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La Santa Trinidad

La Santa Trinidad fue una campaña de rol jugada en el Club de Rol Thalarion de Valencia entre los años 2000 y 2012. Este libro reúne en 514 páginas pseudonoveladas los resúmenes de las trepidantes sesiones de juego de las dos últimas temporadas.

Los Seabreeze
Una campaña de CdHyF

"Los Seabreeze" es la crónica de la campaña de rol del mismo nombre jugada en el Club de Rol Thalarion de Valencia. Reúne en 176 páginas pseudonoveladas los avatares de la Casa Seabreeze, situada en una pequeña isla del Mar de las Tormentas y destinada a la consecución de grandes logros.

jueves, 9 de junio de 2011

Sombras en el Imperio - Campaña de Arcana Mvndi Temporada 1 Capítulo 7

De submundos y bestias.

Entraron con todo tipo de precauciones a la gran sala que ya había visitado Idara. A la tenue luz de las antorchas sólo podían hacerse una idea del tamaño de la misma gracias al eco de sus voces y a las corrientes de aire que percibían. Intentaron iluminar todo lo posible el lugar, pero aún así no eran capaces de ver los límites, ni el techo, ni el fondo, ni las paredes. Caminaron entre escombros y restos de derrumbes. Columnas enormes se erguían aquí y allá, sujetando balaustradas y balconadas que parecían retorcerse cual laberintos unos cinco metros por encima de ellos. Lanzando las antorchas hacia lo alto para poder ver algo, se dieron cuenta de que había varios pisos de balcones, sobriamente tallados. La sala -si se podía llamar así a una caverna artificial del mismo tamaño que un pueblo grande- no debía de tener menos de quince metros de altura, y no parecía haber ninguna columna que llegara al techo de la misma. Pero por supuesto, debido a las precarias condiciones de iluminación, no podían estar seguros de casi nada.

Ayudado por los demás, Tiberio subió a una de las balconadas, que se apoyaba en varias columnas para adentrarse como una cuchillada hacia el centro de la estancia. Se movió con sumo cuidado, porque le parecía que aquello estaba a punto de derrumbarse. De hecho, poco más alla, la balaustrada del nivel superior se había derrumbado, socavando la que él hollaba ahora y dejándola en un delicado equilibrio. Tras mucho investigar, caminar y observar pudieron deducir que aquello debía de servir como una especie de teatro enorme o sala de reuniones, ya que al parecer, todos los balcones estaban orientados de manera específica hacia un lugar preferente. Se dirigieron hacia donde les parecía que se encontraba tal punto, en el fondo de la estancia. No tardaron en ver su paso obstaculizado por un derrumbamiento que parecía prolongarse a todo lo ancho de la sala. Intentaron seguir el linde del derrumbe y escalar los grandes fragmentos de roca, pero no tuvieron éxito. Tras largo rato intentando encontrar un paso, desistieron y procedieron a investigar los laterales, para ver si podían continuar por algún pasadizo o abertura. No tardaron en encontrar algunos pasillos transversales, concretamente tres, que salían de la sala y se internaban en la oscuridad. Optaron por investigar el más cercano al derrumbe.

Sus expectativas de que el pasillo les franqueara un rápido paso al otro lado de las rocas se desvaneció pronto. El pasillo comenzó a girar, desembocando en unas escaleras de bajada. Decidieron seguir. A un lado y a otro parecía haber salidas, aunque todas cegadas por roca viva o por derrumbamientos. El pasadizo en sí les resultaba extraño, como si no fuera natural que se encontrara allí, y se tratara más bien de la calle de un pueblo sobre la que se había puesto una capa de roca. Aquí y allá parecían encontar restos de construcciones de utensilios inservibles y deformados por el tiempo. Finalmente, el pasillo desembocó en una gran sala, no tan grande como aquella de la que procedían pero aún así enorme, donde se veían restos de rocas y maderas que apuntaban claramente a que allí se había erguido un pueblo, con casas, vallas, muros, y quizá incluso un cementerio, como indicaban algunas acumulaciones de esquistos más pequeños. El ambiente era ominoso y denso. A Idara le costaba respirar. Se armaron de valor y la atravesaron. Pasados unos momentos, Idara comenzó a sentirse mal, y notó cómo algo la tocaba en el hombro, algo frío; soltó un gritito nervioso al perder los nervios. Tiberio hubiera jurado que sentía una respiración en la nuca; pero cuando se volvió para enfrentarse a lo que fuera, no había nada más que oscuridad. No obstante, nada más suceder esto, el médico cayó de rodillas, al sentir un frío intenso proveniente de la estatuilla colgada en su pecho. Una sombra lo invadía y él luchaba contra ella. Pudo oir claramente una voz en su mente: "libérame, ¡libérame!, ¡¡AHORA!!". Luchó contra la oscuridad que parecía estar inundando su ser, y, sudando copiosamente, venció. Los demás estaban estupefactos ante la escena, y tras interesarse por el estado de Tiberio no preguntaron más. Con la inquietante sensación de que alguien los obsevaba sin cesar, llegaron al final de aquella estancia. Dos estatuas se erguían a ambos lados de la salida: un hombre y una mujer, ambos vestidos con atuendo de antiguos guerreros, al modo que vestía el ser sombrío que Tiberio ya había liberado en dos ocasiones. Cada uno de ellos veía cómo las estatuas le miraban fijamente, y así se lo dijeron unos a otros. Aún así, no podían volver atrás: decidieron pasar.

