La muerte del rey Anerâk no era una buena noticia de ninguna manera; pero en su fuero interno el grupo pensó que quizá no fuera tan mala cosa, pues allanaba el acceso de Ginathân a una posible sucesión; se trataría sin duda de un golpe de estado y no de una elección pacífica, pero lo que contaba era alcanzar la paz cuanto antes. No era el método óptimo, pero era un método.
Irainos, líder del Vigía |
Durante la reunión subsiguiente con Irainos y el consejo se discutió sobre muchos asuntos de política y estrategia, y de la materialización del plan para llevar al sur las pruebas de la invasión de la Sombra. El enano Zarkhu sugirió que deberían viajar con el cuerpo del vulfyr y con el troll hasta Árlaran, donde requerirían que el rey Girandanâth les acompañara hasta el sur; su ascendiente sin duda ayudaría a hacer comprender al pueblo de los distritos meridionales la importancia de dejar las rencillas de lado ante el inminente conflicto. Ya transcurrido un largo tiempo de conversación, alguien habló a través del Ebyrïth, el búho de ónice que servía como comunicador. Irainos les presentó a Igrëithonn, el comandante en jefe de las fuerzas del Vigía al norte del Meltuan. El comandante había estado oyendo lo que el grupo y el consejo discutían, y sugirió que podrían intentar pedir ayuda a la Unión de Puertos Boreales. Ante las miradas de extrañeza de Yuria y los demás, Irainos les explicó que ellos seguramente conocerían a los Puertos Boreales con el nombre de Confederación Corsaria. Efectivamente, Yuria conocía de sobra a la nación de excelentes navíos y marinos sita al norte del Pacto. No obstante, ella tenía entendido que los corsarios (o borealitas como les llamaba Irainos) no eran gente de fiar; pero el líder del Vigía hizo que se replanteara su prejuicio cuando le explicó que en el pasado habían sido unos firmes opositores al Cónclave del Dragón y que en realidad se habían originado como el séptimo distrito de los ástaros de Lândalor.
Igrëithonn también pidió al consejo que enviaran un pelotón de minadores enanos a su posición. Él se encontraba en los bosques situados justo al sur de la fortaleza de Tirëlen, que el grupo había sobrevolado a bordo del Empíreo hacía varios días. Como ya habían visto en su vuelo, en la parte norte de la fortaleza se encontraba acampado un considerable ejército enemigo, y la oposición del Vigía en el bosque homónimo del sur era lo único que todavía impedía que Tirëlen hubiera sido totalmente rodeada y asediada. Igrëithonn necesitaba a los minadores en su plan de lanzar un ataque que pusiera a los enemigos en retirada, e insistió además en su sugerencia de pedir ayuda a los borealitas.
El grupo se mostró de acuerdo en utilizar el Empíreo para transportar a los minadores enanos hasta Tirëlen. Los ojos de Yuria brillaron ante la oportunidad de compartir unas horas de viaje con el pintoresco grupo de enanos; exprimiría sus conocimientos todo lo que pudiera. Desgraciadamente, como descubriría Yuria el día siguiente, los minadores no eran de mucho hablar y no permitieron que la ercestre vislumbrara ninguno de sus secretos (si es que había alguno). El viaje tendría lugar el día siguiente.
Por la tarde, Daradoth aprovechó para enlazar su Ebyrïth con el de Irainos y así poder estar en contacto en lo sucesivo.
Al anochecer, los vigías informaron de varios tornados que se habían formado en las montañas circundantes. No era un fenómeno habitual allí, y nadie pudo explicar el porqué de su aparición hasta varias horas más tarde. Todos se retiraron pronto a descansar para afrontar el viaje lo más pronto posible por la mañana. Sin embargo, no transcurrió mucho tiempo antes de que los despertaran y los instaran a permanecer en vigilia, pues los centauros habían informado de que estaban siendo atacados en el mundo onírico. De hecho, Yuria se había despertado antes por sí misma, pues se había visto en una pesadilla donde un rebaño de lobos demoníacos había intentado acabar con su vida. Un escalofrío recorrió su espalda cuando más tarde le confirmarían que los enemigos en el mundo onírico tenían efectivamente forma de grandes aberraciones lobunas.
