En Alejandría. La Gran Biblioteca.
El puerto de la ciudad fundada hacía siglos por el mítico Alejandro Magno era enorme. Decenas y decenas de buques se encontraban amarrados en los malecones, y aún muchos más salían y entraban con mercancías y gentes de lo más variopinto. Íctinos vio la oportunidad de enriquecerse en aquellas tierras, y así se lo transmitió a Cayo Cornelio. Éste no pudo mostrarse más de acuerdo. Desde que se había asociado con Íctinos no había hecho más que perder dinero en reparaciones y mantenimiento, y no había ganado ni un sextercio. Así que encargó al cartaginés comenzar a buscar algo y él se le uniría en cuanto le fuera posible.
Tras alojarse en la mejor posada que encontraron, se encaminaron sin tardanza a la Biblioteca. La magnitud del edificio les dejó sorprendidos. Sobre el cuerpo principal habían surgido multitud de anexos, alas y naves que le daban una apariencia tumoral, sin ningún orden aparente. Su extensión era realmente enorme. Se dirigieron a lo que parecía la entrada principal. Mientras ascendían las escaleras que conducían hasta el gran arco que franqueaba el acceso, pudieron escuchar varias conversaciones sobre los más variados temas: filosofía, astronomía, teología... allí estaba desde luego la mayor concentración de eruditos del mundo conocido. Ante la entrada, un escriba y una especie de monje -que luego identificarían como uno de los muchísimos bibliotecarios- tomaban nota de los nombres y características de todo aquel que quería acceder al complejo. Esperaron pacientemente en la cola, escuchando las charlas que diferentes profesores impartían a sus alumnos, tanto niños como adultos. Finalmente, tras dar sus nombres -Tiberio dio un nombre falso para evitar problemas-, accedieron al vestíbulo. Se sobrecogieron. Una ingente cantidad de pergaminos, tablillas, libros y material de todo tipo se alzaba en estanterías desde el suelo hasta el techo y se amontonaban por todos los rincones, mesas y superficies planas en un aparente amasijo de desorden. Un bibliotecario se acercó para ver si necesitaban ayuda, al reconocer en Cornelio a un patricio romano de alta alcurnia. Cneo y Tiberio respondieron afirmativamente, pidiendo que les condujera a la sección de historia. Y hacia allí los guió. Una sala daba paso a otra, y a un corredor, y a más salas yuxtapuestas, en un caótico laberinto de saber y erudición. Cuando el bibliotecario les anunció que ya se encontraban en la sección de historia, ya sabían que aquella investigación les iba a llevar bastante tiempo. De momento, necesitarían varios días simplemente para organizarse en la recopilación de material.
Durante los siguientes días -y semanas-, Cneo y Tiberio se dedicarían casi totalmente a la investigación de los símbolos del disco y los asuntos relacionados que habían descubierto: el Laberinto, Dédalo, Minos, el maremoto en Creta... Idara les prestaría apoyo ocasionalmente. No tardaron en copar gran parte de la sala donde se encontraban con libros, pergaminos y antiguas tablillas grabadas, llamando la atención del resto de usuarios de la Biblioteca.
Buscando negocios, Cornelio descubrió que los judíos acaparaban prácticamente la totalidad del tráfico de mercancías en Alejandría. De hecho, el barrio judío se encontraba anexo al puerto para facilitar los contactos. Tras varios días, lo mejor que encontró fue un judío llamado Elías, que llevaba el negocio junto a su hermano Daniel. El resto de comerciantes con los que entró en contacto rechazaron hacer negocios con él por ser el barco demasiado pequeño, no llevar suficiente protección, o simplemente, por no fiarse de ellos. No obstante, un hecho llamó la atención de Lucio Mercio: la primera vez que entraron a la "oficina" de Elías, un hombre se encontraba ante su escritorio discutiendo en hebreo con los dos hermanos. Lucio, con conocimientos básicos del idioma, pudo seguir la conversación, aunque puso buen cuidado de que ellos no se dieran cuenta. Por lo que parecía, el hombre estaba protestando porque su barco se había hundido y no le habían pagado lo que le debían. Finalmente, le dieron unas cuantas monedas, "una miseria" en opinión del hombre, y se fue refunfuñando y apartando bruscamente a cuantos encontraba a su paso.
