Retorno a Roma.Dado su valor y su valía en combate, Tito Acadio hizo un aparte con Lucio Mercio, y le dijo que lo había propuesto para ingresar en la hermandad de Mitra. Lucio se sintió halagado, y por supuesto aceptó. Ser un Hijo de Mitra era un honor que se proponía sólo a aquellos que demostraban su valor en combate. Ya le había sido propuesto el ingreso durante sus campañas en oriente, pero el hombre que lo iba a presentar había muerto, atravesado desgraciadamente por una flecha mal dirigida. Lucio veía a Mitra como otra deificación de Marte, autoconvenciéndose así de no sentirse culpable ni en conflicto por rendir culto a un dios extranjero. Con toda probabilidad, la noche siguiente tendría lugar la ceremonia de iniciación.
Esa misma noche, a sugerencia de los personajes, Cayo Lutacio puso a dos centenares de sus hombres a peinar la zona en busca de restos que les pusieran sobre la pista de los atacantes. No obtuvieron resultados. Sólo descubrieron al cabo de varias horas un leve rastro que conducía directo al mar, pero que bien podía pertenecer a cualquier bañista. Durante la búsqueda, Cornelio, Idara y Zenata paseaban por la playa. La niña, con la inocencia pero también la clarividencia de siempre, preguntó que quién era la mujer que habían visto arrodillada en la arena, que su aspecto se parecía mucho al de Jezabel, una mujer que visitaba habitualmente su pueblo. Evidentemente, ambos se interesaron por la revelación de la niña, pero no pudo decirles mucho más: la mujer iba a su pueblo a reunirse con alguien, y hacía muchas preguntas. Fue todo lo que pudo decirles.
Tiberio no quería perder bajo ningún concepto la pista de la extraña mujer y sus acólitos, y la única solución que se le ocurrió fue utilizar el poder de Júpiter para poder hablar con las gaviotas del entorno e intentar descubrir si habían visto algo. El único problema era que para ello necesitaba dos días de estancia en un templo consagrado a Júpiter Óptimo Máximo, alimentando a las aves sagradas, y para ello tendría que volver a la ciudad. En la reunión que siguió, todos le desaconsejaron hacerlo, pero él insistió y finalmente acordaron hacerlo rápida y discretamente. En la conversación, un legionario que hablaba árabe acudió para traducir las palabras de Aretas Ben Jalafh, que intentó hacer desistir de su intento a Tiberio, alegando que los "afhdallah", los mejores estaban cerca y los querían a ellos. Preguntado acerca de quién eran los mejores respondió que eran gente proveniente de antiguas tradiciones, que según las historias habían adiestrado a los primeros kahin. Por fin pudieron conocer la historia de Aretas, que dijo pertenecer a una corriente kahin que se oponía al "protectorado" de los afhdallah, y que había decidido ayudar al grupo a la vista de la importancia que estaban adquiriendo en los planes de sus enemigos.
Sin perder tiempo, en cuanto acabó la reunión, todavía por la mañana, Tiberio partió hacia uno de los templos menores de Júpiter de Alejandría en compañía de Cneo Servilio, Idara y los tres teúrgos de Minerva. La antigua ladrona y sus compañeros se encargarían de vigilar el entorno mientras ellos realizaban las exequias en el templo. Al llegar allí, Tiberio expuso su deseo de quedarse un par de jornadas al guardián que se encontraba guardando la puerta. Un pequeño soborno puso fin a cualquier complicación.
Por la noche, un pequeño grupo de legionarios llegó al templo en busca de Cneo Servilio. El anciano hizo un gesto tranquilizador hacia Idara, que lo dejó marchar. Lucio se despertó cuando notó que alguien se acercaba a él: era Tito Acadio, que le informó de que la hora había llegado. Por fin iba a formar parte de la hermandad de Mitra. Lo condujo a caballo hasta un pequeño bosquecillo entre colinas. Allí se reunieron con Calisteos, y entre los dos le vendaron los ojos, le taparon los oidos, lo amordazaron y lo desnudaron completamente. Le hicieron caminar, guiándole para no tropezar. Pasó rozando zarzas que le arañaban y ortigas que le hacían arder la piel. Era evidente a pesar de sus ojos vendados que lo metieron en una cueva. Allí tuvo lugar el proceso de iniciación a Mitra: lo hicieron pasar por una charca con sanguijuelas y anguilas, caminar sobre alacranes y sobre brasas ardientes, apoyaron un filo en su pene y lo obligaron a andar a pesar de todo. Lucio soportó todos los castigos con un estoicismo a prueba de bomba y no dejó escapar ni un gruñido de incomodidad. Cada vez que superaba una de las pruebas iban retirando una de sus barreras para los sentidos con una frase ritual: los tapones, la mordaza y, finalmente, la venda de los ojos. Cuando se la quitaron vio que en una plataforma en medio del riachuelo que discurría por la caverna se encontraban reunidos varios hermanos del culto: Calisteos y Tito Acadio, que le habían conducido hasta allí, Cayo Lutacio, algunos otros oficiales y legionarios y, para su sorpresa, también Cneo Servilio, el maestro de Tiberio. Todos le abrazaron, uno por uno, y le dieron la bienvenida. Mientras le curaban las heridas sufridas -había pasado demasiado lentamente por las brasas y había pisado demasiados alacranes- le enseñaron los ritos de Mitra y sus palabras y gestos para poder reconocer a otros hermanos.