La ayuda de Symeon fue solicitada por Audemas y el centauro Soreliath. El errante retiró el anillo que habían puesto en su dedo corazón y cayó dormido en el acto. Pronto se vio envuelto en un torbellino de sombras lobunas y plateadas que luchaban a lo largo de todo el Valle. Su lectura del tomo que trataba sobre el Mundo Onírico y sus últimas experiencias salieron a la luz. Por dos veces salvó a sendos centauros de morir a manos de los monstruos, y finalmente el conflicto onírico se saldó con la pérdida de las vidas de dos de los guardianes centauros. Galad también probó su valía a lo largo de la noche cuando un grupo de guardianes elfos acudió en su busca para que ayudara a Soreliath, el líder de los noctámbulos centauros. El venerable ser estaba siendo sacudido gravemente en el conflicto onírico. Invocando el poder de Emmán entre fanfarrias y cánticos sobrenaturales, el paladín consiguió que el centauro sobreviviera a la difícil noche. Más tarde se lo agradecerían personalmente, y él y Symeon recibirían la petición formal para colaborar en la defensa nocturna del Valle cuando se encontraran allí.
Los torbellinos que rodeaban al Valle desaparecieron en cuanto los enemigos se marcharon. Según los centauros, habían sido la manifestación de algún tipo de efecto en el Mundo Onírico que no alcanzaban a entender muy bien.
Y tras una larga noche llegó por fin el alba. Somara y sus guardaespaldas se quedaron a salvo (eso esperaban) en el Valle, mientras el grupo partía hacia el oeste para encontrarse con Igrëithonn. En escasas diez horas recibían señales desde tierra guiándolos para aterrizar en un claro de la gran foresta. Mientras descendían, un numeroso grupo de montaraces elfos salió a su encuentro y saludó a Daradoth y los demás.
Pocos segundos más tarde hacía acto de aparición desde el linde del bosque el comandante Igrëithonn, acompañado de su séquito de lugartenientes. Su porte era magnífico, a pesar de que caminaba algo encorvado y de que sus ojos mostraban el peso de los años que había vivido. Su figura estaba envuelta en una reluciente aura que le revelaba como un elfo del alba, en su frente portaba una de las Joyas de Luz que ya habían visto en los miembros del consejo del Vigía Eyruvëthil y Annagrâenn, y cruzada en su espalda lucía una reluciente espada con una empuñadura en forma de águila. Daradoth se estremeció cuando percibió el canto de poder del arma; efectivamente, parecía que entonaba un levísimo cántico ancestral justo en el límite de la audición élfica.
"Esa espada...la forma de águila...", pensó Daradoth. Se fijó un poco más en el elfo. "Ese mentón, esa nariz...", su mirada se desvió hacia una cicatriz que el señor elfo lucía desde la sien izquierda hasta la mejilla. "No puede ser...", un escalofrío recorrió la espalda de Daradoth cuando recordó las historias que hablaban de la espada aquilina llamada Sayrelëth (Purificadora), y acto seguido hincó una rodilla en tierra en la pose tradicional élfica. "Las viejas historias toman forma; este es, sin duda, el Alto Príncipe Eraitan, desaparecido desde los tiempos de la Gran Reclusión, la retirada definitiva a Doranna". Hasta un estudiante tan pésimo como Daradoth recordaba las historias que narraban las hazañas de Eraitan durante la Última Guerra de la Hechicería.
El resto de los compañeros de Daradoth siguieron su ejemplo con la genuflexión. Igrëithonn se sorprendió ante la reacción del grupo y, con voz suave pero firme, aseguró que no debían arrodillarse ante él. Todos se pusieron en pie, impresionados por la presencia del comandante.
—Señoría —comenzó Daradoth—, es un honor sin parangón encontrarse ante la presencia de tan gran hé...
