Hacia la Región del Pacto. Conversaciones.
Al cabo de unas pocas horas, despuntando el amanecer, el grupo llegaba de vuelta a Doedia. Faewald ayudó a desembarcar a Yuria, no se había despegado de ella ni un momento. Al recibirlos, Galan Mastaros les dio profusas felicitaciones, e Ilaith no tardó en acudir cuando supo las noticias; abrazó a Yuria, a quien Faewald soltó de mala gana; estaba muy feliz de verla sana y salva.
—Estuvieron a punto de quebrarme, Ilaith —le dijo Yuria mientras se abrazaban, en voz baja—. A punto. Nunca me había enfrentado a tal sufrimiento. Pero no lo consiguieron —la rabia era patente en sus palabras.
—No sabes cuánto me alegro, amiga mía. De verdad.
Casi con lágrimas en los ojos, algo insólito en la canciller, agradeció al grupo el pronto rescate de su mariscal de campo y amiga, e inmediatamente dio órdenes para que el Surcador volviera a salir a la caza de Alexandras y el resto de prisioneros que habían sido liberados la noche anterior. Keriel Danten, siempre al lado de su prima Ilaith, intervino:
—¿Habéis averiguado algo sobre los ingenieros desaparecidos?
—¿Ingenieros desaparecidos? —preguntó Yuria, soprendida—. ¿Qué queréis decir?
Aprovecharon para contarle a Yuria toda la situación con la nota de su secuestro, la liberación de Alexandras Gerias y la traición de Barian Tagar y Aertenao. Varios documentos importantes habían desaparecido, y la ercestre apretó los dientes por la rabia. En cuestión de minutos convocó a todos sus científicos, y Sabasten y Eucildes la pusieron al corriente de todo lo que habían perdido.
—Se han llevado algunos documentos de desarrollos en armas (lo que nos retrasará un tiempo), navegación y materiales, pero no creemos de ningún modo que puedan desarrollar sus propios dirigibles a partir de esa documentación. Por esa parte podéis estar tranquila, señora.
—Menos mal, no sabéis cómo me alegra oír eso —las palabras de Yuria traslucían su agotamiento—. Aseguraos de redoblar la seguridad de los documentos y las de todos los ingenieros.
—Ahora sería mejor que te retiraras a descansar, Yuria —instó Ilaith—. No podemos postergar vuestro viaje a la Región del Pacto más allá de esta noche.
—Sí, tienes razón Ilaith —todos se sorprendieron cuando la exhausta Yuria utilizó estas palabras tan familiares para referirse en público a la canciller de la Federación, pero ella no pareció ofenderse ni darle importancia, así que se retiraron a reposar.
En esa ocasión, durmieron todos en los aposentos de Yuria, donde había espacio de sobra para todos. La ercestre no quería estar sola, así que Galad, Symeon, Faewald y Taheem durmieron en sendos jergones. Daradoth se sentó en un sillón, haciendo guardia.
Tras recuperarse un poco, Symeon y Galad acudieron a conversar un momento con Ilaith, para transmitirle su preocupación acerca de si el archiduque Mastaros podría haber estado implicado en todo aquel asunto.
—Sinceramente, no lo creo —dijo la canciller—. El archiduque lleva mucho tiempo fuera de Ercestria como para haber coordinado algo tan perfecto, y además, para mi sorpresa, parece tener un sentido del honor fuera de lo común.
—¿Estáis segura? Yo no pondría la mano en el fuego por nadie fuera de un puñado de personas —dijo Symeon—. Pero vos realmente a estas alturas lo conocéis mejor que todos nosotros.
—Así es, y por esa parte podéis estar tranquilos. Os lo aseguro.
—Está bien —aceptó Symeon, que afirmó con la cabeza—. No obstante, hay otro asunto que me preocupa aún más que eso. Ayer, en el mundo onírico, vi algo que no podría describir más que como algo... apocalíptico. Una especie de criatura enorme y aberrante que no debería estar allí. —Symeon describió a Ilaith lo mejor que pudo la horrible visión de la criatura en el mundo onírico, pero las palabras, como en la anterior ocasión, se quedaban cortas—. Creo que tiene algo que ver con la Vicisitud. Parece absorber todos los entes oníricos a su paso, y temo que pueda estar acercándose a la ciudad. Se mueve poco a poco, pero eso puede cambiar.