Al cabo de dos o tres horas, Idara pudo ver cómo Cneo Servilio era conducido hasta el templo por los mismos legionarios que se lo habían llevado antes.
El día siguiente fue más movido. A mediodía, un árabe se acercó a hablar con el guardián del templo que había recibido a Tiberio y a Cneo. Idara y sus compañeros, distribuidos por la plazuela abarrotada que daba acceso al templo, observaron preocupados. Tras algunos aspavientos, el árabe se marchó. Pasados unos momentos, el guardián entró en el templo.
"¿Tiberio?" Tiberio Julio oyó una voz que le llamaba detrás suyo. Tuvo la suficiente fuerza de voluntad para no volverse. Era el guardián de la puerta, que insistió dos veces. Finalmente, Tiberio se volvió, para decirle que no conocía a nadie en Alejandría con ese nombre. Tras evaluarlo unos instantes, el vigilante le dijo que había acudido un hombre preguntando por el tal Tiberio, que coincidía con su descripción, y quería comprobar que no le había mentido. A continuación salió de allí.
La cosa no acabó ahí. Al anochecer, volvieron varios árabes, que se dirigieron a hablar con el guardián. Idara envió a uno de los teúrgos de Minerva a avisar a Tiberio. Éste, alertado, procedió con la ceremonia sacrificó una oca. El indigitamenta se manifestó y, con un proceso doloroso, le otorgó el don de comprender y hablar el idioma de las aves, y las dotes de alerta de la oca. Justo en el momento en que los árabes irrumpían en el templo (de lo que Tiberio se apercibió gracias a los poderes que había obtenido de la oca). Por suerte había bastante gente todavía y pudieron esquivarlos amparándose en las sombras. Se reunieron con Idara en el exterior y se marcharon de allí. Volvieron al campamento sin más sobresaltos.
Por la tarde, antes del episodio en el templo, Cayo Cornelio había recibido la noticia de que su barco había vuelto y se encontraba anclado en el puerto. Partió hacia allí de inmediato. Íctinos lo recibió con un cálido apretón de manos, y le contó que habían sido atacados por los piratas, de los que habían escapado gracias a los trirremes de la flota griega. Había conseguido relizar el negocio y ya había dado su parte a los judíos. El barco necesitaba unas cuantas reparaciones, pero podrían partir al día siguiente, si así lo deseaban. Cornelio le comentó que seguramente partirían hacia Roma, a lo que el capitán del barco sugirió aceptar algunos pasajeros, que eran una de las mercancías más rentables, pero Cornelio se lo prohibió hasta nueva orden.
En cuanto llegó al campamento, Tiberio habló con las gaviotas y los gorriones de los alrededores. El idioma de los pájaros era sencillo y entrecortado, pero pudo sacar en claro que los extraños extranjeros habían subido a una especie de barco que a continuación se había hundido bajo el agua. Algo extraordinario y muy difícil de contrarrestar.
El día siguiente partieron hacia el puerto con una nutrida escolta de cincuenta legionarios. Como preveían, la salida no fue tranquila. Tiberio se arqueó en el carro donde viajaba, porque la sombra albergada en la figura que llevaba en el pecho le exigió su liberación, con una voz acompañada de sombra y dolor. El esfuerzo para no liberar a la Sombra era tremendo, pero lo consiguió. Idara pudo detectar, gracias a la guía de Minerva, que entre la multitud se hallaba una mujer camuflada sobrenaturalmente con una apariencia que no era la suya. Quizá la misma mujer que había atacado el campamento. Y mucha gente se movía hacia ellos. Dieron la orden a los legionarios de apretar el paso, y tras algún que otro altercado consiguieron llegar al barco, donde Cayo Lutacio se despidió de ellos y puso énfasis en su traslado a Roma y su mención ante Cornificia.
