"El secreto de los Jardines de Mecenas", segunda sesión.
Tras el descubrimiento del rostro de Anariaco en las pupilas del bibliotecario Albinovano, Lucio Mercio hizo una breve visita a Pompeyo Apolinaris para pedirle que no retirara todavía los cadáveres de las termas, quería investigar un poco más. Pompeyo accedió; el oficial frumentario tenía una actitud extremadamente estirada, pero su talante era colaborador. Además, la conversación entre Lucio y Pompeyo fue mucho más allá, tratando temas más profundos. Interrogado por la lealtad a su amigo Cayo Cornelio, Lucio respondió que su lealtad a la patria era mucho mayor, fingiendo de forma tan perfecta -o no-, que Pompeyo le cogió confianza. El oficial le contó que hacía tiempo estaban intentando hablar con Zoster, el esclavo de Cornificia que había descubierto la escena de la matanza por la mañana, pero sin ningún viso de lograrlo. Le comentó que, si se le presentaba la oportunidad, lo interrogara y le informara de lo que averiguase. Tras este encargo, se despidieron efusivamente.
Por su parte, Cayo Cornelio se dirigió a las estancias de Marco Segiditio para conversar con el jefe de seguridad. Marco se hallaba en la puerta del palacio de Cornificia dando órdenes a los guardias que custodiaban la puerta. Junto a dichos guardias ahora se encontraban dos pretorianos reforzando la seguridad. Cayo le preguntó varias cosas y Segiditio se mostró colaborador aunque no aportó ninguna información de utilidad. Eso sí, Cayo detectó un ligero acento etrusco en su habla, igual que el jardinero Culpex. Y cuando le mencionó los nombres grabados con puñal en el cuerpo del bibliotecario, Marco había dejado entrever una sensación extraña que Cayo no pudo identificar. Algo sabía, estaba casi seguro.
Tiberio Julio e Idara se encaminaron a las estancias de Aulo Phersu, el encargado de los animales y veterinario. Sus estancias eran subterráneas, y a ellas accedieron a través de unas estrechas y escaleras. El olor era muy fuerte allí abajo, y se oía ruido de animales. La pequeña estancia estaba iluminada por antorchas de luz mortecina. Una puerta daba acceso a lo que debía ser el lugar de descanso del veterinario, y alrededor de la estancia principal, donde se encontraban, había varias jaulas que guardaban animales: unos chimpancés, una pantera, gatos monteses y varios lobos. Los chimpancés se encontraban extramadamente excitados. Una de las jaulas albergaba en un charco de sangre el cadáver de un lobo que al parecer había sido destripado. Aulo Phersu les recibió limpiándose las manos, que tenía manchadas de sangre. Según explicó Phersu, el lobo muerto había contraido la rabia y no había tenido más remedio que sacrificarlo. Había guardado varios de sus órganos internos para sacrificarlos; supusieron que se debía de tratar de algún tipo de ritual etrusco. El hombre se mostraba nervioso; en raras ocasiones personas del nivel social de Tiberio le dirigían la palabra, y mucho menos bajaban a sus estancias. Tiberio Julio le interrogó en profundidad, intrigado por el estado de nervios cada vez mayor del hombre, que por cierto, tenía un acusado acento etrusco. Idara encontró una túnica empapada de sangre tras la puerta de su habitación, a lo que Phersu afirmó que era sangre de otros animales. La conversación acabó sin ningún resultado interesante y Tiberio se despidió. Sin embargo, cuando estaba saliendo por la puerta, Phersu les deseó buena suerte con la madre de Cayo Cornelio. Tiberio retrocedió en el acto, extrañado; era posible que Phersu se hubiera enterado de la desaparición de Julia Lepida por las habladurías, pero harto improbable. Tras hacer unas cuantas preguntas más, encargó a Idara ir a buscar a Lucio para interrogar de verdad al veterinario. El desgarbado hombre se puso blanco y entró en un estado de agitación mayúsculo. Por otro lado, Tiberio estaba seguro de que el lobo asesinado no presentaba síntomas de rabia, aunque en el estado en que se encontraba era difícil estar seguro; pero no tenía rastros de espuma, ni la lengua hinchada, ni ninguno de los síntomas que él conocía.