Los primeros en atravesar el arco de salida fueron Tiberio e Idara. Vieron cómo las estatuas los seguían con la mirada, sin duda. Sus cabezas se giraban a medida que ellos caminaban, lo que casi acaba con los nervios de la pareja. Pero finalmente pudieron pasar sin más problemas que una incómoda sensación. A continuación pasaron Cornelio y Lucio. Ambos vieron también cómo las estatuas dirigían su mirada hacia cada uno de ellos, y el patricio incluso vio cómo los ojos de las dos se teñían de un negro profundo donde se podía reflejar su imagen. Fue víctima de una gran congoja, pero apoyado en el brazo de Lucio se sobrepuso y pudieron pasar. El último que se aprestó a pasar fue Cneo Servilio. Tres o cuatro pasos y se desplomó en el suelo, víctima de convulsiones y vómitos. Tiberio, que miraba a su mistagogo iniciar el camino, sintió que se disparaban violentamente voces en su cabeza gritando "¡Thanos! ¡Thanos! ¡¡Thanatos!!". Voces desconocidas que lo increpaban a matar a Servilio. Incluso sintió dicho impulso durante un segundo. Al desplomarse Cneo en el suelo, Cornelio, Lucio y Tiberio corrieron hacia él para ayudarlo. Idara permaneció al otro lado del pórtico. Tras asegurarse de que la vida del anciano no corría peligro, lo arrastaron al otro lado del pórtico, no sin sentir de nuevo las incómodas sensaciones que ya habían experimentado. Tiberio incluso llegó a detenerse un momento, presa de nuevo de la necesidad de matar a su maestro; pero por fin se sobrepuso [punto de destino] y atravesó el arco, derrumbándose junto con los demás en el suelo por la tensión. ¿Por qué habían afectado tanto las estatuas a Cneo Servilio? Sería algo de lo que ocuparse más tarde.

Lucio cargó con Servilio, que sufría espasmos ocasionales. Tras pocos metros llegaron a un punto donde se bifurcaban dos túneles que sin embargo se hallaban cegados por sendos derrumbamientos. Empezaron a pensar que tendrían que retroceder sin sacar nada en claro, hasta que Idara notó que de un recoveco entre las rocas de uno de los derrumbes entraba una corriente de aire. Por allí deberían poder pasar. Los más fuertes intentaron mover las rocas, sin éxito. Lucio y Cornelio tuvieron que volver a la estancia que parecía haber sido un pueblo para conseguir utensilios. Consiguieron un pico y un antiguo escudo en buen estado de conservación. Al volver, Lucio se vio un poco más afectado por las estatuas que en las ocasiones anteriores, pero pudo pasar sin mayores trances. Tras varios intentos infructuosos de mover las rocas, se dieron cuenta de que estaban agotados: no sabían el tiempo que llevaban sin dormir, así que improvisaron un campamento y descansaron. Tras algunas horas, ya renovados acometieron la tarea con energía y consiguieron mover una gran roca que provocó el movimiento de las demás. Tras asentarse el polvo que se generó en el proceso, descubrieron que se había formado un pequeño pasadizo por el que podrían pasar a gatas. Cneo Servilio despertó con un grito, sobresaltando a todos. Tiberio lo calmó, y a continuación el maestro comentó cómo había notado que la oscuridad lo engullía y cómo las malditas estatuas le habían mostrado el momento de su muerte -aunque no lo recordaba-. Tras calmarse el anciano procedieron a pasar por el pequeño túnel, a gatas, guiados por Idara. Tras varios metros, las rocas a sus pies resbalaron aproximadamente metro y medio, hasta el suelo de un pasillo del que salía otra galería y desembocaba enseguida en una puerta. Esta lucía el símbolo de la cabeza de toro que ya habían visto antes y además el símbolo de los seis círculos concéntricos cruzados por la línea vertical. Idara se emocionó ante la perspectiva de descubrir algo que les revelara el origen de aquello. La puerta estaba cerrada, pero no era un problema para las habilidades de la mujer, que la abrió en cuestión de segundos.