—...solo un humilde sirviente del Vigía, me temo —contestó Igrëithonn, sin dejar que su interlocutor acabara su frase. Daradoth comprendió; tendría que dejar la admiración para otro momento—. Un ingenio impresionante, ese que os ha traído —añadió, mirando a Yuria valorativamente.
Tras la bajada de los minadores enanos y las correspondientes presentaciones, durante las que "Igrëithonn" se mostró más que correcto, este y sus compañeros condujeron al grupo por disimulados caminos entre la espesura. Por fin, llegaron a un campamento militar perfectamente camuflado entre la vegetación. Los elfos habían construido entre los árboles sus habitáculos de adobe, piedra y madera y habría sido imposible identificarlos desde el cielo.
Entraron en el barracón principal, bien calefactado con un ingenioso sistema de piedras radiantes que evitaba la generación de humo y el peligro de localización. Allí fueron agasajados con nutritivos alimentos élficos que, aunque frugales, bastaban para alimentar a un individuo durante horas, y quienes quisieron pudieron disfrutar de un excelente licor (que, a la postre, afectaría a Symeon y a Yuria) y un magnífico tabaco. Durante el esparcimiento pudieron dialogar con Igrëithonn y su consejo. El comandante se interesó un poco más por el dirigible, y preguntó a Yuria si no había pensado en construir un modelo más adaptado al combate. La ercestre contestó que desde luego que lo había pensado, pero que le haría falta mucha más de la tela especial que era necesaria y el uso de un metal menos pesado; aun así, afirmó que su intención era tener un prototipo en un plazo bastante breve. Igrëithonn quedó pensativo durante unos segundos, y ausente, susurró:
—Ah, recuerdo cuando los espléndidos barcos voladores de Avaimas surcaban los cielos, antes de... —en ese momento, el comandante pareció darse cuenta de lo que estaba diciendo y calló, dando lugar a un silencio incómodo.
Pocos segundos más tarde hacía acto de aparición desde el linde del bosque el comandante Igrëithonn, acompañado de su séquito de lugartenientes. Su porte era magnífico, a pesar de que caminaba algo encorvado y de que sus ojos mostraban el peso de los años que había vivido. Su figura estaba envuelta en una reluciente aura que le revelaba como un elfo del alba, en su frente portaba una de las Joyas de Luz que ya habían visto en los miembros del consejo del Vigía Eyruvëthil y Annagrâenn, y cruzada en su espalda lucía una reluciente espada con una empuñadura en forma de águila. Daradoth se estremeció cuando percibió el canto de poder del arma; efectivamente, parecía que entonaba un levísimo cántico ancestral justo en el límite de la audición élfica.
Igrëithonn, en realidad Eraitan, Alto Príncipe de los Elfos |
El resto de los compañeros de Daradoth siguieron su ejemplo con la genuflexión. Igrëithonn se sorprendió ante la reacción del grupo y, con voz suave pero firme, aseguró que no debían arrodillarse ante él. Todos se pusieron en pie, impresionados por la presencia del comandante.
—Señoría —comenzó Daradoth—, es un honor sin parangón encontrarse ante la presencia de tan gran hé...
—...solo un humilde sirviente del Vigía, me temo —contestó Igrëithonn, sin dejar que su interlocutor acabara su frase. Daradoth comprendió; tendría que dejar la admiración para otro momento—. Un ingenio impresionante, ese que os ha traído —añadió, mirando a Yuria valorativamente.
Tras la bajada de los minadores enanos y las correspondientes presentaciones, durante las que "Igrëithonn" se mostró más que correcto, este y sus compañeros condujeron al grupo por disimulados caminos entre la espesura. Por fin, llegaron a un campamento militar perfectamente camuflado entre la vegetación. Los elfos habían construido entre los árboles sus habitáculos de adobe, piedra y madera y habría sido imposible identificarlos desde el cielo.