—Vaya, parece que los problemas no van a terminar nunca... ¿qué podemos hacer para defendernos de ese ente, Symeon?
—Para ser sincero, no lo sé, mi señora —una de las pocas veces en su vida que Symeon no hallaba respuestas, ni siquiera sugerencias—. Os lo transmito simplemente para que estéis enterada de todo y, sobre todo, que permanezcáis alerta. No os desprendáis en ningún momento de la kregora, por si acaso.
—Está bien, ya lo hacía, pero estaré más alerta si cabe.
—Por otra parte, existe la posibilidad de que cuando nos alejemos de la ciudad, la entidad nos siga a nosotros y deje de acercarse. Nosotros somos una perturbación en la realidad, como sabéis, y es posible que seamos la causa o la razón por la que se aproxima.
—En ese caso, tened cuidado, por favor. Tenéis que retornar sanos y salvos. Por la Luz.
—No os preocupéis, mi señora —intervino Galad—, así lo haremos. De hecho, anoche Emmán me envió un sueño en el que, con ayuda de Églaras, destruía a esa criatura. Pero no sé cómo hacerlo en el mundo onírico.
—Quizá pueda ayudarte si consigo contactar con Norafel —dijo Symeon—. Pero debemos prepararnos bien, llevará un tiempo.
—Está bien, sé que vuestras decisiones serán las mejores para Aredia y la Luz —terció Ilaith, nerviosa ya al ver a sus consejeros reclamándola—. Id con cuidado y mantenedme informada.
Por la tarde, el grupo se dirigió a abordar por fin el Empíreo. Suras había dado órdenes para preparar una habitación especial para la recuperación de Yuria, y se habían acumulado reservas más que necesarias para seis semanas. En el patio, una pequeña multitud de muchachos estaba reunida mientras varios maestros de esgrima de la guardia de palacio recorrían sus filas; la criba sugerida por Symeon para la creación de la guardia esotérica había comenzado. Ilaith se despidió sentidamente de Yuria:
—No querría separarme de ti, Yuria, y perdona por hacerte viajar en este estado. Pero es que no me fío de nadie más. Solo confío en ti para traer a esos paladines; sin ellos no sé si podemos vencer.
—Tranquila, Ilaith. En un par de días estaré bien, y por supuesto que los traeré, con ayuda de Galad.
Ilaith intentó abrazarla, pero Yuria le hizo un gesto. Había una muchedumbre observándolos, y no sería apropiado. ¿Era su imaginación, o leves colores acudieron a los pómulos de la habitualmente fría canciller? «En verdad ha llegado a tenerme en alta estima. Espero no defraudar su confianza».
Symeon se despidió de su hermana también. Violetha le susurró:
—Ten cuidado, Symeon, e intentad viajar rápido, no me gustaría no saber nada de ti en meses. Y menos que os pasara algo malo.
—Claro. Volveremos todo lo rápido que podamos. Y sobre...
—Tranquilo. Ya he empezado a trabajar. Ilaith es muy amable, y confía en ti. Me ha dado todas las facilidades.
—Me alegra escuchar eso. Hasta pronto, hermana.
Justo antes de abordar, Yuria fue increpada por Sabasten y Eucildes:
—¡Mi señora —dijo el último—, esperad un momento! —Yuria se detuvo, con una sonrisa cansada—. Queremos daros una cosa, que acabamos de terminar.
Eucildes sacó de un bolsillo un paño hecho un hatillo, que deshizo al punto. Tendió su mano ante Yuria, orgulloso. Sobre el paño, la ercestre pudo ver cuatro balas.
—Cuatro balas de repuesto —dijo agradecida, pero extrañada por la atención que habían requerido ante algo tan común para ellos—. Muchas gracias, mis...
—No son balas comunes, mi señora —la interrumpió Sabasten.
—En absoluto —continuó Eucildes—. Nos ha costado mucho hacer cada una de ellas, y vamos a intentar hacer cuantas podamos. —Le brillaron los ojos cuando miró intensamente a Yuria—. Son balas de kuendar.
Yuria abrió mucho los ojos.