Idara encontró rápidamente a Lucio y lo llevó con ella. Esto no pasó inadvertido a Marco Segiditio, que se dirigió también a las estancias de Aulo Phersu, acompañado por Cayo. Lucio no tuvo apenas tiempo de interrogar a Phersu. Cuando el etrusco vio a aquel hombre de durísimo rostro surcado por una profunda cicatriz de lado a lado dirigirse hacia él, no pudo aguantar más la presión: cayó al suelo víctima de un infarto. Lo sacaron rápidamente al exterior y lo llevaron al campamento de Pompeyo Apolinaris. Tiberio hizo lo que pudo, dejando al hombre inconsciente y con apenas un hálito de vida, pero vivo al fin y al cabo; sólo quedaba confiar en los dioses.
Una vez dejaron a Phersu en el campamento de los frumentarios, Tiberio, Cayo e Idara se internaron en el Templo de Apolo y en la torre mecenata en busca de pistas, sin éxito. Mientras tanto, Lucio Mercio había ido a palacio para intentar interrogar al esclavo Zoster, que se encontraba al servicio de Cornificia, la hermana del emperador Comodo. En palacio, los guardias de los Jardines no permitieron su entrada, dando como única explicación que eran órdenes de Marco Segiditio. Por el momento, nadie podía entrar en palacio. No obstante, no tardó en aparecer Segiditio, que con maneras más agresivas de lo que en él era normal, accedió a que Lucio entrara al palacio, siempre y cuando permitiera que él lo acompañara. Lucio aceptó y entraron. El frumentario envió un sirviente para convocar a su presencia al esclavo Zoster, y al rato apareció un adusto pretoriano que les informó de que no era del agrado de su señora Cornificia el que interrogaran al esclavo en ese momento y que se sentía indispuesta y necesitaba a todo su servicio. Lucio tuvo que marcharse con las orejas gachas.
Al reunirse el grupo, pudieron poner en común lo que habían descubierto, y lo que más les llamó la atención fue la coincidencia en el acento etrusco de los tres interrogados, en mayor o menor medida. Tras esto, se encaminaron a investigar al auditorium. El auditorium, fuera de lo común porque era subterráneo, se encontraba excavado a los pies del enorme ciprés, y como a las dependencias de Aulo Phersu, se accedía a él a través de una pequeña construcción con una escalera descendente en su interior. Eso sí, esta era más amplia que la de las dependencias del veterinario. La estancia, de unos veinte metros de largo por diez de ancho, era un lugar sepulcral y ominoso. Iluminado por unos cuantos candiles, la luz parecía ser absorbida por las paredes repletas de mosaicos que imitaban un extraño y frondoso jardín cuyas figuras vegetales eran exuberantes y seguramente bellas, pero que con aquella luz tímida y tremolante ponían los pelos de punta. El gran salón finalizaba en una cavea enmarcada por las raíces centenarias del enorme ciprés que dominaba los Jardines, donde la acústica era perfecta para llegar a todos los rincones y estaba provista de una fuente con ingeniosos juegos de agua, imitando el efecto de un río y una cascada. Idara tuvo una corazonada antes de entrar, un mal augurio. No le gustaba nada aquel lugar. El resto del grupo trató de convencerla de que no pasaba nada, y tras mucho esfuerzo lo consiguieron. Buscaron señales durante un rato.