El viaje de diez días transcurrió tranquilamente, para variar. Cada uno se dedicó a sus quehaceres, y Tiberio habló con la Sombra contenida en su figura tras tomar todas las precauciones posibles. El ser llamado Eugsynos no se mostraba tan hostil como había sido previamente en el puerto, y Tiberio pudo obtener algo de información. Fue una tal Aogea la que lo había convocado, la misma mujer que los había atacado en el castrum. El resto de las preguntas no las supo o no las quiso contestar.
Por fin, llegaron al puerto de Ostia. Todos realizaron sus exequias a los dioses, dando gracias por el buen término del viaje. Y aquí y allá se veían árabes, un poco más de lo normal. Parecían haberse extendido por todo el Mediterráneo.
Idara fue conducida por los teúrgos de Minerva a la sede de su culto, una villa no muy alejada de Roma. Allí fue recibida por el paladión en persona, Aquiles Herofonte, su líder. Precisamente en ese momento, los teúrgos de Minerva se estaban congregando allí debido a los momentos de crisis que se estaban viviendo en Roma, de los que ya les había informado Sexto Meridio. El Paladión, que ya había soñado con Idara, la reconoció al instante. Preguntó a la muchacha si se quedaría para asistir a la arenga, y ella aceptó. A las pocas horas, los teúrgos presentes se reunieron en un pequeño anfiteatro en el sótano de la villa. Allí, Herofonte les arengó haciendo uso de una oratoria militar inmejorable. Instó a todos ellos a no viajar en grupos de menos de tres, y a participar con orgullo y fuerza en la guerra que estaba a punto de desatarse. Minerva les había enviado a una elegida para ayudarles en el trance, y se encontraba allí en persona. Idara rebulló, inquieta. Sin embargo, para su extrañeza dada la timidez propia de una huérfana de los bajos fondos, la tranquilizaron los vítores que profirieron los allí reunidos. La sangre les hervía pensando en las hazañas que estaban a punto de poder realizar. Una vez acabado el discurso, el Paladión hizo un aparte con Idara, y le informó que, si lo deseaba, uno de los miembros de la tríada que había enviado a ayudarle la adiestraría en las vías del poder de Minerva. Idara nunca había sido el centro de nada ni había sido tratada con tanta deferencia en su vida; aceptó sin dudarlo.
Lucio Mercio se dirigió sin tardanza a ver a su hermana, Lucía. Cuando llegó a la villa de Cneo Cornelio Estrabón, un esclavo lo condujo a su presencia, y ella se lanzó a los brazos del rudo legionario entre sollozos. "¿No te has enterado?" le preguntó. Ante la estupefacción de Lucio, su hermana le contó que sus hermanos habían sido secuestrados, y así le habían informado a ella en una carta. En la carta decía que "los muchachos estaban bien, pero debían dejar de molestar o dejarían de estarlo". Nadie firmaba. Lucio rugió de frustración. Pero eso no era todo, porque Lucía había acudido a casa de su hermano pequeño, Cayo, el tullido escriba, después de recibir el anónimo. Allí habían encontrado una carta de su madre desde Gades, de la que al parecer no había tenido tiempo de decir nada. Lucía tendió la carta a su hermano.
Mi muy querido Cayo,
espero que vaya todo bien, que te encuentres mejor de tus dolencias.
¿Cómo les va a tus hermanos? Hace tiempo que no escriben.
Los echo de menos, sobre todo a Lucio. Buscadlo y que me visite
lo antes posible.
Que Júpiter Óptimo Máximo te dé luz y guía.Nunca antes su madre había escrito una carta tan escueta, ni había antepuesto a Lucio sobre los demás. Era evidente que estaba demandando la visita por algún motivo que se les escapaba. Lucio decidió visitar su madre tan pronto como arreglara los asuntos en Roma. Se despidió de su hermana con preocupación, diciéndole que el día siguiente volvería para hablar con su marido (que en esos momentos se encontraba ausente).
Tiberio Julio visitó su congregación, la la Congregación del Alto Tíber, junto a Cneo Servilio y Sexto Meridio, tras averiguar que el emperador y su hermana habían partido hacia Pannonia. Allí se encontró con sus compañeros Casio Ovidio y Zenón de Samos, que le recibieron con semblante preocupado. Para consternación de Tiberio, le informaron de que en las últimas semanas habían aparecido dos de sus miembros asesinados, y un tercero hacía dos o tres días que no daba señales de vida. Había que moverse rápido. Tras presentar convenientemente a Sexto Meridio y la colaboración obtenida con el culto a Mercurio, decidieron trasladar la congregación. Además, gracias al poder de comunicación con las aves que le había sido concedido por Júpiter, Tiberio pudo sorprender una conversación entre tres cuervos que rondaban la villa: "¡siete! ¡mañana por la noche! ¡informa!". Un escalofrío recorrió la espina dorsal del patricio. El traslado se aceleró, y propuso a Cneo Servilio, líder tácito de la congregación, trasladarse a la villa de Cayo Cornelio, el único sitio que juzgaba lo suficientemente cercano y seguro. Así lo hicieron.