Cornelio tuvo que emplear la primera semana en hacer reparaciones en el barco, dañado por la tormenta sobrenatural que se había abatido sobre ellos en la travesía. Contrató a los mejores carpinteros y calafates. Una vez reparado el barco, contactó de nuevo con Elías, a pesar de que Lucio sospechaba que el judío era un contrabandista al margen de la ley. Durante la reunión que mantuvieron, Elías y Daniel conversaron en hebreo, hablando de un cargamento de oro y comentando entre sonrisas que no lo iban a confiar ni en broma a aquellos aficionados. Lucio lo entendió todo sin que ellos lo supieran. Los judíos ofrecieron a Cornelio un cargamento de pimienta, pero antes querían ver el barco, así que partieron hacia el puerto con una pequeña escolta.
A los pocos segundos de salir al exterior, varias flechas silbaron en el aire. Iban dirigidas a los hermanos judíos. Una alcanzó a Daniel, y otra se clavó en el peto de uno de los guardias de Elías. En ambas flechas se podía leer, escrito en griego: "estafadores". No pudieron localizar a los agresores, y tras auxiliar a Daniel y ponerlo a reposar se dirigieron de nuevo a inspeccionar el barco. En agradecimiento a sus servicios para con su hermano, Elías había pensado ofrecerles transportar un cargamento de seda, pero la visión del barco y la falta de guardias suficientes provocó que, de mutuo acuerdo rechazaran la seda y volvieran al trato con la pimienta. El cargamento debería ser llevado a Atenas, cinco días de ida y cinco de vuelta con buen tiempo. Lo suficientemente rápido para hacerlo mientras Tiberio y los demás arreglaban sus asuntos en la Biblioteca.
En la Gran Biblioteca, Tiberio y Cneo hicieron por fin avances al cabo de dos semanas. Yendo de referencia en referencia y de estantería en estantería dieron por fin con un par de tablillas de madera talladas; una presentaba el alfabeto cuneiforme propio de las tierras mesopotámicas de la antigüedad y otra lucía los extraños caracteres del disco de Idara y de las paredes de los laberintos. Según pudieron deducir de tales escritursa, en la antigua Mesopotamia surgió una nación que provocó una especie de evento tremendamente importante. Pero el qué no pudieron inducirlo, al menos de momento.
Durante ese tiempo, en una de las ocasiones en que Idara acudió con Zenata a la Biblioteca, un par de africanos se quedaron fijamente mirándolas y murmurando entre sí. Al fijarse un poco más, Idara se apercibió de que en realidad todo su interés estaba enfocado en la niña. En la misma sala, alguien se desmayó, provocando algo de revuelo. Los africanos salieron velozmente de la sala.
Pocas noches después de que Íctinos hubo partido con la pimienta hacia Atenas, el grupo recibió una indeseable visita en la posada por la noche. Cornelio se despertó cuando Zenata soltó un gritito. Un africano que parecía envuelto en sombras lo miró con ojos brillantes, y sin darle casi tiempo a reaccionar lanzó una cuchillada a su garganta. Por suerte pudo alcanzar su gladius y defenderse, provocando algo de escándalo. El adiestrado oído de Lucio lo percibió y de inmediato saltó de la cama. Al abrir la puerta de su habitación vio en el pasillo a otro africano, éste vestido con una túnica oscura. Cuando Lucio se lanzó hacia él, el extraño movió las manos y el aire pareció densificarse a su alrededor, haciendo sus movimientos exasperantemente lentos. Cuando Idara apareció el pasillo, el africano optó por huir. Mientras tanto, en la habitación, Cornelio acabó con el secuestrador gracias a un golpe mortal en lel abdomen. Zenata se lanzó a sus brazos, llorando y provocando el mareo de todos los presentes. Por supuesto, despertaron a la posadera y ésta se deshizo en disculpas y ofrecimientos. A pesar de eso, se marcharon de la posada, cambiándola por otra en la que la seguridad parecía más cuidada.
Varias veces durante sus estancias en la Biblioteca, un atractivo sirio se acercó a Idara preguntándole si necesitaba ayuda en algo. Por lo que parecía, se sentía atraído por ella. La muchacha se mostró amable, pero lo rechazó en cada ocasión.
