El desastre de no encontrar el oasis los puso ante una grave disyuntiva: continuar camino arriesgándose a que en la siguiente parada les pasara lo mismo, o asegurarse y volver hacia atrás, perdiendo dos semanas de viaje. En el primer caso, Symeon no estaba seguro de que pudieran llegar con vida al final del viaje, pero en el segundo corrían el riesgo de exponerse a ser capturados por los vestalenses que ya debían de haber dado orden de busca y captura contra ellos.
Finalmente optaron por la opción de volver atrás, aunque Symeon planteó la posibilidad de utilizar el agua contenida en la joroba de los camellos para hacer posible el viaje.
Tras dos jornadas transcurridas de camino de vuelta, Daradoth pudo avistar a tiempo a dos de los enormes cuervos exploradores, pero mantuvieron siempre una gran distancia y no parecieron apercibirse de la presencia del grupo. El tercer día de camino tuvo lugar un evento más preocupante: una nueva tormenta que, aunque no se acercó a ellos, sí les provocó mareos y ligeras náuseas. Yuria fue la única, que, mirando a los demás extrañada, no pareció sentir ningún efecto adverso. La vista de la tormenta a lo lejos bastaba para amedrentarlos; en verdad debía de tratarse de fenómenos sobrenaturales, pues no creían que la fuerza de la naturaleza bastara para provocar aquellos ciclones.
El día siguiente, mientras atravesaban penosamente las dunas esperando no encontrarse con ninguna sorpresa desagradable, Valeryan le señaló algo a Daradoth, algo en lontananza que había brillado, llamando su atención. Acercándose un poco, el elfo no tardó en reconocer un oasis, para consternación de Symeon, que juraba que en los mapas no figuraba ningún oasis en aquella posición. Pero sin duda se trataba de uno, y para aún mayor frustración del errante, sin duda se trataba del oasis del que, cuatro días atrás, no habían podido encontrar rastro. Era como si se hubiera movido de sitio; si aquello lo provocaban aquellas tormentas, razón de más para evitarlas.
Dejando de lado las preocupaciones por un momento, se regocijaron por poder refrescarse, bañarse y beber agua fresca y clara. Pero al poco rato, Daradoth daba la voz de alarma: tres cuervos se acercaban al pequeño bosquecillo. Todos corrieron a esconderse, camuflando también a los camellos. Los tres cuervos descendieron a poca distancia de los árboles, y se posaron con un estruendoso aleteo. Volvieron a ver la misma disposición: los extraños jinetes quedaban a lomos de los pájaros, mientras los dos vestalenses de cada uno descendían al suelo. Uno de los vestalenses se acercó, con cuidado y cara de extrañeza, y tocó varias hojas de arbustos y el tronco de un árbol. Relajándose a ojos vista, se giró hacia sus compañeros y en su áspero idioma les dijo “no hay que preocuparse, es real”. Los vestalenses empezaron a discutir entre ellos, diciendo que aquello era increíble y no entendían qué podía haber pasado. “Si los jinetes hablaran nuestro idioma, quizá podrían explicarnos esto”, dijeron. Acto seguido, tras beber y refrescarse, volvieron a los cuervos y remontaron el vuelo de nuevo. El grupo suspiró aliviado.
Tras la marcha de los vestalenses, aprovecharon para forrajear y buscar algunas hierbas útiles que se criaban en los oasis, y reaprovisionarse de agua. Aquello les permitiría volver a retomar la dirección original, y así lo hicieron, dirigiéndose de nuevo hacia el este.
Tras diez duros días de viaje, pudieron avistar a lo lejos el segundo oasis, afortunadamente no había desaparecido, y se alegraron por ello. Pero las sonrisas no acudieron a sus rostros, pues alrededor del oasis había un ejército vestalense acampado. Aldur apretó los puños, frustrado, y Valeryan chasqueó la lengua. No tuvieron más remedio que desmontar y refugiarse tras una duna, a salvo de las miradas de los enemigos, mientras la noche caía e improvisaban un refugio. Decidieron esperar para ver si las tropas levantaban el campamento y continuaban viaje. Pero algo imprevisto sucedió antes de que llegara el día siguiente: una nueva tormenta estalló de repente, sorprendiendo al ejército y provocando de nuevo que el grupo sintiera sensaciones extrañísimas. La tormenta era especialmente fuerte, y no tardaron en ser sepultados por la arena, mientras Symeon, Valeryan, Faewald, Aldur y Daradoth caían inconscientes uno a uno. Incluso Yuria sintió esta vez los efectos, suponía que debido a la intensidad del fenómeno y la prolongada exposición.