Por otro lado, en una de las conversaciones que Tiberio y Cneo mantuvieron con sus compañeros, surgió el nombre de Jezabel. Uno de los miembros de la congregación, haciendo un esfuerzo de memoria preguntó si no era ese el nombre de la bruja que decían que acompañaba a Pescennio Níger, el gobernador de Pannonia. Cneo y Tiberio se miraron, incómodos; Cómodo y Cornificia habían partido hacia Pannonia hacía varios días.
Cayo Cornelio volvió a su villa con Zenata tras echar un vistazo a las obras de reconstrucción de su domus. Avanzaban lentamente y estaban siendo más caras de lo previsto, pero las consideraba necesarias. Un patricio no podía pasar sin una casa en el centro del mundo. Fue recibido por Pietro y sus esclavos, y se aseó convenientemente. Tras tomar un refrigerio, el esclavo le informó de que hacía varios días que Cayo Mercio, su secretario y hermano de Lucio, no aparecía por allí, y acto seguido le entregó una carta que había llegado sellada y firmada por Quinto Antonio Flaco, su patrocinador y suegro de su hermana.
Estimado Cayo Cornelio.
Roma ha dejado de ser segura para mí.
Me retiro a Tarentum por mi propia seguridad, alegando motivos familiares.
Algo se está moviendo entre las sombras, y temo que ni nuestros dioses, ni el Senado ni el divino Emperador sean lo suficientemente fuertes para contenerlo.
Temo que la ciudad haya dejado de ser segura para ti también, pues he sido testigo de conversaciones que mencionaban a tu padre y al padre de ese amigo tuyo, Lucio Mercio, en términos poco amistosos.
Así que, por la estima que profesaba a tu padre y la que te tengo a ti mismo, buen Cayo, he movido algunos hilos y pedido el retorno de algunos favores para conseguir tu nombramiento como legado de la Legio XXII Primigenia Pia Fidelis, sita en la frontera con germania, lejos de Roma y sus lobos. Espero que el prefecto del Pretorio, Cleandro, dé su aprobación sin prestar más atención que a cualquier otro nombramiento.
Preséntate cuanto antes ante el senador Apio Claudio Marcelo, y aún con más celeridad auséntate de Italia cuando te haya asignado al cargo.
Huelga mencionar la conveniencia de la destrucción de la presente.
Que la guía de Minerva y la fuerza de Marte te amparen.
Quinto Antonio Flaco.Increíble. Legado de una legión, con todos los honores y la posibilidad de promoción que aquello conllevaba. Y lo más importante, implicaba entrar en el orden senatorial. Lo malo era que se encontraría demasiado lejos de Roma, y por supuesto, las circunstancias por las que se le había concedido el cargo. Si realmente Roma era tan peligrosa, tendría que andar con pies de plomo. Envió rápidamente un esclavo que pactó una cita para el día siguiente con Claudio Marcelo, y mandó llamar a su amigo Mopsos, que se encontraba en el puerto y no tardó en llegar, y a Lucio Mercio. Una buena noche de juerga levantaría su ánimo. Entre los efluvios del alcohol, propuso a Mopsos encargarse del negocio de las vides mientras él estuviera ausente; el griego aceptó de buen grado. Más tarde y más sereno, Cayo se preguntó si realmente había sido una buena idea.
Por la mañana llegaron a la villa Tiberio y sus compañeros de congregación, que fueron cálidamente acogidos por Cayo Cornelio. Éste se ausentó al poco rato dirigiéndose al foro para entrevistarse en una de las dependencias del Senado con Claudio Marcelo. Se encontró con él en un pequeño despacho, y al senador no parecía hacerle mucha gracia la concesión del cargo de tribuno a Cayo. Pero el respeto que sentía por Antonio Flaco pudo con todas sus reticencias, y lo emplazó al día siguiente en el foro para hacerle entrega (a él y a un par de personas más) simbólica del cargo.
La ceremonia tuvo lugar sin sobresaltos, y Cayo fue investido con el imperium de legado de la IX Hispana. Se le informó de sus derechos y sus deberes en una ceremonia austera para lo que era habitual en Roma. A continuación procedieron a realizar los preparativos del viaje. Aprovechando que Lucio debía pasar por Gades, circunnavegarían la península ibérica en barco para desembarcar en el norte de Europa con la escolta de tres trirremes que el ejército había puesto a disposición de Tiberio. Lucio, por su parte, manifestó su intención de personarse ante Apio Cecilio para informarle de los últimos acontecimientos y sus próximos planes.