Un día de la tercera semana en el que Cornelio hizo una de sus varias visitas a la Biblioteca, tuvo que guardar cola, como siempre, y como siempre le preguntaron su nombre al entrar. A los pocos segundos de serle franqueada la entrada, alguien le tocó el brazo.
—Disculpas, honorable. ¿Tu nombre es Cornelio Cato? ¿Como Publio Cornelio Cato?
Aquel hombre bajito, rechoncho y con barba sin bigote que le había parado estaba mencionando a su padre. Instintivamente, Cornelio se puso en guardia y evaluó al extraño. No parecía peligroso.
—¿Publio Cornelio Cato? ¿A quién te refieres? ¿Quién lo pregunta? —Cornelio prefería no ponerle las cosas fáciles.
Ante la aparente ignorancia de Cayo, el extraño pidió disculpas e hizo ademán de marcharse. Cayo lo detuvo, confirmándole que Publio era su padre. El extraño lo llevó a un reservado. Se llamaba Heráclides, griego de Esmirna. Cuando Cayo le contó que su padre había muerto, expresó gran consternación y le explicó su historia. Publio le había pedido ayuda para recabar cierta información sobre algo llamado "Culto a Júpiter", que resultó ser una hermandad secreta de monjes -como ya sabía Cayo-. Llegaron a descubrir ciertos secretos en varios manuscritos y grabados que ni él podía entender muy bien, pero el caso es que hacía pocas semanas, los susodichos manuscritos y grabados habían comenzado a desaparecer, así que él se había llevado los que quedaban a casa, para salvaguardar la información. En la documentación se revelaban contactos entre los adeptos de Júpiter y extrañas gentes egipcias, árabes y de otros cultos. Las últimas noticias que Heráclides había tenido de Publio habían llegado en forma de carta, la cual enseñó a Cayo. En ella, Publio le advertía que no se fiara de nadie, y que necesitaría copias de algunos de los grabados y manuscritos. Enviaría a alguien a buscarlos, y al oir el nombre de Cayo, creía que sería él el enviado.
Mientras Cayo se entrevistaba con Heráclides, Idara vio pasar trotando -algo prohibido en la Biblioteca- a dos árabes que nunca había visto en el edificio hasta entonces. Los siguió, curiosa. En otra sala se encontraron con otros tres árabes. Sacaron algo de sus bolsillos y se dirigieron hacia un recoveco tras un pequeño arco.
Heráclides abrió mucho los ojos y gritó cuando vio aparecer un árabe en la pequeña sala donde se encontraban. Llevaba una piedra en la mano. La puso ante sus labios y sopló; un polvo negro envolvió a Cornelio, sin efecto [tirada de CON superada], mientras Heráclides abría una compuerta tras una estantería. El griego y Cayo se deslizaron a través de la abertura secreta, tras lo cual el primero cerró desde dentro. Tras atravesar varias salas salieron al exterior, donde pudieron despistarles.
Tras el episodio, el grupo se reunió en una pequeña taberna donde fueron presentados y puestos al corriente de todo. Heráclides prosiguió con su historia. A las pocas semanas después de que Publio se hubo marchado de vuelta a Roma, apareció un hombre malcarado con barba y bigote negros, oscuras ojeras y calvicie incipiente, claramente romano, que intentó sonsacarle información sobre los asuntos que había tratado con el padre de Cayo. Heráclides aseguró que no le había desvelado nada de importancia. Interrogado por el grupo, el griego también recordó que Publio Cornelio también había mencionado en alguna ocasión a un tal Marco Mercio, que había muerto debido a todo aquel asunto. Lucio, endurecido por los años, no dejó traslucir su dolor.
Impactados por las revelaciones, acordaron encontrarse al día siguiente con Heráclides en el foro para que los condujera a su casa a ver los manuscritos. Y así lo hicieron. El hombre los condujo a uno de los distritos más pobres de la ciudad y los invitó a entrar en su anodina casa, que olía a rancio y a humedad. El interior estaba repleto de pergaminos y tablillas. Cuando les mostró los manuscritos en cuestión, Idara se apercibió casi al instante de que en todos ellos estaba grabado en una u otra parte el símbolo de los círculos concéntricos y las líneas verticales que habían encontrado grabado a punta de puñal en el cuerpo de Albinobano y en el disco.
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