—¿En serio? Extraordinario. Las cargaré en cuanto aborde. Estoy muy orgullosa de vosotros —Eucildes y Sabasten se miraron, satisfechos—. Seguid así. Muchísimas gracias.
Poco después el Empíreo se elevaba, majestuoso, para unirse al Horizonte, que ya se encontraba en vuelo estacionario, y pronto ambos dirigibles perdieron Tarkal de vista. El sol llegaba ya al horizonte occidental. Aquella misma noche, desde una distancia prudencial, Symeon entró al mundo onírico para ver si la titánica criatura seguía allí. Y así era; a unos quince kilómetros hacia el este, entre Tarkal y ellos, era claramente visible, tal era su tamaño. Y no parecía haberse movido ni un ápice.
La mañana siguiente, mientras Daradoth se encontraba en proa leyendo su grimorio, Arëlen (la reina Arëlieth) se le acercó.
—Entonces, Daradoth, ¿habéis abandonado definitivamente la búsqueda del ritual?
El elfo tuvo que contener un suspiro de irritación. Tampoco quería ofenderla.
—Por supuesto que no. Pero está costando más de lo que nos esperábamos. Estábamos seguros de encontrar alguna referencia en la Biblioteca de Doedia, pero ya habéis visto lo mucho que se han complicado los acontecimientos.
—¿Por qué no estamos yendo directos hacia Doranna, entonces? Vuestra única oportunidad es encontrarlo en Thintassir.
—No es tan fácil, mi señora. No podemos dejar de lado a nuestros aliados ni dejar que el resto de Aredia caiga por su propio peso. Además, Thintassir es la última opción para mí, dada mi situación.
—Ya hemos hablado sobre esto. Esa situación puede ser revertida.
—Efectivamente, ya hemos hablado sobre esto, y creo que para llevar a cabo vuestra opción, necesitamos más apoyo. No podemos ir a Doranna —hizo un gesto, mostrando su entorno— así. Veinte personas, la mayoría no son elfos, y un dirigible, un artefacto muy útil, no lo niego, pero que difícilmente impresionaría a reinos enteros.
—Pero os aseguro que mucha gente cambiaría su opinión al ver mi retorno. Y si Eraitan accediera a...
—Es verdad que ya hemos hablado sobre esto. Todo a su debido tiempo, mi señora. A su debido tiempo.
«No puedo creer que sea yo el que esté apaciguando los ánimos y reclamando paciencia», pensó.
Al caer la tarde, Yuria se encontraba en el castillo de popa, junto al capitán Suras, trazando planes de ruta. Alguien la tocó en el hombro. Se giró para encontrarse cara a cara con Ilwenn, que le pidió tener unas palabras en privado, así que bajaron a su camarote.
—Os extrañará que haya pedido esta pequeña audiencia, supongo.
—Sí, así es, no lo voy a negar —contestó Yuria.
—El motivo es que estoy bastante preocupada, lady Yuria. No me preguntéis cómo ni por qué, pero sé que en el futuro vais a tener que afrontar una enorme responsabilidad, que afectará a toda Aredia.
—¿En qué sentido? ¿No podéis ser más precisa?
—Me temo que no, no puedo serlo más. Todo lo que sé es que llegará un momento en el que tendréis que tomar una decisión, no será fácil, pero de ella dependerá todo. Y con todo, me refiero a eso mismo. Todo.
—Vaya, no sé qué deciros.
—No hace falta que me digáis nada, solo quería poneros sobre aviso, por mi propia tranquilidad. Sé que intentaréis hacer lo correcto. Siempre lo hacéis.
—Por supuesto, por esa parte podéis estar tranquila.
—Aun así, no puedo deshacerme de mi temor, pues la decisión implicará a vuestros compañeros. Me preocupa sobre todo Galad, pues veo mucho peligro a su alrededor.
—¿Por la espada?
—Por la espada. Ya había comentado esto con Daradoth, pero necesito que alguien más esté alerta, y lo que he visto sobre vos me induce a creer que vais a ser el... contrapunto, no encuentro otra palabra.
«Lo que ha visto sobre mí... parece que tenemos entre nosotros a una vidente, como los que encontré en Irza hace una eternidad»
—Como ya os he dicho, por supuesto que intentaré hacer lo correcto. Estaré alerta ante cualquier señal, y recordaré vuestras palabras.