Entraron en el barracón principal, bien calefactado con un ingenioso sistema de piedras radiantes que evitaba la generación de humo y el peligro de localización. Allí fueron agasajados con nutritivos alimentos élficos que, aunque frugales, bastaban para alimentar a un individuo durante horas, y quienes quisieron pudieron disfrutar de un excelente licor (que, a la postre, afectaría a Symeon y a Yuria) y un magnífico tabaco. Durante el esparcimiento pudieron dialogar con Igrëithonn y su consejo. El comandante se interesó un poco más por el dirigible, y preguntó a Yuria si no había pensado en construir un modelo más adaptado al combate. La ercestre contestó que desde luego que lo había pensado, pero que le haría falta mucha más de la tela especial que era necesaria y el uso de un metal menos pesado; aun así, afirmó que su intención era tener un prototipo en un plazo bastante breve. Igrëithonn quedó pensativo durante unos segundos, y ausente, susurró:
—Ah, recuerdo cuando los espléndidos barcos voladores de Avaimas surcaban los cielos, antes de... —en ese momento, el comandante pareció darse cuenta de lo que estaba diciendo y calló, dando lugar a un silencio incómodo.
Durante la conversación, Yuria se apercibió de que Igrëithonn se interrumpía muchas veces y quedaba como ausente, hablando casi imperceptiblemente consigo mismo. Daradoth y Galad, por su parte, necesitaban ejercer toda su capacidad de concentración para no distraerse con el continuo cántico de poder de la espada aquilina. Galad percibía en ella una reminiscencia celestial, igual que la que al principio había notado en Églaras, la espada de Emmán custodiada en Tarkal.
Igrëithonn volvió a saca a relucir la posible alianza con la Confederación Corsaria. Ellos podrían traer su flota, que podría remontar el Meltuan y ser decisiva en mantener el río como una barrera infranqueable para los enemigos. Con el Empíreo no les costaría desplazarse allí en persona e intentar convencerlos cara a cara. La conversación fue interrumpida cuando, a través de los búhos de ónice, Irainos se puso en contacto desde el Valle para informar de que estaban siendo atacados de nuevo en el Mundo Onírico. Afortunadamente, más tarde volvería a informarles de que el ataque había sido rechazado de nuevo, pero con un par de bajas más.
Cuando más tarde Daradoth intentó sacar a relucir el tema de la Gran Reclusión de los elfos y la desaparición de Eraitan en aquel proceso, Erythyonn, uno de los lugartenientes del comandante, le interrumpió y se lo llevó fuera a pasear sobre la nieve. Según le informó, unos pocos del círculo de confianza sabían que Igrëithonn era en realidad el príncipe Eraitan de los tiempos antiguos, pero que siempre que se intentaba hacer aflorar aquel tema, el comandante reaccionaba de forma extraña. Y era evidente que no se sentía a gusto hablando de los tiempos antiguos, así que nadie lo hacía.
Erythyonn inspiró profundamente el aire helado de la noche, cogiendo con sus manos varios copos de nieve.
—De todas maneras, se avecinan tiempos de héroes... decidme, Daradoth, ¿acaso no lo notáis en el aire, en la piel? ¿No notáis ese... aroma..., esa sensación? ¿La presencia de la Sombra? —Daradoth se concentró unos instantes, pero al fin se encogió de hombros y negó con la cabeza.
Siguieron caminando bajo la nevada, y Daradoth, a gusto y en intimidad por fin con uno de sus congéneres, habló de sus intenciones de cambiar las cosas en Doranna, y de deponer a Natarin. Erythyonn mostró su sorpresa y preguntó a Daradoth acerca de su abolengo. Cuando este contestó que no sabía realmente cuál era, el lugarteniente del Vigía sonrió y afirmó congratularse por ver que al fin alguien de Doranna restaba importancia a la ascendencia y la tradición.
—Sois joven e impetuoso, pero vuestros ojos me dicen que lograréis grandes cosas, amigo. Pero... ¿en serio no sois capaz de sentir... esto? ¿No notáis esa picazón, ese erizarse del vello? Es... vibrante, no lo sentía desde hace mucho —los ojos de Erythyonn brillaban de anhelo.
