En una de las muchas conversaciones que el grupo mantuvo durante los días siguientes, Idara, que no podía recurrir a nadie más, habló al grupo sobre su actual situación, sobre Clemnón y el árabe con el que le habían dicho que lo habían visto en el puerto. La descripción le sonaba a Tiberio Julio a alguien a quien había conocido en el pasado, en sus viajes por Asia. A Lucio Mercio no le cupo ninguna duda: ese hombre no podía ser otro que Abdl Azaraz, el bastardo árabe que lo había tenido como esclavo. Cuando Lucio mencionó el nombre, Tiberio lo recordó: sin duda era uno de los clientes de su padre adoptivo. Tenía al árabe por un buen hombre, hasta que Lucio les dio algunos detalles de sus pasadas experiencias con él.
Dos días después de los sucesos nocturnos, Cornificia convocó a Tiberio Julio a su presencia. El personal de los Jardines había sido sustituido ya. La hermana del emperador se mostró muy interesada en saber más detalles acerca de los fenómenos sobrenaturales que estaba segura que habían acontecido la noche del incendio. Tiberio intentó evitar lo mejor posible las comprometidas preguntas de Cornificia, que, según sus palabras, "había visto moverse el ciprés con sus propios ojos". Le contó lo del ritual y la implicación de los encargados de los Jardines, sin dar muchos más detalles. El médico se sorprendió cuando Cornificia, ni corta ni perezosa, le preguntó si había encontrado alguna relación entre los hechos de los jardines y el Legado de Pannonia Superior, Septimio Severo, o quizá con su mujer, la llamada Julia Domna. Ya era la segunda vez que los mencionaba; quizá tendría que investigar algo sobre ellos. Por supuesto, la respuesta de Tiberio fue negativa.
Cambiando de tema, la mujer informó a Tiberio de que sus fármacos le habían hecho mucho bien, y en recompensa le iba a hacer el honor de patrocinarlo y admitirlo como médico personal. Tiberio no pudo por menos que mostrarse halagado y dirigió dulces palabras de agradecimiento a Cornificia. También la informó, como nuevo cliente suyo, de que iba a tener que ausentarse de Roma al menos durante un mes, en un viaje que en última instancia le llevaría a Alejandría. Su nueva patrocinadora no puso pegas, y tras una conversación más distendida, Tiberio volvió a su domus, orgulloso con su nuevo estatus.
Antes de embarcar, Idara transmitió sus deseos de acudir a la sede de su cofradía, en el Aventino. Todos se mostraron de acuerdo en que sería bastante útil averiguar lo que había pasado con los compañeros de su nueva amiga, sobre todo Cayo Cornelio. Tras ponerse ropas poco llamativas y disimular un poco su aspecto, partieron hacia allí. El gremio se hallaba en una pequeña plaza a la que accedieron desde una calle por unas amplias escaleras descendentes. Idara no tardó en apercibirse con su experiencia de que, entre la multitud congregada en la plaza, al menos tres individuos se encontraban vigilando la sede de la cofradía. Uno de ellos era un antiguo miembro del gremio; los otros le eran desconocidos. Hizo señas al resto del grupo para que permanecieran en los escalones mientras ella se acercaba con sigilo al edificio. Cayo Cornelio, haciendo gala de su extravagancia, decidió que ayudaría a la mujer de la mejor forma que sabía: embelesando a la multitud con sus artes oratorias. Llamó la atención de la gente presentándose como edil del Esquilino y les dirigió unas palabras acerca de su suministro de grano y sus problemas de delincuencia. A pesar de ser una táctica arriesgada, funcionó: la gente se volvió hacia él en su mayoría. No obstante, no sirvió para que Idara no fuese detectada, y uno de los hombres silbó. Al instante, la muchacha dio media vuelta y aceleró el paso, mientras los tres individuos se acercaban hacia ella y un cuarto hombre asomaba su cabeza por una de las ventanas del edificio. La cosa se había complicado. Idara subió las escaleras a toda prisa, y detrás de ella pasaron los tres vigilantes. Lucio siguió a poca distancia al trío, mientras Cayo y Tiberio se quedaban un poco atrás. Idara se metió en un pequeño callejón para apartarse de ojos curiosos, pero se dio de bruces contra unas pilas de toneles, que le cayeron encima [pifia] y la magullaron. Mientras se acercaba, Tiberio pudo ver cómo una figura saltaba por los tejados de un lado a otro de la calle, hacia donde Idara se había escondido. Un salto que requería una forma física cuanto menos excelente. Y a la primera figura la siguió otra. La cosa se complicaba aún más. La protegida de Minerva se recompuso como pudo, cuando los tres hombres aparecieron en la boca del callejón, armados con relucientes dagas. Uno se desplomó escupiendo sangre; la espada de Lucio había dado buena cuenta de él. Los otros dos se volvieron, sorprendidos. Sin embargo, una mala maniobra [pifia] hizo que Lucio saliera trastabillado del callejón, con lo que los dos hombres se volvieron hacia Idara de nuevo, todavía aturdida. Una flecha se clavó en el hombro de Lucio y otra le rozó en un brazo. Procedían del tejado. En aquel momento llegaron a su altura Tiberio y Cayo. La gente se dio cuenta de que algo sucedía y empezó a alejarse de la zona.