—Muchas gracias, lady Yuria. Y os ruego la máxima discreción.
—Por supuesto.
Ilwenn se inclinó ante Yuria —«¡¿se ha inclinado ante mí?!»—, y se marchó.
Esa noche, antes de dormir, Symeon advirtió de su intención de entrar al mundo onírico de nuevo. Galad rezó sus oraciones para proteger al errante, y este, como era habitual, alcanzó el sueño casi inmediatamente.
Se encontraban ya a unos trescientos kilómetros de Tarkal. Y aun así, dadas las capacidades perceptivas de Symeon en el mundo onírico, si se concentraba podía avistar la ciudad como un pequeño punto. Pero no pudo hacerlo. La colosal aberración se encontraba mucho más cerca de ellos, como mucho a cien kilómetros. El errante se estremeció al comprender que debía haber recorrido unos doscientos kilómetros desde la noche anterior, cuando había estado durante días prácticamente inmóvil. «No lo comprendo, ¿por qué? Supongo que quizá no se desenvuelve del todo bien en el mundo onírico».
Intentó sobreponerse y, dando un largo rodeo, viajó hasta Tarkal. No quería faltar a su cita con Nirintalath, que ya se había saltado la noche anterior. Se acercó a ella y, para su sorpresa, no notó ningún pinchazo, lo que lo reconfortó en cierta medida. Insistió en la idea de colaborar para beneficio mutuo, pero apenas logró ninguna reacción en el espíritu de dolor. Tras unos minutos, volvió al dirigible, esquivando por mucho al engendro. Despertó.
—Malas noticias —anunció—, la entidad se ha movido, y mucho. Lo tenemos a escasos cien kilómetros.
—¿Tienes alguna explicación para tal cambio? —inquirió Galad—. Apenas se movió mientras estuvimos en Tarkal.
—Nada definitivo. Quizá está aprendiendo, o adaptándose.
—Entonces, está claro que su objetivo éramos nosotros —sentenció Daradoth.
—Evitemos entonces detenernos mucho tiempo en un sitio.
—De acuerdo.
El día siguiente, mientras Galad se apoyaba en la borda admirando el paisaje, alguien se acercó. Arëlen, la Hermana del Llanto que sin duda se había movido en entornos cortesanos en el pasado. Habló en un Lândalo perfecto.
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Arëlieth Saënathir, antigua reina de Harithann |
—¿Son ciertos los rumores que he escuchado, hermano Galad? ¿Esa espada os convierte en el Brazo de vuestro dios, Aldarië?
«Así es como deben de llamar a Emmán en Cántico».
—Así es, mi señora. Os han informado bien.
—Me alegra oírlo. No sé si sabéis que fui coetánea de otros Brazos, como Ecthërienn, y por lo que parece, también Eraitan. ¿Es cierto que sentís su poder a través del arcángel?
—Efectivamente, siento a Emmán de forma intensa. Y Norafel parece incluso hablarme.
—Muy interesante. Eso debe de ser... confuso, supongo. Tengo mucha curiosidad por una cosa. ¿Os han encomendado una misión específica? Supongo que tal iluminación conllevará una gran responsabilidad.
—De momento, mi intención es luchar contra Sombra con todas mis fuerzas.
—Me alegra oír eso. Ahora mismo, sois el adalid más poderoso con el que contamos.
—Es posible. Pero vamos a necesitar mucho más que a Églaras si queremos prevalecer. Visto lo que sucedió en los Santuarios de Essel, no puedo por menos que ser pesimista.
—Efectivamente, tenéis toda la razón. Yo visité los Santuarios varias veces antes de la caída, y no tengo palabras para describiros lo hermosos que eran. —Su expresión se tornó triste mientras parecía rememorar otra época, pero en segundos volvió al presente—. ¿Qué me diríais si pudiéramos conseguir la ayuda de toda una nación élfica? ¿De toda Doranna?
—Sería maravilloso, pero Daradoth es extremadamente reticente a viajar allí.
—Lo sé, y por eso quería hablar con vos. Hay ciertos... factores, que el resto no conocéis. Y creo que ya ha llegado el momento de poner las cartas sobre la mesa.