Esta vez sí, Daradoth comenzó a notar una especie de sensación que no sabía explicar muy bien, pero que sin duda tenía que ver con la presencia de la Sombra, con el conflicto que se avecinaba. Su corazón se aceleró ligeramente, y sus músculos se tensaron. Erythyonn siguió hablando:
—Espero que con el retorno de la Sombra, Eraitan —¡utilizó por primera vez el verdadero nombre del príncipe!— vuelva a ser el Alto Príncipe guerrero que necesitamos.
Daradoth se volvió hacia él, sorprendido por sus palabras, y Erythionn, abriendo los ojos y tensándose de repente, sacó sus dos espadas y se abalanzó hacia la izquierda.
Aquello puso en guardia a Daradoth, que en cuestión de décimas de segundo percibió cómo algo se movía a su derecha. Con un fluido movimiento de esgrima desenvainó su arma y se encaró hacia el enemigo que los había acechado. Se encogió un poco cuando reconoció la figura de un enorme vulfyr que rugió y se lanzó hacia él.
En el resto del campamento comenzaron a oirse sonidos de combate y ásperos rugidos. Galad y Yuria salieron al exterior junto con un grupo de elfos, y pronto se vieron envueltos en un combate con varios vulfyr y elfos oscuros. Afortunadamente, Erythyonn y Daradoth habían hecho saltar la voz de alarma con sus gritos y así habían evitado ser sorprendidos.
El conflicto parecía ya controlado después de sufrir varias bajas bajo los colmillos y garras de las terribles criaturas, cuando Yuria detectó un movimiento por el rabillo del ojo. Alguien había pasado como una exhalación por su lado y desaparecido hacia uno de los laterales del barracón. Ahora que lo pensaba, Igrëithonn seguía dentro. Se apresuró a asomarse por la esquina y, alumbrado por la luz que salía por la ventana lateral, pudo ver a un elfo oscuro. Este había roto ya las contraventanas de madera y parecía estar preparándose para algo. Y entonces reparó en Yuria, que se dirigía hacia él espada en ristre. Se miraron durante un instante, Yuria con la dificultad añadida de la oscuridad reinante en el exterior y la ligera nevada. El talismán de la ercestre, que le había sido devuelto al salir del Valle del Exilio, emitió la descarga que ella ya conocía tan bien; el elfo había intentado afectarla con un hechizo. No pudo distinguir la expresión del enemigo, que se había retirado de la luz, pero suponía que se habría sorprendido. Comenzó a avanzar esgrimiendo la espada, y un cuchillo pasó a escasos centímetros de su rostro; acto seguido, un látigo surgió de la oscuridad y se enrolló alrededor de su muñeca. El talismán generó una descarga más violenta que la anterior. Yuria tiró con todas sus fuerzas del látigo, intentando lanzar una estocada mortal a su enemigo, pero este, susurrando enojado, destrabó su latigo y desapareció en la noche.
No sin dificultades, Daradoth y Erythyonn habían podido dar cuenta de sus enemigos y dar la voz de alarma, y pocos minutos después todos se reunían de nuevo en el barracón, redoblando la guardia. Yuria les comentó a ellos en privado que Igrëithonn se había quedado ausente en el interior del barracón, y relató en público el extraño enfrentamiento con el elfo oscuro. Esto les convenció de que el objetivo del ataque había sido sin duda Igrëithonn. Además, la ercestre les comentó que el atuendo del elfo le había recordado mucho al de aquellas elfas oscuras que se hacían llamar maestras del Dolor. Pero en lugar de lucir el trasunto de sonajero que esgrimían aquellas, su arma era un látigo.
—Debía de tratarse de un miembro de otra de las Sendas Tenebrosas —dijo Aryëlëth, una de los lugartenientes—, diría que de la Senda de la Locura. Ellos veneran al Vesánico, uno de los Rostros de Korvegâr, igual que los maestros del Dolor adoran al Tirano.