Lucio descubrió la puerta secreta que conducía a la biblioteca detrás el tapiz de la mujer que esgrimía el espejo y la rama de ciprés. Durante ese ínterin, Idara se puso cada vez más histérica. Estaba convencida de que veía a las sombras moverse y acercarse a ellos [Idara tiene "Gnosis" como rasgo de destino, con lo que los efectos sobrenaturales se le desvelan con más facilidad]. Gritó a Cayo Cornelio si no veía a esa sombra que iba a tocarlo. Cayo sintió un escalofrío, pero nada más. Tiberio también se sentía más intranquilo por momentos. Descubrieron en el suelo restos de incienso y una abertura fina como un papiro y difícil de ver bajo la cavea, también en el suelo, tallada en la roca viva. Fijándose mucho más, pudieron ver que había manchas de sangre seca casi borrada alrededor de la abertura. Las sombras seguían moviéndose, amenazantes a los ojos de Idara, que se encontraba paralizada por el horror, mientras Tiberio intentaba calmarla. Cayo Cornelio se agachó para intentar ver algo a través de la abertura, y se retiró espantado; habría jurado que unos ojos apagados lo observaban desde el otro lado, pero no alcanzaba a ver con claridad. Tiberio se agachó también a mirar, su curiosidad era muy fuerte. En ese momento, el médico se encogió de pavor, al oir la voz de una anciana en su cabeza:
— Tiberioooo.
Idara comenzó a oir también la amenazante y decrépita voz:
— Idaraaaaa. Marchaos y no volváis, o lo pagaréis con vuestras vidaaaaas.
Las voces les instaban a marcharse so pena de pagarlo con la muerte; Idara y Tiberio no podían oir nada más que las amenazas. Cayo y Lucio empezaban ya a sugestionarse, al ver el estado de sus compañeros. Estos últimos arrastraron fuera de allí a la mujer y el médico, a través de la puerta secreta que había descubierto Lucio. Aparecieron en la biblioteca, tras una gran estantería, y Tiberio e Idara se calmaron en pocos momentos, pero sus rostros reflejaban el mal rato que habían pasado. Algo muy extraño sucedía en el auditorium, y deberían averiguarlo en un momento u otro.
Ya había pasado la hora de comer, y tenían hambre. Lucio se marchó a la Castra Praetoriana a informar a Apio Cecilio de lo que había descubierto, incluyendo el ritual con restos de canibalismo y la posible implicación de Anariaco. Al mencionar al compañero frumentario, Apio se mostró menos sorprendido de lo que Lucio había esperado. Apio simplemente le respondió que no le extrañaba, que nunca se había fiado de Anariaco y que éste era sin duda una mala persona. Lo buscaron en la Castra, sin éxito. Los guardias de la puerta les informaron de que había partido por orden de no se sabía quién en misión especial al occidente del Imperio hacía unas pocas horas. Debía de haber salido hacia el puerto de Ostia.
El resto del grupo se dirigía a tomar un refrigerio a la domus de Tiberio cuando vieron una columna de humo elevarse sobre el Esquilino, procedente más o menos del lugar donde Cayo Cornelio tenía su casa. Se dirigieron hacia allí, y para horror de Cayo, efectivamente su casa -y por extensión, algunas de alrededor- había sido pasto de un terrible incendio. Los esclavos se encontraban reunidos en la calle, apesadumbrados. El cuerpo de vigiles (bomberos) ya se encontraba intentando extinguir el incendio. El hombre que se había hecho pasar por pretoriano y que habían capturado cuando les atacaron estaba ya muerto sin duda, consumido por las llamas. Un esclavo informó a Cayo que justo antes del incendio se habían reunido en la puerta de la domus una media docena de personas vestidas con capucha -cosa prohibida- en actitud sospechosa, mirando mucho hacia el edificio. Al cabo de unos instantes, uno de los vigiles apareció con un trozo de pergamino que "parecía no arder en el fuego" según sus propias palabras. Cayo lo abrió; el mensaje era bastante escueto:
— "Queremos a la mujer" —rezaba.
Enojado, lo arrugó de mala manera y lo guardó.