La antigua reina de Harithann reveló al paladín su verdadero estatus, para sorpresa de este, y relató la historia de la traición de Angrid por la que tuvo que exiliarse, renunciar a su trono y dividir su reino en dos.
—Por eso quiero volver a reclamar lo que es mío —concluyó—, y a reclutar a los elfos para la causa de la Luz y la lucha contra Sombra.
—Me habéis dejado realmente impresionado, mi señora.
—Disculpad si os he revelado demasiada información de una vez, hermano. No obstante, mi intención también es haceros partícipe de lo conveniente que sería convencer a Daradoth para volver a Doranna a reclamar mi posición, con él como aliado, o incluso como consorte. Vuestra ayuda sería muy bienvenida.
—Ya veo. ¿Habéis hablado de esto con Daradoth?
—Cada día. Pero no atiende a razones.
—Es que, según tengo entendido, está exiliado y lo castigarían. Y el resto, al ser humanos, tampoco podríamos entrar en vuestra tierra, ¿no es así?
—No del todo. Podríais entrar si un elfo con el abolengo suficiente os lo permitiera. Y yo lo tengo.
—Aun así, nada impediría que os arrestaran si simplemente nos presentamos allí.
—Las leyes élficas son complejas, pero, efectivamente, no es mi idea "simplemente presentarnos allí". Primero debería contactar con ciertas personas. Claro que si llevamos un ejército con nosotros, aún mejor; pienso en el Vigía y Eraitan. Y todo esto sin olvidar el ritual que nos es tan necesario.
—Sí, comprendo. Si lo deseáis, hablaré con Daradoth y veremos qué podemos hacer.
—Os lo agradezco.
Poco rato después, Arëlieth se reunía en un camarote con Daradoth y su amada, Ethëilë. Esta se mostraba seria y solemne.
—Creo sinceramente —empezó la reina— que debemos plantear en un futuro próximo la posibilidad de contraer matrimonio, Daradoth. Por supuesto, con vuestro visto bueno, Ethëilë, no persigo ningún motivo oculto, solo un matrimonio de conveniencia hasta conseguir nuestros objetivos.
—Esto ya lo hablamos —contestó Daradoth—. No creo que sea la forma correcta de hacer las cosas. Tenemos que conseguir todos los apoyos necesarios previamente.
—De acuerdo, quizá un matrimonio sea algo incómodo. ¿Y si os adopto como hijo?
—Mi señora, disculpad mis palabras, pero ahora mismo, no tenéis el estatus necesario —intervino Ethëilë—. No me malinterpretéis, creo que el matrimonio sería la mejor opción —Daradoth la miró, sorprendido—, pero hoy por hoy lo veo difícil.
—Mi estatus no es el necesario por culpa de una usurpadora.
—Así es —retomó la palabra Daradoth—, pero creo que primero deberíamos intentar retomar vuestra condición de reina. Y necesitamos un ejército. O algo más. No será fácil, pero necesitamos una posición de poder. Y eso es lo que estamos haciendo, gracias a Ilaith.
—Lo que decís no tiene sentido. ¿Pensáis plantaros ante las puertas de Doranna con un ejército de humanos? Entonces no nos admitirán bajo ninguna circunstancia.
—Es posible, pero un nuevo peligro llama a las puertas, ¿recordáis la invasión de los llamados ilvos? Estuvieron a punto de acabar con vuestra vida en las islas Ganrith. Quizá eso haga que debamos acudir en ayuda de nuestros compatriotas.
—Quizá, quizá, quizá. Estoy harta de quizás. Hacedme caso, no conseguiréis nada así. Deberíamos conseguir mejor la ayuda del Vigía y de Eraitan.
—Os prometo que pensaré sobre ello —Daradoth miró a Ethëilë—. Pensaremos sobre ello. Pero hablaremos en otra ocasión.
Cuando ya avistaban Doedia al final del día, Taheem se sentó junto a Symeon.
—Estamos pasando por mucho —el vestalense suspiró.
—Así es, en ocasiones pienso en dejarlo todo.
—Quería disculparme con vos, con todos en realidad, por la muerte del rey Menarvil. Creo que podía haberlo hecho mejor.
—Nada de eso, Taheem. Has probado ser un valioso aliado. Un valioso amigo, y te lo agradecemos más allá de toda medida. Te lo aseguro.
—Gracias.