El grupo, estupefacto por la revelación, cruzó miradas y, evidentemente, pidieron a Aryëlëth toda la informacion que tuviera sobre esas sendas. La elfa tampoco pudo darles demsiada información, solo que conocía tres de las once sendas, el Dolor, la Locura y la Lujuria, y que cada una parecía rendir culto a un Rostro diferente de Korvegâr.
Por fin, bien entrada la madrugada, Yuria, Galad y Symeon cayeron en un profundo sueño, exhaustos.
Galad había atravesado desiertos infinitos. Las arenas habían desgarrado sus pies y el sol había masacrado su piel. Estaba agotado. Y entonces apareció un ser que le hizo dejar atrás la fatiga y el dolor. Un ser celestial, de luz dorada y cuatro majestuosas alas que lo miró desde su ingente altura.
—Tú...levántate...mírame... —mirar a la luz directamente dejó a Galad sin vista—. ¿Eres tú a quien ha elegido? ¡¡¡Demuéstralo!!!
El paladín despertó, sobresaltado aunque totalmente refrescado. Se estremeció cuando se dio cuenta de que todo lo que podía ver era una mancha de luz dorada.
Cuando más tarde Daradoth intentó sacar a relucir el tema de la Gran Reclusión de los elfos y la desaparición de Eraitan en aquel proceso, Erythyonn, uno de los lugartenientes del comandante, le interrumpió y se lo llevó fuera a pasear sobre la nieve. Según le informó, unos pocos del círculo de confianza sabían que Igrëithonn era en realidad el príncipe Eraitan de los tiempos antiguos, pero que siempre que se intentaba hacer aflorar aquel tema, el comandante reaccionaba de forma extraña. Y era evidente que no se sentía a gusto hablando de los tiempos antiguos, así que nadie lo hacía.
Erythyonn inspiró profundamente el aire helado de la noche, cogiendo con sus manos varios copos de nieve.
—De todas maneras, se avecinan tiempos de héroes... decidme, Daradoth, ¿acaso no lo notáis en el aire, en la piel? ¿No notáis ese... aroma..., esa sensación? ¿La presencia de la Sombra? —Daradoth se concentró unos instantes, pero al fin se encogió de hombros y negó con la cabeza.
Siguieron caminando bajo la nevada, y Daradoth, a gusto y en intimidad por fin con uno de sus congéneres, habló de sus intenciones de cambiar las cosas en Doranna, y de deponer a Natarin. Erythyonn mostró su sorpresa y preguntó a Daradoth acerca de su abolengo. Cuando este contestó que no sabía realmente cuál era, el lugarteniente del Vigía sonrió y afirmó congratularse por ver que al fin alguien de Doranna restaba importancia a la ascendencia y la tradición.
—Sois joven e impetuoso, pero vuestros ojos me dicen que lograréis grandes cosas, amigo. Pero... ¿en serio no sois capaz de sentir... esto? ¿No notáis esa picazón, ese erizarse del vello? Es... vibrante, no lo sentía desde hace mucho —los ojos de Erythyonn brillaban de anhelo.
Esta vez sí, Daradoth comenzó a notar una especie de sensación que no sabía explicar muy bien, pero que sin duda tenía que ver con la presencia de la Sombra, con el conflicto que se avecinaba. Su corazón se aceleró ligeramente, y sus músculos se tensaron. Erythyonn siguió hablando:
—Espero que con el retorno de la Sombra, Eraitan —¡utilizó por primera vez el verdadero nombre del príncipe!— vuelva a ser el Alto Príncipe guerrero que necesitamos.
Daradoth se volvió hacia él, sorprendido por sus palabras, y Erythionn, abriendo los ojos y tensándose de repente, sacó sus dos espadas y se abalanzó hacia la izquierda.
Aquello puso en guardia a Daradoth, que en cuestión de décimas de segundo percibió cómo algo se movía a su derecha. Con un fluido movimiento de esgrima desenvainó su arma y se encaró hacia el enemigo que los había acechado. Se encogió un poco cuando reconoció la figura de un enorme vulfyr que rugió y se lanzó hacia él.