El aire era denso, la oscuridad los envolvía y algo crujía a sus pies. Cneo Servilio, harto de oscuridad, utilizó el poder de Júpiter para iluminar la sala. Lo que vieron les dejó helados. Lo que pisaban no era otra cosa que huesos y cráneos humanos. Hasta el último rincón del suelo estaba lleno de ellos. No había muebles, aunque sí algunos tapices y pinturas enmohecidos y podridos. En el fondo de la sala pudieron ver una especie de sitial o trono sobre el que se sentaba un esqueleto humano impoluto y tocado con una diadema plateada en la cabeza. Entre sus manos, una espada que había perdido el lustre hacía mucho. El cráneo parecía mirarlos con sus cuencas vacías, y la sonrisa de calavera era casi imposible de soportar. La primera sensación que pasó por la cabeza de Tiberio fue la de arrodillarse ante él, como si se tratara de un rey al que debiera respeto, pero pasó pronto. Cayo Cornelio, por su parte, empezó a sentirse enfermo a los pocos instantes, sintiendo arcadas y mareos. ¿Era su imaginación, o las cuencas del cráneo ya no estaban vacías? No, no era en absoluto su imaginación; unos ojos los miraban desde lo alto del trono, mientras los huesos iban cubriéndose de una pátina de músculo y carne a medida que Cornelio iba empeorando. Se llevaron un susto mayúsculo cuando la puerta de la estancia se cerró a sus espaldas. Cornelio cayó al suelo, inconsciente. Lucio empezó también a tambalearse mientras intentaba levantar al patricio. Éste lucía un aspecto horrible, parecía que la piel cada vez se le pegaba más a los huesos. El esqueleto se levantó, recomponiendo sus capas exteriores poco a poco. Unos finos labios lucían ya una mueca cruel en el rostro. Mientras hablaba en griego antiguo con una voz de ultratumba preguntándoles qué hacían allí, avanzó hasta Tiberio, que aguantó estoicamente su mirada. El engendro señaló el disco de Idara, que ahora llevaba el médico, y extendió la mano en un claro gesto de petición. Tiberio se negó a darle el disco, luchando contra sus propios deseos. Idara y lucio consiguieron precipitarse al exterior tras abrir la puerta con gran esfuerzo, y al instante fue Tiberio quien comenzó a sentirse enfermar. Por la piedra de Júpiter, ¿qué hechizo era aquél, capaz de arrebatarles la vida?

Gracias a los dioses, el engendro que se encontraba frente a él sufrió una momentánea regresión al alejarse Cornelio, Lucio e Idara de allí, lo que aprovecharon Tiberio y Cneo para salir y cerrar violentamente la puerta. Se alejaron de allí trastabillando por la nueva galería que había descubierto Idara al atravesar el derrumbamiento. Agotados, se detuvieron a descansar mientras Cornelio mejoraba su aspecto visiblemente. Evidentemente, allí había fuerzas que los superaban, pero no se iban a rendir tan fácilmente. Siguieron su camino por la nueva galería.

Tras alguna que otra estrechez a través de derrumbamientos, llegaron a un ensanchamiento de la galería. Una amplia escalera de varios metros de ancho bajaba hasta una gran puerta muy parecida a aquella por la que habían entrado en la primera estancia. Seguramente se encontraban al otro lado. A ambos lados de esta puerta, como en la primera, se adentraban en las sombras dos túneles muy amplios y altos. Mientras intentaban abrir una puerta más pequeña incrustada en la enorme puerta que se erguía ante ellos, un ruido procedente del túnel de la derecha llamó su atención. Todos callaron y se quedaron inmóviles. Cuando estaban a punto de desecharlo como cosa de su imaginación, otro sonido. Una respiración, quizá. Una respiración muy fuerte.

