, se inclina en su cabecera. Algunos de ellos lloran. Todos están serios. Pero no tienen por qué estarlo. Su vida ha sido intensa y su reinado benigno y duradero. Sólo tiene una espina clavada: no haber llegado a reconquistar Eluiridiann. Pero no tiene dudas de que Vartan, su adorado hijo, se encargará de cumplir su palabra con Ergialaranindal. Aunque el Primarca tampoco muestra demasiada impaciencia; ventajas de la vida eterna, supone. "Dejo una Aredia en paz", piensa, "y ese es mi mayor logro". No puede evitar pensar en algo que ha venido siendo una constante todos estos años: ¿Estará Urion muerto? ¿Y Trelteran? ¿Y Khamorbôlg? ¿Y los demás? No se encontró el cuerpo de ninguno de ellos, sólo los de sus apóstoles. Pero pronto deja de pensar, reconfortado de nuevo por la calidez y la tristeza que los rostros a su alrededor le transmiten. Una buena forma de dejar este mundo y pasar a la eternidad. "Nos veremos allí, amigos míos", piensa mientras Terwaranya estrecha su mano, que se relaja por fin, con su último aliento.
Gracias a todos por tantos años de diversión y aventuras, amigos. :') Aunque espero que esto no acabe aquí, claro.