En el resto del campamento comenzaron a oirse sonidos de combate y ásperos rugidos. Galad y Yuria salieron al exterior junto con un grupo de elfos, y pronto se vieron envueltos en un combate con varios vulfyr y elfos oscuros. Afortunadamente, Erythyonn y Daradoth habían hecho saltar la voz de alarma con sus gritos y así habían evitado ser sorprendidos.
El conflicto parecía ya controlado después de sufrir varias bajas bajo los colmillos y garras de las terribles criaturas, cuando Yuria detectó un movimiento por el rabillo del ojo. Alguien había pasado como una exhalación por su lado y desaparecido hacia uno de los laterales del barracón. Ahora que lo pensaba, Igrëithonn seguía dentro. Se apresuró a asomarse por la esquina y, alumbrado por la luz que salía por la ventana lateral, pudo ver a un elfo oscuro. Este había roto ya las contraventanas de madera y parecía estar preparándose para algo. Y entonces reparó en Yuria, que se dirigía hacia él espada en ristre. Se miraron durante un instante, Yuria con la dificultad añadida de la oscuridad reinante en el exterior y la ligera nevada. El talismán de la ercestre, que le había sido devuelto al salir del Valle del Exilio, emitió la descarga que ella ya conocía tan bien; el elfo había intentado afectarla con un hechizo. No pudo distinguir la expresión del enemigo, que se había retirado de la luz, pero suponía que se habría sorprendido. Comenzó a avanzar esgrimiendo la espada, y un cuchillo pasó a escasos centímetros de su rostro; acto seguido, un látigo surgió de la oscuridad y se enrolló alrededor de su muñeca. El talismán generó una descarga más violenta que la anterior. Yuria tiró con todas sus fuerzas del látigo, intentando lanzar una estocada mortal a su enemigo, pero este, susurrando enojado, destrabó su latigo y desapareció en la noche.
No sin dificultades, Daradoth y Erythyonn habían podido dar cuenta de sus enemigos y dar la voz de alarma, y pocos minutos después todos se reunían de nuevo en el barracón, redoblando la guardia. Yuria les comentó a ellos en privado que Igrëithonn se había quedado ausente en el interior del barracón, y relató en público el extraño enfrentamiento con el elfo oscuro. Esto les convenció de que el objetivo del ataque había sido sin duda Igrëithonn. Además, la ercestre les comentó que el atuendo del elfo le había recordado mucho al de aquellas elfas oscuras que se hacían llamar maestras del Dolor. Pero en lugar de lucir el trasunto de sonajero que esgrimían aquellas, su arma era un látigo.
—Debía de tratarse de un miembro de otra de las Sendas Tenebrosas —dijo Aryëlëth, una de los lugartenientes—, diría que de la Senda de la Locura. Ellos veneran al Vesánico, uno de los Rostros de Korvegâr, igual que los maestros del Dolor adoran al Tirano.
El grupo, estupefacto por la revelación, cruzó miradas y, evidentemente, pidieron a Aryëlëth toda la informacion que tuviera sobre esas sendas. La elfa tampoco pudo darles demsiada información, solo que conocía tres de las once sendas, el Dolor, la Locura y la Lujuria, y que cada una parecía rendir culto a un Rostro diferente de Korvegâr.
Por fin, bien entrada la madrugada, Yuria, Galad y Symeon cayeron en un profundo sueño, exhaustos.
Galad había atravesado desiertos infinitos. Las arenas habían desgarrado sus pies y el sol había masacrado su piel. Estaba agotado. Y entonces apareció un ser que le hizo dejar atrás la fatiga y el dolor. Un ser celestial, de luz dorada y cuatro majestuosas alas que lo miró desde su ingente altura.
—Tú...levántate...mírame... —mirar a la luz directamente dejó a Galad sin vista—. ¿Eres tú a quien ha elegido? ¡¡¡Demuéstralo!!!
El paladín despertó, sobresaltado aunque totalmente refrescado. Se estremeció cuando se dio cuenta de que todo lo que podía ver era una mancha de luz dorada.