Un rugido los sobrecogió. Fuera lo que fuera, no parecía humano, y pasos sobre la roca, al trote, con un sonido muy parecido al de unas pezuñas acercándose. Cada vez más cerca. Un segundo bramido estentóreo y amenazante los convenció de que debían correr, fuera lo que fuera aquello. Empezaron a subir las escaleras precipitada y desordenadamente. Algo surgió de la oscuridad, que rozó a Tiberio en un brazo, hiriéndolo; era un hacha, un hacha enorme, que rebotó con un sonido metálico y una chispa en los escalones por delante, dificultando su carrera. Otra hacha pasó a escasos centímetros de la cabeza de Lucio. Y detrás podían oir ya un fuerte resoplido que los alcanzaba. Afortunadamente, el derrumbamiento que estrechaba el camino no estaba lejos y se arrojaron por la estrecha abertura, donde al parecer no podía seguirles lo que fuera aquello que les seguía. Durante unos momentos pudieron oir la fuerte respiración y algún que otro bramido que los acobardó, pero no tardó en hacerse de nuevo el silencio.

No podían seguir allí indefinidamente, así que se armaron de valor y con todo el sigilo de que fueron capaces se acercaron de nuevo a la gran puerta, tras comprobar que fuera lo que fuera lo que los había perseguido, se había marchado ya. Entre sudores y temblores, Idara consiguió abrir la puerta auxiliar, y entraron a la sala. Identificaron fácilmente el lugar como la parte de la gran estancia a la que les había negado el acceso el derrumbamiento. Un púlpito en el centro del espacio lo confirmaba. El púlpito estaba pensado para albergar a varias personas a la vez, y sobre el atril había un orbe negro y un manuscrito. Tiberio cogió el orbe, y con la ayuda de Cneo pudieron traducir lo que ponía en la primera página del manuscrito: "De los Laberintos y su Poder. Dédalo". Increíble. Si aquello realmente estaba escrito por el mítico Dédalo, era un tesoro de valor incalculable. Desgraciadamente, el manuscrito estaba tan deteriorado que sólo tocarlo lo convertiría en polvo, así que decidieron dejarlo allí, hasta que pudieran copiarlo u hojearlo de alguna otra forma. Dos túneles salían de aquella parte de la estancia: uno cegado a los pocos metros y otro que conducía a una especie de aldea como la que habían visto al salir de la otra parte de la caverna. Volvieron a sentir las mismas sensaciones escalofriantes: susurros en sus oídos, presuntas manos que les tocaban los hombros y lamentos. En aquella estancia se conservaban más posesiones materiales. Mientras caminaban por allí, Tiberio, intrigado por el orbe, pudo ver reflejadas en su superficie una multitud de figuras espectrales que los seguían, lo que le puso los pelos de punta. Volvieron a la sala, y sigilosamente, salieron por donde habían entrado. Pero algo los esperaba al otro lado. Comenzaron a oir el mismo ruido de pezuñas bajando por las amplias escaleras que conducían al derrumbamiento. Aquella salida no era una opción. Así que decidieron correr hacia el túnel de la izquierda, mientras los pasos se aceleraban y otro bramido les obligaba a taparse los oídos.

Corrieron, pero no lo suficiente. Cayo y Cneo fueron agarrados en la oscuridad y cayeron al suelo, retrasándose. Un golpe de algo enorme hendió el aire ante el rostro de Cayo [punto de destino] fallando por milímetros. El resto del grupo se detuvo, gritando a sus compañeros que dieran señales. Los rugidos eran ensordecedores ahora. De repente, Cneo, haciendo uso de sus últimas fuerzas, invocó de nuevo la Luz de Júpiter e iluminó la escena, cegando por unos momentos a todos los presentes. Se quedaron paralizados al confirmar la luz las sospechas que algunos ya habían tenido. Una criatura enorme, de unos cuatro metros de altura, se erguía ante ellos, cegada momentáneamente. Su cuerpo era humano, pero sus pantorrillas no eran sino las patas de un toro, así como su cabeza, una enorme cabeza de toro que rugía y rugía ensordecedoramente. Cuatro bestiales brazos surgían de sus costados, tres de los cuales empuñaban enormes hachas que ya habían podido ver antes. ¿Era este el legendario minotauro? Cabían pocas dudas. Lucio, que se enfrentó al horror mejor que ningún otro, arrastró a Cayo y a Cneo fuera del alcance de la criatura y junto a Idara y Tiberio corrieron hasta casi caer inconscientes a través de muchos metros de túneles. Con la respiración entrecortada, escucharon en silencio: parecía que habían despistado a su terrible perseguidor.


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