Se dirigieron por fin a casa de Tiberio Julio. Allí, tras tomar un ágape, Tiberio sacó el extraño disco de Idara y lo puso sobre la mesa. Los símbolos eran como una mezcla entre egipcio y griego, pero a la vez diferentes de ambos. El mistagogo de Tiberio, Cneo Servilio, que vivía en la casa, se reunió con ellos. Hablaron largo y tendido del disco y por qué podía ser tan importante, y del mensaje que habían dejado en casa de Cayo. Tiberio les habló de los extraños símbolos y de las ruinas de Cnossos que visitaba con sus primos y donde los había visto por primera vez, mientras apretaba la estatuilla que llevaba en el bolsillo. Al preguntar a Cneo Servilio por dónde podrían encontrar información sobre los símbolos, éste respondió que no se le ocurría un mejor lugar que la Gran Biblioteca de Alejandría, a la que por cierto quería hacer una visita en breve. Interrogaron a Idara sobre el origen del disco, y ella les contó todo lo que sabía, que no era mucho, y el desgraciado incidente de hacía dos noches con los tipos de las túnicas. Tenía lagunas mentales sobre el episodio, y lo único que recordaba sobre la villa donde había encontrado el disco era que se alzaba cerca de Tibur. Nada más.
Lucio Mercio llegó a la domus, tras haber comido en la Castra Praetoria. Al entrar en la sala, se quedó petrificado al ver el disco por alguna razón desconocida. Tuvieron que hacerle reaccionar. Lucio no conocía nada sobre el disco ni los símbolos, pero no sabía por qué, intuía que el objeto era de extrema importancia, aunque tampoco sabía para qué. Tras poner al frumentario en antecendentes de lo que sabían, partieron de nuevo a los Jardines.
Una vez allí, el grupo vio cerca de la Torre Mecenata a una pareja, un hombre y una mujer. Ella llevaba la cara tapada con un velo, y el pelo ensortijado del hombre era inconfundible para Lucio. Había visto al individuo reunirse varias veces con Anariaco. Debía de tratarse de un informador del asesino. La pareja entró a la biblioteca, y Lucio los siguió a poca distancia. Allí se reunieron con otra persona, un patricio o un caballero, a juzgar por su porte. Cuando el trío pasó a la habitación del bibliotecario para ver el cadáver, Lucio entró a su vez y se presentó, preguntándoles si les podía ayudar en algo. El aparente patricio se presentó como Lucio Cilnio. Los otros dos permanecieron en el anonimato. El rostro de la mujer era apenas visible por el velo, pero Lucio vio lo suficiente como para suponer que debía de estar deformado de alguna manera. Cilnio le hizo algunas preguntas, a las que Lucio respondió con ambigüedades, así que se despidieron al poco rato.
Mientras Lucio se encontraba en la biblioteca con el trío, Tiberio se dirigió son su "botiquín" a palacio para ver a Cornificia, y si era posible, interrogar al esclavo, al tal Zoster. Tuvo ciertas dificultades con los guardias, pero cuando Cornificia se enteró de que quería verla, dio órdenes de que le dejaran pasar. Siguiendo los consejos de Tiberio, Cornificia había dejado de consumir mandrágora, ante la consternación de Segiditio, pero su aspecto ahora era mucho peor, los ojos hundidos, el pelo despeinado y la cabeza doliéndole como el infierno. Tiberio hizo uso de todo su saber médico, e intentó crear un preparado con hierbas no tan adictivas como la mandrágora. Tuvo éxito [gastando seis puntos de gravitas para la tirada de farmacopea] y Cornificia resultó aliviada con la pócima. Antes de caer dormida, le permitió charlar con su esclavo Zoster. Éste se adelantó desde el rincón donde se encontraba. Zoster estaba muy nervioso, pero Tiberio se lo ganó enseguida tratándolo con educación y regalándole una bolsa de monedas por su colaboración. El esclavo le contó lo que había descubierto en las termas por la mañana, la horrible matanza con los cuerpos semidevorados y tres sombras que parecían moverse y "respirar" en la oscuridad. Esto último revivió en Tiberio el recuerdo de la desagradable situación en el auditorium. Y había algo más: Zoster sacó de un pliegue de su ropa un anillo. Un anillo dorado, como los que llevaban los pertenecientes al orden ecuestre, con las letras "LC". Lo había encontrado entre los cadáveres y lo había guardado, sin darle importancia.
Cuando todos se reunieron otra vez, Tiberio les contó lo del anillo y Lucio el encuentro con el tal Lucio Cilnio, cuyas iniciales, qué casualidad, coincidían con las letras grabadas en el anillo...
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