El silencio se hizo durante unos minutos, y luego Taheem prosiguió:
—Estoy preocupado por mi hermano, Symeon. Lleva casi un año en esa caravana en el desierto.
—Lo sé. Allí está también Valeryan —una lágrima asomó a los ojos de Symeon al recordar a su hermano juramentado.
—Quería plantearte la posibilidad de modificar nuestra ruta para reunirnos con la caravana y quizá recoger a mi hermano. Si todavía siguen con vida.
—Es difícil, Taheem. La situación en vestalia es complicada, y por otra parte, ¿podríamos llevarnos solamente a Shahëd? ¿Deberíamos?
Taheem volvió su vista a estribor, haciendo que Symeon mirase hacia el segundo dirigible.
—En el Horizonte caben cien personas. Podríamos sacarlos del desierto y llevarlos a la Región del Pacto. Allí estarían mejor, podrían incluso reactivar sus carromatos y volver a viajar.
—Podemos hablarlo con Yuria. Pero temo que se complique demasiado el viaje.
—Gracias, Symeon —Taheem sonreía, hacía tiempo que no lo veía sonreír—. Intentémoslo.
Mientras Yuria revisaba las jarcias de estribor se encontró con Garedh, el padre de Galad.
—Buenas tardes —saludó Garedh.
—Buenas tardes, señor Talos —contestó, educada, Yuria.
—No hemos tenido muchas oportunidades de charlar vos y yo, Yuria.
Yuria hizo unos gestos a los marinos, que se encargaron de las comprobaciones a partir de ahí. Ella se volvió hacia Garedh.
—En efecto, disculpad si he sido distante, no era mi intención.
—En absoluto, en absoluto —se rió Garedh, mientras exhalaba el humo de su pipa y acompañaba su risa con una ligera tos—. Vuestro cargo implica demasiadas responsabilidades, muchacha —estiró con un gesto de molestia su pierna derecha—. Solo quería aprovechar para deciros que, como ercestre, me siento orgulloso de vos. Muy orgulloso.
Un escalofrío de emoción recorrió a Yuria.
—Me alegro muchísimo por vuestro rescate —continuó— por supuesto, y quería expresaros mi más absoluta admiración por lo que hicisteis en Doedia. La defensa de la ciudad fue brillante. Excepcional.
—Muchas gracias por vuestras palabras, Garedh. Es un honor viniendo de vos, sé que fuisteis un destacado oficial de artillería en el Arven, y significa mucho para mí.
—Algún día, con más tiempo, os contaré varias historias, vaya que sí. Pero en serio, lo que vi en Doedia fue una exhibición de táctica y organización propia de los más grandes generales del reino, a la altura de Theodor Gerias o de Aladas Tarsen, si no más. No entiendo por qué os exiliaron del país y os dejaron escapar. ¿No os planteáis volver?
—Ya no. Estamos luchando por algo mucho más grande que Ercestria. Ahora lo más importante es vencer en la batalla contra Sombra.
—Entiendo. Entonces, vuestra lealtad a Ilaith está fuera de toda duda. Os comprendo, Ercestria os lo quitó e Ilaith os lo dio todo. Y os respeto por ello.
—Mi lealtad está fuera de toda duda, mientras ella no traicione nuestros objetivos.
—Mi gran duda es qué haréis cuando Ilaith quiera imponerse a todo, y regir también sobre Ercestria.
«Veis más allá de lo que es habitual, Garedh, os lo concedo».
—Cuando ese momento llegue o, mejor dicho, si llega, ya os he respondido. Vencer a Sombra y salvar nuestro mundo es lo más importante. Los problemas deben ser afrontados de uno en uno.
—Bien. Os respeto profundamente, y solo quería transmitiros mi admiración. Además de mi preocupación por Ercestria.
—Ercestria está rodeada de enemigos, y voy a hacer todo lo posible por salvarla, por supuesto.
—Ajá, os creo y os ayudaré en la medida de lo posible. No es que sea muy útil... —señaló su pierna.
—Por supuesto que lo sois.
—Gracias por vuestro cumplido, mi señora. —Hizo un amago de reverencia como pudo, ya que estaba sentado, e inspiró una profunda calada de su pipa—. ¿Y qué opináis de mi hijo? Desde que empuñó esa espada, ha cambiado. Mucho.