Más gente se acercaba hacia ellos, pero en especial dos llamaron la atención de Tiberio: dos hombres que parecían árabes y se acercaban de una forma...extraña, demasiado fluida. La gente parecía apartarse de su camino de una manera anormal. Era un efecto sutil, pero sin embargo, evidente para ojos expertos. Aquello les decidió a huir de una vez por todas. Idara salió corriendo por el callejón, evitando las dagas de sus perseguidores, y por suerte pudo despistarlos sin contratiempos. Lucio se mezcló con la multitud que se alejaba, y Tiberio y Cayo se marcharon disimulando. Al pasar los árabes a su lado, Tiberio sintió un leve empujón, como un muro de aire que lo apartara suavemente del camino de los hombres, que no llamaba más la atención que una ligera brisa. Por fin, consiguieron reunirse todos de nuevo en la domus del médico.
El día siguiente se dirigieron a la villa en la que Idara había conseguido el extraño disco dorado. Tiberio aprovechó para visitar la Congregación del Alto Tíber, donde se encontró con su amigo Casio Ovidio. Intentó recabar su consejo acerca del extraño disco, enseñándoselo. Casio se mostró sorprendido; el disco parecía hecho de oro, pero a la vez era diferente. Seguro que no era de oro. Por desgracia, no pudo aportar información relevante.
No tuvieron demasiadas dificultades en encontrar la villa, atravesando infinidad de campos de olivos. Se encontraba rodeada de un alto muro de piedra, y al alcanzar una cota más alta para poder ver el interior, la decepción se apoderó de ellos. Los árboles y la villa ya no se encontraban allí, y sólo había amasijos carbonizados y restos ahumados. Todo había sido calcinado por el fuego. Entraron al recinto y buscaron alguna pista. Todo lo que encontraron fueron algunas monedas medio derretidas originarias del Este, seguramente de la provincia de Siria.
Ya de vuelta en Roma y mientras preparaban el viaje, cada uno se dedicó a sus asuntos personales. Lucio Mercio visitó a su hermana y Cornelio su villa. Éste último recibió la visita de uno de sus hombres, Lutecio, que le informó de que era posible que hubiera encontrado un grupo que sustituyera al de Sitalces en los "trabajos sucios". Estaba dirigido por un tal Ertebas, en el Quirinal. Cornelio le dio algo de dinero y le encargó que intentara contratarlos para investigar el asunto de su padre, y también el de su madre.
En el puerto de Ostia consiguieron por fin un barco: el Ática, capitaneado por un cartaginés llamado Íctinos Eléusida. Con un buen puñado de monedas, Cayo Cornelio le convenció para que cambiara su destino -Cartago- y los llevara a un lugar un poco más remoto: Creta. El cartaginés rezongó que tendría que cancelar el encargo que le habían hecho para llevar un cargamento de hierro, pero sin duda salía ganando con la oferta de Cayo.
La travesía bordeando la costa itálica fue plácida y agradable. Al cabo de poco más de una semana dejaron la costa para poner rumbo hacia Grecia. Tras apenas unas horas de navegación, pudieron oir los gritos del vigía: "¡Piratas!¡Piratas a estribor!". Efectivamente, un barco se acercaba a gran velocidad hacia ellos, y lucía la enseña negra de los piratas. Un escalofrío recorrió la espina vertebral de Idara. Algo en aquel barco hacía que tuviera una sensación de inquietud extrema, la impresión de que había algo...no peligroso, pero... incorrecto. Se encontró con la mirada de Tiberio, que le preguntó en voz muy baja: "¿Lo notas?". El barco se acercaba; a ese ritmo, no tardarían en abordarlos, si es que no pasaba algo peor...
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