La inconsciencia envió a Aldur a un mundo distinto, quizá una esfera superior, donde una luz le tocó y le reconfortó. Extasiado, sintió cómo la Luz le tocaba físicamente, elevándolo a las alturas y diciéndole que se abriera a ella. ¿Acaso aquello no podía ser otra cosa que Emmán? Aldur abrió su ser a aquella Luz, aquella presencia majestuosa que sin duda lo acogería en su seno, llevándolo a un plano superior de existencia y bañándolo en su gloria… o quizá no, pues la Luz pronto comenzó a proyectar sombras, sombras que tocaron su alma y la congelaron, haciéndole sentir una agonía que apenas fue capaz de soportar. Una risa resonó en los más recónditos recovecos de su mente, burlándose de él y sus creencias: “SI TODOS SOIS TAN FÁCILES DE CONVENCER SERÁ INÚTIL TEMEROS, Y MUY FÁCIL ACABAR CON VOSOTROS”. Las carcajadas fueron en aumento hasta convertirse en un chillido absolutamente insoportable, mientras una mano helada agarraba lo más profundo del espíritu de Aldur e intentaba arrancarlo.
A oscuras en la tremenda ventisca, Aldur gritaba y se agitaba, sangrando profusamente por la nariz. Desesperados, en la más absoluta oscuridad, Yuria y Daradoth intentaban que el refugio no se hundiera bajo el peso de la arena; pero el elfo se sentía cada vez más y más mareado, y el aura que lo rodeaba aumentaba de intensidad, permitiendo que Yuria pudiera ver en la penumbra cómo se derrumbaba, con gritos de dolor; la propia Yuria no pudo aguantar sola el peso de la arena, y la lona se precipitó sobre ellos, aplastándolos, mientras la ercestre comenzó a respirar con dificultad debido a los fuertes vómitos que la sacudieron.
Daradoth no sabía lo que estaba ocurriendo; sentía un dolor indescriptible, y algo dentro de él parecía a punto de reventarlo y volverlo del revés. Afortunadamente, el joven elfo comprendió a tiempo lo que le sucedía, e intentó canalizar aquella mare que lo desbordaba en algo útil, mientras las venas de sus brazos y su cuello se tensaban como cables y su cabeza ardía con todas las llamas del infierno.
***
El silencio los envolvió de repente, con un estruendo sordo. La calma se hizo a su alrededor y el peso de la arena sobre ellos desapareció. Symeon, Yuria, Faewald y Valeryan recuperaron la consciencia, sorprendidos, mientras Aldur brillaba intensamente en el centro de la burbuja protectora que había erigido contra la tormenta, y gritaba. Un grito mudo que no eran capaces de oír, pero que se notaba en la carne, en los huesos. Aldur dejó de estremecerse mientras la sombra que le helaba el alma parecía escurrirse fuera de él gritando “¡NOOOOOOOOOO!”. El paladín recuperó la consciencia agarrotado, dolorido y con la sensación de haber sido mancillado, pero vivo al fin y al cabo.
Tras un intervalo de tiempo que nadie fue capaz de calcular, finalmente el aura que rodeaba a Daradoth desapareció, su rostro pareció relajarse, y cayó de bruces, inconsciente. La tormenta ya había pasado y se encontraban al raso, bajo un hermoso cielo estrellado, pero claramente desplazados hacia el sur unas diez leguas según los cálculos de Symeon.
Tras socorrer a Daradoth y descansar unas horas, se apresuraron a volver al oasis donde la tormenta les había sorprendido. Como esperaban, el ejército vestalense también había sido afectado, y sólo quedaban unos pocos restos de él alrededor del oasis, que por suerte había permanecido inalterado, aunque la mayoría de los árboles habían sido arrancados de cuajo. Capturaron a un superviviente, intentando sonsacarle información sobre sus propósitos y aquellas extrañas tormentas, pero no les pudo dar ninguna información útil.
Tras reunir varios camellos que se encontraban por los alrededores y reaprovisionarse de agua y comida, reanudaron su viaje hacia Edeshet conspicuos y pensativos. Sobre todo Aldur y Daradoth, cuyas respectivas experiencias habían dejado una marca que tardarían en borrar, si es que podían hacerlo.