—Sí, eso es innegable. Todos lo hemos notado.
—No me malinterpretéis. Estoy encantado de que un Dios haya elegido a mi hijo como su Brazo, aunque eso vaya en contra de todo lo que yo creía o, más bien, no creía. Pero él en sí mismo ha cambiado en su actitud y sus sentimientos.
—Sí, yo también estoy preocupada, para ser sincera. Pero creo en él ciegamente, y creo que se sobrepondrá a esa situación.
—Si vos lo decís, me quedo más tranquilo.
Más tarde, decidieron descender y hacer una breve parada en Doedia para informarse de la situación. Mientras Suras y Yuria daban las órdenes pertinentes y el sonar de cuernos anunciaba su llegada, Galad se situó junto a Daradoth.
—Daradoth, ¿cuándo nos ibas a contar que llevábamos una reina élfica entre la tripulación? —preguntó el paladín en voz baja.
—Pensaba hacerlo cuando fuese necesario. Pero ya no es una reina, y solo le interesan sus propios objetivos. No me fío del todo de ella. Aun así, me pidió que no revelara su verdadera identidad, y se lo prometí.
A pesar de la hora, con el sol ya desaparecido en el horizonte, una multitud se congregó para vitorear y dar la bienvenida a las aeronaves. Mientras descendían, pudieron ver cómo junto a la ciudad había un gran campamento de tropas. Las legiones que estaban de camino por fin habían llegado, junto con los séquitos de un buen número de nobles, que los recibieron al completo junto a la duquesa Sirelen y la reina Irmorë.
—Tenemos muy buenas noticias que daros —dijo la duquesa mientras se dirigían al comedor para cenar—. Al parecer, el ejército invasor que venía del sur, se detuvo hace unos días, y poco después cambió su rumbo, para dirigirse hacia el lago Írsuvil. Suponemos que pasarán en cuanto puedan hacia el Imperio Vestalense.
—Buenas noticias, en verdad —se congratuló Yuria—. Sin embargo, en algún momento deberemos encargarnos de la situación de los vestalenses. Tampoco deberíamos dejar pasar esa oportunidad.
—Por supuesto que no; si os parece bien, organizaré para después de la cena una breve reunión con Candann, el conde Hannar, el capitán Garlon, Tybasten y el resto de los generales para tratar ese tema.
—Sí, me parece perfecto, gracias.
—Por otra parte, los terremotos parecen haberse detenido, y la situación en la biblioteca sigue igual que cuando os marchasteis. Ahora que el resto de urgencias se están despejando, estamos pensando en organizar una delegación para negociar una solución en cuanto a su posesión y uso.
—Haréis bien —intervino Symeon—, pero no sé si os servirá de mucho; ya lo intentamos en su momento, y los mediadores no están muy abiertos a negociar.
—Lo intentaremos de todos modos.
Tras la cena, cuya exquisitez agradecieron, Yuria recorrió la fortaleza para supervisar los avances en la reconstrucción y guiar a los masones y oficiales. A continuación, se celebró la reunión que Sirelen había organizado para tratar el tema de la estrategia a largo plazo y las acciones a realizar con el Imperio Vestalense. Una vez más, el genio militar de Yuria salió a la palestra. Progresivamente, todos los presentes fueron callando mientras ella elucubraba u proponía más y más acciones, moviendo las miniaturas sobre el mapa del reino. Prácticamente todos estuvieron de acuerdo en llevar a cabo sus maniobras y tener al menos a la mitad de las tropas listas para actuar en la frontera con los vestalenses.
—Veremos si podemos solucionar la situación en Esthalia en un plazo razonable —dijo en un momento dado—. Esperad nuevas órdenes a no ser que veáis muy cerca el peligro de un hundimiento o de una invasión.
Esa noche, Symeon volvió a entrar al mundo onírico, para ver que el engendro se encontraba más o menos en la misma localización que la noche pasada. «Se sigue moviendo erráticamente. Esperemos que siga así mucho tiempo».
Al despuntar el amanecer de la mañana siguiente, abordaron el Empíreo tras una rápida despedida y despegaron rumbo al noreste. Yuria manejaba el timón, pues ya se encontraba mucho mejor, recuperada casi por completo de la ordalía que había vivido a manos de los espías ercestres. Taheem se unió a Symeon y acudieron a su encuentro.
—Te veo totalmente recuperada, Yuria —dijo el errante—. Me alegro mucho. Taheem y yo queríamos hablar contigo unos minutos.
—Claro —fijó el timón—, decidme.
—Quería proponeros —siguió Taheem— desviar un poco el rumbo. Ya sé que tenemos prisa, pero creo que no nos llevaría apenas tiempo.
—Hemos pensado que podríamos pasar en busca de Shahëd, el hermano de Taheem, y el resto de la caravana errante con los eruditos vestalenses y Valeryan.
—Me parece muy buena idea —contestó Yuria, contra todo pronóstico. Una amplia sonrisa acudió al rostro de Taheem—. Podemos hacer los cálculos ahora mismo, si tenéis claro dónde se encontraba.
—Claro que sí.
Yuria cedió el mando a Suras y bajaron a su camarote, donde con mano diestra extendió mapas y utilizó diversos instrumentos.
—Aquí está. La distancia no sería demasiado problema, apenas unas horas de más. Pero recuerdo las terribles tormentas que sufrimos cuando hicimos la travesía de esas tierras, y es lo único que me haría echarme atrás.
—Sí, es cierto. Las tormentas fueron terribles. Valeryan quedó comatoso, y Aldur desapareció en una de ellas. La verdad es que no lo había pensado, y aunque me gustaría ir, no querría poner a los demás en peligro —miró a Taheem, cuya sonrisa había desaparecido—; deberíamos comentar esto con nuestros compañeros.
Un poco más tarde, con todo el grupo reunido, discutieron sobre el asunto.
—Yo propongo acercarnos con cuidado —dijo Galad—, navegando lo más alto posible, y ante cualquier atisbo de tormenta oscura, desviarnos a nuestra ruta original. Por lo que me habéis contado a lo largo de estos meses, no podemos dejar a esa gente más tiempo a su suerte en medio del desierto.
—Por mi parte —aportó Daradoth—, creo que perderíamos demasiado tiempo desviándonos hacia allá, y nos estamos olvidando de nuestra misión original que es encontrar el ritual para restaurar a Ecthërienn.
—El tiempo no sería demasiado problema —rebatió Yuria—. No creo que nos retrasáramos más de una jornada como máximo respecto a la previsión original.
—Siempre que los encontramos en el mismo sitio —rebatió Daradoth—. Si no los encontramos allí, es posible que no hayan sobrevivido, o que se hayan desplazado, en cuyo caso tendríamos que buscarlos.
—Si te preocupa eso, Daradoth, tranquilo —dijo Symeon—. Si no podemos localizarlos con una simple vuelta a vista de pájaro, volvemos a nuestro rumbo original.
—¿Y qué pensáis hacer cuando los encontremos?
—Yo había pensado llevarlos a Rheynald —dijo Taheem—. Pero quizá podríamos dejarlos en la Región del Pacto, desde allí ya podrían emprender viaje solos.
—¿Y los carromatos?
—Tendrán que dejarlos y fabricar unos nuevos para volver a viajar.
—Está bien, si estamos todos de acuerdo, pongamos rumbo para allá —zanjó Yuria.
Sobrevolaron a gran altura el extremo nororiental del reino, cruzaron el río Dimen, el ducado de Fíltar, y entraron de lleno en los paisajes desérticos del badirato de Ahemmu. En la tercera jornada de viaje desde Doedia, pasado el mediodía, llegaron al paraje donde dejaron a Shahëd y los demás. No había ni rastro de la caravana.
—¿Estáis seguros de que este es lugar? —preguntó Galad.
—Sí, sin duda ninguna —dijo Yuria.
—Absolutamente —contestó también Symeon.
—Pues, lo que me imaginaba —dijo Daradoth—. Ni rastro de ellos. Era imposible que hubieran permanecido inmóviles tanto tiempo.
—Por lo menos, las tormentas parecen haber desaparecido, menos mal —dijo Yuria—. Sobrevolaremos el entorno durante una hora, Taheem; si no vemos nada, tendremos que desistir y continuar nuestro viaje.
—Por supuesto, lo comprendo —admitió, desolado, el vestalense.